Ya no voy a los desayunos de trabajo. Lo pregono así, a son de trompeta y a los cuatro vientos, para que se entere todo el mundo, pues no faltaba más.
Uno está en la edad de la madurez, de la reflexión, de la creación. Uno está entero, bien, pero no para tantos trotes como a los veinticinco años, para qué nos vamos a engañar.
He decidido vivir lo mejor que pueda. Por eso me he prepuesto no ir más a los desayunos de trabajo, lo repito con decisión y convencimiento. De vez en vez hay que darse un gusto, como quedarse un día en la cama hasta las once de la mañana.
Nada hay nada tan contrario a la sana costumbre de dormir ocho horas -y de quedarse un día en la cama hasta las once-, como los desayunos de trabajo, que tienen lugar a hora tan intempestiva como las ocho de la mañana, lo que significa que hay que levantarse a las seis o seis y media, para no llegar tarde.
Uno llega al hotel -los desayunos de trabajo suelen llevarse a cabo en hoteles- con un sueño espantoso y sin ganas de nada. Mucho menos de trabajar desayunando, o de desayunar mientras trabaja.
Los desayunos de trabajo son una ocurrencia de los yanquis
Esto es cosa de los yanquis, que después de los almuerzos se sacaron de la manga los desayunos laborales, de modo que uno no pueda disfrutar de su café y sus medialunas con tranquilidad. Por añadidura, tiene que empezar a trabajar más temprano, lo cual no tiene ninguna gracia.
Los desayunos de trabajo, además, son para gente ordenada y metódica, de vida regular, no para nosotros, los periodistas, que vamos siempre a contramarcha.
A las seis de la mañana, sobre todo si la noche anterior nos hemos tomado unas copas y nos hemos acostado tarde, como suele ocurrir, estamos para el arrastre, con la lengua seca como papel de lija, dolor de cabeza, los ojos irritados, los nervios a flor de piel y una mala leche de aquí te espero, Baldomero.
No son para nosotros
En esas condiciones hay que ducharse, afeitarse, ponerse un colirio en los ojos, tomarse un par de aspirinas, beber un vaso de agua mineral, vestirse y, fundamentalmente, juntar fuerzas para lanzarse a la calle todavía de noche, o poco menos, con el fin de asistir a un desayuno de trabajo y escuchar en su transcurso a unos señores que, casi siempre, no tienen nada interesante qué decir.
Los desayunos de trabajo no son para nosotros, que preferimos la hora del martini, las “happy hours”, las cenas con modelos o los tés con señoras que juegan a ser misteriosas y nos piden que las llevemos, para contarnos algo picante, a bares soterrados y elegantes, con “barman” de esmoquin y una luz indirecta y opalina de lámparas de cobre.
Fui a mi último desayuno de trabajo hace un par de meses. La mañana estaba gris, desangelada. Pasaba la gente, con los ojos hinchados y la cara hosca, por las calles charoladas por la lluvia que había caído durante la noche. Circulaban los autobuses atestados de pasajeros.
Llegué al hotel. El conserje dormitaba en la recepción. Bajaba por unas escaleras un señor maduro, ligeramente obeso. Tenía la cara verdosa y bolsas bajo los ojos aguachentos.
Tragué saliva, cuadré los hombros y avancé. Fui el primero en llegar. En el Salón Dorado había una mesa redonda, como para una decena de personas. Loza fina y cucharitas de alpaca. Las medialunas no parecían estar recién hechas. En unas copas languidecían pedazos de unas frutas lacias y palidas. Ni un alma. Al fondo, un camarero encorvado, de pelo gris, juntaba servilletas. El silencio era atroz.
Giré sobre mis talones y me precipité escaleras abajo. Gané la puerta giratoria y salí a la calle. Aspiré una bocanada de aire fresco, que tenía ese sabor polvoriento de la neblina. Dos cuadras más allá paré un taxi.
Me di cuenta en ese preciso momento de que para mí había llegado la hora de no ir más a los desayunos de trabajo.
Ahora soy feliz. Desayuno -muy tarde- en mi casa o en el café. Sigo acostándome tardísimo. Algunos días me permito el lujo de levantarme a las once de la mañana.
De vez en cuando recibo alguna invitación para asistir a un desayuno de trabajo. Se la paso inmediatamente al trepador que tenga más cerca. Enseguida llamo a algún amigo por teléfono para invitarle a cenar. Y enciendo un habano.
Ya no voy a los desayunos de trabajo. Que conste en acta.
© José Luis Alvarez Fermosel
Uno está en la edad de la madurez, de la reflexión, de la creación. Uno está entero, bien, pero no para tantos trotes como a los veinticinco años, para qué nos vamos a engañar.
He decidido vivir lo mejor que pueda. Por eso me he prepuesto no ir más a los desayunos de trabajo, lo repito con decisión y convencimiento. De vez en vez hay que darse un gusto, como quedarse un día en la cama hasta las once de la mañana.
Nada hay nada tan contrario a la sana costumbre de dormir ocho horas -y de quedarse un día en la cama hasta las once-, como los desayunos de trabajo, que tienen lugar a hora tan intempestiva como las ocho de la mañana, lo que significa que hay que levantarse a las seis o seis y media, para no llegar tarde.
Uno llega al hotel -los desayunos de trabajo suelen llevarse a cabo en hoteles- con un sueño espantoso y sin ganas de nada. Mucho menos de trabajar desayunando, o de desayunar mientras trabaja.
Los desayunos de trabajo son una ocurrencia de los yanquis
Esto es cosa de los yanquis, que después de los almuerzos se sacaron de la manga los desayunos laborales, de modo que uno no pueda disfrutar de su café y sus medialunas con tranquilidad. Por añadidura, tiene que empezar a trabajar más temprano, lo cual no tiene ninguna gracia.
Los desayunos de trabajo, además, son para gente ordenada y metódica, de vida regular, no para nosotros, los periodistas, que vamos siempre a contramarcha.
A las seis de la mañana, sobre todo si la noche anterior nos hemos tomado unas copas y nos hemos acostado tarde, como suele ocurrir, estamos para el arrastre, con la lengua seca como papel de lija, dolor de cabeza, los ojos irritados, los nervios a flor de piel y una mala leche de aquí te espero, Baldomero.
No son para nosotros
En esas condiciones hay que ducharse, afeitarse, ponerse un colirio en los ojos, tomarse un par de aspirinas, beber un vaso de agua mineral, vestirse y, fundamentalmente, juntar fuerzas para lanzarse a la calle todavía de noche, o poco menos, con el fin de asistir a un desayuno de trabajo y escuchar en su transcurso a unos señores que, casi siempre, no tienen nada interesante qué decir.
Los desayunos de trabajo no son para nosotros, que preferimos la hora del martini, las “happy hours”, las cenas con modelos o los tés con señoras que juegan a ser misteriosas y nos piden que las llevemos, para contarnos algo picante, a bares soterrados y elegantes, con “barman” de esmoquin y una luz indirecta y opalina de lámparas de cobre.
Fui a mi último desayuno de trabajo hace un par de meses. La mañana estaba gris, desangelada. Pasaba la gente, con los ojos hinchados y la cara hosca, por las calles charoladas por la lluvia que había caído durante la noche. Circulaban los autobuses atestados de pasajeros.
Llegué al hotel. El conserje dormitaba en la recepción. Bajaba por unas escaleras un señor maduro, ligeramente obeso. Tenía la cara verdosa y bolsas bajo los ojos aguachentos.
Tragué saliva, cuadré los hombros y avancé. Fui el primero en llegar. En el Salón Dorado había una mesa redonda, como para una decena de personas. Loza fina y cucharitas de alpaca. Las medialunas no parecían estar recién hechas. En unas copas languidecían pedazos de unas frutas lacias y palidas. Ni un alma. Al fondo, un camarero encorvado, de pelo gris, juntaba servilletas. El silencio era atroz.
Giré sobre mis talones y me precipité escaleras abajo. Gané la puerta giratoria y salí a la calle. Aspiré una bocanada de aire fresco, que tenía ese sabor polvoriento de la neblina. Dos cuadras más allá paré un taxi.
Me di cuenta en ese preciso momento de que para mí había llegado la hora de no ir más a los desayunos de trabajo.
Ahora soy feliz. Desayuno -muy tarde- en mi casa o en el café. Sigo acostándome tardísimo. Algunos días me permito el lujo de levantarme a las once de la mañana.
De vez en cuando recibo alguna invitación para asistir a un desayuno de trabajo. Se la paso inmediatamente al trepador que tenga más cerca. Enseguida llamo a algún amigo por teléfono para invitarle a cenar. Y enciendo un habano.
Ya no voy a los desayunos de trabajo. Que conste en acta.
© José Luis Alvarez Fermosel
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