
Sobre la chimenea de mi casa, Rodolfo, con sus ojazos de recién casada, duerme el nirvana de los venados justos, con la cuerna florida de pajaritos, el hocico sonriente y negro y todo el ademán -entre despreciativo, cínico y suplicante- de un héroe de Barbey o de Musset.
Se me llenan los ojos de lágrimas al acariciar el cuello de Rodolfo, que asoma de la pared por encima de la pirata Bounty, la fragata matriculada en el campo de Avila, y en cuya popa se lee la cifra del armador: J. Fernández Cebreros. 1949.
De la cuerna florida de Rodolfo, que fue un cornudo guapo, sentimental y pagano, como los diosecillos menores del mar Egeo, miran al estrecho universo los siete pájaros de ¡as dos ramas, la de aquí y la de allá; los catorce latidos multicolores del cielo azul, la pajarería que no quiso dejarlo y fue a posar, como en un recóndito bosquecillo, en los árboles que echaron raíces en los sesos de Rodolfo de !a Salmoinissade, el venado gabacho, mi amoroso venado familiar.
Y la oropéndola, y la filomela, y el talín, y el verdezuelo, y el pintadillo, y la cardelina, y la calandria, y el pinzón real, y el pizpitillo, y la totovía, y el mirlo, y el zorzal, y el petirrojo, y el tentenlaire, y el colibrí, y el reyezuelo, y el clarín de la selva, y el pájaro carpintero, duermen al tiempo de Rodolfo -¡más pajaricos que cuernos!-, ayunan mientras Rodolfo ayunan y están dispuestos a levantar el vuelo -ellos con sus tripas de serrín- cuando Rodolfo quiera echar a andar, el día menos pensado.
Son las avecillas de la Congregación de Hermanos Pájaros de la Buena Muerte, aquellas avecicas que el poeta San Juán de la Cruz comparara con la ocasión -que quien la pierde, como quien soltó el pájaro de la mano, jamás la volverá a cobrar- que acompañan en su sacrificio a Rodolfo, aun después de tener sordo el corazón, como el llanto de las praderas verdes que Rodolfo trotó, y el rumor de la clara fuente en que Rodolfo bebió, y la sombra de la aromática madreselva a cuyo amparo Rodolfo durmió la siesta cualquier tarde, como en un poema de Debussy.
Quisiera conocer la verdadera historia de Rodolfo y sus amores, para poder escribir un largo y apasionado libro de nombre confuso que se subtitulase algo así como Suave rumor de una adolescencia atormentada y que llevase en cada capítulo unas citas con pensamientos de Goethe y de Lamartine.
A mis hijos, cuando llegasen a la edad de entender historias de amores desgraciados, les contaría, poniéndome muy serio, la fábula de Rodolfo de Salmoinissade, mi venado, la criatura que murió una mañana de primavera, cuando todos los pájaros se convirtieron en hienas en la pelea por su acompañamiento.
Porque nada vacía más mi corazón de esas compasiones inútiles que, aun sin querer, lo adornan todavía, que el sentirlo latir al lado de Rodolfo, que es como un dios en el museo, o un bosque de poesía, o un cepo para todos los pájaros bienintencionados.
Cuando la noche se viste con sus estrellas más escandalosas y, en la noche, aun las palabras más tiernas se pronuncian tan bajo que ya nadie ni las oye, Rodolfo, apartándose de mi pared, se divierte paseando por mi casa, como un alma en pena, con las pezuñas del espíritu cubiertas con los algodones del silencio.
La otra noche, que me levanté a beber un vaso de agua, sorprendí a Rodolfo en mi biblioteca leyendo La vida retirada, de Fray Luis de León. Tuve que reprenderlo, volviendo un poco la cabeza por mor de una lágrima que no avisó.
- ¡Pero, hombre, Rodolfo, qué horas son éstas de estar despierto!
© Camilo José Cela
(Del libro: “Cajón de sastre”)
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