Pasaron cinco minutos de las ocho y media. De la
noche, claro. La pareja cenó temprano, a la luz de las velas y con una flor
azul lavanda entre ambos.
Después de cenar brindaron con champán, porque quizás
no haya bebida más noble para brindar.
Están solos. ¡Qué sencillos sus atuendos y el
mobiliario de la habitación! Sillas diferentes.
Rojos, grises y verdes. Colores definidos, no
violentos. Un dibujo magnífico, esquemático pero precioso.
El candelabro tiene veleidades de arbusto. El rostro
de la señora, ligeramente daliniano,
tiene sólo un ojo que se ve. Toma su copa con delicadeza. El, más rotundo, casi
empuña la suya. Tiene un bigote de otros tiempos y una extraña perilla que
termina en un gancho.
Arden las velas. La flor azul se curva en el florero.
La botella tapada dentro del cubo con
hielo parece una cara por voluntad del dibujante.
Trazo moderno, suelto, seguro, con un toque
surrealista. Una acuarela, tiene todas
las características.
Parte de mi niñez transcurrió entre acuarelas,
nevadas, el olor a café y a brandy de las sobremesas de los domingos, las
novelas de aventuras y el regaliz.
Se ve que la señora propone el brindis, porque tiene
la boca abierta, como si estuviera hablando. ¿Por qué brindarán? ¿Por un
reencuentro, por un aniversario, por haber recibido una buena noticia, o
sencillamente porque pueden, quieren, les da la gana y tienen una botella de
champán, o de vino blanco a mano?
Hermoso, de cualquier manera, el brindis inmortalizado
por un artista, desconocido para nosotros, que no pudo ser más expresivo, ni
tener mejor dominio del dibujo –tendente a la caricatura-, el escorzo y el
color.
Por eso creó una imagen tan bella en su composición simplista,
en la que no falta un detalle. Tampoco sobra nada.
Eso es lo bueno.
© José Luis Alvarez Fermosel
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