“Hay una falta de cultura básica que ya da miedo”, ha dicho el escritor español Javier Marías (foto) en un artículo publicado en la revista de los domingos del diario El País de Madrid.
Según Marías, “muchos profesores, pedagogos, escritores, traductores, editores, periodistas, políticos y locutores, que son los principales administradores y distribuidores de la lengua escrita y hablada y de las nociones generales, no saben nada de nada.”
“Es ya frecuentísimo –añade el escritor- encontrarse, en libros o en diarios, con que quien ha traducido o redactado ignora quién fue Calvino, al que se llama “John Calvin” al proceder del inglés la información de origen; o que “Burma” no es sino lo que en español se llamó Birmania, o “Nijmegen” Nimega, o “Köln” Colonia; que “San Giovanni” es San Juan en italiano, que el yelmo de Mambrino está en el Quijote y no puede ser vertido del francés, como “el casco de Mambrin”, o incluso que un “stained horse” no suele ser un caballo “manchado”, sino pinto. En estos casos –y hay centenares–, no es sólo que se traduzca mal, sino que hay una falta de cultura básica que ya da miedo. No digamos cuando aparecen referencias bíblicas o de la mitología griega o romana: he visto hablar del “dios Mars”, en lugar de Marte, o de “la ciudad de Bethlehem”, que no es otra que la de Belén, Jesús Santo.”
Prosigue Marías: Y de la lengua, qué decir. Desde que escribí mi anterior artículo sobre estas cuestiones (“Productos podridos”, hace siete meses y medio), mis ojos han caído sobre el verbo “remover” cien veces (en su exclusivo sentido inglés de derrocar o destituir o quitar), o sobre frases del tipo “En Nueva Orleans todos los intrusos serán disparados”, que obligan a preguntarse si allí habrá suficientes cañones para lanzar por los aires a tanta gente. He visto traducir “hacerse el amor a uno mismo” (una forma cursi de referirse a la masturbación) como “tener amor propio”. He leído que “encontramos un cadáver bañándose en su propia sangre”, cadáver peculiar, a fe mía, dotado de movimiento y dado a raras costumbres; que “las puertas se habían cerrado de par en par”, que “le propició una serie de bofetadas” (varias veces en el mismo texto), que “profundas arrugas le araban la frente”, y que “cuando ella le dio el sí, él la esposó”, esto es, le puso unas esposas, quizá para que ella ya no se le escapase. He sentido sacudidas que habrían quemado los cables electrodérmicos al leer cosas como “todos estaban al pendiente de lo que se decía”, o “ella sostenía sus ojos abiertos”, o “mantuvimos la oreja en el suelo y los ojos pelados” (?), o “este sitio no me gusta un comino”, o “sólo de verte me frunzo todo”, o “le vio dar un manotazo con el puño cerrado” (?!), o (en un novelista alabado) “se abrió paso entre la muchedumbre como Moisés en el Mar Muerto.
Para Javier Marías, para muchos, leer es desde hace tiempo un frecuente suplicio que destroza los nervios.
Según Marías, “muchos profesores, pedagogos, escritores, traductores, editores, periodistas, políticos y locutores, que son los principales administradores y distribuidores de la lengua escrita y hablada y de las nociones generales, no saben nada de nada.”
“Es ya frecuentísimo –añade el escritor- encontrarse, en libros o en diarios, con que quien ha traducido o redactado ignora quién fue Calvino, al que se llama “John Calvin” al proceder del inglés la información de origen; o que “Burma” no es sino lo que en español se llamó Birmania, o “Nijmegen” Nimega, o “Köln” Colonia; que “San Giovanni” es San Juan en italiano, que el yelmo de Mambrino está en el Quijote y no puede ser vertido del francés, como “el casco de Mambrin”, o incluso que un “stained horse” no suele ser un caballo “manchado”, sino pinto. En estos casos –y hay centenares–, no es sólo que se traduzca mal, sino que hay una falta de cultura básica que ya da miedo. No digamos cuando aparecen referencias bíblicas o de la mitología griega o romana: he visto hablar del “dios Mars”, en lugar de Marte, o de “la ciudad de Bethlehem”, que no es otra que la de Belén, Jesús Santo.”
Prosigue Marías: Y de la lengua, qué decir. Desde que escribí mi anterior artículo sobre estas cuestiones (“Productos podridos”, hace siete meses y medio), mis ojos han caído sobre el verbo “remover” cien veces (en su exclusivo sentido inglés de derrocar o destituir o quitar), o sobre frases del tipo “En Nueva Orleans todos los intrusos serán disparados”, que obligan a preguntarse si allí habrá suficientes cañones para lanzar por los aires a tanta gente. He visto traducir “hacerse el amor a uno mismo” (una forma cursi de referirse a la masturbación) como “tener amor propio”. He leído que “encontramos un cadáver bañándose en su propia sangre”, cadáver peculiar, a fe mía, dotado de movimiento y dado a raras costumbres; que “las puertas se habían cerrado de par en par”, que “le propició una serie de bofetadas” (varias veces en el mismo texto), que “profundas arrugas le araban la frente”, y que “cuando ella le dio el sí, él la esposó”, esto es, le puso unas esposas, quizá para que ella ya no se le escapase. He sentido sacudidas que habrían quemado los cables electrodérmicos al leer cosas como “todos estaban al pendiente de lo que se decía”, o “ella sostenía sus ojos abiertos”, o “mantuvimos la oreja en el suelo y los ojos pelados” (?), o “este sitio no me gusta un comino”, o “sólo de verte me frunzo todo”, o “le vio dar un manotazo con el puño cerrado” (?!), o (en un novelista alabado) “se abrió paso entre la muchedumbre como Moisés en el Mar Muerto.
Para Javier Marías, para muchos, leer es desde hace tiempo un frecuente suplicio que destroza los nervios.
Por la transcripción, J. L. A. F.
No hay comentarios:
Publicar un comentario