Los reyes, los que quedan –que no son pocos-, ¿resultan útiles?, ¿respaldan con sus soberanas presencias los Estados de derecho?; ¿condicen, concuerdan con los pragmáticos tiempos globalizados que corren?
Podrían formularse más preguntas por el estilo. Unos, los monárquicos –que los hay, los hay-, dirían que sí, que los reyes que están, ya que están, son útiles o, más aún, necesarios, considerando que ninguno reina de un modo absolutista, a la vieja usanza; ni siquiera reinan, sino que casi siempre juegan un papel más bien representativo que ejecutivo y, en una suerte de dorada retaguardia, los reyes son, o se los considera guardianes de la legitimidad constitucional.
Otros responderían que esto de las monarquías, hoy por hoy, es una antigualla que sirve para muy poco, o para nada. Y que, además, cuesta dinero cuando los reyes no son ricos, porque el Estado tiene que mantenerlos y, naturalmente, a un nivel regio.
Siempre se dijo que Juan Carlos I de Borbón, rey de España, habría conjurado el riesgo de un golpe militar al contribuir a abortar el “putsch” del teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, el 23 de febrero de 1981. Ahora se dicen otras cosas.
“Cuando Inglaterra pierde una batalla, el culpable es el primer ministro, pero cuando resuenan las campanas de la victoria, todos los ingleses gritan a coro: ¡Dios salve a la reina!”. Así dijo una vez Winston Churchill, quien fue primer ministro nueve años y un gran admirador de la monarquía británica toda su vida.
No hay ningún otro país del mundo donde, en toda oportunidad, el pueblo dé tantas gracias a la reina, como si aún estuviera en sus manos la salvación, o al menos el bienestar de su gente. Isabel II de Inglaterra es en todo Occidente el símbolo de la realeza, a pesar de los escándalos que hicieron temblar su trono, que no fueron pocos.
Monarquías como las de Suecia, Dinamarca y Noruega llegaron a ser más o menos populares. A la belga no le afectó la eterna querella entre flamencos y valones y la holandesa se puso de moda con el matrimonio del príncipe Guillermo de Orange con la argentina Máxima Zorreguieta.
En Mónaco, el Estado más pequeño del mundo, situado entre Francia, Italia y el Mediterráneo, reina y gobierna el príncipe Alberto II. De los 36.000 habitantes de ese Estado soberano e independiente, sólo el 16 por ciento son verdaderos monegascos.
El Gran Duque Enrique I rige los destinos de Luxemburgo, un país también muy pequeño que fue gobernado alternativamente por Borgoña, España, Francia, Austria, Baviera, Hessen, Holanda y Bélgica.
Varios imperios se han eclipsado, como el de los Habsburgo en Austria y el de los Hohenzollern en Alemania, por citar sólo dos. Actualmente no parece haber mucho interés en que los reinos o principados existentes desaparezcan, pasen a otras manos o cambien de régimen político.
Hace algún tiempo se temió que la futura constitución del microestado pirenaico de Andorra –cuyo gobierno se reparten Francia y España-, dejara a éste en manos de Francia, en detrimento de los intereses hispanos. 30.000 españoles –casi la mitad de una población de 65.844- trabajan en Andorra. La Caja de Pensiones y el Banco de Bilbao (Vizcaya, norte de España) controlan tres de las seis entidades crediticias que operan en régimen de oligopolio. La moneda actual de Andorra es el euro y el idioma oficial el catalán.
Los intereses económicos se entrecruzan a veces con los dinásticos. Quizás por eso sigue habiendo monarquías. Y quizás haya que actualizar pronto el Gotha (1). Porque si bien se ha prescindido de varios reyes, algunos de ellos –en el exilio o no-, o sus descendientes se creen con derecho a convertir ciertas repúblicas en monarquías y ponerse al frente de ellas. No faltaron quienes acudieron al rescate de la democracia cuando ésta se había perdido, o estaba a punto de perderse.
Los reyes modernos, a pesar de que los lectores de las revistas del corazón –en cuyas satinadas páginas suelen aparecer- continúen sublimándolos, saben que los azarosos tiempos actuales les conceden un margen más amplio para el sentido común que para la grandeza.
Muchos de estos encumbrados personajes, en quienes sus admiradores ven la encarnación del poder y el “glamour”, emergen de internas, “lobbies” y luchas partidarias como un símbolo de legitimidad y continuismo.
(1) Anuario genealógico, diplomático y estadístico publicado en francés y en alemán en la ciudad germana de Gotha, entre 1763 y 1944.
Podrían formularse más preguntas por el estilo. Unos, los monárquicos –que los hay, los hay-, dirían que sí, que los reyes que están, ya que están, son útiles o, más aún, necesarios, considerando que ninguno reina de un modo absolutista, a la vieja usanza; ni siquiera reinan, sino que casi siempre juegan un papel más bien representativo que ejecutivo y, en una suerte de dorada retaguardia, los reyes son, o se los considera guardianes de la legitimidad constitucional.
Otros responderían que esto de las monarquías, hoy por hoy, es una antigualla que sirve para muy poco, o para nada. Y que, además, cuesta dinero cuando los reyes no son ricos, porque el Estado tiene que mantenerlos y, naturalmente, a un nivel regio.
Siempre se dijo que Juan Carlos I de Borbón, rey de España, habría conjurado el riesgo de un golpe militar al contribuir a abortar el “putsch” del teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, el 23 de febrero de 1981. Ahora se dicen otras cosas.
“Cuando Inglaterra pierde una batalla, el culpable es el primer ministro, pero cuando resuenan las campanas de la victoria, todos los ingleses gritan a coro: ¡Dios salve a la reina!”. Así dijo una vez Winston Churchill, quien fue primer ministro nueve años y un gran admirador de la monarquía británica toda su vida.
No hay ningún otro país del mundo donde, en toda oportunidad, el pueblo dé tantas gracias a la reina, como si aún estuviera en sus manos la salvación, o al menos el bienestar de su gente. Isabel II de Inglaterra es en todo Occidente el símbolo de la realeza, a pesar de los escándalos que hicieron temblar su trono, que no fueron pocos.
Monarquías como las de Suecia, Dinamarca y Noruega llegaron a ser más o menos populares. A la belga no le afectó la eterna querella entre flamencos y valones y la holandesa se puso de moda con el matrimonio del príncipe Guillermo de Orange con la argentina Máxima Zorreguieta.
En Mónaco, el Estado más pequeño del mundo, situado entre Francia, Italia y el Mediterráneo, reina y gobierna el príncipe Alberto II. De los 36.000 habitantes de ese Estado soberano e independiente, sólo el 16 por ciento son verdaderos monegascos.
El Gran Duque Enrique I rige los destinos de Luxemburgo, un país también muy pequeño que fue gobernado alternativamente por Borgoña, España, Francia, Austria, Baviera, Hessen, Holanda y Bélgica.
Varios imperios se han eclipsado, como el de los Habsburgo en Austria y el de los Hohenzollern en Alemania, por citar sólo dos. Actualmente no parece haber mucho interés en que los reinos o principados existentes desaparezcan, pasen a otras manos o cambien de régimen político.
Hace algún tiempo se temió que la futura constitución del microestado pirenaico de Andorra –cuyo gobierno se reparten Francia y España-, dejara a éste en manos de Francia, en detrimento de los intereses hispanos. 30.000 españoles –casi la mitad de una población de 65.844- trabajan en Andorra. La Caja de Pensiones y el Banco de Bilbao (Vizcaya, norte de España) controlan tres de las seis entidades crediticias que operan en régimen de oligopolio. La moneda actual de Andorra es el euro y el idioma oficial el catalán.
Los intereses económicos se entrecruzan a veces con los dinásticos. Quizás por eso sigue habiendo monarquías. Y quizás haya que actualizar pronto el Gotha (1). Porque si bien se ha prescindido de varios reyes, algunos de ellos –en el exilio o no-, o sus descendientes se creen con derecho a convertir ciertas repúblicas en monarquías y ponerse al frente de ellas. No faltaron quienes acudieron al rescate de la democracia cuando ésta se había perdido, o estaba a punto de perderse.
Los reyes modernos, a pesar de que los lectores de las revistas del corazón –en cuyas satinadas páginas suelen aparecer- continúen sublimándolos, saben que los azarosos tiempos actuales les conceden un margen más amplio para el sentido común que para la grandeza.
Muchos de estos encumbrados personajes, en quienes sus admiradores ven la encarnación del poder y el “glamour”, emergen de internas, “lobbies” y luchas partidarias como un símbolo de legitimidad y continuismo.
(1) Anuario genealógico, diplomático y estadístico publicado en francés y en alemán en la ciudad germana de Gotha, entre 1763 y 1944.
© José Luis Alvarez Fermosel
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