¡Qué
otoño más raro, oiga usted!
Este
año no trae el otoño en Argentina esas hojas púrpura, rojizas, doradas, que
crujen bajo las suelas de los zapatos cuando caminamos por jardines, plazas y
paseos. Este año pisamos sólo excrementos de perro.
Este
otoño trae esquisto, asbesto, alquitrán, aroma de charco sucio; y, sobre el
sombrero de paja, que tiene una ala mordida, resbalan granitos de tierra sucia.
El
otoño ha venido vestido de cualquier manera, turbio, desinflado, con los ojos
prominentes, las uñas comidas y un acabado aire de espantapájaros peor trazado
aún que de costumbre y desafiante por de más.
Encerrado
en la mano izquierda lleva un puñado de gijarros pegajosos. Va silbando un aire
de zarzuela. Trae cenizas del volcán chileno Calbuco (foto) en la casposa
cocorota y exhala a veces un aire pretencioso de estación invernal vienesa
resquebrajada.
Calor,
eso sí; calor.
Yerbajos
colgando de un bolsillo, y enredados en un papel de plástico pisoteado por una
niña rubia que chapalea por los charcos que dejó la lluvia de anoche en la
ciudad calenturienta.
Ni
retazos de una canción de amor, ni ráfaga alguna de viento perfumado, ni una
risa lejana, ni un sabor no menos cercano a helado de crema americana y fresas.
Manifestaciones,
piquetes, nada otoñal propiamente dicho, gritos destemplados. Hay elecciones…
Los
jacarandáes juegan al escondite detrás del puerto. Los niños los miran con
expresión estólida, metiéndose el dedo en la nariz.
Los
guardaparques se introducen un cacho de vino en un bolsillo del pantalón.
El
otoño ha reconocido oficialmente que este año no sale. ¡Que le den dos duros,
oiga!; ¡a quien sea!
© José Luis Alvarez Fermosel
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