La
ciudad estaba pálida, hoy. No sin sol, ni con resolana, ni nublada, sino
pálida. Con esa palidez cerúlea de los rostros de los artistas de circo, que se
identifica con el pesado maquillaje que parece de yeso. Pálida como una mujer
que sale sola por la mañana con ojeras de una casa en la que entró acompañada
por la noche.
La
ciudad parecía otra. Una ciudad conocida y desconocida al mismo tiempo, como
las ciudades de los sueños.
Los
árboles estaban blanquecinos, el cielo completamente blanco. Toda la gente
parecía vestida de gris claro. Los edificios –bloques de hormigón- no encajaban
en el paisaje urbano pálido; se diría que acababan de ser descargados de
camiones conducidos por fantasmas.
No
se veía gente joven, ni perros. No había alegría. Todo latía lentamente, por
momentos.
No
había humo de campos quemados cerca, como otras veces; ni nubes en el cielo
blanco, ni bruma. La ciudad, pasado el mediodía, iba camino de convertirse en
un dibujo de Chris Ware (ilustración).
La
ciudad estaba pálida. Todo parecía hacer un esfuerzo para salir de una rara
sordina diluída.
Venían
recuerdos pálidos de otras ciudades, otras vivencias, otros olores.
Acaso
fuera uno el que estaba pálido.
© José Luis Alvarez Fermosel