Bailan un tango, justo cuando la porteña melodía
arrabalera empieza a tomar el mundo como quien toma La Bastilla.
Da gusto verlos tan bien conjuntados, tan
elegantes.
Ella toda de gris, él de frac –¿se
imaginan? ¡De frac…!-. Ella es rubia y grácil. El frac del caballero está muy
bien cortado. Lo lleva con esa naturalidad tranquila que exige la etiqueta. El
escorzo define y remarca. ¡Si hasta casi se ve la música!
El lleva una sortija con una pequeña piedra
negra en un dedo de la mano que tiene voluntad de deslizamiento…
Una pareja de otros tiempos, quizás de los
adecuadamente llamados “los locos veintes”, años de jade y champán, cigarrillos
“Gold Flakes”, cabarés de lujo, automóviles con estribo y, algunos, con
tapicería de terciopelo; señoras con pamelas, como la que se ve borrosamente al
fondo de esta imagen, sentada a una mesa con mantel blanco y en denodada
actitud de aburrimiento.
Es París, indudablemente, esto es París.
El lugar bien podría ser Maxim’s. El año, mil novecientos veintitantos. Todo el
“charme” del París de esa época y los amores locos.
Ese mundo burbujeante y un poco
delicuescente de las novelas de Elinor Glyn, Colette y Gertrude Stein, con un
Hemingway que empezaba. Drieu La Rochelle, Francis Carco, putangas, efebos y
golfantes.
Eternas noches de “jazz”, muselina,
Mandarine Napoleón, mansardas y sexo dulce. Mañanas con resaca y sopa de
cebolla en Les Halles.
Y la alegría descocada, y las violetas en
primavera, y el Sena gris, y la lluvia, y los toldos relucientes de las
terrazas de los cafés de la orilla izquierda.
¡Qué hermosa postal de tiempos idos, en
los que uno no existía y por eso no pudo bailar de frac con ella una noche azul
e inolvidable!
Ilustración:
“Bailadores de Tango”, de
Rafael De Penagos Zalabardo
© José Luis Alvarez Fermosel
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