La piqueta del progreso no ha dejado en pie casi
ninguno de los viejos cafés de Buenos Aires, muchos de ellos inmortalizados por
el tango y otros convertidos en atracción para turistas, como El Tortoni, en reductos de una intelectualidad
contestataria, como La Paz, o en el peor
de los casos en bancos.
En el cafetín de Buenos Aires “(…) mezcla milagrosa
de bohemios y suicidas… aquél aprendió… filosofía, dados, timba y la
poesía cruel de no pensar más en ti…”.
Ya no se aprenden esas cosas en las modernas
cafeterías –en las “happy hours”-, ni en los “pubs” con chopera de cerveza
negra y camareros jóvenes en mangas de camisa, que te llaman “papi”, te tutean y cuando les haces el pedido
aprueban: “ Me parece bien”.
Los viejos tangueros del Abasto –el barrio de Carlos
Gardel- y los no menos veteranos y eternos glosadores de aquel Buenos Aires del
diario “Crítica”, Canaro y su orquesta y una calle Corrientes que nunca dormía,
caldean ahora su nostalgia con un whisky en modernos bares con mesas de
acrílico y profusión de plantas artificiales.
Uno de los cafés más llorados cuando cerró sus puertas
fue La banderita, que nació hace casi dos siglos como posada, pulpería y casa
de postas para el cambio de caballos. Estaba en el barrio de Barracas, del que
era un hito y un mito. Algunos de sus parroquianos fueron contertulios del
letrista de tangos Juan de Dios Filiberto, el pintor Quinquela Martín y el
poeta Horacio Ferrer.
A un costado de “La banderita” se hizo una pista para
las cuadreras –de 700 metros de longitud- en las que se disputaron las primeras
carreras de caballos, precursoras de las que hoy animan los modernos hipódromos
de Palermo y San Isidro.
Se jugaba mucho dinero
Se jugaba mucho dinero y en el puesto demarcatorio del
final –recuerdan los memoriosos-, los perdedores se consolaban de su mala
suerte echando un trago, o sea, varios, en la pulpería de Salvador Troise, “El
cohetero”, así llamado porque tenía una fábrica de fuegos artificiales.
A muchos viejos restaurantes también se los llevó la
trampa. Algunos, remodelados y “aggiornados” como “Bachín” y “Pichín”, reabrieron
sus puertas muchos años después y ahí están, sin el carácter, el color y el
calor que tuvieron cuando la genta hacía cola en la noche porteña frente a sus
puertas.
Las corcheas convivían en esos reductos del buen comer
-¡y barato!- con las fusas…y los chorizos parrilleros, mientras las voces
canoras y sonoras de poetas urbanos –e incluso suburbanos-, como Alejandro
Vignati y Daniel Giribaldi rebotaban contra las ristras de jamones colgados del
techo y los anaqueles, barrocos de una botillería abundante y lujosa que
albergaba amorosamente los caldos vernáculos.
Ahora quizás se coma mejor en Buenos Aires, o al menos
más variado, pero ni mucho menos barato; ni hay tertulias de café, ni corre la ginebra
de barril, ni nadie recita versos “lunfa”.
“Altri tempi”.
Yo voy a consolarme a Clásica y Moderna, que subsiste
como una bandera que el viento haga flamear en el palo mayor de un elegante
paquebote. En la Clásica hay de todo, incluso libros. Y, lo más importante,
está Natu Poblet.
© José Luis Alvarez Fermosel
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