Dos
veteranos juegan a las cartas en Cádiz.
No
en esa hermosa ciudad del sur de España, tan bella y tan reluciente que se la
conoce como La Tacita de Plata.
Los
veteranos juegan en una cafetería llamada Cádiz, que está cerca de aquí.
El
establecimiento es largo y tiene forma de ele. Se lo ve un poco desangelado,
como si su mejor época se hubiera perdido en el tiempo, como se dice
vulgarmente.
Tiene
la cafetería Cádiz amplios ventanales por los que entra el sol –cuando hay sol, por supuesto- y varias mesas
y sillas. Abundan el plástico y las plantas.
Hay
reproducciones de cuadros de Quinquela Martín en varias paredes.
Pintor
de puertos y trabajadores, Quinquela fue un enamorado del barrio portuario de
La Boca, donde fundó escuelas y museos. Autodidacta, expuso sus obras en Río de
Janeiro, Nueva York, Roma y Londres.
Los
veteranos se han ubicado, precisamente, bajo un cuadro de Quinquela Martín.
Ocupan una mesa pequeña y están sentados uno frente a otro. Sobre sus cabezas
hay un estante de madera con tres botellas de vino.
Deben
pasar de los sesenta
Los
dos son aproximadamente de la misma edad: sesenta y tantos. Desde donde yo
estoy puedo ver que juegan con cartas de la baraja española, pero no sé a qué
juegan.
El
que está frente a mí es corpulento, tiene blanco el poco pelo que le queda y
las manos grandes y nudosas, en las que los naipes apenas se ven. Son manos
fuertes, propias de quien las ha usado mucho en trabajos rudos. Su rostro,
ligeramente achatado, revela determinación, con la frente saliente y la boca
apretada. Tiene una voz tan dura y tan áspera que en ella podría encenderse un fósforo.
Viste,
como su amigo, el uniforme de los barrios en verano: camisa barata a cuadros
escoceses -de manga corta-, pantalón vaquero y zapatillas.
El
otro es alto, tiene más pelo, también blanco y usa gafas, tras cuyos cristales
brillan unos ojos claros y tristes, como si hubiera visto muchas cosas en su
vida, algunas no muy gratas. Se lo ve serio, concentrado en el juego. Lleva una
sortija de sello en el dedo meñique de la mano izquierda.
El
pan
Colgada
del respaldo de su silla hay una bolsita de plástico con unos pocos panes. Se
ve que el hombre ha ido ha comprar el pan antes de reunirse con su amigo para
echar la partida. Un tanto a su favor.
Porque
ir a comprar el pan no es cualquier cosa: exige una personalidad determinada, y
hasta un cierto estilo, diría yo. Además, es asunto de veteranos. Los años
traen con ellos un cierto refinamiento: esa belleza del declinar que los
puristas llaman intemporalidad.
Algo
que permite ir por la calle con el pan en la mano, poniendo oro de pan en los
gules del cielo, como un personaje de Magritte, el callado surrealista belga
que pintaba panes voladores en el sol del mediodía.
Sobre
la mesa de los veteranos hay dos tazas de café vacías y dos vasos de agua, uno
medio lleno –que no se diga que soy pesimista- y el otro vacío.
Camareros
con chaquetillas blancas sirven café, cerveza y más que cualquier otra cosa,
pizza. Huele a aceite y a hierbas del sur.
En
la calle, la tarde envejece a ojos vistas. Hay poco tránsito rodado, poca
gente. Un perrito color café con leche, sentado junto a un semáforo, disfruta
de los últimos rayos del sol.
Los
árboles cabecean al impulso de un viento que se ha levantado de pronto y
presagia lluvia.
© José Luis Alvarez Fermosel
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