sábado, 7 de enero de 2012

De los glúteos a la esclerótica

Todo el mundo se tatúa, en todo el cuerpo. Hasta en la esclerótica, o blanco del ojo. El hábito comenzó en Oklahoma (centro-sur de los Estados Unidos) y se extiende ya por todo el mundo, como una mancha de aceite en un papel de estraza. ¡Qué cool!
Ah, un pequeño detalle: uno puede quedarse ciego.
Es que la gente quiere experimentar algo más, ha dicho el legislador republicano estadounidense Cliff Brenan.
El tatuador Jason King, de la misma nacionalidad, sostiene que tatuarse es un modo de combatir el aburrimiento. La gente se aburre.
Para otros es un trazo de la personalidad marcado por la imperiosa necesidad de estar a la moda.

Cuestión de identidad

Muchos buscan una identidad mediante el tatuaje.
Unas tatuadoras me dijeron una vez en Amsterdam que el ser humano experimenta un impulso ancestral de identificarse con siglas, símbolos, apelativos, signos y marcas.
A uno le pidieron hace muchos años que se hiciera un tatuaje. Pero ya tenía identidad, a pesar de su juventud. De manera que se conformó desde entonces con observar tatuajes de otros: de otras, preferentemente, porque las mujeres se tatúan desde tiempo inmemorial.
Ahora se tatúan más que los hombres; en todas, o en casi todas las partes del cuerpo: pechos, espalda, brazos, piernas, manos, tobillos, el cuello…
Y los glúteos: cuestión de identidad…
Tuve ocasión de contemplar de cerca un pequeño jeroglífico rútilo tatuado en la negra piel del seno izquierdo de una señorita que conocí en Larache (puerto del norte de Africa, en la Costa Atlántica).
El conde de Barcelona, Juan de Borbón (1913-1993), padre del rey de España, Juan Carlos I de Borbón, se hizo tatuar a su paso por la Armada, siguiendo la tradición de la romántica marinería de la época.
La tonadillera española Conchita Piquer interpretaba magistralmente una desgarradora canción de amor titulata Tatuaje: El vino en un barco, de nombre extranjero; lo encontré en el puerto, un amanecer…

Aventura y romance

El tatuaje tuvo en un pasado lejano una acepción aventurera y romancesca, que identificaba a marineros, sujetos que vivían a la briba, habían estado en la cárcel, reñían en turbios puestos de aduana por mínimas alcábalas y luchaban a puño desnudo por dinero en tabernas de puerto.  
La gente del bronce se tatuaba antaño por machismo, por exhibicionismo, para impresionar al mujerío y por diferenciarse de los señoritos, que ahora se tatúan a tutiplén. Pero nada está tan lejos de su ánimo como pelear a puño desnudo por dinero en tabernas de puerto. Entre otras razones porque en los puertos ya no hay tabernas, sino cafeterías.
El tatuaje denotó una especie de idioma críptico del submundo de la marginalidad

Corazones atravesados por flechas

Salpicaban los cuerpos en colores, o en un azul petróleo un poco borroso, nombres de mujeres a quienes se decía que se las amaba, corazones atravesados por flechas, serpientes, calaveras, espadas cruzadas, águilas, banderas, escudos, antorchas…; lemas tremendos que hablaban de amor, de vida y de muerte.
Hasta hace poco se usaba para tatuar el mismo aparato que se utilizó siempre para la micropigmentación del pelo y las cejas. Pero ahora ha de haber procedimientos más modernos. Las tintas son vegetales.
Los tatuajes pequeños se completan en una sola sesión. Los más difíciles  requieren dos o tres sesiones, con un margen de tiempo entre una y otra para evitar la irritación de la piel.
Dicen que ya no duele tatuarse. Yo no me lo creo.

© José Luis Alvarez Fermosel

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