
Uno se entrenaba en viejos gimnasios de piso de madera oscura, una lámpara de pantalla color verde inglés colgando del techo, que ocultaba una bombita que no daba mucha luz, y un olor penetrante a sudor, resina y linimento. El entrenador, Young Martin, era duro (y bondadoso). Había sido campeón de España de peso mosca.
Boxeábamos entre nosotros, los chicos del barrio. Un día, un muchacho que trabajaba en la pescadería del hermano de Indalecio, convirtiendo a mazazos enormes barras de hielo en pedacitos que se esparcían sobre los pescados, me mandó a la lona por la cuenta en el segundo asalto. Era muy bajo, muy fuerte y muy… bizco. No había manera de saber, mirándole a los ojos, por donde iba a venir el golpe.
Ahora boxean las mujeres, más duramente que nosotros, por cierto. No teníamos presente en aquella época, a pesar de que nos lo había recordado Enrique Jardiel Poncela en su comedia “El sexo débil ha hecho gimnasia”, que la hembra de todas las especies animales, incluída la humana, es la más fuerte y la más feroz. Recordemos, por poner sólo dos ejemplos, que la hembra del león es la que caza y la mantis religiosa devora al macho mientras éste la fecunda.
Las mujeres boxean, sí; hace ya bastante tiempo. Una de ellas estudia Derecho en México. Otras han pasado también por aulas universitarias. Otras son de humilde extracción.
¿Será bueno, será “cool” que las mujeres boxeen, será también cosa del modernismo? Uno cree que no, que no es bueno, sobre todo para nosotros, que en cualquier momento podemos recibir de una señorita un directo de izquierda a la mandíbula que nos deje, como a mí el bisojo, fuera de combate.
© José Luis Alvarez Fermosel
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