Ha muerto Alfredo Di Stéfano en Madrid,
capital de su segunda patria, donde transcurrió una buena parte de su existencia
y dejó una impronta de caballero del deporte y de la vida tan marcada como su
magnífico buen saber hacer profesional.
Toda España está de luto y el argentino
apodado La Saeta Rubia presente en las conversaciones de mucha gente de una
generación determinada que lo vio jugar al fútbol, más aún, convertirlo poco menos
que en un juego ciencia, como el ajedrez, y llevar al Real Madrid cinco veces
al campeonato de Europa.
Pero no voy a hablar de sus muchos logros
profesionales, sus premios, sus trofeos, su prodigiosa combinación de
inteligencia y sabiduría en la cancha, su obsesión por estar siempre en buena
forma física, su intuición y otras cualidades deportivas y humanas que le
llevaron al estrellato sin que él pareciera enterarse.
Eran otros tiempos. Había seriedad,
humildad, honradez, sentido de la proporción, nadie se saltaba a la torera el
orden, los límites, la decencia y otras cosas por el estilo. A pocos de los
encumbrados -en lo que fuera- se le disparaba el ego como un cohete que se
convierte en papel quemado después del estallido.
Citaré otra vez en este réquiem de
urgencia su caballerosidad, su hombría de bien, su conducta, que fue siempre
intachable y no tuvo nunca nada que ver con con el alcohol, las drogas, el desorden, la
confusión ni el escándalo.
Mi padre me llevaba algunos domingos al estadio
Bernabéu, a ver al Madrid, es decir, a ver a Di Stéfano: una primera figura de
la actualidad de aquel entonces, cuando los jugadores no escupían en el terreno
de juego ni golpeaban por la espalda a un contrario y le rompían una costilla.
Quizás no todos sepan que Alfredo Di Stéfano
estudiaba ingeniería antes de dedicarse al fútbol, que era buen estudiante, que
leía, sobre todo Historia y biografías, que le gustaba escribir cartas, que
invirtió sus primeras ganacias en comprarse un tambo, que desayunaba siempre
mate, que una vez dijo en una entrevista: “Mi moral depende de cómo haya
jugado. No está ni en el triunfo ni en la derrota. La clave es para mí la
responsabilidad que uno ha de crearse ante sí mismo”. Así tenía que ser un buen
profesional
Dicen que ha muerto del corazón, que tenía
el corazón débil. Quizás de tanto ponerlo en la cancha.
Con él se va parte de una época. Y un
resto de nuestra adolescencia que todavía nos quedaba dulcemente apresado en
una pelota de fútbol.
© José Luis Alvarez Fermosel
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