“George Sanders medía 1,92. Si lo
cubrieras de basura, seguiría teniendo estilo”. Opinión de Ray Davies, líder de
“The Kinks”, en la canción “Celluloid Heroes”, destinada a homenajear al cine
de Hollywood clásico.
George Sanders (1906–1972), cayó en
Hollywood, como tantos otros actores británicos entre los años 30 y 40, entre ellos Melvyn Douglas,
Laurence Olivier, David Niven y más tarde, Sean Connery, Jeremy Irons y Pierce
Brosnan.
Después de una corta permanencia en
Argentina, donde incursionó en la industria
tabacalera, regresó a Inglaterra. Fue contratado en Londres por una
agencia de publicidad cuya secretaria, Greer Garson le instó a trabajar en el cine.
Así lo hizo Sanders, que fimó 90 películas
entre 1934 y 1972 -recordemos “Rebeca”, “El Hijo de la furia”, “Enviado
especial”, “Soberbia”…-. Hizo algún protagónico en producciones de escasa importancia.
Sólo en (El) “Cairo” su nombre figuró en el primer lugar de la cabecera del
“casting”.
Fue premiado con el Oscar, como actor de
reparto, por su magnífica interpretación del crítico de teatro Addison DeWitt
en “All about Eve”, de Joseph Mankiewicz, que se dio en español como “Eva al
desnudo” o “La Malvada”.
Podría haber llegado más lejos, pero el
cine debió ser para él sólo un trabajo que le permitía pagar las cuentas de sus
sastres ingleses, el champán y sus (cuatro) matrimonios y subsiguientes
divorcios.
Se casó con Zsa Zsa Gabor y después con su
hermana Magda. Fue amante de las actrices más hermosas de su tiempo: Gene
Tierney, Hedy Lamarr, Lucille Ball, Dolores del Río…
Grabó el disco “George
Sanders Touch”: Songs for the Lovely Lady”. Había cantado antes en “Llámeme
señora” y “El libro de la selva”.
Escribió dos libros, dos “best sellers”:
“Memorias de un farsante” y “Caminos del mundo”.
Así que lo suyo no era superficial. Tenía
talento, ingenio, sabía vivir y estar donde fuera con indudable buen gusto.
Algo oscuro que tal vez nunca se sabrá le llevó
a suicidarse el 25 de abríl de 1972 en el Hotel Rey Don Jaime de Castelldefells
–cerca de Barcelona- ingiriendo una dosis excesiva de barbitúricos.
Dejó dicho en una nota: “Querido mundo: He
vivido demasiado tiempo, prolongarlo sería un aburrimiento. Os dejo con
vuestros conflictos, vuestra basura y vuestras heces fertilizantes”. Tenía 66
años.
Maldición gitana
Nadie como los gitanos andaluces con tanta
gracia para echar maldiciones. Una cosa buena de esas maldiciones es que nunca
se cumplen. Quizá eso contribuyó a hacerlas tan simpáticas, y a que corrieran
de boca en boca, como los chistes.
Pues bien, iban un día por la calle Las
Sierpes, en Sevilla, un forastero acompañado por un amigo que era natural de
esas cálidas y salerosas tierras y se desvivía por mostrarle todo cuanto tienen
de bueno, así como la idiosincrasia de sus pobladores.
El visitante estaba fascinado: salía de
una tasca, tras embaularse una cerveza, y entraba en un bar para tomarse un
chato de vino tinto, acompañándolo con alguna tapa, como unas aceitunas verdes
rellenas de anchoas, unos boquerones en vinagre o fritos, una tablita de
ahumados, unas rabas o unas virutas de jamón ibérico.
Calentaba el sol de lo lindo y la calle
Las Sierpes, como siempre, estaba muy animada, con profusión de mujeres bonitas,
también como siempre. Al fondo se divisaba un gitano: sin burro, desde luego;
posiblemente con un teléfono móvil o una tableta –no de chocolate, claro-.
El sevillano se detuvo, como presa de una
súbita inspiración y agarró a su amigo de un brazo:
- ¡Hombre, un gitano! Le voy a llamar para
que nos eche una maldición.
- Pero, ¿qué dices?
- No te preocupes, que eso de las
maldiciones de los gitanos es puramente folklórico. No se sabe de ninguna que
se haya cumplido. Verás como nos divertimos.
Y el buen hombre llamó al gitano y después
de cambiar unas palabras con él, le pidió que les echara una maldición, a lo
que el gitano se negó... hasta que salieron a relucir algunos billetes de cien
pesetas –todavía no habían sido cambiadas por los euros-.
El gitano pensó un poco, se rascó la
cabeza y al final dijo:
- Pues ná, que Dios les de a ustedes mucho
dinero y a mi mucha sarna.
Sorprendidos, los dos amigos interrogaron
al gitano:
- ¿Y… ?
- Y que nos dure poco, respondió el
gitano.
© José Luis Alvarez Fermosel