lunes, 22 de octubre de 2007

Héroes entre luces y sombras

Ayer estuve en el Village. A Paul Morand no le gustaba el Village, lo encontraba falso. Lo dijo en su libro “Nueva York”.
A Morand quizás le parecía falso el Village por creer que era una imitación de Montparnasse. César González-Ruano dijo: “Encuentro brutalmente sincero el Village hasta en su burguesía corrompida, que se refugia en las formas de la bohemia para enfatizar su angustia convertida en costumbre, su desesperación tranquila”.
Tal vez el Village fuera así en los verdes años de César. Ahora, al menos para mí, es un barrio tranquilo, sin desesperación enmascarada, que concentra a pintores, escritores, escultores, libreros, mujeres hermosas, lo que en España se llama paseantes en cortes y maduros homosexuales que pasean perros acicalados.
Falso o no, Greenwich Village es muy bonito, sobre todo en otoño, cuando las calles enmarcadas por árboles frondosos se llenan de hojas doradas y purpúreas que son como una rúbrica a su belleza.
Nueva York, narcisista a fuerza de mirarse en sus innumerables espejos, sea la capital del mundo -como dijeron Hemingway y Truman Capote- o no, sólo se contempla con claridad cuando se encaja la última pieza del “puzzle” en el tablero de Manhattan. Una de esas piezas es el Village.
De noche, en el hotel, veo en la televisión una película policíaca. Me acuerdo de las películas de policías y ladrones que tanto nos gustaban de chicos, y a algunos nos siguen gustando de grandes. Héroes entre luces y sombras. Viejos amigos que nos entusiasmaron y emocionaron en su rápido paso por la vida con un revólver y un corazón, la botella de whisky en un cajón del escritorio, sus amores contrariados, su sentido de la justicia y su coraje.
Hombres de una sola pieza. Casi todos pobres, menos Phillip Trent, interpretado por Michael Wilding en “El último caso de Trent” (British Lyon, 1952), Lord Peter Wimsey, Philo Vance, Richard Rollison, Paul Temple…
Los Estados Unidos produjeron brillantes escritores de novelas policiales en las décadas del 30 y el 40. En Inglaterra, la Arcadia eduardiana se había derrumbado, dando paso a otros tiempos, marcados por la desocupación y la pobreza, que condujeron a la huelga general de 1926.
Autores de novelas de detectives como Edgar Wallace, Agatha Christie y Dorothy L. Sayers proporcionaron un mosaico de enigmas, hábilmente planteados en ambientes elegantes y nostálgicos que luego fueron popularizados por el cine.
El Auguste Dupin de Edgar Allan Poe –de “Los crímenes de la calle Morgue” se hicieron cuatro películas: la primera de Sol A. Rosemberg Production y las tres siguientes de la Universal y la Warner-, Sexton Blake, el Lecoq de Emile Gaboriau, Nick Carter –protagonista de ocho filmes-, Sherlock Holmes, magistralmente interpretado por Basil Rathbone, el padre Brown de Chesterton, personificado por Alec Guinness, Bulldog Drummond, el comandante Gideon, encarnado por Jack Hawkins, el Hercule Poirot de Agatha Christie, Charlie Chan, el Reeder de Edgar Wallace, Ellery Queen, Dick Tracy, el comisario Maigret de Georges Simenon y su magnífica réplica en la pantalla a cargo de Jean Gabin.
Después vino el cine negro, calcado de la novela negra, con Philip Marlowe y Sam Spade –los actores que mejor los encarnaron fueron Robert Mitchum (Marlowe) y Humphrey Bogart (Spade).
Los duros. Recios y feos. No perdían tiempo en manierismos caballerescos. Eran sólo los buenos –un poco atorrantes- en un medio infestado de rufianes y logreros. Lew Archer, Piet Van Der Valk, Archie Goodwin, ayudante de Nero Wolfe, el Nick Noble de Anthony Boucher, el inspector Pastor de Daniel Pennac, el Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán. Todos hicieron escuela.
Manfred B. Lee y Frederic Dannay (Ellery Queen) dieron en el clavo cuando señalaron que quizás el espíritu de esa escuela se encuentre en las palabras de un detective creado por Raoul Whitfield, que dijo en una ocasión: “
No valía la pena, pero un trato es un trato”.
Ellery Queen remata: “
No valía la pena, el código del cinismo y de los valores falsos; pero un trato es un trato, el código que considera la palabra de un hombre como una deuda de honor y la estafa como el más imperdonable de los pecados; un código tan despiadado como un ajuste de cuentas y tan sentimental como el honor entre ladrones”.
Los libros. El cine. Personajes inolvidables. Amores fugaces. Tiros y besos.
El ulular de la sirena de un patrullero policial despierta dormidos ecos en la noche intemporal de Manhattan.


© José Luis Alvarez Fermosel
(Escrito en Nueva York)

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