En la confluencia de dos calles muy transitadas de la zona de Retiro de Buenos Aires, no lejos de la Cancillería Argentina, hay un bar con un nombre, Calabaza Express, original, desde luego, pero poco apropiado para un establecimiento de expendio de bebidas, una buena parte de ellas espirituosas. A no ser, claro, que haya una historia detrás, lo cual le daría interés a un bar poco, o nada conspicuo.
Más que un bar propiamente dicho, pues no tiene barra, el Calabaza Express es un café, o una cafetería, mejor, al paso, que carece de adornos y perifollos; ni siquiera tiene cuadros o carteles en las paredes, que yo me haya fijado. Es pequeño, caben algunas mesas con sus correspondientes sillas, unas y otras de madera clara y entra a raudales la luz del día por dos vidrieras de gran tamaño.
Salvo el nombre, el local no tiene nada de particular, ya dije. Lo regenta un señor alto y fuerte, de edad indefinida y muy buenas maneras, amable y servicial. Hay dos empleados jóvenes, del mismo estilo.
En dos o tres oportunidades en las que he pasado por ahí, cansado, o con hambre y sed, el Calabaza Express ha practicado tres obras de misericordia conmigo: dar de comer al hambriento, de beber al sediento y posada al peregrino: un penitente del asfalto en este caso, azacaneado por el trajín de la urbe tumultuosa y afiebrada.
Uno es más bien de bar que de cafetería, o de confitería, como dicen en Argentina –confitería en España es pastelería-. El bar es como un cenobio en medio de la ciudad, y por eso allí se debe guardar silencio y meditar. Un bar ruidoso no es un bar que se precie; el ruido y las voces son para las tabernas.
En el bar nos encontramos como entre dos viajes
No recuerdo ahora mismo qué escritor español de mis tiempos dijo que en el bar nos encontramos como entre dos viajes, como en un andén perpetuo. Quizás por eso los bares huelen a mar, a estación, a aduana y aeropuerto, que son aromas excelentes.
Las etiquetas de las botellas recuerdan a aquellas, casi siempre con nombres de hoteles o ciudades, que se pegaban antes en las maletas y en los baúles. Ahora ya nadie viaja con baúles, sino con una cabinera con ruedas y, ¡por Dios!, con la notebook en su correspondiente estuche, terciada en bandolera como la carabina de un guardajurado.
Rafael García Serrano, escritor, hombre de bar, solía recordar, vodka sauer en mano, que en el mostrador del bar corren los dados, que es un juego de campamento, de caravana del Far West y para que las delicias de las combinaciones de nobles alcoholes que nos sirven no nos hagan olvidar que somos jinetes, las altas banquetas nos invitan a cabalgar.
La barra es también como el espigón de un puerto, como el muelle más seguro y allí nos amarramos entre singladura y singladura entre los mares urbanos.
Volviendo al Calabaza Express, cuyo logo es, como no podía ser de otra manera, una calabaza, he de regresar para convencer a su dueño, o sus dueños, de que pongan barra, que es lo único que le falta.
Naturalmente, preguntaré que por qué se llama Calabaza Express el establecimiento. A lo mejor es que una de sus especialidades culinarias es la calabaza… express, que no sabemos cómo se prepara.
Ah, para terminar con el tema de los bares: nada de exageraciones, como la de aquel que dijo: ¡El bar o la Biblia!
© José Luis Alvarez Fermosel
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