Hace unos días encontré en una librería de
una céntrica avenida de Buenos Aires la novela El prisionero de Zenda,
de Anthony Hope, en una edición de bolsillo de Sopena de tapa blanda en color,
de 7 por 11 centímetros.
Está tan bien traducida que en cuanto
empecé a releerla, con la emoción consiguiente, me pareció escuchar una especie
de música. Procedía de una prosa impecable, perfectamente estructurada y
trabajada, sin ripios, sin vulgarismos, sin cacofonías, con los tiempos de los
verbos –incluído el gerundio-, las preposiciones, las conjunciones y otras
partes de la oración correctamente utilizadas.
La pulquérrima traducción de textos en
otros idiomas fue siempre una de las características de los libros de Sopena,
una entrañable editorial que publicaba, entre otras, novelas de aventuras que
los niños devorábamos.
A mí me formó la colección mi padre. De
vez en cuando me regalaba una novela. Al final hubo que improvisar en mi cuarto
una biblioteca con unas cuantas tablas, pues los libros se amontonaban por
todas partes.
Las mudanzas de habitación, de casa y
fundamentalmente los predadores diezmaron aquella biblioteca, la primera de mi
vida y la que más lamenté perder.
Hasta el tipo de letra era cómodo para
leer. Y la encuadernación perfecta. Jamás se despegaba una página.
La editorial Ramón Sopena era sencilla,
humilde, no tenía pretensiones. No figuraba en los libros el nombre del
traductor ni del dibujante que hacía las portadas. Una primera hoja con el
título en grandes caracteres, otra con el título, de nuevo, los nombres del
autor, del sello editorial y su razón social: Provenza 95, Barcelona (España). Una
breve biografía del autor y a renglón seguido empezaba la obra propiamente
dicha.
De El fantasma de
Canterville a la Biblia
Editados por Sopena leímos desde El
fantasma de Canterwille de Oscar Wilde a la Biblia. Nos encariñamos
con personajes como el disparatado e hilarante Tartarin de Tarascon, Los
tres Mosqueteros y Los compañeros de la antorcha de Xavier de
Montepin. Nos pareció en algún momento de su lectura que viajábamos en el Buque
Fantasma del capitán Marryat, o que compartíamos las aventuras de
Arthur Gordon Pym.
Naturalmente nos hicimos amigos de los
habitantes de la Isla Misteriosa. Nuestro favorito no fue el talentoso
y providente ingeniero Ciro Smith, sino el intrépido y aplomado periodista
Gedeon Spilett, que había cubierto la Guerra de Secesión.
Del mismo modo, entre los pirata de la
Malasia preferimos el flemático lusitano Yáñez. Fumaba largos cigarros
brasileños de hoja y ceñía al cinto un par de damasquinadas pistolas de culatas
de marfil.
Aquellos caballeros eran de rompe y rasga.
No se quedaban atrás el último abencerraje de Chateaubriand –cuyas magníficas
Memorias de Ultratumba descubriríamos años más tarde- ni el Héctor
Fieramosca de Massimo d’Azeglio, el Caballero de Harmental de Alejandro Dumas o
el John el Largo de Stevenson.
Nos emocionaban las poesías de Campoamor,
las rimas de Bécquer y los cuentos sentimentales de Hans Christian Andersen,
sobre todo el del soldadito de plomo.
Moby Dick, Cyrano de Bergerac, Marco Polo,
el conde Lucanor, el capitán Contreras…
El Martín Fierro
Leímos el Martín Fierro antes de ni
siquiera soñar que algún día viajaríamos a la Argentina. Hasta Pedro Ocón de
Oro nos brindaba sus jeroglíficos y crucigramas. Si continuáramos citando nombres
y autores de Sopena, no terminaríamos nunca.
A las enseñanzas que íbamos recibiendo en
el colegio durante nuestro bachillerato se unían las que nos proporcionaban
aquellos fascinantes libros de Sopena, que además de instruirnos nos
deleitaban.
Ramón Sopena López fundó en 1894 la
editorial Sopena, que editó varias colecciones de libros, diccionarios y una
enciclopedia en cinco tomos. Su última dirección fue Córcega 60, Barcelona
(España).
La editorial Sopena quebró en 2004.
De El Prisionero de Zenda –como de tantas otras obra editadas por
Sopena- se hicieron varias versiones teatrales y cinematográficas, entre estás
últimas una (1937) con Douglas Fairbanks hijo, Ronald Colman y Madeleine Carroll como
protagonistas y otra más moderna (1952) con Stewart Granger, Deborah Kerr y
James Mason, que bordaba el papel del sibilino Rupert of Henzau.
© José Luis Alvarez Fermosel
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