
El historiador italiano Carlo Guinzburg sostuvo hace tiempo que hay un parentesco entre los sistemas de Freud y los de Sherlock Holmes en lo que se refiere a la observación y valoración de los pequeños detalles.
En “El misterio del Valle de Boscombe”, Holmes le dice a su fiel ayudante y exégeta, el doctor Watson: “Ya sabe usted que mi método consiste básicamente en fijarme en cosas insignificantes”. En “Un estudio en escarlata” señala de forma sentenciosa: “Para una gran mente, nada es pequeño”. Y en “El signo de los cuatro” da a conocer el que tal vez sea su pronunciamiento más perdurable: “Cuando se ha eliminado la imposible, lo que queda, por más improbable o desprovisto de interés que parezca, es la verdad.”
El escritor y bioquímico bielorruso -nacionalizado estadounidense- Isaac Asimov, autor de conocidas obras de ciencia ficción e historia, señala en su último cuento del club de los Viudos Negros la influencia de las naderías en las artes de la deducción y la inducción.
Nos ocupamos mucho de la fachada y poco de la trastienda. Y es una pena, porque en la trastienda, o en el desván, ya que estamos, pueden encontrarse pequeñas cosas muy intersantes.
Un viejo álbum de sellos que a lo mejor hoy vale una fortuna, un abanico de la abuela de marfil y una tela gris en la que campean escenas en colores de corridas de toros; una baraja francesa, una caja de música, un libro de horas, un daguerrotipo, un violín roto; una pluma estilográfica opacada por el polvo que en cuanto se limpia vuelve a brillar y, lo que parecía imposible: ¡escribe!
Y, ¿por qué no?, la única novela de Sherlock Holmes que no habíamos leído.
© José Luis Alvarez Fermosel