En una de esas series televisivas de investigadores de escenas de crímenes y médicos forenses que vi el otro día, el detective y su “partner”, una trigueña espectacular, hablan de perros, o de un perro, que según parece tiene algo que ver con el asesinato que investigan. El diálogo transcurre en una morgue, donde se acaba de hacer la autopsia a un cadáver.
En un momento dado, la médica forense, una mulata de muy buen ver, también, dice que el perro del que se habla se parece al suyo.
- ¿Cómo, pero tienes un perro? –le pregunta el detective-.
- Sí –le responde la forense, que debe ser soltera, o más probablemente divorciada-. Necesito tener a alguien vivo que me reciba cuando llego a mi casa, después del trabajo.
Los guionistas de ese capítulo de la serie le dieron vida y humanidad al personaje de la forense, que se pasa el día entre muertos y precisa que al llegar a su casa de noche, como no tiene marido ni hijos, ni ningún otro familiar, la reciba al menos un perro, que es un ser vivo.
Sería terrible que le aguardara un muerto en vida que no la dejara vivir. Hay mucha gente así, que no vive ni deja vivir.
Después de una larga jornada de trabajo dedicada a abrir muertos en canal, para una doctora joven y bella que vive sola debe ser reconfortante recibir al volver a su casa la vital, alegre, cariñosa y emocionante bienvenida de un perro, grande, pequeño, de raza, un chucho de la calle, lo que sea: un ser entrañable, todo vitalidad y calor que recobra al ser querido que creyó que le abandonaba cuando se fue, horas atrás.
Debe haber médicos forenses, hombres o mujeres, de una raza u otra, a quienes les pase en la vida real lo que al personaje de la serie en la ficción: que sólo -¡y nada menos!- tengan un perro en casa. No están solos. Les acompaña la vida.
¡Qué terrible que haya profesionales de la muerte, servidores de Tánatos cuyos únicos compañeros sean los muertos, que ni siquiera haya un perro en su vida!
En un momento dado, la médica forense, una mulata de muy buen ver, también, dice que el perro del que se habla se parece al suyo.
- ¿Cómo, pero tienes un perro? –le pregunta el detective-.
- Sí –le responde la forense, que debe ser soltera, o más probablemente divorciada-. Necesito tener a alguien vivo que me reciba cuando llego a mi casa, después del trabajo.
Los guionistas de ese capítulo de la serie le dieron vida y humanidad al personaje de la forense, que se pasa el día entre muertos y precisa que al llegar a su casa de noche, como no tiene marido ni hijos, ni ningún otro familiar, la reciba al menos un perro, que es un ser vivo.
Sería terrible que le aguardara un muerto en vida que no la dejara vivir. Hay mucha gente así, que no vive ni deja vivir.
Después de una larga jornada de trabajo dedicada a abrir muertos en canal, para una doctora joven y bella que vive sola debe ser reconfortante recibir al volver a su casa la vital, alegre, cariñosa y emocionante bienvenida de un perro, grande, pequeño, de raza, un chucho de la calle, lo que sea: un ser entrañable, todo vitalidad y calor que recobra al ser querido que creyó que le abandonaba cuando se fue, horas atrás.
Debe haber médicos forenses, hombres o mujeres, de una raza u otra, a quienes les pase en la vida real lo que al personaje de la serie en la ficción: que sólo -¡y nada menos!- tengan un perro en casa. No están solos. Les acompaña la vida.
¡Qué terrible que haya profesionales de la muerte, servidores de Tánatos cuyos únicos compañeros sean los muertos, que ni siquiera haya un perro en su vida!
© José Luis Alvarez Fermosel
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