Casi todas, o bastantes monarquías europeas, que no son tan pocas, están bajo la lupa, por utilizar una expresión típica de estos casos, porque parece que se dedican a hacer negocios, y en ciertos casos no muy limpios, con el dinero que les dan sus gobiernos, que en otro orden se considera que es demasiado.
Dícese que ese dinero no es para hacer negocios, y mucho menos sucios, que para eso están los hombres de negocios.
Con una lupa de mucho aumento se observa a Iñaki Urdangarín, marido de la infanta Cristina, una de las dos hijas de los reyes de España. Iñaki habría metido la mano en la lata según los medios, que han informado y siguen informando exhaustivamente sobre el particular.
El Rey, Juan Carlos I de Borbón, se ha apresurado a poner las cartas, o sea, las cuentas, sus cuentas sobre la mesa. Se dice, también, que los cifras no dan, léase que el monarca recibiría más dinero del que afirma que recibe.
Así las cosas, se habla de imponer planes de ahorro a las casas reales, en tiempos de ajustes que aprietan casi hasta la asfixia a quienes no ciñen coronas reales.
Enterada del rumor, la reina Isabel II de Inglaterra, unas de las soberanas más ricas del mundo, por su casa, se ha puesto a ahorrar y deambula de noche por las habitaciones del palacio de Buckingham, donde vive, apagando las luces que se han dejado encendidas; y aprovecha los sobres de las cartas que recibe para usarlos en las comunicaciones a sus empleados y personal de servicio.
Este sentido del ahorro, cuando se poseen cantidades astronómicas de dinero, a mí no deja de parecerme grotesco.
Recuerdo lo que me pasó con el millonario estadounidense Paul Getty, el rey del petróleo, a quien entrevisté hace muchos años en su residencia de Sutton Place, cerca de Guilford, Inglaterra, gracias a una gestión de Claus Von Bülow. Me cobró los cafés a los que me invitó, uno por cada día de los tres que me concedió para la entrevista (media hora por día).
No sólo los reyes y los millonarios, también otros seres destacados se distinguen por sus miseriucas.
Voy a traer aquí sólo dos de los ejemplos que recoge Francisco Umbral en su libro Las palabras de la tribu.
Miguel de Unamuno, el gran pensador español del siglo XX, junto con Ortega y Gasset, tras haberse dejado invitar continuamente por un amigo que lo visita en Salamanca, renuncia a que le pague el café de despedida en la estación:
- De ninguna manera, cada uno lo suyo.
Gerardo Diego, de quien Borges decía que en vez de tener un nombre y un apellido, como todo el mundo, tenía dos nombres, era cobarde y avariento, según Umbral, que relata el siguiente sucedido:
En el café dio siempre cincuenta céntimos de propina a Pedro, el camarero. Incluso para la época era poco. Un día se le cayeron las cinco monedas de diez céntimos al suelo y le dijo al mozo, al irse:
- Por ahí se ha caído la propina. Búsquela.
Diego mandaba a los concursos literarios la plica en sobre transparente, de modo que los jurados leían “Gerardo Diego” y le daban el premio, todos los premios.
Desilusiona conocer personalmente a muchas lumbreras de las letras y otras disciplinas relacionadas con el arte, la cultura, la ciencia, ni que hablar de la política, la diplomacia, la farándula, el deporte y un interminable etcétera.
Recomiendo la lectura del libro Egos revueltos, de Juan Cruz, acerca de los egos de los escritores. Y también las notas relacionadas sobre las travesuras regias.
© José Luis Alvarez Fermosel
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