martes, 30 de agosto de 2011

La ondulada línea roja

Descubro una ondulada línea roja –no la delgada línea roja…- probablemente trazada por mi hermano, para probar un bolígrafo, en la mitad de una hoja en blanco, al final de un capítulo de una novela de aventuras.

Sé que el trazo lo hizo mi hermano porque él consiguió esa novela, y otras que integraron una colección en la que se narraban las aventuras de El Coyote: un bandido generoso que, al igual que El Zorro, “desfacía entuertos” galopando por valles y cañadas, poblados mineros y otros lugares de la California que ya era propiedad de los Estados Unidos, después de que México se viera obligado a cedérsela, en 1848, por el tratado de Guadalupe Hidalgo, junto con Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah y Colorado: unos 2.480.000 kilómetros cuadrados de territorio.
“Vae victis!”. México había perdido una guerra con su vecino del Norte, que todavía no era un coloso. Antes, California fue española.

La saga de El Coyote

El escritor español José Mallorquí narró en una larga saga las aventuras de El Coyote, que vestido a la mexicana, cubierto el rostro por un antifaz negro, armado con dos revólveres y poseedor de un acendrado sentido de la justicia, la imponía por su cuenta y riesgo cuando el brazo de la ley, siempre calificado de largo, a su juicio era, por lo contrario, demasiado  corto.
El Coyote era un personaje que adoptaba César de Echagüe y Acevedo, un rico hacendado californiano que se mostraba como un millonario egoísta comodón, escéptico y con marcada propensión al “dolce far niente”.
Pero guardaba en un sótano de su rancho, en el fondo de un arcón, el sombrero charro, el traje negro y los Colts del 45 de El Coyote. Y en cuanto se cometía un desafuero, don César adoptaba el disfraz de El Coyote y galopaba hacia donde había que ponerle a alguien las peras a cuarto.
El coyote es muy parecido al lobo, abunda en los Estados Unidos, sobre todo en California. Aún hoy en día no es raro ver en Pasadena, Hollywood, San Diego o en una calle de Los Angeles un coyote procedente de las montañas que rodean esas y otras ciudades cruzando una avenida.
Entre los habitantes del lejano Oeste, los californianos y los chinooks,  el Coyote era una deidad benefactora. En los mitos de los indios shushwap y kutenai de la América británica figuraba como una entidad creativa, y en los cuentos folclóricos de los ashochími de California aparecía después de un diluvio y planta­ba en la tierra las plumas de diversos pájaros, que según su color se convirtieron en las diferentes tribus indias.

Un formidable éxito editorial

A mi hermano y a mí nos gustaban mucho las novelas de El Coyote. Salían en toda España, una cada dos semanas. Costaban 150 pesetas cada una, un precio más que razonable para la época. Constituyeron un formidable éxito editorial.
Quisimos hacer la colección, pero nunca llegamos a tenerla completa, porque prestábamos muchas novelas, que no se nos devolvían, como pasa siempre. Otras se extraviaban, o nos las quitaban, vaya uno a saber quién o quiénes, en aquel caserón de la Dehesa de la Villa (de Madrid) donde vivíamos, y donde recibíamos a tanta gente.
Otra editorial volvía a publicarlas y nosotros empezábamos de nuevo a coleccionarlas. Y así una y otra vez.
Mi hermano logró reunir y conservar los 27 primeros tomos, editados por Forum.

Pasaron los años…

Pasaron los años… Las novelas de El Coyote permanecieron alineadas una junto a  otra en la biblioteca. Mi hermano y yo nos ocupábamos de que no desapareciera ninguna, pero ya éramos mayores y lo que no hicimos fue comprar las que faltaban. Leíamos otros libros. Estábamos en otras cosas.
Ya radicado en Buenos Aires, en uno de los viajes que hice a Madrid, mi hermano me regaló las 54 novelas –cada tomo traía dos y, ya dije, mi hermano había conseguido 27-.
De cuando en cuando las releo, una por una. No han perdido, con el paso del tiempo. A decir verdad, cada vez descubro alguna perla, en más de una de ellas.
Mallorquí era un buen escritor de novelas populares. Y estaba dotado de una asombrosa capacidad de trabajo que le permitió crear otros personajes y cultivar con fortuna otros géneros literarios.
La ondulada línea roja garabateada por mi hermano campea en la novela “El final de la lucha”, al término del capítulo nueve. Sabe Dios por qué se le ocurrió trazarla. A lo mejor como señal para acordarse por donde iba en la lectura.
Pero a mí me agrada imaginar que quiso plasmar una síntesis –nunca sabré de qué- con ese rasgo en la novela que estaba leyendo, que tenía un título apaciguador: “El final de la lucha”.
Quizá mi querido hermano Manolo quiso decir que, en realidad, la lucha no había finalizado.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 29 de agosto de 2011

Chimpancés generosos

Una vez más, los animales nos dan una lección. En este caso los chimpancés, que tienen algo tan importante como la capacidad de compartir, cosa que el “homo sapiens” pierde a pasos agigantados.
Compartir ideas, sueños, afecto, dinero, tiempo libre…, lo que sea
Somos cada vez más egoístas. Nos encerramos en nosotros mismos. Pensamos poco, o nada en el prójimo.
Los que más tienen, por regla general, son los que menos dan. En suma, nos cuesta compartir.
A los chimpancés, no.

© J. L. A. F.

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sábado, 27 de agosto de 2011

Infalible


jueves, 25 de agosto de 2011

Verdades sobre el vino

Esnobs, mitómanos, pedantes de todo tipo y condición, ignorantes ilustrados y otros ricos tipos pertenecientes a runflas varias de gran cursilería vienen dándonos una gran tabarra con sus apreciaciones, y más aún, sus definiciones, sin ningún sentido ni entidad acerca del vino, de los vinos, tintos, blancos, generosos, todos los que ellos consideran que son el no va más, digámoslo de una vez: los varietales, y entre ellos el Malbec, de última moda a causa de la promoción que se le hace de cara a sus ventas en el extranjero.
Muchos de esos vinos son de color negro y dejan la copa manchada de azul. Me refiero a los tintos.
También opinan con respecto al vino, como no podía ser de otra manera, enólogos de concepto abstruso y palabra dificil. Es natural, tienen que demostrar lo mucho que saben. Se ven por los campos próximos a las bodegas a jóvenes ingenieros de teodolito, cinta métrica y gemelos de campaña.
¿Qué decir de los catadores, los organizadores de catas a ciegas y los cronistas? Entre éstos últimos hay unos pocos que son serios y llevan toda la vida diciendo en los medios las cosas como son.
También hay algunos especialistas en echar abajo los mitos y las supercherías, como Victoria Beleniski, que ha publicado un artículo desmitificador en la web iProfesional que nos demuestra que no está todo perdido, que el mito no reina como un monarca ignorante y absolutista de los muchos que ha habido en todas partes, desde que el mundo es mundo.
Los… “expertos” seguirán diciendo sinsorgadas, y hablando con voz campanuda de taninos, esteres, guarapo y papelón; y asegurando que este vino, el otro y el de más allá son cortos o largos, redondos o cuadrados y tienen aroma a tabaco griego, a pechblenda, a almizcle, a cuero noble, a tinta, a mantequilla de maní –lo cual puede repercutir favorablemente en el mercado estadounidense-, a  arándanos del sur –tan de moda: los arándanos y el sur- y a raíz de chopo.
Ahora mismo me voy a tomar un vaso de vino tinto de color rojo no muy oscuro, como de rubí, bueno y barato, que me gusta, me conforta y me sabe sencillamente a un vino bien hecho, en el tiempo justo y guardado lo necesario, ni más ni menos.

© José Luis Alvarez Fermosel

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martes, 23 de agosto de 2011

Lo que va de ayer a hoy

La periodista -bastante hábil, por cierto- Julieta Molina, nos ofrece en el diario matutino La Nación de la capital argentina un simpático viaje del ayer al hoy, centrado en lo que se refiere a los juegos y recreos de los niños, a quienes no son ajenos los cambios que experimenta la sociedad, a la que ellos también pertenecen.
Julieta se evade por momentos al pasado -un pasado tampoco tan remoto-; se maneja con una ajustada percepción de la realidad y pone en evidencia un muy buen sentido de la observación, más algún zascandileo por la calle, cosa que siempre es buena para un informador.
A muchos de los lectores de esta nota les gustará hacerse una escapada a tiempos idos- que quizás fueron los suyos-. Ni mejores ni peores: distintos.
Ahora bien, se puede opinar. Pero seamos ecuánimes: ni Jorge Manrique “(…) cualquier tiempo pasado fue mejor…”), ni “si me quitan el ‘Ipod’ me dejo morir de hambre y de sed encerrado en mi habitación a cal y canto”.
Estos trabajos periodísticos son siempre refrescantes. Sobre todo cuando están pergeñados no sólo con conocimiento de causa, sino también con un tono tranquilo, sereno, plácido, cosas que no son fáciles de manejar en una actualidad tan vertiginosa.

© J. L. A. F.

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sábado, 20 de agosto de 2011

¿Bizarro...?

Sigue llamando poderosamente la atención el mal uso que se hace del idioma español en todos los ambientes, y mucho más en los medios informativos electrónicos, es decir, en la radio y la televisión.
O sea, que no somos nosotros solos, por puristas, por maniáticos, por pasados de moda o por cascarrabias los que nos ocupamos de este asunto con frecuencia. Medios gráficos con el prestigio y la autoridad de La Nación también tocan un tema que podría calificarse ya de fenómeno colectivo: un fenómeno desagradable, perjudicial y chirriante.
Hay que leer un artículo (relacionado) de Graciela Melgarejo publicado al respecto en el matutino porteño La Nación.

© J. L. A. F.

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viernes, 19 de agosto de 2011

El perro Paco

El marqués de Bogaraya –que luego sería alcalde de Madrid-, estaba comiéndose alegremente un bisté en Fornos, en la esquina de la calle Alcalá con la de Sevilla. El 4 de octubre de 1879, por más señas.
De pronto irrumpió en el café, quizás el más tradicional de todos los que albergaban tertulianos en Madrid, un perro negro de pecho blanco, callejero, de talla media, que empezó a hacerle carantoñas al marqués.
Gonzalo Saavedra y Cueto, VII marqués de Bogaraya, compartió su almuerzo con el perro y a los postres roció con champán su cabeza, bautizándole con el nombre de Paco, pues ese día se celebraba la festividad de San Francisco de Asís. El santo de Asís es el patrón de los animales y a los Franciscos se los llama Pacos, sabido es.
A partir de entonces, el perro Paco se pasaba las horas muertas en Fornos, haciendo zalemas a su padrino; y también a los demás contertulios, que recibían complacidos sus muestras de afecto.
El perro Paco empezó a alternar sus visitas a Fornos con otras al cercano café Suizo, e incluso hasta El Imperial, que estaba en la Puerta del Sol, más lejos.
En poco tiempo, no hubo restaurante ni café en el centro de Madrid que no lo tuviera de parroquiano.

Del café al teatro

El perro Paco pasó del café al teatro. No era extraño verlo en el patio de butacas de un coliseo de postín, presenciando un drama de Echegaray o un sainete de Ricardo de La Vega, recuerda Antonio Espina en su libro “El cuarto poder: cien años de periodismo español”.
En verano correteaba por los jardines del Buen Retiro, acompañado por su fiel amigo Felipe Ducazcal, periodista –fundó el diario El Heraldo-, diputado, exitoso empresario de teatro y una especie de “play boy” de la época.
Dormía en una cochera que había en la calle de Fuencarral para el tranvía de mulas que iba de la Puerta del Sol a Cuatro Caminos. Llegaba a altas horas de la madrugada, ya que era tan bohemio y noctámbulo como sus amigos. Llamaba a la puerta con la pata para que le abrieran. Jamás le dejaron al sereno.

Querido y mimado

Cordial, cariñoso, simpático, más listo que siete brujas, el perro Paco estaba en todas partes, ubicuo y extravertido, querido y mimado por todos.
Llegó a permitirse el lujo de desfilar en las paradas militares a la vera del cabo de gastadores, sin que éste perdiera un ápice de su marcialidad.
Toda la prensa de Madrid hablaba de sus andanzas. Pero sus verdaderos exégetas fueron los periodistas José Fernández Bremón, de la revista La Ilustración Española y Americana y José Ortega Munilla, director de El Imparcial.
Dicen que el mismo Alfonso XII escribió la historia de este perro tan especial en un librito titulado “Memorias autobiográficas de don Paco”, que según el renombrado cronista de costumbres del Madrid del último cuarto del siglo XIX, Pedro de Répide, es “(…) un libro que hace honor  al ingenio y las dotes literarias del monarca, porque es curioso, interesante y está bien trazado”.

Las corridas de toros le perdieron

Lo que más le gustaba al perro Paco eran las corridas de toros. Los días de lidia los toros subían por la calle de Alcalá hasta la plaza, que estaba entre las calles Goya y Jorge Juan. El perro Paco los seguía. Luego se las arreglaba para confundirse entre el público y ocupar una localidad, desde la que veía la corrida como un espectador más.
Las corridas de toros habrían de ser la perdición del perro Paco.
El 21 de junio de 1882 se lanzó al ruedo, donde el novillero José Rodríguez, que se veía en figurillas para trastear al cornúpeta, se atolondró aún más al toparse con el perro y no se le ocurrió otra cosa, para sacárselo de en medio, que asestarle una estocada, quizá despechado porque no se atrevía a dársela al toro en la hora de la verdad.
Rodríguez tuvo que salir de la plaza custodiado por la fuerza pública, porque la gente quería lincharle.
Gravemente herido, el perro Paco fue recogido por Juan Chillida, que le llevó a una taberna de su propiedad en la calle de Alcalá. Allí le curó como pudo. Felipe Ducazcal se lo llevó luego a una clínica veterinaria, donde murió después de una larga agonía, a pesar de los cuidados que se le prodigaron.
Su muerte enlutó a todo Madrid, donde se habían compuesto  canciones en su honor -incluida una polka-, publicado artículos y versos, puesto su nombre a golosinas y otros productos de diversa índole y editado el diario El perro Paco, que duró poco tiempo.
Los periódicos le dedicaron sentidas necrológicas y en los cafés –sus cafés...- se habló mucho tiempo con indignación y tristeza del injusto y cruel deceso de su cliente más ufano y jubiloso.

Aquel entrañable perrillo golfo…

Disecado por decisión de sus amigos de Fornos, el perro Paco permaneció algún tiempo en un pequeño museo taurino que había en la calle de la Fuente del Berro. Al cabo, el museo se desmanteló y el gozque fue enterrado en el Parque del Retiro.
España dio figuras destacadísimas en las ciencias, las artes y otras disciplinas, y fue cuna de héroes; pero también produjo bárbaros que nutrieron la crónica negra, como el novillero que mató al perro Paco.
Aquel entrañable perrillo golfo se convirtió en un fenómeno de masas. E ingresó  en la historia de la Villa y Corte.  

© José Luis Alvarez Fermosel

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Del autor:

jueves, 18 de agosto de 2011

Emociones y transgresiones

- Se dice que nuestro buen amigo se ganaba la vida como receptor de bienes robados –empecé-. Sin embargo, yo le conocí bajo otro aspecto, como estudioso de la filosofía. Las obras de Spinoza eran particularmente valiosas para Abel Crowe, y me gustaría leer uno o dos pasajes en su memoria.
Leí del volumen encuadernado en piel que había regalado a Abel, el que había recuperado el viernes y había metido en mi cartera la noche siguiente. Leí un par de párrafos cortos seleccionados de la sección titulada «Del Origen y Naturaleza de las Emociones». Era árido y el auditorio no parecía muy atento.
Cerré a Spinoza, coloqué el libro en el facistol y abrí el otro volumen que había traído, el que había seleccionado la noche anterior en los estantes de Abel.

La igualdad natural delos hombres

- Este libro es de Abel –dije-. “Textos escogidos de las obras de Thomas Hobbes.” Aquí hay un pasaje que él subrayó de Rudimentos Filosóficos concernientes al Gobierno y a la Sociedad: “La causa del miedo mutuo consiste en parte en la igualdad natural de los hombres, en parte en su mutuo deseo de dañar; de donde se sigue que no podemos esperar de los demás ni prometernos a nosotros mismos la menor seguridad. Porque si miramos a los hombres adultos, y consideramos cuan frágil es la estructura del cuerpo humano, que al parecer, toda su fuerza, vigor y sabiduría misma perecen con él; y cuán fácil es incluso para el nombre más débil matar al más fuerte; no hay razón por la que ningún hombre que confíe en su propia fuerza deba concebirse a sí mismo como hecho por la naturaleza superior a los demás. Son iguales que pueden hacer cosas iguales; pero los que pueden hacer lo más grave, es decir matar, pueden hacer cosas iguales.”
Salté a otro pasaje señalado.
- Este es de Leviathan –dije-. “En la naturaleza del hombre encontramos tres causas principales de disputas. Primera, competencia; segunda, falta de seguridad en sí mismo; tercera, gloria. La primera hace al hombre transgredir por ganancia, la segunda por seguridad y la tercera por su depurada reputación.”
Coloqué a Hobbes con Spinoza.

(Fragmento de "El ladrón que leía a Spinoza", de Lawrence Block)

© Por la transcripción, J. L. A. F.

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miércoles, 17 de agosto de 2011

La desaparición del héroe

Alguien dijo no hace mucho: “Los héroes se van, cabalgando hacia el ocaso”.
Quizás se hayan ido todos y ya no quede ninguno. O a lo mejor es que los héroes están cansados, o tienen los pies de barro, como los dioses.
No es ésta época de héroes. “No estamos en el salvaje Oeste”, se oye o se lee con frecuencia.
“Sentimientos y conductas presentes en un género como el ‘western’, que dio en el pasado incontables obras maestras escandalizan hoy a la hipócrita masa de biempensantes voluntarios”.
Esto dice el escritor español Javier Marías en una columna publicada en el diario El País de Madrid sobre la desaparición del género cinematográfico del “western”, calificado por Borges como “la poesía épica del siglo XX”.
En la sociedad actual no hay épica, ni ética, ni estética, ni mucho menos lírica–esto no lo dice Marías, lo decimos nosotros-. No cabe en ella el héroe, ni siquiera el de ficción.
Como aficionados al cine de toda la vida, y a las películas del Oeste en particular, que no dejamos de ver desde nuestra infancia hasta que desaparecieron de la pantalla grande, hemos sido cautivados por el trabajo de Javier Marías.
Es impresionante su estremecedora opinión sobre el destino del héroe de uno de los “westerns” más famosos de la historia del género: “El hombre que mató a Liberty Valance” -¡nada menos que de John Ford!-, con John Wayne y James Stewart como protagonistas.
Lo dos fueron actores muy representativos de aquellas inolvidables películas y, además, favoritos del emblemático director, sobre todo, John Wayne.

© José Luis Alvarez Fermosel

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martes, 16 de agosto de 2011

También a la Richmond se la llevó la trampa

Va desapareciendo todo lo que sea, o parezca distinguido, fino, elegante, de buen gusto:  los atuendos, los modales, la manera de hablar, los lugares donde reunirse a tomar un café, o una copa, las tiendas, o muchas…
Se entiende, también muchos lo entienden, que todo eso es fascista, o “facho”, como dicen que son ciertas prendas, como la corbata.
No diré yo que la confitería Richmond haya cerrado sus puertas  por las razones consignadas arriba. Es, fue una casualidad, ya lo sé.
Van a instalar en el lugar que dejará vacío un enorme local de venta de alpargatas, ¡perdón, de zapatillas deportivas! Eso se dice, al menos. Es natural, es lo que vende, y no los negronis que bebía Mario Benedetti, cómodamente arrellando en un sillón junto a la entrada de la Richmond, en la calle Florida, quizás la más emblemática de Buenos Aires, junto con Corrientes, en cuya esquina con Esmeralda subsiste a duras penas La Ideal en estado de perenne agonía, poblada por fantasmas.
La tradicional confitería Richmond, que era a la vez “snack bar” y salón de té, y tenía un subsuelo donde se jugaba al billar y al ajedrez, era uno de los bares notables porteños y había sido declarado recientemente Patrimonio Cultural de la Ciudad de Buenos Aires. (“¡Cada vez que oigo la palabra cultura, saco la pistola…!”).
Aprovechando que el domingo no hubo actividad alguna porque se celebraron  las llamadas elecciones primarias, manos anónimas empuercaron entre gallos y medianoche las antañonas y nobles vidrieras con basta pintura blanca, o yeso, oscuramente, en una actitud rastacueril, no de ellos, sino de sus mandantes, que podían haber hecho a plena luz diurna un anuncio oficial con sentido de réquiem. (Uno sigue pidiéndole peras al olmo.)
No vamos a entonarlo nosotros. La procesión va por dentro. Vamos a los hechos: ha cerrado la casi centenaria Richmond, que se lleva en su amplio salón con los sillones rojos una parte de la historia de Buenos Aires.
Dicen que últimamente el servicio era malo. Otros lo niegan. Para otros es que las cuentas no cerraban. En fin…
Termino de escribir y me entero de lo peor de todo: los empleados de la Richmond se han quedado en la calle y nadie habla de indemnizarlos.
Todos los medios recogen las tristes noticias.   
  
© José Luis Alvarez Fermosel

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Del autor:

lunes, 15 de agosto de 2011

El Ratón Blanco

La ex espía y saboteadora australiana Nancy Wake, de heroico desempeño en la Segunda Guerra Mundial durante la resistencia francesa, ha muerto en un hospital londinense hace unos días, poco antes de cumplir 99 años. La agencia France Presse informa en un cable de parte de su azarosa vida.
Muchas mujeres espiaron en la guerra y en la paz. Recordemos a la baqueteada Mata Hari (Gertrude Margarete Zeller), que murió fusilada, como ya se sabe; a Louisse de la Quérouaille, Amy Elizabeth Thorpe (Cynthia), Emma Woikin, Angela María (esposa de Giorgio Rimoldi), Cynthia Payne, Helga Berger, Dagmar Scheffler, Martha Dodd y las más conocidas, por el hecho de ser artistas, Josephine Baker y Marlene Dietrich, heroínas de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial.
Hubo una espía infiltrada en las líneas francesas que enviaba información a los alemanes, Matilde de Bélard Carré, “La Gata”, descubierta, condenada a muerte, luego a prisión perpetua y posteriormente puesta en libertad -el año 1954, para ser precisos-.
Esa gata no pudo con el “Ratón Blanco”, como se llamaba a Nancy Wake, que sobrevivió a situaciones extremadamente peligrosas, e incluso a un balazo.
La primera ministra australiana, Julia Gillard, dijo que Nancy Wake fue “una espía magníficamente eficaz”.

© J. L. A. F.

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domingo, 14 de agosto de 2011

Darse tregua

El “coffee break”, o descanso de un cuarto de hora en la jornada laboral de los norteamericanos, para tomarse un café o para lo que sea, constituyó una medida beneficiosa para la salud, que ya tiene una variante digital, por así llamarla, en todo el mundo y consiste en darse una tregua de al menos cinco minutos cada 30 de actividad frente a la computadora, levantarse de la silla, moverse y, siempre que se pueda, salir al aire libre.
Todo empezó en Sealords, una piscifactoría de Nueva Zelanda en la que las mujeres abren mejillones a una velocidad de vértigo. Cada diez minutos se para. Las empleadas (no hay hombres, como en tantos otros lugares donde tendrían que estar y no están) intercambian su posición sin decir esta boca es mía y practican elongaciones de dedos, manos y muñecas.
La nota (relacionada) que publica sobre este asunto la revista del diario La Nación de Buenos Aires abunda en detalles acerca de esta salutífera iniciativa.

© J. L. A. F.

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sábado, 13 de agosto de 2011

Dos noticias



viernes, 12 de agosto de 2011

Annabel Lee

It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.
I was a child and she was a child,
In this kingdom by the sea:
But we loved with a love that was more than love —
I and my Annabel Lee;
With a love that the winged seraphs of heaven
Coveted her and me.
And this was the reason that, long ago,
In this kingdom by the sea,
A wind blew out of a cloud, chilling
My beautiful Annabel Lee;
So that her highborn kinsmen came
And bore her away from me,
To shut her up in a sepulchre
In this kingdom by the sea.
The angels, not half so happy in heaven,
Went envying her and me —
Yes! — that was the reason (as all men know,
In this kingdom by the sea)
That the wind came out of the cloud by night,
Chilling and killing my Annabel Lee.
But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we —
Of many far wiser than we —
And neither the angels in heaven above,
Nor the demons down under the sea,
Can ever dissever my soul from the soul
Of the beautiful Annabel Lee:
For the moon never beams, without bringing me dreams
Of the beautiful Annabel Lee;
And the stars never rise, but I feel the bright eyes
Of the beautiful Annabel Lee;
And so, all the night-tide, I lie down by the side
Of my darling —my darling— my life and my bride,
In her sepulchre there by the sea,
In her tomb by the sounding sea.
© Edgar Allan Poe

jueves, 11 de agosto de 2011

Trajes y mini tragicomedias

Primero y principal he de aclarar que cuando considero que la ocasión lo exige me visto con traje completo, camisa y corbata: práctica totalmente en desuso, ya lo sé, que me ha valido no pocos dicterios. No faltan, incluso, quienes me tildan de fascista por este hábito mío tan antiguo y tan poco, o nada acorde con la moda actual en materia de indumentaria masculina. 
Otra costumbre mía no menos rara es la de conservar bien mis trajes –atuendos, en general- Me apego a ellos, además. Cuando tengo que desprenderme de alguno, porque al pobre le llegó  su hora, me acomete una cierta melancolía.
Acto seguido me entra la preocupación de tener que hacerme un traje nuevo. Porque yo tengo muy mala suerte con los trajes nuevos.
Nunca olvidaré aquel traje gris fil a fil precioso, que me sentaba como muy pocos trajes me han sentado en mi vida.

La sopa

Un día me llamó mi amigo Manolo Escribano, que vivía muy cerca de mi casa, y me dijo: "Mis padres y mi hermana se van esta noche a cenar fuera y yo me voy a quedar sólo en casa; ¿por qué no te vienes a cenar conmigo y luego nos vamos al teatro, o a tomar una copa por ahí?”.
No tenía yo en aquellos tiempos en que era tan joven -¡ay…!- mi agenda muy cargada y Manolo era un amigo querido y con el que yo lo pasaba siempre bien, así que le dije que sí y a eso de las diez de la noche aterricé en su casa enfundado en mi nuevo traje gris, pensando en la salida después de la cena. Era la segunda vez que me lo ponía.
Cuando llegué a casa de Manolo estaba la mesa puesta y servida ya la sopa -una sopa de puchero muy sustanciosa, como tuve ocasión de comprobar en cuanto la probé-.
Nos sentamos a la mesa -yo con mi traje nuevo puesto, a quién se le ocurre-.
Empezamos a comer. La sopa estaba riquísima. De repente yo dije algo que le hizo gracia a mi amigo, que tenía la boca -tan grande que de un lengüetazo podía pegar un cartel de toros- llena de sopa. Se quiso reír, se atragantó, abrió la boca y de ella, convertida en surtidor, salió una considerable cantidad de sopa que vino a salpicar a conciencia la chaqueta de mi hermoso traje gris. Me la quité, la llevamos al dormitorio de Manolo, la pusimos sobre la cama, la rociamos de polvo de talco y..., para hacer la historia corta, las manchas jamás salieron, ni siquiera después de haber llevado el traje a la tintorería.

El Cuba Libre

Varios años después, en lo que hoy llamaríamos una “disco”, Christy Kulik, una novia holandesa que yo tenía entonces, volcó un Cuba Libre sobre los pantalones de un traje color té con leche, muy bonito también, que acababa de estrenar y ya no me sirvió más -no se cómo trabajaban entonces en las tintorerías-.
El verano siguiente, en una feria de muestras de la  ciudad  gallega de El Ferrol –que entonces se llamaba El Ferrol del Caudillo, porque Franco había nacido allí-, a mi amigo Carlos Perille se le ocurrió, ¡como una broma…!, poner un helado de palito -de crema y frutilla, por más señas- sobre el asiento del coche donde yo me iba a sentar.
Era de noche, y todo estaba a oscuras, así que no tuve noción de que hubiera un helado en ninguna parte hasta que me senté en él. La broma me costó otro traje -¿pero qué hacían en las tintorerías, coño!-
Más o menos por la misma época, esta vez en Madrid, caminaba una tarde de verano por la calle Fuencarral y, antes de llegar al Tribunal de Cuentas, en la acera de la derecha, casi tropecé  con una gran escalera de mano abierta, con un hombre que pintaba la pared de un edificio. Tenía a su lado un gato negro.
Al pasar, rocé la escalera, que se movió. No se vinieron abajo el pintor ni el cubo de pintura, pero sí el gato, que cayó sobre mí y se deslizó a lo largo de mi cuerpo con las uñas sacadas, convirtiendo en jirones un traje azul lavanda que acababa de estrenar y me sentaba como un guante. ¡Increíble, pero cierto!
Tengo otras historias de trajes nuevos, pero no quiero aburrir contándolas. De ahí mi preocupación a la hora de encargarle al sastre que me haga un traje, o de comprarlo hecho en un negocio.

© José Luis Alvarez Fermosel

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martes, 9 de agosto de 2011

Menos conocimiento

La Web plantea el problema de tener cada vez más información y menos conocimiento.
Mario Vargas Llosa aborda esta cuestión ya en el título de un artículo (relacionado) publicado en el diario La Nación de Buenos Aires.
El autor de “Conversación en la catedral”, peruano, de 74 años, nacionalizado español, ocasionalmente residente en Londres, premio Nobel de Literatura  2010, afirma que la lectura del famoso libro “Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes”, del escritor estadounidense Nicholas Carr, le dejó “fascinado, asustado y entristecido”.
El libro de Carr reivindica las teorías del olvidado Marshall McLuhan -de quien la revista ADN de cultura de La Nación y nosotros nos ocupamos en un post anterior-. McLuhan sostenía que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, sino que ejercen una solapada influencia sobre éste y que a largo plazo modifican nuestra manera de pensar y actuar.
“No es verdad que Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a las funciones de este nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él”. Esto dice Vargas Llosa en su lúcido análisis, titulado “Más información, menos conocimiento”.
Su trabajo añade que "Van Nimwegen dedujo, después de uno de sus experimentos, que confiar a las computadoras la solución de todos los problemas cognitivos reduce la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos. En otras palabras: cuanto más inteligentes sea nuestra computadora, más tontos seremos nosotros”.

Vargas Llosa en El Jute

Conocimos a Mario Vargas Llosa, es decir, lo veíamos con frecuencia en un tabernucho de la calle Menéndez y Pelayo de Madrid que se llamaba El Jute. Allí escribió varias páginas de su novela “La ciudad y los perros”.
Habrían de pasar muchos años hasta que nos presentaran oficialmente y trabáramos una relación fluida y simpática. Esto ocurrió a finales de noviembre de 1988, en la 54 Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que se celebró en la ciudad balnearia uruguaya de Punta del Este y nosotros cubrimos, como enviados especiales, para un semanario panamericano con sede central en Washington.
Vargas Llosa mostró su vocación de desmitificador en una de las ponencias más aplaudidas de la asamblea, al resaltar la capacidad del ser humano para mezclar con extraordinaria habilidad los planos de lo real y lo imaginario. No sabemos distinguir, con harta frecuencia, la verdad de la mentira.
El culto a lo irreal, a lo fantástico –el “realismo mágico” de Borges, Cortázar, Carpentier, García Márquez- influyó en el hecho de que la gente no se resigne a aceptar que algo tan aburrido y pedestre como el sentido común sea una virtud, y siga prefiriendo la irrealidad, por fulgurante y seductora, a la realidad.
Pero el día seguirá sucediendo a la noche, dos más dos serán siempre cuatro, siempre que llueva parará y una vaca jamás podrá alcanzar a una liebre corriendo a campo traviesa.

© José Luis Alvarez Fermosel

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lunes, 8 de agosto de 2011

Alegato de un juicio muy particular

Un tal Charles Burden descubrió un día que a su galgo Old Drum (Viejo Tambor) lo había matado de un tiro de rifle, a sangre fría y sin motivo ni fundamento, su vecino Leónidas Hornsby, que fue llevado a juicio.
Corría el año 1871. El fiscal, George Vest pronunció el siguiente alegato ante al jurado del tribunal de Warrensdburg, Missouri, Estados Unidos:

"Señores del jurado:
El mejor amigo de un hombre puede convertirse en su enemigo. Sus hijos, a quienes crió con amor infinito, pueden demostrarle ingratitud. Aquellos que están más cerca de nuestro corazón, aquellos a quienes confiamos nuestra felicidad y buen nombre, nos traicionan con harta frecuencia. El dinero va y viene. El único, absoluto y mejor amigo del hombre en este mundo egoísta, el  que no lo va a traicionar o negar nunca, es su PERRO.
Señores del jurado, el perro de un hombre está a su lado en la prosperidad y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Besará la mano que no tenga comida que ofrecerle, restañará sus heridas y mitigará su dolor. Si el  infortunio priva a su amo de su hogar y sus amigos, el perro sólo se adjudicará  el privilegio de acompañarle para defenderlo de sus enemigos. Y cuando muera y sea enterrado,allí, junto a la tumba, se quedará el perro, con la cabeza entre las patas, los ojos tristes y alertas, noble y leal más allá de la muerte”.

El silencio se apoderó del tribunal cuando el letrado Vest terminó su alegato. Algunas personas del público lloraban.
El jurado emitió su veredicto: ¡Culpable!  El juez impuso a Leónidas Hornsby una multa de 550 dólares (450 más de lo que marcaba el límite legal)
Y quedó acuñada para siempre la frase "El perro es el mejor amigo del hombre".
Del caso se hizo una película y frente a la Corte de Warrensdburg se erigió una estatua que perpetúa la memoria de Old Drum.
La historia del perro Paco no es menos sentimental. Ocurrió en Madrid y prometo contarla algún día.

© Por la transcripción: J. L. A. F.

sábado, 6 de agosto de 2011

¡Vamos, todavía...!

Existe una ignorancia simple que precede al conocimiento, y una ignorancia ilustrada que el conocimiento fomenta a medida que disipa la primera. (Montaigne)

En lo que podría considerarse como un parte, o un boletín, consignamos las contribuciones de gente profesional y supuestamente instruída, si no culta, a la corrupción del castellano. Se escucharon en las últimas horas en la televisión y se leyeron en la prensa.
El analista político –o quizá debiera decirse, con cierto énfasis, el… politólogo-, dijo sustantivo  por sustancial.
Según el diccionario de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos –yo no uso el de la Real Academia Española- sustantivo es una palabra (o sintagma) capaz de funcionar como núcleo del sujeto, o nombre común que difiere del nombre propio. Y sustancial es esencial o más importante.
El político –muy conocido, resistimos a duras penas la tentación de dar a conocer su nombre- dijo comisería  en vez de comisaría. Lo había dicho tiempo atrás, entrevistado en un programa de radio en el que yo trabajaba. Lo dice siempre.
Alguien habló de que está construyéndose una zanja, en lugar de está excavándose. Es común decir túneles subterráneos, como si los hubiera aéreos.
En uno de esos raros diarios que no salen todos los días leímos un artículo publicado en la sección de cultura, para mayor inri, en el que se decía zótano  por sótano.
Ultimo pero no menor: un juez dijo censoristas por censores. ¡Señoría…!
Habrá más información para otro boletín.

© José Luis Alvarez Fermosel

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viernes, 5 de agosto de 2011

El mito Christie

El mito Christie –no el de la renombrada sala de subastas, “of course”-, sino el de Agatha, no ha muerto, a 120 años de su nacimiento.
Es que, ya se sabe, los mitos no mueren nunca, aunque también es verdad que hay mitos y… mitos.
Una crónica de Alvaro Cortina publicada en el diario El Mundo de Madrid recoge opiniones de connotados autores españoles y alguno que no lo es -no todos de novelas policiacas-, acerca de una escritora “(…) que ha quedado más cerca de las obras chispeantes de fino acento ‘british’ de Noel Coward y más lejos del policial de hoy”, sostiene Cortina.
“¿A quién no ha influido Agatha Christie?”, se pregunta Alicia Giménez Bartlett.
Los otros escritores citados en la nota (relacionada) de Cortina se hacen tácita o expresamente la misma pregunta, para responderse –algunos a pesar suyo- que sí, que ha influido a  muchos.
Dentro del género policial, las novelas de Agatha –que amarillean en las librerías de viejo de todo el mundo-, son de pensamiento, y no de acción. Unos dicen que eso no es ortodoxo y otros que sí, pero todos tienen en cuenta a Agatha Christie.
En fin… Vean lo que dicen Alicia Giménez Bartlett, Lorenzo Silva, Francisco González Ledesma, Jorge Pérez Reverte, James Ellroy…
La creadora del relamido pero inteligente Hércules Poirot, con su bigote engominado y sus células grises y la encantadora y brillante señorita Marple “es un mito más que una escritora”, concluye Giménez Bartlett.
Ya lo hemos dicho: los mitos no mueren nunca.

© José Luis Alvarez Fermosel

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jueves, 4 de agosto de 2011

Música briosa y colorida

“La danza del sable” del ballet “Gayaneh” (1942), de Aram Khachaturián (1903-1978), un colorista, es algo así como la condecoración que el gran compositor ruso de origen armenio llevó siempre prendida en la solapa.
Los descontentos de siempre consideraron “formalista” su obra, lo mismo que las de Serguéi Prokófiev y Dmitri Shostakóvich. Sin embargo, estos tres compositores disfrutaron de un reconocimiento universal como relevantes compositores del siglo XX.
Khachaturián compuso en 1933 una “Suite para la danza” inspirada en toda clase de bailes: armenios, azerbaiyanos y georgianos, en la que se descubre su gusto por la música folklórica. Dos años después obtuvo el diploma del conservatorio con su “Sinfonía”, dedicada a su país e inspirada en la música armenia.
También en 1935 compuso la música para la película “Pepo”. Escribió más de cuarenta obras para el cine y el teatro. Billy Wilder incluyó la famosa “Danza del sable” en su película “Uno, dos, tres”.
De formación empírica en sus principios, estudió después en el Instituto Gnésiny. En 1929 se trasladó al Conservatorio de Moscú y fue alumno de Nikolai Miaskovski.
Khachaturián fue el primer compositor que integró la música moderna y el ballet clásico, intuyendo que el público debía sentir las mismas sensaciones y emociones que los bailarines.
Unió a su talento musical un firme temperamento, expresado por su antonomásica “Danza del sable”, aplaudida en conciertos y películas en todo el mundo y grabada en múltiples oportunidades.

© José Luis Alvarez Fermosel

Vídeo relacionado:
Sabre Dance (Danza del sable)

martes, 2 de agosto de 2011

No es una voz clamando en el desierto

No es la mía una voz clamando en el desierto, ni es que yo sea un purista, un excéntrico o, en el mejor de los casos, una persona atrabiliaria y poco moderna que no admite neologismo alguno, o que está en contra del habla popular, o de las expresiones de los jóvenes y que se queja constantemente de que se habla y se escribe de tal o cual manera.
El prestigioso escritor español Javier Marías, habitual columnista del diario El País de Madrid, se ocupa del mismo asunto, sin que le duelan prendas, en un artículo (relacionado) cuya lectura recomiendo para que quede claro, si es que no lo estaba, que no soy yo el único que se queja de lo que mal que se trata a nuestra lengua hoy en día, y desde hace tiempo.
No sólo en Argentina, y en algunos pocos países latinoamericanos -en la mayoría de ellos lo que se hace es usar localismos, lo cual es perfectamente lícito-; también en España está destrozándose el español, lo cual parece inverosímil.
Si se resisten a creerlo, lean la columna de Marías y enterénse de cómo se atenta contra uno de los idiomas más ricos y más eufónicos del mundo, en el que se expresan casi 400 millones de personas -según la Unesco-, ocupando el segundo puesto de los más hablados, después del chino mandarín.
Como aquí, las barbaridades saltan con más frecuencia en los medios de comunicación, y en especial en los audiovisuales.
Esto pasa en la España de Lope, Cervantes, Calderón, Quevedo, Benavente, Cela –los dos últimos galardonados con el Premio Nobel de literatura-, y tantos magníficos escritores que enriquecieron y dignificaron la lengua española.
Mientras tanto, la Real Academia Española castellaniza macarrónicamente términos ingleses, contribuyendo al enriquecimiento del spanglish, el lenguaje, por llamarlo de alguna manera, que sustituirá muy pronto al español y al inglés.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:
Tacañería y tosquedad y pereza

Del autor:
La moda de expresarse incorrectamente

lunes, 1 de agosto de 2011

El mal fario de Indalecio

A Indalecio le habían dicho cientos de veces que dejara de beber, que la bebida le iba a matar.
Indalecio, la verdad, le pegaba al tarro que era un contento. Al morapio, sobre todo. No le hacía ascos al coñac –que todavía no se llamaba brandy-, ni a la ginebra, ni a ninguna otra bebida alcohólica de las que había, incluidos el anís y el aguardiente de Chinchón. El whisky aún no había llegado a los pueblos
Indalecio no era de Sauceda –nombre que el pueblo debía a los sauces llorones que flanqueaban el río-, pero hacía años que se había aquerenciado allí como podía haberlo hecho en cualquier otro lugar.
Casi todos los pintorescos pueblos de la sierra de Guadarrama se parecen como una gota de agua a otra. Con el tiempo, y debido a los problemas planteados en la capital por la acumulación de gente, el excesivo tránsito rodado, la escasez de vivienda y otras dificultades se convirtieron en ciudades dormitorio.
Indalecio, que apenas pasaría de los cincuenta años, era un hombre de estatura media, tirando a alto, delgado, nervudo, de pelo negro salpicado de canas, tez muy pálida, como si hubiera recibido en la cuna un susto terrible y jamás se hubiera recuperado de él, y ojos oscuros y brillantes que no perdían ripio.
Estaba solo en la vida. “No tengo mujer, ni hijos, ni padre, ni madre ni perrito que me ladre”, solía decir. Tenía cierta zalagarda, sobre todo para tratar con las mujeres. Era galante.
Trabajaba, o por lo menos pasaba algún tiempo casi todos los días en el aserradero de los hermanos Gutiérrez, que le daban algunos dinerillos por la tarea que desempeñaba, que nadie sabía en realidad cuál era.
Indalecio no tenía mal vino. No era de esos que se ponen torvos, y aun agresivos cuando se emborrachan. Para empezar, Indalecio no se emborrachaba nunca, por más que bebiera, o por lo menos no se le notaba. Aguantaba muy bien la bebida. Quizás bebiera a la luz baja y lánguida del recuerdo.
La vieja Pilar, que le daba una mano en la limpieza y el arreglo de su casita de piedra de una sola planta, decía que nunca había visto que a Indalecio se le pusiera la lengua gorda, o se tambaleara.
Indalecio bebía y bebía como un cosaco. Era evidente que había llegado al estado de esos bebedores que no se agarran la cogorza del todo, sino que se ensimisman en un raro limbo en el que pueden vivir mucho tiempo, manejándose como autómatas, o casi.
La vida fluía armónica y despaciosamente en el pueblo, donde todo era sota, caballo y rey. Todo estaba establecido y medido, sin que se avizoraran perspectivas de grandes cambios, ni siquiera pequeños.
Los veranos eran soportables. De día hacía mucho calor. Pero cuando caía el sol venía un vientecillo de la sierra, principalmente mediado ya el verano, que justificaba el dicho: “En agosto, frío en rostro”.
A la hora de la siesta cantaban las cigarras, todavía ignorantes de su triste destino, mientras que las hormigas se labraban un buen porvenir trabajando como negras, en contra de lo que le sucede al ser humano, que se mata a trabajar para no tener una perra gorda en su vida.
Ajeno a filosofía tan barata, Indalecio seguía empinando el codo, poniéndose por montera a toda sobriedad y ortodoxia, pero siempre sin meterse con nadie.
-¡Indalecio, no bebas tanto; Indalecio, que la botella te va a matar…! , le decían las comadres, que le tenían ley.
Indalecio, curtido en el chaflán, se encogía de hombros, sonreía…¡y bebía!
Algunos recordaban que no era del pueblo, al que había llegado varios años atrás, con un poco de dinero que perdió en negocios ruinosos, como la compra de tierras de siembra que resultaron estériles.
Algunos sostenían que fue marinero, y como tal surcó los siete mares. Por eso conocía muchas ciudades del extranjero y hablaba, mal que bien, varios idiomas. Para otros sirvió en la Legión, luchó contra el moro, incluso participó en el desembarco de Alhucemas y fue ascendido a cabo por su valor acreditado en combate. De ahí la cicatriz que tenía en el mentón, que decían que le quedó de una herida que le produjo un casco de metralla. También se hablaba de ciertos amores contrariados, en una ciudad del extranjero.
A diferencia de otros bebedores consuetudinarios, Indalecio no se había abandonado, no había en él desaliño alguno. No se afeitaba a diario, pero cuando la barba le ensombrecía las mejillas se hacía rasurar en la peluquería de Agustín, y hasta le daban un masaje con Acqua Velva.
Llevaba casi siempre un suéter de cuello volcado y un pantalón de pana azul marino. Los días de mucho frío se ponía una cazadora forrada con piel de cordero. En verano iba de camisa de manga corta y “jeans”.
La cantinela seguía sonando:
- Indalecio, que vas a coger una cirrosis, el día menos pensado. ¡Qué la botella te va a matar...!
Pero Indalecio seguía bebiendo, sin que el alcohol le hiciera el menor efecto. En todo caso, le tornaba sombrío, taciturno, cuando le agarraba en falsa escuadra; y le distanciaba de la gente, que disfrutaba de sus historias de otros tiempos, otras personas y otros lugares.
Un día que iba a resultar aciago, Indalecio pasó por la taberna de Remedios, ya camino de su casa, y se llevó una botella de coñac.
Apenas se fue, empezó a llover. Primero cayeron gruesas gotas, separadas unas de otras, calientes, que reventaban contra el suelo como uvas maduras. Luego se generalizó el chaparrón y una cortina de agua veló contornos, perfiles y esquinas. Llovía como siempre en la montaña, en verano: a Dios dar agua.
El chaparrón duró lo que restaba de la tarde y parte de la noche. A la mañana siguiente fulgía el sol.
Apenas pasadas las nueve de la mañana, la modista, Araceli, entró llorando y gritando como una loca en la comandancia de puesto de la Guardia Civil, al mando del sargento Eulogio Retamares.
- ¡Indalecio, Indalecio, Dios mío…!
- ¿Qué le pasa a Indalecio? -preguntó el guardia civil.
- ¡Está ahí, tirado, parece muerto!
- ¿Muerto? ¿No estará durmiendo la mona?
- ¡No, está muerto, muerto, si hasta lo dijo aquí, el “dotor”!
- ¿Muerto? ¿Le ha visto usted, doctor? ¿Le ha revisado? –preguntó el sargento al médico: un hombre de unos cuarenta y tantos años, de buena pinta, que había entrado en la comandancia detrás de Araceli.
- Sí, está muerto -confirmó el galeno.
- ¿Qué…? ¿Le dio un patatús?
- No, creo que fue un accidente.
- ¿Un accidente? ¿Y dónde se encuentra el occiso?, pregunto el sargento Retamares, imbuído ya de su autoridad y procurando utilizar la terminología oficial.
- Ahí, a dos pasos de su casa…
- ¿De mi casa?
- No, de la suya: de la casa de Indalecio.
- ¿Le han comunicado el suceso a alguien antes que a mí?
- No, dijo el médico lacónicamente.
El sargento Retamares se levantó de su sillón giratorio y condujo su enorme humanidad y su mostacho gris hasta la puerta, con la solemnidad de quien pasa por una girola. Descolgó de la percha el correaje con la pesada pistola Astra del 9 largo de reglamento y se lo colgó en bandolera, encasquetándose a continuación el charolado tricornio. Antes de salir le dijo a Arturito, el escribiente:
- Llama al hospital de Lorenzana –cabeza de partido-: que manden una ambulancia, y al secretario (de Ayuntamiento) Remigio, para el acto del levantamiento del cadáver; ¡ah, avisa también al cura, para que le eche una bendición a Indalecio, aunque ya no le sirva para nada! Y si preguntan por mí, que estoy en una diligencia importante.
Arturito asintió, con las gafas bailándole en la punta de su pequeña nariz, impaciente por enterarse de lo que le había pasado con Indalecio, que solía pagarle el café y le daba cigarrillos.
Apenas recorridos unos pasos, bajo un sol que ya picaba, el sargento se encaró con Araceli, que se había unido al dúo:
- ¡Vete a tu casa, o adonde quieras, que éstas no son cosas de mujeres, o para mujeres!
El sargento y el médico llegaron al lugar donde se hallaba Indalecio, en posición de decúbito prono, con el brazo derecho extendido. Al poco tiempo aparecieron, cada uno por su lado, el cura párroco, don Armando y el secretario de Ayuntamiento, que iba a hacer las veces de juez.
Todos permanecieron inmóviles durante unos minutos, mirando el cuerpo desmadejado, que parecía haber encogido, con la ropa, que se había empapado por la lluvia, seca y arrugada luego por el calor del sol.
Al cabo, Retamares se volvió hacia el secretario de Ayuntamiento:
- ¡Don Remigio…!, apremió.
El secretario se pellizcó una oreja, en un gesto maquinal. Luego se agachó y dio vuelta al cadáver. Los ojos sin vida de Indaleció habían perdido su brillo. Parecían oscuros botones opacados por una pátina sin entidad.
El sacerdote se inclinó, se los cerró e impartió una breve bendición, musitando unas palabras ininteligibles.
El cuerpo yacía sobre los fragmentos de una botella rota. En uno de ellos podía leerse, en una parte de la etiqueta, la mitad de la palabra Fundador, la marca del coñac más popular de España durante muchos años.
Indalecio tenía una astilla de vidrio profundamente clavada en el lado izquierdo del pecho. Una gran mancha oscurecía la pechera de su pullover. El resto de la sangre lo había barrido la lluvia torrencial de la noche.
Todos permanecieron en silencio. Todos fumaban, menos el cura, pero ninguno encendió un cigarrillo, ni hizo comentario alguno.
Llegó por fin la ambulancia. Dos enfermeros –entonces no había paramédicos- tomaron el cuerpo, uno por debajo de las axilas y otro por los pies, lo depositaron en una camilla -aún con el vidrio clavado en el tórax-, la metieron en la ambulancia y ésta partió hacia Lorenzana, donde se practicaría la autopsia, se tomarían fotos y se despacharían los trámites correspondientes.
- Di que mañana mandaré los papeles, dijo el sargento Retamares.
Los circunstantes habían encendido ya sus pitillos y, como respondiendo todos al mismo impulso, se dirigieron al Bar Central, frente a la plaza, que tenía pretensiones de bar americano, como los que empezaban a aparecer en la capital, y contaba con luces de neón y taburetes forrados de plástico color vino de Burdeos.
Todos tomaron posiciones. Transcurrió el tiempo que tarda un ángel en pasar. Después habló don Paco, el médico, que aspiraba a ser forense y tenía ínfulas de detective -leía todas las novelas policiacas de la Biblioteca Oro-. Dijo, acariciando su bigote a lo Robert Taylor, el actor norteamericano de moda, que volvía locas a las comadres más peliculeras:
- Creo que ya sé lo que pasó.
Todos le miraron, sin que ninguno dijera una palabra. Anita, la camarera –que estudiaba taquigrafía por las noches porque quería irse a Madrid y trabajar de secretaria-, empezó a distribuir tazas de café con leche, churros y una ensaimada para don Remigio, al que le gustaba más lo dulce que lo salado.
- Es evidente, añadió el doctor Bermúdez -ese era su apellido-, que Indalecio compró ayer una botella de coñac y se fue con ella bajo el brazo a su casa, tan campante. Antes de llegar debió tropezar con algo, resbaló o trastabilló, soltó la botella para tener las manos libres y poder agarrarse a algo y al final cayó sobre ella, hecha pedazos, clavándose al caer el único que quedó en vertical, que probablemente formaba parte del culo de la puñetera botella.
Todos miraron al doctor Bermúdez, siempre sin pronunciar una palabra. Este dijo por último, con cierta suficiencia:
- El vidrio se le incrustó en la región cordial y seguramente le interesó el corazón. La muerte debió ser instantánea.
Era lo más probable, así que todos asintieron y por unos segundos sólo se escuchó en el Bar Central el ruido de las cucharillas, las tazas y los vasos; un vaso, porque el sargento Retamares tomaba siempre el café con leche en vaso.
Después de un minuto, el médico volvió a la carga:
- ¿Qué les parece si echamos un trago a la memoria del pobre Indalecio?
- Vale -aprobó el sargento-: ¿coñac para todos?

© José Luis Alvarez Fermosel