“… Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos...”.
Esta era la dieta de don Quijote. ¡Cuánto más y mejor comemos hoy! Y cuánto peor escribimos. No creo que Cervantes comiera más ni mejor que su personaje. Habría que pensar entonces que es verdad eso de que el hambre aguza el ingenio.
En España pasamos hasta hace relativamente poco tiempo más hambre que el perro de un ciego; creo que este dicho no está en el Quijote.
Para satisfacer ese hambre los españoles comimos cosas tan bizarras, como se dice ahora, como el musgo que crece en los tejados con la humedad después de la lluvia. Se comía aliñado con vinagre y, si había, con un poco de sal. ¡Ni qué hablar de aceite, ni de oliva ni de nada! También era muy popular el arroz con gorgojos, que iban a parar al estómago no precisamente por descuido. Se veía al gorgojo con claridad. Es más, cada comensal se proponía trincar el más gordo. Se hacía uno la ilusión de comer arroz con carne.
El hambre ha sido siempre una constante, una característica de España y de los españoles desde que el país existe más o menos unificado y con signos distintivos de tal. El hambre nos formó a los españoles, nos endureció; nos dio una concepción, un sentido de la vida, una resistencia física y moral que pocos pueblos tienen por haber nadado siempre en la abundancia, dicho sea esto sin querer ofender a nadie.
Los españoles nos forjamos en la necesidad, en el hambre, insisto. Nos echamos al campo -¡carretera y manta!- a la lucha para conseguir el condumio elemental, la mínima pitanza.
En España se come y se bebe ahora de lo lindo. Muchos de nosotros comemos y bebemos como si no estuviéramos seguros de volver a hacerlo decentemente la próxima vez. ¿No dicen que los nietos de los judíos sueñan con los horrores que padecieron sus abuelos en los campos de concentración, horrores que ellos no sufrieron porque todavía no habían nacido?
A algunos españoles nos pasa lo mismo con la comida. Un botón de muestra: la revista Hola exhibió hace algún tiempo en una entrevista a la popular y bellísima Silvia Jato, presentadora de Televisión Española. El popular semanario madrileño centrado en la farándula, y en cierto sector de la sociedad española, la entrevista en su casa de Benalmádena, muy cerca de Málaga –en el sur de España-: una hermosísima casa balinesa, es decir, estilo Bali -una isla de Indonesia-. Pues con toda esta sofisticación, Silvia Jato, si bien dice que es feliz porque tiene salud, familia y hogar, asegura con un énfasis especial que lo es aún más porque tiene “comida para llevarse a la boca”. Preocupación del subconsciente se llama esta figura. O atávica gratitud consciente por llevarse algo a la boca, lo más importante.
Comida para llevarse a la boca es lo que no le sobraba al bueno de don Alonso Quijano, tan magro de carnes y con la cabeza a pájaros. Aunque más no fuera que comida aderezada con la salsa del hambre. Ya lo dice Teresa, la mujer de Sancho Panza, el fiel y socarrón escudero de don Quijote: “La mejor salsa del mundo es el hambre, y como ésta no falta a los pobres, siempre comen con gusto”.
Lástima que la escasez de dientes y muelas le impidiera al pobre caballero darle unos buenos mordiscos al queso manchego y al pan que Sancho llevaba siempre en sus alforjas: “(…) tan duros que podrían descalabrar a un gigante”, decía don Quijote. Lástima, porque como aseveraba el Caballero de la Triste Figura, “los duelos con pan son menos”. También, lógicamente en su caso, sentenciaba: “Come y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”.
Lo que nos sacó a los españoles la tripa de mal año desde tiempo inmemorial fue ese ingenio que aguza el hambre. El Quijote da sobrados ejemplos de esto, y es también un compendio de recetas –hay más de 2.000 referencias a la gastronomía del Siglo de Oro español, incluída “(…) esa pasta negra llamada caviar, hecha de huevas de pescado, tan salada que despierta una sed que tiene que saciarse con varios tragos de la bota de vino”-.
Sancho tiene oportunidad de comer caviar en un encuentro con Ricoto el Morisco, un peregrino árabe converso con quien se topa al volver en busca de su señor, después de haber abandonado su cargo de gobernador de la Insula Barataria.
El ingenio nos llevó a los españoles a combinar diversos productos alimenticios para conjurar la monotonía. La gente se habrá cansado de comer huevos fritos con patatas fritas. Alguien pensó un día que si las patatas se cortaban de otra manera, se mezclaban con huevos batidos y se les añadía un poco de cebolla, chorizo o lo que hubiera a mano saldría algo por lo menos diferente. Así surgió la tortilla de patatas, conocida hoy en todo el mundo. Algo parecido debió pasar con la paella.
También hemos tirado de gatillo, porque donde menos se piensa salta la liebre. Liebres, conejos y perdices no faltan en el recetario cervantino, correspondiente a una región de Castilla, La Mancha -en el centro de la Península Ibérica-, donde no faltan la caza de pelo y de pluma.
La inventiva, y un poco de dinero, nos llevó los españoles a desplegar recursos tales como la adquisición –por toda una familia, cotizando todos-, de un pequeño cerdo al que se encerraba en un patio, o en los fondos de la casa, y se engordaba a lo largo de todo el año. Luego, cuando el pobre animal parecía más un novillo que un cochino propiamente dicho, de puro gordo, se lo mataba a cuchillo y se lo carneaba.
El cerdo se convertía en jamón, tocino, morcilla y “ainda mais”. Y daba, mal que bien, para alimentar a la familia durante el año, o una buena parte de él.
Al marrano se lo alimentaba con lo poco que sobraba de la comida diaria. Como los cerdos son omnívoros devoraban todo lo que se les echaba, incluídos espinazos y cabezas de pescado. De ahí que muchos de esos jamones supieran a sardinas. Ahora los cerdos se crían con bellotas, como Dios manda y los jamones –que ya tienen su Denominación de Origen (DO)- son exquisitos. Y bastante caros, por cierto.
(El jamón serrano, uno de los referentes gastronómicos más característicos de España, acaba de ser distinguido por la Unión Europea con el sello Especialidad Tradicional Garantizada (ETG), convirtiéndose así en el primer producto alimenticio español que obtiene esta importante etiqueta de calidad. Este sello, que distinguirá al jamón serrano de otros, podrá ser usado en aquellas piezas que cumplan los requisitos de calidad y autenticidad exigidos y formará parte de la contramarca de la Fundación del Jamón Serrano. Esta institución, adscripta al Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, se encargará de velar por la escrupulosa utilización de este marchamo de calidad, con el objetivo de fomentar la producción y el consumo de jamón serrano. Se distinguirán dos calidades diferentes: plata, para aquellos jamones serranos cuya curación dure de ocho a once meses, y oro para los que se curen durante más de once meses.)
El caso es que, ayudado por su imaginación, y por la de Sancho, ambos, caballero y escudero disfrutaron ocasionalmente de platos tan sabrosos como el pisto, las gachas, los gazpachos de pastor (galianos), las patatas con conejo, el ajopringue de la sierra de Alcaraz y perdices escabechadas, arropes y natillas que con el pan, el vino y el queso, básicamente el manchego, son los productos alimenticios más nombrados en esta primera novela moderna de la literatura universal. Todos ellos, y muchos más que no nombramos por falta de espacio ocupan hoy en día puestos de honor en las mesas de los caballeros, manchegos en particular y los españoles en general.
Con don Quijote y Sancho recorremos un mundo de mil aventuras, constelado por situaciones muy simpáticas provocadas por 669 personajes con características propias y, naturalmente, Dulcinea del Toboso. (“Para sola Dulcinea soy de masa y alfeñique y para todas las demás soy de pedernal”.)
Nada nos dice Cervantes de la familia y origen de don Quijote. Se limita a presentarlo en el ambiente de reposo y pobreza de un hidalgo campesino.
La genealogía de don Quijote empieza con él. Es capaz de tener sueños disparatados y magníficas virtudes. Y de dar la nobleza a su estirpe. Ya lo dijo Unamuno: “Su linaje empieza con él; es de los que son y no fueron”.
Cuando ya nos habíamos encariñado con él, don Quijote muere, no sin habernos dejado infinidad de esas muestras de sabiduría popular que son los refranes. He aquí algunos: “Un abismo llama a otro y un pecado a otro pecado”, “Cada uno es artífice de su ventura”, “Buen servicio, mal galardón”, “A dineros pagados, brazos quebrados…”.
Tres días antes de morir don Quijote dice: “Vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. De nada sirve la melancólica exhortación de Sancho: “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir”.
“Dichosa edad y tiempos aquellos a los que los antiguos dieron el nombre de dorados…”. Hoy corren otros tiempos y soplan otros vientos.
Y se comen otras cosas: salpicón de flores de acacia, pistilos de azafrán, maracuyá y corteza de abedul; gratinado de percebes con sabayón al vino Malbec; trillas con sofrito de grosellas; cordero patagónico con mojo verde y yuca en almíbar de melocotón…
“O tempora, o mores”.
© José Luis Alvarez Fermosel
Esta era la dieta de don Quijote. ¡Cuánto más y mejor comemos hoy! Y cuánto peor escribimos. No creo que Cervantes comiera más ni mejor que su personaje. Habría que pensar entonces que es verdad eso de que el hambre aguza el ingenio.
En España pasamos hasta hace relativamente poco tiempo más hambre que el perro de un ciego; creo que este dicho no está en el Quijote.
Para satisfacer ese hambre los españoles comimos cosas tan bizarras, como se dice ahora, como el musgo que crece en los tejados con la humedad después de la lluvia. Se comía aliñado con vinagre y, si había, con un poco de sal. ¡Ni qué hablar de aceite, ni de oliva ni de nada! También era muy popular el arroz con gorgojos, que iban a parar al estómago no precisamente por descuido. Se veía al gorgojo con claridad. Es más, cada comensal se proponía trincar el más gordo. Se hacía uno la ilusión de comer arroz con carne.
El hambre ha sido siempre una constante, una característica de España y de los españoles desde que el país existe más o menos unificado y con signos distintivos de tal. El hambre nos formó a los españoles, nos endureció; nos dio una concepción, un sentido de la vida, una resistencia física y moral que pocos pueblos tienen por haber nadado siempre en la abundancia, dicho sea esto sin querer ofender a nadie.
Los españoles nos forjamos en la necesidad, en el hambre, insisto. Nos echamos al campo -¡carretera y manta!- a la lucha para conseguir el condumio elemental, la mínima pitanza.
En España se come y se bebe ahora de lo lindo. Muchos de nosotros comemos y bebemos como si no estuviéramos seguros de volver a hacerlo decentemente la próxima vez. ¿No dicen que los nietos de los judíos sueñan con los horrores que padecieron sus abuelos en los campos de concentración, horrores que ellos no sufrieron porque todavía no habían nacido?
A algunos españoles nos pasa lo mismo con la comida. Un botón de muestra: la revista Hola exhibió hace algún tiempo en una entrevista a la popular y bellísima Silvia Jato, presentadora de Televisión Española. El popular semanario madrileño centrado en la farándula, y en cierto sector de la sociedad española, la entrevista en su casa de Benalmádena, muy cerca de Málaga –en el sur de España-: una hermosísima casa balinesa, es decir, estilo Bali -una isla de Indonesia-. Pues con toda esta sofisticación, Silvia Jato, si bien dice que es feliz porque tiene salud, familia y hogar, asegura con un énfasis especial que lo es aún más porque tiene “comida para llevarse a la boca”. Preocupación del subconsciente se llama esta figura. O atávica gratitud consciente por llevarse algo a la boca, lo más importante.
Comida para llevarse a la boca es lo que no le sobraba al bueno de don Alonso Quijano, tan magro de carnes y con la cabeza a pájaros. Aunque más no fuera que comida aderezada con la salsa del hambre. Ya lo dice Teresa, la mujer de Sancho Panza, el fiel y socarrón escudero de don Quijote: “La mejor salsa del mundo es el hambre, y como ésta no falta a los pobres, siempre comen con gusto”.
Lástima que la escasez de dientes y muelas le impidiera al pobre caballero darle unos buenos mordiscos al queso manchego y al pan que Sancho llevaba siempre en sus alforjas: “(…) tan duros que podrían descalabrar a un gigante”, decía don Quijote. Lástima, porque como aseveraba el Caballero de la Triste Figura, “los duelos con pan son menos”. También, lógicamente en su caso, sentenciaba: “Come y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”.
Lo que nos sacó a los españoles la tripa de mal año desde tiempo inmemorial fue ese ingenio que aguza el hambre. El Quijote da sobrados ejemplos de esto, y es también un compendio de recetas –hay más de 2.000 referencias a la gastronomía del Siglo de Oro español, incluída “(…) esa pasta negra llamada caviar, hecha de huevas de pescado, tan salada que despierta una sed que tiene que saciarse con varios tragos de la bota de vino”-.
Sancho tiene oportunidad de comer caviar en un encuentro con Ricoto el Morisco, un peregrino árabe converso con quien se topa al volver en busca de su señor, después de haber abandonado su cargo de gobernador de la Insula Barataria.
El ingenio nos llevó a los españoles a combinar diversos productos alimenticios para conjurar la monotonía. La gente se habrá cansado de comer huevos fritos con patatas fritas. Alguien pensó un día que si las patatas se cortaban de otra manera, se mezclaban con huevos batidos y se les añadía un poco de cebolla, chorizo o lo que hubiera a mano saldría algo por lo menos diferente. Así surgió la tortilla de patatas, conocida hoy en todo el mundo. Algo parecido debió pasar con la paella.
También hemos tirado de gatillo, porque donde menos se piensa salta la liebre. Liebres, conejos y perdices no faltan en el recetario cervantino, correspondiente a una región de Castilla, La Mancha -en el centro de la Península Ibérica-, donde no faltan la caza de pelo y de pluma.
La inventiva, y un poco de dinero, nos llevó los españoles a desplegar recursos tales como la adquisición –por toda una familia, cotizando todos-, de un pequeño cerdo al que se encerraba en un patio, o en los fondos de la casa, y se engordaba a lo largo de todo el año. Luego, cuando el pobre animal parecía más un novillo que un cochino propiamente dicho, de puro gordo, se lo mataba a cuchillo y se lo carneaba.
El cerdo se convertía en jamón, tocino, morcilla y “ainda mais”. Y daba, mal que bien, para alimentar a la familia durante el año, o una buena parte de él.
Al marrano se lo alimentaba con lo poco que sobraba de la comida diaria. Como los cerdos son omnívoros devoraban todo lo que se les echaba, incluídos espinazos y cabezas de pescado. De ahí que muchos de esos jamones supieran a sardinas. Ahora los cerdos se crían con bellotas, como Dios manda y los jamones –que ya tienen su Denominación de Origen (DO)- son exquisitos. Y bastante caros, por cierto.
(El jamón serrano, uno de los referentes gastronómicos más característicos de España, acaba de ser distinguido por la Unión Europea con el sello Especialidad Tradicional Garantizada (ETG), convirtiéndose así en el primer producto alimenticio español que obtiene esta importante etiqueta de calidad. Este sello, que distinguirá al jamón serrano de otros, podrá ser usado en aquellas piezas que cumplan los requisitos de calidad y autenticidad exigidos y formará parte de la contramarca de la Fundación del Jamón Serrano. Esta institución, adscripta al Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, se encargará de velar por la escrupulosa utilización de este marchamo de calidad, con el objetivo de fomentar la producción y el consumo de jamón serrano. Se distinguirán dos calidades diferentes: plata, para aquellos jamones serranos cuya curación dure de ocho a once meses, y oro para los que se curen durante más de once meses.)
El caso es que, ayudado por su imaginación, y por la de Sancho, ambos, caballero y escudero disfrutaron ocasionalmente de platos tan sabrosos como el pisto, las gachas, los gazpachos de pastor (galianos), las patatas con conejo, el ajopringue de la sierra de Alcaraz y perdices escabechadas, arropes y natillas que con el pan, el vino y el queso, básicamente el manchego, son los productos alimenticios más nombrados en esta primera novela moderna de la literatura universal. Todos ellos, y muchos más que no nombramos por falta de espacio ocupan hoy en día puestos de honor en las mesas de los caballeros, manchegos en particular y los españoles en general.
Con don Quijote y Sancho recorremos un mundo de mil aventuras, constelado por situaciones muy simpáticas provocadas por 669 personajes con características propias y, naturalmente, Dulcinea del Toboso. (“Para sola Dulcinea soy de masa y alfeñique y para todas las demás soy de pedernal”.)
Nada nos dice Cervantes de la familia y origen de don Quijote. Se limita a presentarlo en el ambiente de reposo y pobreza de un hidalgo campesino.
La genealogía de don Quijote empieza con él. Es capaz de tener sueños disparatados y magníficas virtudes. Y de dar la nobleza a su estirpe. Ya lo dijo Unamuno: “Su linaje empieza con él; es de los que son y no fueron”.
Cuando ya nos habíamos encariñado con él, don Quijote muere, no sin habernos dejado infinidad de esas muestras de sabiduría popular que son los refranes. He aquí algunos: “Un abismo llama a otro y un pecado a otro pecado”, “Cada uno es artífice de su ventura”, “Buen servicio, mal galardón”, “A dineros pagados, brazos quebrados…”.
Tres días antes de morir don Quijote dice: “Vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. De nada sirve la melancólica exhortación de Sancho: “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir”.
“Dichosa edad y tiempos aquellos a los que los antiguos dieron el nombre de dorados…”. Hoy corren otros tiempos y soplan otros vientos.
Y se comen otras cosas: salpicón de flores de acacia, pistilos de azafrán, maracuyá y corteza de abedul; gratinado de percebes con sabayón al vino Malbec; trillas con sofrito de grosellas; cordero patagónico con mojo verde y yuca en almíbar de melocotón…
“O tempora, o mores”.
© José Luis Alvarez Fermosel
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