domingo, 29 de abril de 2012

¿Torta o tarta?


Voy a comprar champú y crema de enjuague a una pefumería enclavada en el tramo de la calle de Fuencarral comprendido entre la glorieta de Bilbao –donde está el café Comercial- y la Red de San Luis, en la Gran Vía.
- Acondicionador, me corrige amablemente una empleada morena y gordita.
- Y añade, con una sonrisa: Argentino, ¿verdad?
Le digo que no y le explico parte de mi historia argentina: los muchos años que llevo viviendo en Buenos Aires, el poco tiempo –no más de un mes y medio, por lo general- que paso en Madrid cada vez que vengo, pues aprovecho para hacerme una escapada a París, o a Londres, o en otras ocasiones a Roma, o a Lisboa; también le hago  saber que tengo una gran facilidad para que se me peguen los acentos; y nos reimos los dos cuando le digo que en Argentina me dicen que parece mentira que después de vivir allí tantos años siga hablando como un “gayego” que acabara de llegar en el barco Cabo San Roque, y en España me toman por argentino, uruguayo o colombiano.
Días después caigo en el Museo del Jamón –en la sucursal que está en la Carrera de San Jerónimo, cerca de Lhardy y del Congreso de los Diputados- y pido un cuarto de kilo de jamón crudo.
- ¿Cómo!, se asombra el dependiente.
- ¡Perdón!, he querido decir jamón…ibérico, si es posible.
(En Argentina se le llama crudo para distinguirlo del cocido, o jamón de York, que se consume más.)

Tarta de zanahoria

Otro día estaba con mi hija, María Soledad, y mi mujer, Maite, en el Café de Ruiz, en el corazón del barrio de Malasaña, el de la gran movida cultural y social de los años 80. Ahora parece que empieza otra.
- Una torta de zanahoria (foto), pido para María Soledad.
- ¿Torta o tarta?
- Tarta, discúlpeme.
(Torta se dice en Argentina, tarta en España.)
Pero quizá lo más gracioso sea lo de Maite, que andaba por la sección de venta de ropa para señoras del Corte Inglés –el que está en la calle de Preciados- diciendo coger por aquí y coger por allí, y yo detrás de ella, corrigiéndola, hasta que se volvió hacía mí con una sonrisa y me recordó que estábamos en Madrid, donde coger significa exclusivamente asir, tomar, agarrar.
Estos divertidos “quid pro quo” son lógicos cuando uno va a un país cargando con los modismos de otro, lo cual no es óbice para que se entiendan si los dos hablan el mismo idioma.

Gastronomía de crisis

Algunas curiosidades de tipo gastronómico.
En otros viajes tuve oportunidad de probar la pizza española, que es bastante mala, así que esta vez no insistí en la degustación, pero observé que ya la preparan en todas partes, en competencia con la clásica tortilla de patatas. Debe costar muy poco, como es natural en tiempos de crisis. Quizás ahora la preparen mejor.
La gastronomía ha caído mucho en España, como todo. Volviendo a la tortilla de patatas, ya no es lo que era; sale con las patatas cocidas en trozos grandes, con poco huevo. Eso sí, la de la tasca de Mariola, en El Boalo, en plena sierra de Guadarrama, es riquísima, como que está hecha a la vieja usanza.
En muchos lugares sirven el vino tinto frío, el bueno también. ¡Lo guardan en la nevera!
Cada vez cortan el fiambre en lonchas más finas. Así dura más. La crisis, otra vez.

Cambios

El pan con tomate (“pa amb tomáquet” en catalán) es un condumio propio  de las cocinas catalana, valenciana, balear, aragonesa y andaluza, similar a la “bruschetta al pomodoro” italiana.
Se hace frotando tomate crudo y maduro en pan, preferiblemente pan de “pagés” o payés (campesino catalán), tostado o no, impregnado con ajo y rociado con un hilo de aceite de oliva.
Con él se preparan deliciosos bocadillos o “bocatas”(“sandwiches” en Argentina) de jamón, chorizo, tortilla de patatas, quesos y salazones.
Pues bien, ahora lo han reducido a pequeños trozos de pan de campo, ligeramente tostados y con un poco de tomate rallado por encima, que se sirven acompañando a los fiambres.
La fabada ya no lleva el chorizo y la morcilla que corresponden a un plato típico asturiano ideal para combatir el frío del invierno.
Pero aunque un tanto modificadas, estas “delikatessen” un poco rústicas siguen pareciéndonos exquisiteces a los españoles de cierta edad, en comparación con lo que hemos tenido que comer en épocas lejanas de infauste memoria.

© José Luis Alvarez Fermosel  

martes, 24 de abril de 2012

No apareció el collar de perlas azules

La señora es alta, esbelta, distinguida, de una edad indefinida pero no superior a los sesenta; tenga la que tenga, la lleva espléndidamente.
Vuelve al restaurante donde yo termino de comer y del que ella se fue, con las dos adolescentes con las que vino, hace no más de cinco minutos; le pregunta al camarero que la atendió, que está recogiendo platos y cubiertos de una mesa cerca de la puerta:
- ¿Ha visto usted un collar de perlitas azules, que a lo mejor se me cayó aquí mientras comía?
- ¿Perlitas azules? –se extraña el camarero.
- Sí, azules –insiste la señora.
El mozo, corpulento y rubiasco, afirma no haber visto un collar de perlas azules cerca de la mesa que ocupó la señora, ni en ningún otro sitio del local.
La señora se va, desconsolada. El camarero, en su camino a la cocina, le dice a otro que está descorchando una botella de vino en otra mesa:
- ¡Cómo está la gente, Paco! ¡Perlas azules…!
Lo que el camarero ignora es que ciertos estados de ánimo hacen que el ser humano vea azules otros colores, y aun encuentre estrellas en piedras preciosas. Antes había que estar enamorado para ver el Danubio azul.

Estrellas en zafiros

César González-Ruano me dijo que cuando entrevistó a Dolores del Río en España, en un lujoso hotel de Madrid recién inaugurado, se fijó en una sortija con un zafiro de la India que llevaba la gran actriz mexicana, la primera latina que trabajó en Hollywood.
- Se la pedí para verla –me dijo César- y ella me encomendó que buscara una estrella en el zafiro, a la luz baja de la habitación del hotel.
- ¿Una estrella en un zafiro?
- Sí; me explicó que si al hacerlo girar en todas direcciones terminaba por encontrar una estrella en el zafiro, eso me traería buena suerte, una buena suerte inmediata.
Pero César, que ese día no debía estar en vena, no encontró la estrella en el zafiro y su suerte, como la de todos, fue unas veces buena y otras no tanto.
Tengo debilidad por las joyas y los pequeños objetos raros y preciosos. Les atribuyo mucha importancia, y una relación secreta con quienes los poseen.

Lamparitas amarillas y laca azul

Carmen Martín Gaite elogia “(…) las lamparitas amarillas, los ‘bibelots’ de las repisas y las mesitas laqueadas de azul” en su novela “Cuarto”.
Ramón Gómez de la Serna acumulaba toda clase de heteróclitas extravagancias, incluídas muñecas de porcelana rotas.
Las cosas bellas, extrañas, con personalidad, con encanto, de buen gusto son ya muy difíciles de hallar. Cedieron  paso a lo práctico, a lo funcional, ni que decir tiene a lo informático. Nada mejor para quedar bien con una señora, en estos días, que regalarle un “e-book”, una “netbook”, un “Blackberry” o una “tablet”, y no precisamente de chocolate.
Como siento que empieza a embargarme una cierta nostalgia, y ya me he tomado el café, pido una copa de orujo de hierbas.
Estoy en un restaurante de Puerta Cerrada, en un barrio que constituyó como una recoleta capital de provincia dentro de Madrid. Suenan lentas las campanas de San Andrés en la plazuela de los Carros, que está a dos pasos, y las del convento de las Carboneras, opacando el tañido severo de la Nunciatura.
Calles del Conde y del Cordón, Fuentecilla de la Cruz Verde, por la que ya no suben los tranvías hacia la Plaza Mayor, entre otras razones porque ya no hay tranvías. 
Ni se encuentran estrellas en zafiros y si se pierden collares de perlitas azules no aparecen nunca jamás.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 23 de abril de 2012

"¡Dále que va!"


Pasamos por una peluquería situada en la calle Paraguay al 900 de Buenos Aires. Tallado en la puerta de grueso vidrio, el nombre: “La escencia”. ¿No tendría que ser La esencia? La falta de ortografía es de calibre 45. Lo malo es que ya no se puede borrar.
Seré un maniático, pero yo no entraría jamás en ese lugar a cortarme el pelo, aunque me parece que la peluquería es sólo para señoras.
Lo de veintiuna hora, en lugar de veintiuna horas lo escuchamos en la televisión a todas horas, no sólo a las veintiuna.
De Mendoza se dice que es una provincia “granicera” porque, según parece, cae sobre ella granizo con frecuencia.
“El fallecido también vive en San Isidro”, reveló un funcionario del gobierno a un movilero de la televisión en declaraciones referentes a uno de los tantos hechos de sangre que han convertido a Buenos Aires en una de las ciudades más inseguras del mundo.
El afán de ser… “intelectual” y poliglota determina que se denominen “toilettes” a los aseos o servicios de los restaurantes y los cafés, pero la palabra francesa se escribe casi siempre mal: “toilletes”, “toiletes”, por ejemplo.
Lo mejor de la semana anterior a mi salida para Europa: "Vuelvo a reiterar de vuelta”. Ya sabemos todos quien lo dice siempre, no es cuestión de sacar nombres a relucir; no sería delicado, además. No hay que perder el respeto a las investiduras.
Al llegar a España me encuentro con que al Real Madrid se le adjudica “imajinación”, así, con j y en el menú de un restaurante campea elegir también con j: probablemente la j de ¡joder!, que a fuerza de repetirse ya no es una mala palabra, sino una interjección castiza. ¿No será ésto cosa de la Real Academia Española?
En otro menú se dice inclulle por incluye.
Más adelante, paso en coche por un un edificio en uno de cuyos pisos altos hay un letrero que dice: Unidad de Alcoholismo. La verdad, no sé si se trata de una fusión, un club, una identidad, una entidad, una liga, una alianza, una federación… ¿O es Alcohólicos Anónimos? Entonces, ¿por qué no se escribe de manera tal que lo entienda todo el mundo?
¿Pero es que no hay nadie que relea, repase, revise, corrija? ¿Todo se hace así, a ojo de buen cubero? ¿En qué estamos convirtiendo el idioma español?

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 22 de abril de 2012

Por la vuelta


- ¡Hombre, de nuevo por estos pagos; sea usted bienvenido!
- Bien hallado, gracias.
- ¿Qué, cómo encontró usted España? Porque me imagino que habrá estado en España. Está todo muy mal, ¿verdad? Y ahora con esto del Rey… Vamos a ver, ¿qué nos va usted a contar?
- Sólo que la crisis no afecta a la cáfila de especuladores, financieros, magnates, “hombres de negocios”, banqueros, muñidores y truchimanes a comisión en negro bajo la mesa y otros que bien bailan que la provocaron en su beneficio y siguen viviendo en la opulencia y haciendo…”negocios”. Mientras tanto, la crisis devora a la clase media, a los profesionales, a los trabajadores de cualquier rubro, a los universitarios que egresan de las aulas  con sus flamantes diplomas y nadie les ofrece trabajo, a los obreros, a los inmigrantes: a la gente, al pueblo, en suma. Los impulsores de la crisis –los he visto en Madrid- siguen comiendo, bebiendo y alternando en lujosos restaurantes y bares y abarrotando las terrazas al sol indeciso de una extraña primavera. Cerca tienen sus coches: sus Volvo, sus BMW, sus Audi, sus Mercedes, sus Cuatro por Cuatro. Hablan de cientos de miles de euros. Se dijo que les recortaron sus ingresos. Yo no me lo creo. Le pongo un solo ejemplo. José Bono, ex presidente del Congreso de los Diputados durante el gobierno de Zapatero, asegura que va a cobrar 800.000 euros por la publicación de sus memorias, que “(…) le van a gustar mucho al Rey”. La torpe y poco previsora gestión de Zapatero ha puesto a Rajoy contra las cuerdas, acosado por sus socios europeos y unos mercados sin escrúpulos. Bono, un mediocre y oscilante político. ¿Se da cuenta?. No un premio Nobel, un científico de nota, un escritor universalmente conocido. ¡800.000 euros! Muchos viven abroquelados en un mini Estado de Bienestar. Quienes siguen hablando de cientos de miles de euros, como Bono, vaticinan con un cinismo inaudito que hay en España crisis para diez años, una crisis que en lo laboral, por ejemplo, se agudiza cada día más, mientras los mismos de siempre siguen haciendo los chanchullos de siempre. España tendría que deshacerse del euro, ese policromo billete de curso global y papel mojado, volver a la peseta, devaluar y…¡ea, no me haga usted hablar más!  
- ¡Siga, siga usted, hombre…!
- No, no voy a hablar más de política, ni de economía, ni de sindicalismo. Me he pasado muchos años tocando esos temas, y casi ninguno otro, y, lo que fue más duro, explicándole Argentina, esa asignatura tan difícil, al mundo. Varias veces en otros idiomas, casi siempre en épocas muy complejas, tanto que la vida de un corresponsal no valía ni dos centavos de plomo.
- Bueno, pero ahora…
- Ahora puedo permitirme el lujo de escribir acerca de otras cosas que hacen también a la vida del hombre.
- ¡Sí, claro, sobre gastronomía!
- Gastronomía, ¿por qué no? Y otras disciplinas. Me gusta -y creo que a mis lectores también- recordar viejos refranes españoles, hacer humor; he empezado a prestarle más atención a la narrativa, a la mía; dicto conferencias frecuentemente; escribo prólogos para libros de amigos; tengo yo también algún libro en el telar; llevo un blog, estoy en Facebook: total, que me he convertido en una suerte de modesto “scholar”.
- ¡Pero, hombre de Dios, la política…!
- Me interesa mucho más la historia. Hago mías las palabras de Salvador Dalí: “La política es un cáncer que corroe a la poesía”. Todo lo que sea de carácter comunitario, oficial o que tenga una estructura de tipo burocrático está en contra de mi cosmogonía.

© José Luis Alvarez Fermosel 

jueves, 19 de abril de 2012

Cuatro Caminos

Tomo el metro, el mejor medio de transporte de Madrid, a mi entender. Ultimamente lo han remodelado, “aggiornado” y casi convertido en una variante del AVE, o Tren de Alta Velocidad, que puede alcanzar velocidades de hasta 300 kilómetros por hora y llega de Madrid a Valencia, por ejemplo, en una hora y cincuenta minutos. Valencia dista de Madrid lo mismo que Mar del Plata de Buenos Aires.
Es curioso: siempre se dijo que España era un país de viejos y que con el tiempo lo sería más, especialmente ahora que por la crisis muchos jóvenes fueron despedidos de sus trabajos, mal indemnizados y tienen muy pocas, o ninguna posibilidad de hallar otro empleo, por lo cual muchos se van a otros países, entre los cuales Argentina. La historia se repite.
En todo caso, yo no veo más que jóvenes por todas partes. Apasionadas parejas que, en contra de lo que sucedía muchos años atrás, manifiestan con gran desparpajo su fogosidad en plena calle, plazas, jardines y hasta en los transportes públicos.
En el vagón donde viajo apenas veo gente de más de cuarenta años. Los cuarenta son ahora la edad que sigue a la adolescencia. Los sesenta son los cincuenta de antes. Y muchos hombres y mujeres de setenta y ochenta años lucen espléndidos y siguen trabajando, a pesar de haberse jubilado. Quizás sea ésta otra razón por la que apenas se ven ancianos en España, o para ser precisos en Madrid. Por lo menos, yo no los he visto. A lo mejor es que ya no hay viejos, sino gente madura.

En los pueblos

En los pueblos es diferente. El trabajo es más duro, el sol y el aire curten el rostro. Las caras de los aldeanos, aradas a surcos como la tierra, están marcadas por anfractuosidades que se prestan perfectamente a los juegos de luces, sombras y penumbra.
Cerca de mi viajan tres adolescentes –o sea, menores de cuarenta años-. Tres chicas vestidas con uniformes colegiales: chaquetas rojas –como las de la Policía Montada del Canadá de las películas de nuestra infancia- y faldas a cuadros escoceses.
Un poco más allá, un matrimonio, o una pareja de rumanos –hay muchos en Madrid- habla en voz tan alta que llegan hasta mí algunas palabras: “ciai” (té), “da” (bien), “voi” (vosotros), “lumina” (luz) y una expresión con un toque de misterio: “Ce-ai in gusa Mariora?” (¿Qué oculta María?).
Todo el mundo va vestido informalmente: parkas, pulóveres, “jeans”, zapatillas. Alguno de los que dejó atrás la adolescencia lleva una camisa -¡sin corbata, naturalmente!- bajo un cárdigan de lana y calza botas de cuero negro.
Las mujeres van todas, o la mayoría, con pantalones, como en casi todo el mundo, pero un poco mejor arregladas que en otras partes. Muchas se maquillan y se pintan los labios.

Las estaciones

Van pasando la estaciones rápidamente. Casi todas tienen nombres hermosos: Puerta del Angel, Lucero, Ríos Rosas, Nueva Numancia, Avenida de la Paz, Esperanza; después de Portazgo viene Buenos Aires y a continuación Miguel Hernández (“La fuerza que me arrastra/hacia el mar de la tierra/ es mi sangre primera…”.)
Una abuela de pelo muy blanco y pequeños ojos color de obsidiana riñe con dureza a uno de los tres nietos con los que viaja. Ha debido portarse muy mal. Es pelirrojo, pecoso, mira de frente y apenas contiene una sonrisa. Debe ser un diablillo muy querible.
Llegamos a Cuatro Caminos.
¿Cuál de los cuatro elegiremos?

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 18 de abril de 2012

La muchacha frente a la notaría

Había ganado ya la calle Serrano a paso lento, tanto que de estar en París me habrían tomado por un “flâneur” despreocupado.
Era temprano para Madrid: las nueve y cuarto de la mañana. Empezaba a fluir el tráfico rodado. Los lujosos automóviles que son la locura del madrileño.
Ya no estaban en la calle Serrano el bar Xauen, en el que solía encontrarme con mi primo Fernando Villalba, el aviador, ni el café Roma, ni tampoco estaba la agencie EFE en Ayala, 5, que al cabo de muchos años se mudó a otro edificio en la calle Espronceda. Yo estuve una vez. Todavía quedaban algunos colegas de mis tiempos.
La cruda luz velazqueña de Madrid tornaba la mañana tan brillante como las de los cuentos de hadas ilustrados. La primavera estaba en su plenitud.
Las calles Serrano, Velázquez y Príncipe de Vergara, todas ellas muy comerciales, con elegantes tiendas de diseño, son las principales arterias del barrio de Salamanca, fundado por José María de Salamanca y Mayol, marqués de Salamanca, un aristócrata, abogado, banquero, político y legislador que tuvo una vida muy agitada y rumbosa y terminó sus días debiendo seis millones de reales.
El banco BBVA ocupa hoy el palacio del marqués de Salamanca, construído en estilo neorrealista italiano en 1850. El marqúes tiene su plaza. En el centro le inmortaliza una estatua. La plaza está rodeada de bellos edificios, entre los cuales el palacio Villota, obra de Joaquín Saldaño.
Cartier aún tenía el cierre echado. Salió de un taxi una monja de las de ahora, con apenas algún rasgo distintivo de su condición. Antiguamente iban envueltas en amplios hábitos y llevaban en la cabeza unas enormes tocas blancas almidonadas, que debían ser muy incómodas.

La chica del banco

Ya se veía gente camino de las oficinas. Mi notario estaría por abrir la suya y a ella me encaminé. Frente a la puerta del edificio, sentada en un banco, había una chica rubia, delgada, con una blusa de un rojo anaranjado violento, como la explosión de una granada. Jugueteaba con un objeto cilíndrico que no acerté a ver lo que era.
Me franqueó la entrada a la notaría una señora de muy buen ver, de pelo gris y ojos claros. Llevaba un traje sastre de color castaño oscuro y un collar de perlas que por lo menos parecían cultivadas.
Esperé unos minutos en una recepción pequeña y funcional y al cabo apareció el oficial de notarías: un muchacho –apenas pasaría de los treinta años-, con un traje gris a rayas de buen corte y una corbata de firma. Lo mejor es que era muy eficiente y me hizo recorrer los meandros del poder general amplio, si no con amenidad por lo menos sin excesiva monotonía. Luego me condujo a un despacho contiguo al suyo, sobriamente amueblado.
Había una mesa redonda, con varios diarios y revistas y una bandejita alargada y estrecha de una materia oscura, que probablemente era plástico duro, con varios bolígrafos y una sola pluma fuente, con el capuchón rodeado por una tira de plástico blanco.

El poder de la ruina

Enseguida apareció el notario, menos joven, menos alto y menos esbelto que su oficial, pero más elegante: con un traje probablemente cortado por algún artista exclusivo para él. Se parecía bastante a Raf Vallone, antes de que éste envejeciera. Tenía esa solemnidad exterior y esa amabilidad interna, que aflora enseguida, de todos los notarios. Se sentó a mi lado y desplegó los folios sobre la mesa. Cada uno leyó su copia y la firmó con su pluma estilográfica, único instrumento de escritura admitido en las notarías.
- Ya está: ¡El poder de la ruina! –dijo.
- ¿Cómo? –pregunté yo, amoscado.
- Algunos lo llaman así porque es tan… general y tan amplio que puede llevar a la ruina del firmante. Humor negro. Sepa usted disculpar.
El notario recuperó la gravedad propia de su oficio, se inclinó apenas, me estrechó la mano y se reintegró a las profundidades de la notaría, no exenta de ese aire ligeramente sombrío que tienen todas. Me fui con mi poder de la ruina.  
En la calle, una nube velaba apenas el sol sin restarle presencia.
La chiquilla de la blusa detonante continuaba sentada en el banco, en la misma postura, un tanto rígida, esta vez. Me estremecí, porque yo conocía esa rigidez.
Me acerqué. La muchacha tenía los ojos desmesuradamente abiertos y fijos. Le toqué apenas un hombro y se derrumbó, cayendo sobre el costado derecho. Estaba muerta.
Tenía apretada en el puño de la mano izquierda una pipa de vidrio rota para fumar crack.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 16 de abril de 2012

"Espantás"

Allá por finales del siglo XIX hubo en España muchos toreros de rompe y rasga, entre ellos Rafael el Gallo y Joselito. Los dos eran hermanos. Los dos eran valientes. Joselito murió en la arena.
El Gallo era un poco maniático. Cuando un día no estaba en vena, o había visto u oído algo que le había impresionado –porque era muy supersticioso- se iba de la plaza, sin más, es decir, corriendo a toda velocidad.
Como era natural, se armaba un follón de no te menées. La Guardia de Asalto se llevaba preso a un Gallo que no parecía muy “echao p’alante”, al menos ese día. Pero le soltaban en menos de una semana.
El domingo siguiente, el torero hacía una faena espectacular. Y el otro, y el otro, y el otro…, y en el otro volvía a emprender una vergonzosa huída. Y de nuevo el escandalete.
El público de Madrid, con su característico ingenio, comenzó a llamar “espantás” a esas eventuales escapatorias del Gallo.
Cuando se le veía en la plaza, esperando al toro, la gente decía: “Con tal de que hoy no dé una de sus “ ‘espantás’”…
Pues bien, a mí me ha pasado lo que a Rafael el Gallo: que he dado una “espantá”.
Pero ya estoy de nuevo en la plaza esperando al toro, o a la crítica –la temida fiera que suele acometer al escritor-.
Ah, perdonen aquellos a quienes no les gustan las corridas de toros por haber utilizado una imagen taurina para explicar este mes y pico de ausencia que he dedicado a viajar por ahí.
Ya les contaré algunas cosas de las que he visto.

© José Luis Alvarez Fermosel