martes, 28 de febrero de 2012

Cuando los errores hacen callo

Leo novelas policíacas desde poco después de haber aprendido a leer -a muy temprana edad, según me dijeron siempre-.
Pues bien, no vi en ninguna, o en casi ninguna que el autor, y mucho menos el traductor supiera qué diferencia hay entre una pistola y un revólver (leer nota relacionada al pie).
No hace falta ser un experto en armas, ni siquiera un aficionado para saber qué es una pistola y qué un revólver. Quienes escriben, o traducen obras en las que campean policías y ladrones –por hacer una síntesis apretada- que usan entre otras armas pistolas y revólveres, no tienen más remedio que saber al menos que hay una diferencia notoria entre las dos armas. Tampoco deben ignorar otras cuestiones propias de ese género literario, que se supone que conocen a la perfección, ya que de lo contrario no lo cultivarían.

No hay caso

Si bien en inglés, por ejemplo, la palabra “gun” puede aplicarse a las dos armas –en realidad a cualquier arma de fuego corta-, apenas aparece ésta en el texto siguen datos que permiten saber de qué arma en particular se está hablando.
Pero no hay caso. Y es así como uno se topa con barbaridades como ésta: “Le quitó el seguro al revólver automático”, cuando ningún revólver es automático ni tiene seguro; eso queda para las pistolas mal llamadas automáticas, que en realidad son semiautomáticas, es decir, que disparan tiro por tiro en tanto se vaya apretando el gatillo, a diferencia de las armas automáticas, que disparan en ráfaga mientras se mantenga apretado el gatillo.
Una ametralladora es un arma de fuego automática.
En una novela de Rex Stout, de la serie de Nero Wolfe, se confunde precisamente una ametralladora…¡nada menos que con una tercerola, carabina corta de caballería en desuso desde hace muchos años!
En “El jardín secreto”, uno de los relatos del padre Brown, de Gilbert K. Chesterton, se le cuelga al cinto un pesado sable curvo de caballería a un comandante de la Legión Extranjera Francesa, cuando este cuerpo expedicionario es de Infantería, y lógicamente ninguno de sus integrantes puede usar un arma de caballería.

Una preciosa antología

En una primorosamente editada y cuidada “Antología del relato policial” de Aula de Literatura  (Vicens Vives) se dice como aclaración en una nota del traductor a pie de página, en el relato “Gas de Nevada” de Raymond Chandler: “Colt: revólver norteamericano de un calibre de 11’4 milímetros y un tambor de siete cartuchos”. Hay revólveres Colt; es más, fue el coronel Colt quien lo inventó; pero en este caso se trata de una pistola Colt –que también las hay-, calibre 11’25, con un cargador –no tambor- de siete balas.
Podíamos seguir así hasta mañana, sin conseguir ningún resultado positivo. Cuando el error se hace callo, o se pone de moda como el mito, no hay nada que hacer.
¿Por qué un cronista de boxeo sabe tanto de pugilismo como el propio boxeador y sus preparadores, y nunca comete un error al comentar la pelea en su diario, o en la televisión?
¿Acaso un crítico de cine confunde un primer plano con un medio plano, o un “travelling” con un “picado”?

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

lunes, 27 de febrero de 2012

La noche del profesor

- Si está usted instalándose en un quehacer de recapitulación epilogal, que diría Eugenio D’Ors (1) -que era un poco cursi, el hombre-, no empiece a hacerlo en la casa de la sierra, usted solo, de noche, porque a lo mejor se desata una tormenta…
- ¿Y qué?
- Nada, nada, profesor.
- ¿Cree usted que a mí me va a dar miedo quedarme solo en una casa al pie de una montaña, de noche?
- Yo no creo nada, pero a veces pasan cosas que… Pero haga usted lo que le parezca; y que lo pase bien, querido profesor.
- Muchas gracias. Le advierto que voy a llevarme una novela policíaca para leer durante la noche.
- ¿Cuál?
- No mire atrás, de Fredric Brown (2).
- ¡Válgame Dios!
- ¿Qué pasa?
- Nada, nada…; ¿pero por qué no prueba con una de Chesterton: algún relato de la saga del padre Brown, que son tan divertidos, si es que le queda todavía alguno sin leer, por supuesto.
- Ya lo he decidido todo, y tengo todo preparado: la chimenea de leños, las bebidas, una caja de cigarros puros hondureños que me han regalado. Hay un jamón recién abierto en la cocina,  fiambres, latas de conservas, la nevera está llena. ¡Lo voy a pasar fenomenal!
- Pues que así sea, profesor; lo dicho: que tenga una buena noche; ya me contará.
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- ¿Quién es?
- Nadie, amigo. Sólo pasos en la noche.
- ¿Quién está ahí?
Silencio. Y en seguida, el primer trueno. Se viene la tormenta. A lo mejor vienen también las hadas malditas de los cuentos de Perrault (3); o alguna de ellas, por lo menos.
Un fuerte aguacero golpea toda la casa. Los relámpagos rayan de azul el cielo negro. La artillería del trueno.
Hay que recorrer toda la casa y cerrar puertas y asegurar ventanas, no vaya a quedarse una abierta y se cuele por ella Stavroghing (4).
En estos momentos es cuando uno lamenta que la escopeta esté en el granero –y uno no sepa en qué lugar exacto-; no tener a mano un revólver, aunque sea un antiguo Smith & Wesson de los más pequeños, calibre 38, de cachas de madera y cinco tiros.
“Eso era todo: tres muertos, una botella de ginebra rota, sangre…”: El sabueso del hotel, de Dashiell Hammett.
A lo lejos aúlla un lobo.
- ¿Hay lobos aquí? ¿O será un perro?
Sherlock Holmes notó que el perro no ladraba por la noche (5).
    - ¡Juraría que alguien quiere entrar…!
En el acto II, escena 2ª de Macbeth, antes de que éste y su mujer perpetren el asesinato del rey de Escocia, alguien llama a la puerta.
- ¿De dónde viene esa llamada –dice Macbeth- ¿Qué me pasa, que todos los ruidos me aterran?
Culmina la tormenta. Detonan los truenos en la montaña, más tétrica que nunca a la luz cárdena de las centellas. Una puerta que se ha quedado abierta golpea, y su cadencia entre retumbo y retumbo ataca los nervios.
El último párrafo de No mire atrás: “Siga pensando unos instantes que éste es sólo un relato más. Pero no mire atrás y no crea nada de lo que ha leído hasta que sienta el cuchillo en su piel”.
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-¡Hombre, profesor! ¿Qué cuenta usted? ¿Cómo lo pasó anoche? ¡Vaya tormenta! Allá arriba debio ser impresionante.
- Sí, claro, claro…; pero, bah, a mí no me perturbó demasiado, no vaya a creer…
- No, si yo no creo nada; pero la borrasca se las trajo, no me lo negará usted, querido profesor. A propósito, ¿durmió bien? Se lo ve un poco ojeroso.
- Bueno, yo…, sí… verá usted: el ruido de los truenos me desveló un poco. ¡Sonaban como cañonazos! Pero luego le di un tiento regular al brandy y por lo menos entré en calor, porque la chimenea se apagó y el frío se colaba por todas partes. La casa está un poco descuidada. No fue una noche espléndida, pero en fin…


(1) Escritor español, principal ideólogo del “noucentisme”, movimiento cultural con el que la burguesía catalana trató de impulsar sus proyectos de construcción nacional a comienzos del siglo XX.
(2) Novelista estadounidense, autor de varias novelas policiales, que se vale de un sutil análisis del comportamiento de sus personajes, a los que a menudo coloca en situaciones al borde de la pesadilla.
(3) Escritor francés creador de historias de hadas y cuentos clásicos infantiles, como Caperucita Roja y El Gato con Botas.
(4) Protagonista de Los endemoniados, de Dostoievski.
(5) Referencia a El sabueso de Baskerville, de Arthur Conan Doyle.  

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 21 de febrero de 2012

Veteranos otra vez de moda


La aparición en las series televisivas de actores mayores (“viejos son los trapos”, se dice en Argentina), se debe a que faltan argumentos, los guiones cinematográficos son muy pobres, escasean y en la televisión hay historias que interesan y la oferta es amplia.
Así opina la actriz estadounidense Jessica Lange (protagonista de “remakes” como “King Kong” (ilustración), “El cartero llamó dos veces”, “El cabo del miedo” y forjadora de otros éxitos en versiones originales). Lange tiene 63 espléndidos años. Su experiencia en “American horror story” fue muy gratificante.
Actores de su misma nacionalidad y de la categoría de Dustin Hoffman, Anjelica Huston o Shirley MacLaine, todos de más de 60 años, encuentran en las series los papeles que el cine de Hollywood les niega por considerar que tienen una edad muy avanzada y ya no sirven para nada.
Al público le encanta ver en la pequeña pantalla, maduros, más sabios, a sus ídolos de la pantalla grande.
Algunos, como Christopher Plummer, de 82 años, ganan premios importantes e incluso son seleccionados para el Oscar.
La nota relacionada, escrita por Rocío Ayuso en Los Angeles y publicada por el diario madrileño El País con el título “La televisión, ese retiro dorado”, toca este tema con abundancia de datos.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

domingo, 19 de febrero de 2012

El macho posmo y Lidia

El macho posmo sabe poco, o nada del negocio en el que trabaja, cuando trabaja.
Uno va a comprar cualquier cosa, poco complicada, a decir verdad, y el macho posmo, con su pelo de punta, duro por el gel y su cara de nada, no le puede atender; no entiende lo que se le pide, se hace un lío, no se aclara.
Después de un largo cabildeo, el macho posmo termina por llamar a su jefa –suele tener jefa, y no jefe-: Lidia.
Viene Lidia –para nosotros siempre es Lidia, ya le hemos puesto ese nombre y asi la llamaremos siempre-. Es una chica joven, que llega con presteza y sus ojos, casi siempre hermosos, unas veces con gafas, otras sin ellas, rebosan de vida y de ganas de ser útil.
Naturalmente, Lidia le saca las castañas del fuego al macho posmo y gracias a ella uno termina por llevarse lo que quería y se va encantado por la eficiencia, la buena disposición y la simpatía de Lidia.
¡Ah, las mujeres, cuánto más listas, cuánto más eficientes son ahora que los hombres en el comercio y en todos los rubros! ¡Da gusto verlas en verano por las calles (rotas) de Buenos Aires, con las piernas al aire y escotes profundos! ¡No se ve una fea!

Se lo dan todo hecho

El macho posmo se dejó estar, se acostumbró a depender de Lidia, Sonia, Gabriela o Isabel, que le facilitan todo, que se lo dan todo hecho. En la casa familiar –en la que vive con sus padres hasta los 40 años- le resuelve todo su  madre, sus hermanas, sus tías, la abuela…
En el mundo le cuida una novia, que no lo es mucho porque el macho posmo aborrece los compromisos; él es el inventor del término amigovia, más ambiguo que amiga y más ambiguo que novia.
En cuanto al sexo, le fastidia o, por lo menos no le hace mucha gracia. Cuando no tiene más remedio que practicarlo con su pareja, que ya tiene la piel arrugada de tanta ducha fría y jadea por las noches sin poder dormir, mientras él ronca como un angelito, acude a esas pastillas afrodisíacas que antes usaban los señores mayores, que ahora son lo que se llevan el gato al agua.
Lidia le dice a este reportero que “los chicos son un desastre, sobre todo en lo referente a la limpieza. Estuve unos días en otra sucursal y cuando volvi la vidriera estaba llena de telarañas y el baño, con el inodoro atrancado, poblado de cucarachas. Vamos, un desastre”.

Lateral

Nuestra Lidia regenta con mano maestra una céntrica tienda de ropa para hombre, con inclusión de camisetas, pijamas, batines y otros artículos de otros materiales.
En un extremo del local, un macho posmo  de cara  gris y ojos muy pequeños, que no traslucen una vida intensa. Reclinado en una pared, mira a la gente que entra a comprar, y el desempeño excelente de su jefa, desde un posición psicofísica lateral, por no decir esquinada, que subyace bajo una indiferencia-negligencia incrustada de estolidez. De tanto en tanto mira al suelo, sin dejar de jugar con una bolita de cartón que se ha fabricado con la etiqueta de unos calcetines blancos para zapatillas deportivas.
El macho posmo puede ser casi analfabeto o contar con cierta instrucción, no pasa por ahí la cosa. Es su manera de ser.
Fuimos a comprar repuestos para una pluma estilográfica. Casi no se usan, pero  tampoco son objetos rarísimos, de esos que no se ven nunca en ningún sitio. Se venden.
Atendía un macho posmo rubianco, con el pelo cortado escalonadamente y una mosquita bajo el labio inferior, ligeramente colgante. Parecía estar rumiando, o quizás es que masticaba chicle.
- ¿Estilográfica? –musitó.
- Lapicera fuente, si lo prefieres; es un canuto para escribir a mano, parecida a un bolígrafo.
- ¿Fuente? Yo…, no sé, no… ¡Lidiaaa!
Vino la Lidia de ese negocio, pimpante, dinámica, sabiendo todo lo que había  que saber de la mercancía que tiene que vender; y todo fue alegre y placentero. Llevamos más cartuchos de los que habíamos pensado comprar.
En mi camino a la salida pude ver de través que el macho posmo seguía rumiando.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

sábado, 18 de febrero de 2012

Calabaza Express

En la confluencia de dos calles muy transitadas de la zona de Retiro de Buenos Aires, no lejos de la Cancillería Argentina, hay un bar con un nombre, Calabaza Express,  original, desde luego, pero poco apropiado para un establecimiento de expendio de bebidas, una buena parte de ellas espirituosas. A no ser, claro, que haya una historia detrás, lo cual le daría interés a un bar poco, o nada conspicuo.
Más que un bar propiamente dicho, pues no tiene barra, el Calabaza Express es un café, o una cafetería, mejor, al paso, que carece de adornos y perifollos; ni siquiera tiene cuadros o carteles en las paredes, que yo me haya fijado. Es pequeño, caben algunas mesas con sus correspondientes sillas, unas y otras de madera clara y entra a raudales la luz del día por dos vidrieras de gran  tamaño.
Salvo el nombre, el local no tiene nada de particular, ya dije. Lo regenta un señor alto y fuerte, de edad indefinida y muy buenas maneras, amable y servicial. Hay dos empleados jóvenes, del mismo estilo.
En dos o tres oportunidades en las que he pasado por ahí, cansado, o con hambre y sed, el Calabaza Express ha practicado tres obras de misericordia conmigo: dar de comer al hambriento, de beber al sediento y posada al peregrino: un penitente del asfalto en este caso, azacaneado por el trajín de la urbe tumultuosa y afiebrada.
Uno es más bien de bar que de cafetería, o de confitería, como dicen en Argentina –confitería en España es pastelería-. El bar es como un cenobio en medio de la ciudad, y por eso allí se debe guardar silencio y meditar. Un bar ruidoso no es un bar que se precie; el ruido y las voces son para las tabernas.

En el bar nos encontramos como entre dos viajes

No recuerdo ahora mismo qué escritor español de mis tiempos dijo que en el bar nos encontramos como entre dos viajes, como en un andén perpetuo. Quizás  por eso los bares huelen a mar, a estación, a aduana y aeropuerto, que son aromas excelentes.
Las etiquetas de las botellas recuerdan a aquellas, casi siempre  con nombres de hoteles o ciudades, que se pegaban antes en las maletas y en los baúles. Ahora ya nadie viaja con baúles, sino con una cabinera con ruedas y, ¡por Dios!, con la notebook en su correspondiente estuche, terciada en bandolera como la carabina de un guardajurado.
Rafael García Serrano, escritor, hombre de bar, solía recordar, vodka sauer en mano, que en el mostrador del bar corren los dados, que es un juego de campamento, de caravana del Far West y para que las delicias de las combinaciones de nobles alcoholes que nos sirven no nos hagan olvidar que somos jinetes, las altas banquetas nos invitan a cabalgar.
La barra es también como el espigón de un puerto, como el muelle más seguro y allí nos amarramos entre singladura y singladura entre los mares urbanos.
Volviendo al Calabaza Express, cuyo logo es, como no podía ser de otra manera,  una calabaza, he de regresar para convencer a su dueño, o sus dueños, de que pongan barra, que es lo único que le falta.
Naturalmente, preguntaré que por qué se llama Calabaza Express el establecimiento. A lo mejor es que una de sus especialidades culinarias es la calabaza… express, que no sabemos cómo se prepara.
Ah, para terminar con el tema de los bares: nada de exageraciones, como la de aquel que dijo: ¡El bar o la Biblia!

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 14 de febrero de 2012

De casas y famas

Me lo contó mi compañero, y sin embargo amigo, Joaquín Bravo. Tal como me lo contó lo cuento yo.
Pues señor, caminaban por una calle de Cádiz (Andalucía, sur de España) de madrugada, con mucho viento en las velas, o sea, con varias copas de más, el Beni y su compadre: dos flamencos de aquí te espero, Baldomero.
Vacilando, por no decir dando tumbos, llegaron a la casa donde nació José María Pemán (una gloria de las letras españolas). Se detuvieron para leer la placa que dice: “En esta casa nació…”, etc., etc.
El compadre, después de leer con atención, preguntó al Beni:

- Oye, cuando yo me muera, ¿qué pondrán en mi casa?

El Beni respondió con rapidez fulmínea:

- ¡Se vende!

Por la transcripción:
© J. L. A. F.

lunes, 13 de febrero de 2012

Las orgías de los periodistas

Todos los periodistas tenemos –merecida en unos casos, en otros no- fama de pegarle al tarro; es decir, de beber más bien más que menos y… “diariamente todos los días”, como decía aquél, para que no hubiera duda.
Además de vino y champán, excelsas bebidas que no hacen el menor daño, tomadas con prudencia, claro está, los periodistas trasegamos whisky y otros alcoholes esclarecidos en ingentes cantidades, según la creencia general. Así estamos, medio gilipollas todos y con el hígado como un tambor de granaderos.
A decir verdad, son pocos los que sufren alguna dolencia o perturbación derivadas del consumo excesivo de alcohol, por la sencilla razón de que  adquirieron aguante con la práctica.
Otros tienen la resistencia al alcohol ya incorporada, nacen con ella y por mucho que beban no se emborrachan ni acaban por enfermarse. Muchos de los que se saltaron alegremente a la torera el precepto de no mas de tres whiskies en los cócteles y otras fiestas, pasean alegremente sus gloriosos ochenta o noventa años por ahí, tienen una salud de hierro y siguen tomado copas con sus amigos. Además, no somos tantos los que bebemos ni es tanto lo que bebemos. Es más el ruido que las nueces. Las drogas son cien mil veces peores, las consume todo el mundo y nadie dice nada.
Se bebía más antes, y algunos periodistas y escritores se morían a chorros, sobre todo los norteamericanos. Edgar Allan Poe, Raymond Chandler, William Irish, Charles Bukowski, William Burroughs, Truman Capote y un montón más se convirtieron en alcohólicos y murieron de cirrósis u otras afecciones causadas por beber con la ferocidad propia de la inaudito, que decía mi entrañable Mario Blanco. Alternaban el alcohol con las drogas, una combinación mefítica.
No les iban a la zaga actores y actrices. Una vez, en un teatro de Manhattan, tuvo que bajarse el telón a mitad del segundo acto porque la primera actriz estaba completamente borracha.
También se dijo siempre de nosotros que somos/éramos fumadores empedernidos, jugadores, mujeriegos, peleadores, que no teníamos nunca un duro, andábamos por ahí pidiéndole dinero a todo el mundo y, si se terciaba, nos vendíamos al mejor postor.
Esto viene de largo y es universal. Ya estamos acostumbrados a que digan de nosotros éstas y otras cosas peores.
Un político ruso/soviético dijo: Una mentira repetida muchas veces se convierte en una verdad.
El escritor, publicista y político francés Emile Girardin, del siglo XIX, escribió una comedia en la que presentaba a los periodistas como hombres que sólo se inspiraban mediante la ingurgitación consuetudinaria de grandes cantidades de vino y licores.
Desde entonces, el periodista, escritor, crítico y académico de la misma nacionalidad Jules Jasnin, cuando terminaba su desayuno, compuesto por una jícara de chocolate, unos picatostes y un vaso de agua, le decía a su criada:

- Francisca, esconde los restos de esta orgía

Estamos hablando de periodismo y periodistas de épocas pasadas. Ahora hay otro periodismo y otros periodistas.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 11 de febrero de 2012

Cineastas españoles del viejo Hollywood

Cineastas y comediógrafos españoles nutrieron el mirífico Hollywood de los años veinte y treinta –entre ellos Luis Buñuel, Edgar Neville, Enrique Jardiel Poncela, Tono, Rosita Díaz, Antonio Moreno…-.
Casi todos se hicieron amigos de Mary Pickford y Douglas Fairbanks y muchos se aposentaron en la casa de Charles Chaplin, donde lo pasaron divinamente, según recordaron años después, a su regreso a España.
Los que hablaban inglés hacían de intérpretes de los demás, que aprendieron enseguida. Ahora nadie, o muy poca gente habla inglés en España.
La nota relacionada del diario El País de Madrid recuerda las historias de aquel puñado de artistas españoles, que tomaron la Meca del Cine como quien toma la Bastilla e hicieron pasar muy buenos ratos a los americanos, en justa correspondencia a los que los americanos les hicieron pasar a ellos.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

Del autor:

viernes, 10 de febrero de 2012

¡Aspersión!

En Estados Unidos, donde pasan las cosas más raras del mundo, ahora se ha impuesto la moda de rociar las comidas con materias que, en ocasiones, pueden barnizar un pollo asado y dejarlo como si fuera de plata. Bueno, ya desde hace tiempo se usa el polvo de oro en la cocina.
Lea la nota relacionada y vaya pensando en incluir un aerosol en su vajilla para ponerlo en la mesa junto al salero y el pimentero. Tanto si piensa plegarse a la nueva moda culinaria como si no, le  interesará la información que le ofrecemos, muy de nuestro tiempo.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

martes, 7 de febrero de 2012

Treinta y siete años no es nada

No hace mucho hablábamos de los sellos, o estampillas que se fijaban antes a las cartas, que ya no se despachan o se despachan muy pocas; pues bien, nos enteramos por la nota relacionada de Ambito.com que una postal tardó 37 años en llegar de Canadá a la entonces República Democrática Alemana (RDA). La postal conserva todavía el sello, o la estampilla.
Tal cosa ocurría una vez entre un millón. Las cartas llegaban puntualmente. Tan así era que cuando alguien decía que había mandado una carta o una postal, como en el caso que nos ocupa, y no había llegado a destino, se le retrucaba diciendo: Las únicas cartas que no llegan son las que no se despachan.

© J. L. A. F.

Notas relacionadas:

Del autor:

lunes, 6 de febrero de 2012

Escándalo

 
Ya dije que, un día de estos, iba a empezar a leer sólo libros escritos en su idioma original, siempre y cuando éste fuera el inglés, el francés, el italiano y el portugués. Las traducciones, salvo algunas, son muy malas, atrevámonos a decirlo de una vez por todas.
Pero uno, que no es dogmático, toma de pronto un libro traducido y se pone a leerlo, sin recordar lo que rabia con los errores-horrores incrustados en esas versiones.
Acabo de releer Iniciación al escándalo (L’affaire), una novela del escritor suizo-italiano Gabriel Veraldi, que en realidad es otra versión de una que había publicado con el mismo título ocho años antes, pero con el seudónimo de William Schmidt.
La venta de la primera novela fue interrumpida por cuestiones políticas. La que yo tengo es la nueva, editada por Barral en Barcelona en 1971.
No voy a dar el nombre de la persona que tradujo la obra. Me limitaré a transcribir los principales errores sintácticos, ortográficos y otros cometidos por supina ignorancia de determinadas materias.
En la página 25 se escribe bujía con g.
Dos páginas después se confunde cigarro habano con cigarrillo.
En la página 32 se dice textualmente: “Henneke cogió una de las fotos y la examinó muy de cerca, con gesto de présbita”. Las personas que padecen de presbicia, o vista cansada, alejan de sí la foto, el papel o el objeto que quieran ver bien; quienes lo acercan a sus ojos son los miopes.
Otra frase (página 33): “(…) como gusta decir a nuestro Presidente”. Debería haberse escrito: como gusta decir nuestro presidente, o como le gusta decir a nuestro presidente.

¿Burgens…?

En la página 44 se llama Burgens al espía inglés Burgess.
En la página 56 uno de los personajes termina su cigarrillo con aspecto absorbido, en vez de absorto.
En la página 73 a un fajo de billetes se le llama legajo de billetes.
En la página 80 un espía revela que durante su entrenamiento aprendió a dar “golpes viciosos”. Probablemente se trata de una mala traducción de la palabra inglesa “vicious”, que quiere decir salvaje, brutal, feroz.
En la página 93 otros personajes andaron, en vez de anduvieron. El mismo error se comete en la página 199, donde se escribe andó en lugar de anduvo. (Resisto la tentación de contar un viejo chiste en el que se hacen juegos de palabras con andó y anduvo).
En un diálogo, en la página 120, un personaje le dice a otro: “Está segura de que yo también diré alguna tontería, cuando tendría que haberse dicho: Esté segura…

Rómolo…

En las páginas 127 y 150 se dice detrás suyo y encima suyo por detrás de él y encima de él.
Página 144: “No me gusta abandonar a Rómolo en un país que no conoce la lengua”. Correcto: No me gustaría abandonar a Rómolo en un país cuya lengua no conoce.
La roca tarpeya, en la página 167,  es en realidad la roca Tarpeya. Se trata de  una roca histórica.
Página 188: “El té con limón le hizo entrar el apetito”. Correcto: El té con limón le despertó el apetito.
Para no cansar a los lectores, porque hay más tela para cortar: se dice rectificar cuando se debe decir ratificar, se confunde la corredera de una pistola semi automática con la culata, se dice -mal, como lo dice todo el mundo- “el jet set”, cuando es la “jet set” o “jet society” y se escribe somnolente por somnoliento.
Total, que el traductor, o la traductora, nos ha hecho un mal tercio al autor y a los lectores.

© José Luis Alvarez Fermosel       

miércoles, 1 de febrero de 2012

Nostalgia de la estampilla

La filatelia es una inofensiva manía consistente en coleccionar salivas internacionales.
Es un “hobby”, también. Y una forma de hacer dinero, o de invertirlo, que viene a ser lo mismo, porque las estampillas raras o antiguas se cotizan muy bien.
En cualquier caso, la filatelia está de capa caída desde hace ya muchos años, y no funciona como negocio tan bien como antaño. Estos son tiempos de correos electrónicos, mensajes de texto, Skype, redes sociales…
Héctor Mitidiero, filatélico empecinado y empedernido, fue en Argentina el piloto de la nave insignia de la estampilla.
Para Mitidiero, acopiar sellos era, más que un “hobby”, una fuente de cultura por todo lo que se aprendía con ellos, o por ellos, fundamentalmente geografía e historia.
Además, esos cuadraditos de papel dentados y policromos decoraban modestamente las cartas –que ya no se escriben-; eran como un rúbrica externa, una reafirmación de la misiva de amor, o de amistad y catalizaban, digámoslo así, la carta con un cheque dentro.

Mulatas caribeñas

¡Cuántas cosas nos decían, o nos hacían evocar las estampillas, cuando no reproducían testas de próceres!
Mulatas caribeñas de grandes ojos color de miel, con faldas de vivos colores.  Coraceros de uniforme azul Prusia y afilados mostachos. Mapas que parecían… mapas para localizar tesoros y podían ilustrar relatos marineros de Allan Poe o John Hall. Animales exóticos y esotéricos, algunos casi heráldicos: ñandúes, ornitorrincos, elefantes marinos, lémures, pumas, unicornios... Poblados con casas con tejados de pizarra y un fondo lechoso de arrozales con búfalos, y pagodas chinas con cúpulas doradas por el sol.
Hubo sellos muy valiosos, como uno de la Guayana (1) inglesa del siglo XIX, que se vendió en los Estados Unidos, en 1975, por la friolera de 800.000 dólares.
Los filatélicos argentinos se reunían antes los fines de semana en el Parque Lezica de esta cada vez menos romántica ciudad de Buenos Aires. En Madrid –donde tampoco hay ya mucho romanticismo- se juntaban los domingos en la Plaza Mayor.
Hubo coleccionistas de sellos, o de estampillas famosos como Winston Churchill y el ex rey Constantino de Grecia. Las colecciones más antiguas son las británicas (1840/41) y las españolas (1849/50).

Los sellos en el cine

El cine se ocupó alguna vez de los sellos. La película “Charada”, dirigida por Stanley Donen en 1963 y protagonizada por Audrey Hepburn y Cary Grant, que de tanto en tanto se pasa por televisión, muestra cómo uno de los personajes invierte su fortuna -producto del latrocinio-, de tres millones de dólares en dos sellos antiguos, valorados en un millón y medio cada uno, y los pega en un sobre, siguiendo el viejo principio de que para esconder una oveja no hay nada mejor que meterla en un rebaño de ovejas.
¿A quién se le ocurriría, si no, buscar tres millones de dólares en un sobre con dos estampillas pegadas en él?

(1) Región de América del Sur, a orillas del Atlántico. Se divide en brasileña, francesa, holandesa y británica. Esta última es independiente desde 1966 y ha tomado el nombre de Guyana.

© José Luis Alvarez Fermosel