jueves, 20 de septiembre de 2012
Primavera bajo la Cruz del Sur
lunes, 9 de mayo de 2011
También en los ascensores

Recuerdo los Cuentos para leer en el ascensor de Enrique Jardiel Poncela. Está faltando alguien que escriba unos cuentos sobre las gentes que los transitan fugazmente.
Confieso que, por las cosas que veo a diario en los ascensores, he pensado más de una vez en, por lo menos, tomar alguna nota, aunque no sea más que para ponerla en mi diario; pero siempre me olvido.
Hoy, casi a punto de cerrarse la puerta, lleno el ascensor hasta los topes, se precipitó en él una de las diez criaturas más feas que yo he tenido oportunidad de ver en mi vida: un masculino, que diría la policía.
“¡Doce!”, dijo con voz estentórea. Hubo un silencio en el ascensor. Y después, una muchacha muy linda que estaba cerca de la botonera reprimió un estremecimiento y pulso el botón correspondiente al piso doce.
El hombre feo no le dio las gracias.
Parecía un trasgo, un extraterrestre; me recordaba a Biscuter, el ayudante del detective Pepe Carvalho, tal como lo describe su creador, Manuel Vázquez Montalban, pero todavía más feo.
No sería eso lo peor, sino que esgrimía una prepotencia y una grosería, desde su menguada estatura, que aunque fuera para sobrecompensar no tenían por qué sufrir las demás personas que se apretujaban en el ascensor, como si eso no fuera ya bastante incómodo.
¿Tánto trabajo cuesta, tan duro, tan difícil, tan poco moderno resulta decir: buenos días, o buenas tardes -según el caso-, que alguien marque el piso doce? Muy largo, ¿no? ¿Y qué tal piso doce, por favor?
Tiene uno que recibir órdenes de cualquier berzotas a quien se le ocurra pensar que porque es muy feo ha de mostrar en un ascensor que, sin embargo, manda. ¡Tene castaña, la cosa!
La buena educación es para todos. Los feos no están eximidos.
No es digno ni justo que se agreda a nadie gratuitamente con malos modales, o con órdenes imperiosas que no tiene por qué recibir ni aceptar, ni mucho menos cumplir. En ningún sitio, ni siquiera en el ascensor.
El deterioro es enorme. Se nota día a día. En todo, en todas partes: en la calle, en los transportes públicos, en las oficinas, en las tiendas, en los restaurantes, en los ascensores –ya dije-.
Nadie contesta una llamada telefónica, un mensaje transmitido por cualquiera de los infinitos sistemas de comunicación, cada vez más sofisticados, con los que contamos. No responder es sinónimo de decir que no, se ha explicado.
El egoísmo, las malas maneras, la necedad, la soberbia, la pedantería, la prepotencia, todo globalizado, eso sí, son el pan nuestro de cada día.
¡Como si no tuviéramos bastante con los ladrones, los drogotas, los corruptos, los engreídos, los falsos profetas, los esnobs y los sinsorgos!
¿No era Henry James quien decía que las tres cosas más importantes de esta vida son: primera, ser amable; segunda, ser amable y, tercera, ser amable?
© José Luis Alvarez Fermosel
Notas relacionadas:
El hombre del trámite largo
Un hombre bajo y probablemente rico y poderoso
domingo, 20 de marzo de 2011
Barrio

Venancio, con su delantal a rayas verdes y negras, abre su taberna, de la que enseguida empezará a salir un vaho con olor a serrín mojado y vino de pellejo (1).
Un poco más allá, la mercería de doña Julia; telas, botones y encajes.
Camiones, trolebuses, taxis, las bocas del metro. Empezó la mañana, hay que moverse.
La tienda de Aquilino, con sus barriles de arenques y el queso manchego nadando en aceite. Apiladas en un extremo del mostrador, las grandes pencas de bacalao seco.
Las Escuelas Bosque y los párvulos con sus delantales blancos. El edificio de la policía, con las garitas pintadas de blanco y la bandera en el mástil.
El chalé del periodista que está casado con una alemana y tiene una perra Doberman.
Indalecio se entrena en el Cerro de los Locos
A Antonio, el pescadero –la cara ancha, cargado de hombros- le gusta mucho el boxeo. Bueno, su hermano Indalecio es pugilista. Se entrena en el Cerro de los Locos.
En seguida, la dehesa, el campo cuajado de pinos; resina y abubillas (2). A la entrada el bar, que parece una casamata y ha extendido la terraza con mesas y sillas de plástico rígido, robándole terreno al cesped.
Los barrios populares tienen una fisonomía, unos rasgos distintivos muy marcados, un gran encanto. Todo el mundo se conoce, no hay problema si uno sale a la calle sin dinero. Los comerciantes fían a las amas de casa.
Con algo de ciudadela…
Con algo de ciudadela, y también de espacio abierto, en el barrio puede uno moverse tranquilamente, sabiendo que está entre personas que conoce y aprecia desde hace muchos años.
Uno echa de menos su barrio cuando está lejos de él y pasan los años. De ahí que sea el “leit motiv” de muchos tangos que lo recuerdan “plateado por la luna”, y si llueve, nunca como en el barrio “(…) las gotas caen en el charco de mi alma…”; vive la esperanza en el Bajo Belgrano, es “azul marino el callejón” y aquel malevo “nació en un barrio con malvón y luna”.
El primer barrio, el barrio de la infancia jamás se olvida.
(1) Odre hecho con una piel de vaca.
(2) Ave semejante a la urraca, aunque con las alas abiertas parece mayor. Pertenece a la misma especie de los martines pescadores y los abejarucos y habita en zonas templadas de Europa, Asia y Africa.
Ilustración:
Eugenio López Berrón
© José Luis Alvarez Fermosel
lunes, 7 de febrero de 2011
Regreso
J. L. A. F.
sábado, 18 de diciembre de 2010
Reflexiones peripatéticas

A mi lado pasa un señor de pelo gris corriendo velozmente. Está bien: cada persona tiene derecho a elegir su propio curso de acción, aunque sea con celeridad; con tal de que no cause daño a otros…
Una paloma intenta comerse la mitad de una media luna tirada en el suelo, al lado de una sucursal del Banco Francés, pero no puede con ella: es demasiado pesada.
El sol tiene la acidez y la frescura de un vino blanco de pueblo.
Se ven mujeres espectaculares por doquier, de toda edad y condición. Las argentinas, digámoslo una vez más con certidumbre y alegría, son hermosísimas. No les van a la zaga las turistas brasileñas que también se ven por todas partes.
El contraste: un muchacho con el aspecto grisáceo de las piedras de las aceras; esa expresión de las gentes a las que nadie ni nada esperan.
Reparo fuerzas almorzando en El Imparcial con amigos. La sobremesa se prolonga.
Cuando salgo del restaurante se ha nublado; pero pronto fulgirá de nuevo el sol, que ya empieza a calentar a conciencia, en una primavera a punto de ser relevada por el verano: ese segador transpirado con sombrero de paja.
El teatro Avenida da ópera; ya lo saben, ¿no? Me detengo a echar un vistazo a la cartelera, a ver qué se anuncia.
“Carmen” (Bizet), “Der preischütz” (Webber), “Il Mondo della Luna” (Haydn), “Macbeth” (Verdi), “Pagliacci” (Leoncavallo)...
Noto que los precios están caros. Me han dicho que es por el turismo, pero no lo entiendo. A los turistas hay que atenderlos bien y darles buenas cosas a precios razonables, a fin de que vuelvan; o en todo caso que digan a sus compatriotas, a su regreso a sus países, que los han tratado bien.
Esto de los precios, la verdad, yo no lo entiendo. No me entra en la cabeza que las zapatillas cuesten más que los zapatos, que zapatos de primerísima calidad de tiendas de lujo.
Entro en un lugar especializado en cafés y pido un granizado, pero no tienen. ¿Un mazzagran? (1). No saben lo que es. Un café, entonces, con unas gotas de brandy. No tienen brandy. Pues café negro, sin azúcar.
Me voy con la música a otra parte. Doy un tropezón que me hace trastabillar. Las calles están rotas; es decir, siguen rotas, están rotas desde hace casi medio siglo. Nadie las arregla. ¿Por qué? No se sabe. Las cosas son así.
Es una lástima, porque Buenos Aires es una ciudad muy bella. Tampoco creo que a los turistas les haga mucha gracia, además de pagarlo todo caro, ir dando tumbos por la ciudad.
¿Pasaré por el bar del hotel Castelar, o por el café Tortoni?
Mejor me voy a casa, antes de encontrarme con alguien y empezar a decir trivialidades como un Babbit en su día libre (2).
(1) Hielo, brandy, un poco de angostura, café frío y un clavo de olor (molido). El mazzagran fue descubierto por los soldados franceses que defendían en Marruecos la localidad de ese nombre. Hacían café, le ponían hielo y un buen chorro de brandy, o del aguardiente que tuvieran a mano. La mezcla refrescaba y, al mismo tiempo, elevaba el tono vital.
(2) Ver la novela “Babbit”, de Sinclair Lewis.
jueves, 2 de diciembre de 2010
Del dietario de un transeúnte
El ascensor estaba repleto de gente. Iba a cerrarse la puerta. En el último segundo entró un hombre bajo, espantosamente feo. Ni el pelo blanco, ni la barba al ras del mismo color lograban ennoblecer su fealdad: un fealdad avariciosa, totalitaria, intransigente.
“¡Trece!”, dijo con imperio. Ni buenas tardes, ni ¿cabrá otra persona?, ni ¿alguien, por favor, podría marcar el piso trece?
Arrancó el ascensor, bamboleándose. El pequeño estafermo se apretó contra el grupo humano. Olía. Olía como el indio de aquella novela de Raymond Chandler, cuyo título no recuerdo ahora. Podría ser “La hermana pequeña”, o “La ventana siniestra”.
Enrique Jardiel Poncela escribió unos (mini) “Cuentos para leer en el ascensor”. Yo creo que voy a empezar a escribir unas crónicas de ascensor.
El ascensor llegó al piso trece y el hombre feo, mal educado y que olía salió. Y luego llegamos al piso veintiséis y segundos después entraba yo en la sala de espera de mi abogado, bastante más lucida que la de la oficina de Phillip Marlowe (1).
Un señor de negro, calvo y con gafas, borraba ansiosamente algo escrito en un cuaderno con una goma de borrar. Claro, ¿con qué iba a borrar, si no?. Borraba y borraba sin tregua.
Cuando llegó su turno, se guardo la goma y el cuaderno en un bolsillo de la chaqueta y entró en el despacho del letrado con una sonrisa de triunfo. Tal vez había borrado un pasado infamante.
Despaché con mi abogado por espacio de una hora, más o menos, y volví a la calle.
Decidí hacer un alto en el camino al club y entré en un café a tomar algo. Había una chica de carita afilada y gafas montadas al aire, trabajando en su “notebook”.
Había otra gente, que bebía y charlaba. Llamó mi atención una señora de cierta edad, muy bien arreglada, con los labios pintados de un color entre coral y bermellón, que tenía en la mesa, ante sí, una taza vacía. Parecía esperar a alguien con cierta impaciencia, porque miraba frecuentemente su reloj.
Al cabo, llegó un señor como de unos ochenta años, con traje gris, corbata y un pañuelo que le salía del bolsillo superior de la chaqueta. Se sentó a la mesa de la señora que estaba sola y esperaba, versión femenina del hombre de Scalabrini Ortiz (2).
El recién llegado y la señora se saludaron efusivamente. Después él se sentó, extrajo unos papeles de un portafolios antiguo, muy usado, y se los mostró a la señora, que los fue leyendo. Luego los dejó sobre la mesa y ambos se tomaron de las manos y se miraron a los ojos.
Un ligue –pensé yo-, un “affaire”. Está bien, ¿por qué sólo van a tener romances los jóvenes? Entró un gigante como de dos metros. Alguien prendió un televisor. Estaban dando un noticiero. Las noticias no eran buenas.
Terminé mi cerveza y me fui. En la calle se estaba bien. Corría un vientecillo sabroso. La gente iba y venía con aire ausente. Pasó una señora con un simpático Schnauzer miniatura color sal y pimienta. Unos muchachos cruzaron la calle en patines, zigzagueando.
Tomé un taxi. El taxista era uruguayo, pero llevaba mucho tiempo viviendo en Argentina. Había tenido una fundición. El socio le estafó y él no tuvo más remedio que echarse al taxi como quien se echa al monte.
Llegué al club. El portero me saludó y se tocó la gorra. Dieron las siete de la tarde en un lejano reloj de carillón.
(2) Pensador, escritor e historiador argentino, fundador junto con Arturo Jauretche y Homero Manzi de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina). Su obra más divulgada fue “El hombre que está solo y espera”.
© José Luis Alvarez Fermosel
lunes, 6 de septiembre de 2010
Un perro en la tarde
En una calle de Buenos Aires, un señor saluda a la vida en la hermosa estampa de un perro de raza “pointer”, que se ve que también es un caballero.
Una señora interpela al señor, y se establece el siguiente diálogo:
- ¿Usted se detiene siempre en la calle para acariciar a los perros de raza?
- Y a los otros, a los golfos también.
- ¿Y no le ha mordido nunca ninguno?
- ¡Jamás, señora! Los perros callejeros, los mendigos y los niños me adoran.
- Buen síntoma...
- Muchas gracias, señora. Es usted inteligente. Se da cuenta enseguida de cosas que mucha gente no entiende en toda su vida.
- Es usted un caballero..
- Y usted una gran dama, no hay más que verla.
Era esa hora en que las cosas adquieren tonos más profundos, pero permanecen inmóviles, por estar encerradas en sí mismas, a la espera del crepúsculo. Era posible mirar sin entrecerrar los ojos. Los rayos del sol, suspendido encima de los techos de los edificios, arrancaban destellos rojizos a las cristaleras.
En Puerto Madero, los reflejos del agua del río eran más amplios, más suntuosos, aunque con un toque de frialdad, como si faltara muy poco para que empezaran a apagarse.
domingo, 21 de marzo de 2010
Otoño posmoderno
Este año vino en un helicóptero de fuselaje ultraliviano y ultramoderno, como de película de ciencia ficción. Por eso no pudimos ver cómo viste, si va de traje piel de tiburón –al estilo Palm Beach-, o se arropa con un gabán más o menos tupido.
De manera que no se sabe si va ser caluroso como el verano que se prolonga cada vez más en Buenos Aires, hasta imprimirle carácter de ciudad tropical, o si lanzará de tanto en tanto puñados de granizo al aire, como quien tira arroz en una boda, y tendremos que sacar a relucir las chaquetas de “tweed” y algún abrigo, aunque no sea de invierno.
Las hojas comenzarán a desprenderse enseguida de los árboles y caerán en el pavimento y crujirán bajo las suelas de nuestros zapatos. Y habrá atardeceres de seda siena y rosa viejo.
Pero el otoño, este otoño no trae poesía, o trae muy poca. Si Verlaine viviera tendría que jubilarse y abrir una casa de cambio o una inmobiliaria. Su violín, el violín del otoño, estaría mudo, encerrado en su estuche y éste dentro de un armario ropero, al lado de unas botas de montar color corinto y medio envuelto entre los pliegues de una vieja capa negra con forro carmesí.
El otoño del año 2010 dista mucho de ser clásico. Es intemporal o, peor aún, posmoderno. Seguramente guarda en su mochila de tela de “jean” un IPod y un teléfono celular de última generación para comunicarse con el dios del algoritmo.
Esa sutil neblina azul gris que envolvía en otros otoños las plazas y los jardines a la caída de la tarde, no es ahora otra cosa que “smog” y las rosas de otoño no se desmayan en pétalos color limón, como de jazmín ruborizado. Ni siquiera languidecen hasta que se marchitan en floreros con agua y una aspirina en el fondo, ni exhalan perfume alguno, porque son de plástico. Creo que se hacen en laboratorios.
El otoño llega este año trazado por geómetras y tiene que reportarse con regularidad al Servicio Meteorológico Nacional, como un preso en libertad vigilada que tuviera que presentarse todas las semanas en la comisaría con un GPS arrollado a un tobillo.
El verano le habrá dejado una buena provisión de calor, para que lo distribuya con largueza y sigamos todos recalentados -o recalientes, con todo lo que está pasando…- con tardes sin brumas que borden arabescos plateados en el gran cañamazo del cielo anaranjado, ni amaneceres pintados a la acuarela.
Si llueve, que lloverá, no será la lluvia garúa acariciante, sino chubasco violento o turbonada tropical.
Ya nada, ni siquiera el otoño, es lo que tendría que ser.
© José Luis Alvarez Fermosel
Notas relacionadas:
Disquisición en otoño
El gran otoño del mar
domingo, 7 de febrero de 2010
Halcones y palomas

Segundos antes se escuchó algo parecido a un silbido, o al grito de un pájaro enfermo o furioso. Siguió un ruido sordo, como el que produce un objeto, o ser viviente duro al chocar con otro blando. Un halcón contra una paloma.
La escena se repite, más que en ningún otro lugar en una zona de la City de Buenos Aires comprendida entre las calles Corrientes, Reconquista, 25 de Mayo, Lavalle, Tucumán, Viamonte y otras aledañas.
Las palomas son presa de los halcones.
Porque en Buenos Aires hay halcones. Como su denominación de peregrino o viajero –la de una especie de estas aves rapaces- indica, pueden haber venido de cualquier parte e irse en cualquier momento. Su distribución es cosmopolita.
Hay halconeros o practicantes de una cetrería –caza con halcones- de cabotaje que mantienen a estas aves en oquedades de tejados, azoteas, cúpulas y mansardas. Los lanzan desde esos lugares contra las bandadas de palomas que vuelan bajo el cielo oscurecido del crepúsculo.
El halcón peregrino es del tamaño de un cuervo, pesa entre 400 y 600 gramos y la hembra es siempre mayor. Su velocidad de vuelo en crucero es de 100 kilómetros por hora y en picado alcanza los 300 kilómetros por hora. Es el animal más rápido del mundo.
El halcón tiene su alcurnia y su fama y ocupó un lugar en la literatura. Recordemos, entre otras, la novela “El halcón maltés” de Dashiell Hammett, cuya trama gira en torno a la escultura de un halcón. Se hizo una película con Humphrey Bogart en el papel del detective Sam Spade.
“Los halcones de la noche” es el título del que tal vez sea el cuadro más conocido de Edward Hopper, el yanqui de las tintas sombrías.
En política, en economía, en otras disciplinas y en la vida misma los halcones son los duros y las palomas los blandos.
La caza de palomas con halcones no es nueva. Durante la Primera Guerra Mundial (1914/1918) la inteligencia británica estableció en una base de Sicilia un departamento ultrasecreto destinado a entrenar halcones para interceptar palomas mensajeras enemigas.
Las palomas tuvieron siempre buena prensa. Su docilidad las hace fácilmente domesticables, por lo que es frecuente verlas trabajar con prestímanos en circos y teatros. Prestaron inestimables servicios, en la guerra y en la paz. ¿Quién no recuerda las palomas del barón de Reuter?
Simbolizan la paz y Picasso las inmortalizó en el lienzo. Yo vi una vez en Madrid a Irma Vila con traje bermellón y una paloma en la mano en la barra de un bar de la Plaza del Rey, próximo al circo Price.
Reconozco con pesar que me he comido más de una paloma. Quizás por eso, por el remordimiento, o porque todos los animales me inspiran el respeto y la ternura que no siento por muchas personas, no me molesta que se posen en mi mesa en la terraza del Bar O Bar, o en cualquier otra, y picotéen los maníes que me han servido con la cerveza.
Nota relacionada:
El Bárbaro, de nuevo.
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2009/11/el-barbaro-de-nuevo.html
viernes, 5 de febrero de 2010
Chotis en tarde de otoño
La tarde se había tornado cenicienta. Hacía frío. El cielo estaba encapotado. A los árboles los mecía el viento y en un quiosco de periódicos una mujer madura, guapa, de estrechos ojos claros que recordaban los de la Pamela Landy de Bourne compraba un diario. Frente a la taquilla del cine se había formado una pequeña cola.
Sonaba el organillo. Su música alegre y triste a la vez era el contrapunto perfecto de la tarde otoñal, sin sol, con un presentimiento de lluvia en la atmósfera enrarecida.
Pegado al carromato, un hombre flaco de mejillas hundidas, con los bajos del pantalón manchados de barro seco, tocado con una sobada gorra de visera de “tweed” gris, tendía un recipiente de cobre a los transeúntes.
Accionaba el organillo una niña rubia con una chaqueta roja, demasiado grande para ella. Tenía los ojos dorados y luminosos.
Pasaba la gente de prisa. Abismado cada cual en sus pensamientos. Muchachos arrebujados en sus parkas. Algún matrimonio de mediana edad del brazo, en silencio. Nadie se detenía a escuchar el chotis. El organillo sonaba y sonaba en la tarde plomiza, ignorado, tan lejano: alegoría caduca, postrera reminiscencia sentimental de un Madrid del que ya no queda sino el recuerdo.
Al cabo, empezó a llover. Al final de la calle, una vendedora de castañas asadas se fabricó en un abrir y cerrar de ojos un toldo para su tenderete con un retazo de hule negro.
Desplegáronse los paraguas y las pocas personas que andaban por la calle aceleraron el paso.
El hombre del organillo todavía aguantó unos segundos. Cuando arreció la lluvia, extendió una lona encerada sobre el áspero lomo del rucio. La niña había dejado de darle al manubrio y se arrebujaba en su chaquetón rojo, sacudiendo su melenilla pajiza como un perro de aguas recién salido de una laguna.
Caía la lluvia sobre el organillo. Rebotaban las gotas sobre la desgastada madera pintada de azul. El hombre miró al cielo, que se había convertido en una difusa plancha de zinc, se encogió de hombros. Subió al carro y arreó al jumento.
Allá se fue bajo la lluvia la desvencijada pianola verbenera enmudecida. En la tarde solitaria punteaban aún las notas de un olvidado chotis de tiempos remotos de broma y drama.
Notas relacionadas:
Había caído la noche en Madrid…
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/10/haba-cado-la-noche-en-madrid.html
De cuplés y coplas.
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/07/rosa-de-madrid.html
La luz de la tarde es de raíz poética
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/la-luz-de-la-tarde-es-de-raz-potica.html
Un merengue, un euro; un euro, un merengue…
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2007/12/crnicas-de-madrid-v.html
sábado, 9 de mayo de 2009
El hombre del trámite largo

De pronto lo vemos. Está entre nosotros. En principio no nos habíamos dado cuenta de que formaba parte de nuestro grupo. Ahora lo reconocemos perfectamente.
Ahí está, cincuentón largo, más bien bajo que alto, metido en carnes, con el poco pelo que le queda desordenado y ceniciento sobre la gruesa cabeza, el mismo traje de siempre que puede ser gris oscuro o azul marino, pero no se sabe porque está muy usado y lustroso. Caspa en el hombro, la camisa blanca, desabrochada, sin corbata, con el cuello rozado, los calcetines cortos y arrugados, de color marrón, que se le ven caer sobre los tobillos porque el pantalón le está un poco corto, los zapatos muy gastados, opacos y polvorientos.
(Francisco Umbral dice que cuando conoció al gran poeta español Jorge Guillén, mostraba unos calcetines flojos, caídos y marrones que a él le espantaron, y que no podía relacionar con el creador de la belleza pura y absoluta. En nada podría recordar el hombre al que nos referimos a Guillén sino en el detalle de los calcetines.)
Lleva nuestro hombre una especie de portafolios de plástico, o más bien cartera con manija, como la que llevaban antes los niños al colegio. ¡Es la caja de Pandora!
El hombre del trámite largo, porque de él se trata, ya lo habrán adivinado, cuando le llega su turno se vuelve de cara a la gente que espera, antes de acercarse a la ventanilla, y deja entrever una media sonrisa maliciosa que muestra apenas unos dientes fuertes y amarillos, caballunos, podríamos decir.
Inmediatamente se aproxima a la ventanilla, abre el portafolios y empieza a sacar papeles y a dárselos al empleado, que no puede reprimir un escalofrío, porque él también lo ha reconocido.
La gente que espera se agita. Ya sabe lo que viene a continuación y sabe que no es bueno.
El cajero recibe los papeles, los examina con todo cuidado, pide al cliente que se identifique, le hace firmar un formulario. Todo esto lleva un buen rato. Luego el empleado empieza a sellar los papeles. Los golpes del sello resuenan como pistoletazos.
Sellados los papeles el muchacho se los lleva entre los brazos, apretándolos contra su pecho como a un niño enfermo. Algunos se le caen y se pone los que le quedan bajo un brazo para poder recoger los que se le han caído sin que se le caigan más.
Regresa con otro empleado de más edad que él, con cara de inteligente y gafas montadas al aire. Se ponen los tres a estudiar los papeles: el de la ventanilla, el hombre del trámite largo y el recién llegado.
Mientras tanto la cola crece. Alguno de los que la forman se va a otra.
Viene otro señor, que debe ser un gerente. Habla con el hombre del trámite largo, que le responde con seguridad y firmeza. Debe tener todo en regla.
El gerente se va y vuelve acompañado por otro, de cierta edad. Se pasan los papeles de unos a otros. Nadie parece dar pie con bola.
A todo esto la cola ya es larguísima. Se ve a algunas personas con la cara crispada, que aprietan disimuladamente los puños. Otras miran sus relojes cada cinco minutos.
El hombre del trámite largo sigue hablando en voz baja, sin perder un ápice de su imperturbabilidad. Todos los que han venido se van, llevándose los papeles. Se los han repartido. Se ve que esperan volver con alguna solución.
El hombre del trámite largo vuelve a encararse con el público, siempre con su sonrisilla suficiente. Levanta una mano, se introduce el dedo meñique, que tiene una uña muy larga, en un oído y se hurga un rato.
Está poseído de su importancia, que no es de él sino de sus mandantes, quienes le confían –se enorgullece él- asuntos de complejo y largo trámite que exigen la atención de gentes que son más que él.
Pero lo que más le gusta es saber que tiene, al menos por un rato largo, poder: el de hace esperar, y casi desesperar a un montón de sus semejantes.
Nunca me enteré de cómo termina el trámite de ese buen hombre. Siempre me he ido antes. ¡Ojalá que no se lo topen nunca delante de ustedes en una cola!
© José Luis Alvarez Fermosel
sábado, 25 de abril de 2009
Disquisición en otoño

El otoño es también una estación apropiada para leer a ciertos escritores golfos y decadentes, como Drieu La Rochelle, Francis Carco, Paul Morand, Arthur Cravan, Barbey D’Aurevilly, Scott Fitzgerald...
Un día, sin saber por qué, ni para qué, uno se viste elegantemente y se va a pasear solo por un barrio con árboles y edificios con bronces y mármoles, y tiendas de venta de ropa de lujo para caballeros, y acaba ineluctablemente comprándose una corbata que no se pondrá jamás.
La niebla del otoño tiene textura de tela de araña y color ginebra azulina, mientras que la del invierno es gris, plomiza y densa y hay que tener cuidado, porque uno puede entrar en ella, como quien entra en un espejo, y no salir jamás. Ha habido casos.
A las mujeres, en otoño, se les oscurecen los ojos y respiran una ansiedad que no saben definir y les lleva, a algunas, a cometer locuras que nunca pensaron que podrían cometer.
No es esa cosa pasional y urgente de la primavera, cuando todo se renueva y se despiertan pasiones que parecían dormidas.
Hay un tono y un tino despacioso y melancólico en otoño, que a pesar de que le recuerdan a uno que ya no es ningún chiquillo, le hacen bien, como la taza de té caliente y la gratitud que le ofrece a uno una vieja amiga a la que uno fue a visitar, porque sabe que está sola y los recuerdos le atacan en tropel, y ya no tiene ni fuerzas ni ganas como para seleccionar aquéllos con los que le gustaría quedarse.
En otoño hay que sentir la voluptuosidad de ir dejando atrás la juventud como a una sucia perra, que dijo César González-Ruano.
Los versos de Vallejo: “Moriré en París, con aguacero…”. El cuarteto para cuerdas de Borodin en Re.
Castañas asadas. Un vino blanco y ligero. Crema y canela. El reflejo de la luna en un martini...
No hay que preocuparse: el futuro es un simple objetivo mecánico-cuántico.
El otoño es estético. Hay que recordar a Niestzche: “Sólo como fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo”.
Venía yo de la calle de comprar el pan –las mujeres no saben ir por el pan-.
Se nubló el cielo. Un viento cálido hizo rodar por la acera restos de hojas de diarios y una flor azul pisoteada.
© José Luis Alvarez Fermosel
Notas relacionadas:
“Canción de setiembre”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2009/03/cancion-de-setiembre.html)
“Otoño”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/03/otoo.html)
domingo, 25 de enero de 2009
El gato y la paloma
Era evidente que el gato se estaba echando una siestecita, un poco pasada la hora de la siesta, pero no importaba, porque lo que Camilo José Cela califica de yoga hispánico puede practicarse a cualquier hora y en cualquier lugar, siempre y cuando éste reúna las mínimas condiciones de comodidad.
En la plaza ya no quedaba casi nadie. Un señor de pelo largo, gris, y una barba descuidada, leía un diario de Montevideo sentado en un banco, al fondo. Una pareja de novios se abrazaba bajo un ombú. Otros gatos iban y venían, con cierto aire de preocupación, de un lado a otro. Esperaban, seguramente, que llegara ese matrimonio viejecito que va todos los días a darles de comer.
El cielo se nublaba por Poniente. Olía a hierba húmeda –recién regada- y la tarde se prolongaba, remolona como el gato negro, que seguía hecho un ovillo con la cabeza entre las patas delanteras, ajeno al sordo rumor del tráfago callejero y al paso de la gente.
De pronto, una paloma cenicienta y pesada que vino volando de no sé dónde se posó sobre el lomo del gato, que se quedó impertérrito. Después de su aterrizaje, por así llamarlo, la paloma, o el palomo, se esponjó tranquilamente, metió el pico bajo un ala, lo sacó enseguida y permaneció inmóvil, mirando cada tanto a diestra y siniestra con sus ojillos oscuros, ribeteados de rojo.
Lamenté no tener una cámara fotográfica. De llevarla, habría podido hacer por lo menos una foto que me hubiera servido de prueba, porque di por sentado que cuando contara lo que había visto nadie me creería, como así fue.
Pero, en fin de cuentas, ¿qué tiene de particular que una paloma confraternice con un gato, siempre y cuando éste haya comido bien...?
Los animales, todos, incluso los que se consideran más feroces, no se comen los unos a los otros ni se agreden porque sí, como hace el hombre. Es cierto que el pez grande se come al chico, el leopardo a la gacela y otros a otros, pero sólo por extrema necesidad de subsistencia.
Precisamente, hablando de gacelas, volví a ver el otro día por televisión ese documental en el que un hipopótamo trata de salvar a una gacela, herida de muerte por las dentelladas de un cocodrilo, de cuyas fauces pudo escapar por milagro.
El hipopótamo salió del mismo río donde estaba el cocodrilo que apresó a la gacela en la orilla, y que pudo zafarse del golpe de gracia del saurio y caer unos pasos más allá. El hipopótamo la empujaba con el hocico y le daba grandes lametazos, tratando de reanimarla. Pero, al fin, la pobre gacela murió y el hipopótamo, visiblemente entristecido, volvió a meterse en el rio.
Así que no es nada raro, creo yo, que una paloma decida de pronto posarse en el lomo de un gato que está durmiendo la siesta, y sestear ella también, mirando el paisaje urbano en la pesada tarde porteña, desde un gato bonachón, permisivo y somnoliento.
© José Luis Alvarez Fermosel
sábado, 10 de enero de 2009
Gente que pasa (III)

Una tarde con un sol de justicia. Treinta y cinco grados de calor. Menos mal que en el estudio hay aire acondicionado.
Como es verano, época de vacaciones, se ven menos coches y menos gente por la calle. Algunos de los de siempre siguen pasando por delante de la vidriera, como el viejecito que cruza lentamente la calle con unos manteles y unas servilletas, o el perro canelo que, a la misma hora, pasa raudamente por un trecho de la calle Nicaragua, quizás en pos de su amo que le espera, o de alguien que le da de comer. Es un buen perro, de pelo corto, callejero pero con cierto donaire. Parece joven.
Una abuela y su nieta. La primera lleva una bolsa de regalo. Va toda encorvadita, con una blusa floreada y una falda negra. La nieta es alta y rubia y luce con garbo un vestido blanco largo, que le deja al aire la espalda bronceada.
Un muchacho con una remera de un verde manzana muy chillón. Un hombre con un perro, exactamente igual al llamado “Baby” de la película “Clean slate” (“El síndrome de Korsakov” en español), pasa mirando en todas direcciones, como si temiera que lo siguieran. El perro va a su lado a paso de marcha, tan campante.
Un nutrido grupo de ciclistas, chicos y chicas. Se nota que van alegres, porque sonríen.
Un cartonero tira de un carro lleno de cartones y desperdicios. Parece mentira que pueda tirar de él, con lo abarrotado que está. Le acompañan dos niños. Todos están vestidos pobremente y no parecen muy limpios, pero se los ve alegres, como los ciclistas.
Una ancianita de negro con un perro del mismo color, raza perro, también muy viejecito y achacado, que camina sobre tres patas, pobrecillo, porque tiene una inútil, tal vez le atropelló un coche. Se ve que los dos viven juntos, que se quieren y se acompañan, sabe Dios desde hace cuanto tiempo.
Gente y palabras.
© José Luis Alvarez Fermosel
Nota relacionada:
“Gente que pasa (II)”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/gente-que-pasa-ii.html)
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“El sol ya es de color uva moscatel por la tarde”
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jueves, 2 de octubre de 2008
El sol ya es de color uva moscatel por la tarde

No iba sin rumbo, empero, ni tan abstraído que no me diera cuenta de que la atmósfera estaba más despejada y la luz, la luz de la media tarde era más intensa, más clara.
Además, todo a mi alrededor parecía ralentizado. Pasaron unas chicas con los ojos luminosos. Iban sin prisa. Se reían. Chicoleaban unos perros canela ante una casa con el frente de ladrillo.
De pronto me di cuenta de que eran casi las seis y media y había sol, un sol dorado, color de uva moscatel. Algo azul claro había en el aire, es decir, parecía venir una luz color lavanda de nó sé dónde.
Olía a ozono y a otra cosa más que no supe definir. Recordé el intenso olor a flores y a velas encendidas de las mañanas de mayo del patio de mi colegio. Al fondo se había erigido un altar presidido por una imagen de la Virgen, en un mes en el que le rendíamos homenaje: el mes de María, el mes de las flores. A veces me viene ese aroma, en una suerte de “déjà vu” que en realidad no lo es.
Apenas había salido de la radio. Encontré todo más limpio, parecía lavado y dejado secar al aire. ¡Qué sensación más rara, pero de ningún modo desagradable, todo lo contrario!
Apenas unos días atrás se hacía de noche poco antes de las seis de la tarde. La luz era oscura. Las calles estaban húmedas y hacía frío.
¿No me dijo alguien el otro día no sé qué de los estudiantes, que celebraron su día, o algo así?
De pronte me di cuenta y me paré en mitad de la calle. ¡Había llegado la primavera!
© José Luis Alvarez Fermosel
sábado, 27 de septiembre de 2008
Diálogo en la tarde

-- Pero, ¿a usted le parece?
-- Si a mí me parece, ¿qué?
-- Pues, hombre, agacharse a acariciar a un gato en plena calle, una figura de la radio como usted. ¡Si lo hubiera visto Rolando Hanglin!
--Le habría parecido muy bien. Es más, no sé si no se habría agachado él también para jugar un ratito con el gato. ¿Usted no sabe que Rolando ha tenido gatos y perros?
-- No me diga.
-- Sí, señora, sí le digo.
-- ¿Y a usted le gustan los gatos?
-- Sí, señora, mucho. También me gustan los perros. En general, me gustan todos los animales.
-- ¿Todos los animales?
-- Sí, todos.
-- ¡Qué barbaridad!
-- ¿Por qué?
-- Pues hombre, porque los animales, ya se sabe, con los animales; y las personas, con las personas.
-- No siempre, ni necesariamente. Animales como los caballos estuvieron siempre con las personas. Y bien que las ayudaron, no sólo en las guerras. Hoy día sigue utilizándoselos en zonas rurales. Las palomas mensajeras también estuvieron en contacto con el hombre en épocas pasadas, y le fueron de extraordinaria utilidad. Los perros permanecen a nuestro lado, y no sólo nos brindan compañía y protección; nos prestan otros servicios inestimables: son lazarillos, arrastran trineos, arrean ganado, ayudan a la policía en la detección de drogas y en otras tareas, ahora se los va a utilizar en Playa Grande, en Mar del Plata, como auxiliares de los bañeros...
-- Bien, ¿y qué perros le gustan a usted?
-- Los callejeros, sobre todo.
--¿Los callejeros, esos perros inmundos, llenos de pulgas, que andan siempre con los linyeras?
-- Si, esos.
-- Desde luego, tiene usted unos gustos muy particulares.
-- Si usted lo dice, señora...
-- Hombre, a la vista está.
-- Pues ya que estamos, señora, le voy a hacer otra confesión. También me gustan los linyeras. A lo mejor lo soy yo también algún día.
-- Pero, ¡qué dice usted, hombre de Dios!
--Lo que oye, señora. Fíjese: ha habido periodistas que antes fueron linyeras, como Jacobo Timerman, sin ir más lejos. El mismo lo recordó varias veces. Otros dejaron de ser periodistas por un tiempo y fueron linyeras, como Lolo Musladin, que vivía en las marismas del Río de la Plata con su fiel perro Boneco, que se convirtió en una estrella. Salió en la televisión, y todo.
-- Francamente, no lo veo a usted como linyera.
-- No sé si eso es un cumplido o…
-- ¡Es usted imposible!
-- No lo crea, señora, no lo crea…
(*) La plaza de Roberto Arlt está en la intersección de las calles Esmeralda y Rivadavia de Buenos Aires. Es una placita simpática, con profusión de árboles que dan flores rojas. También hay plantas verdes, violáceas y doradas. En ella conviven pacíficamente parejas de novios, gatos, palomas y gorriones. Mucha gente, sobre todo en primavera y verano, se reúne al mediodía a comer un “sandwich” -algunos se llevan una viandita- y luego se quedan un rato a tomar el sol. Un matrimonio viejecito se acerca todas las noches a dar de comer a los gatos.
© José Luis Alvarez Fermosel
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“La luz de la tarde es de raíz poética”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/la-luz-de-la-tarde-es-de-raz-potica.html)
miércoles, 28 de mayo de 2008
La luz de la tarde es de raíz poética

Los coches, las motocicletas, las ambulancias, la gente que sale de las oficinas.
El sol se va de puntillas dejando una claridad amarillenta, dulzona. A uno le viene la imagen, no sabe por qué, de una mujer joven y hermosa que fuera por el campo comiendo uvas.
La luminosidad ambarina, clara como un vino blanco joven, se irá espesando y tomará enseguida cuerpo y olor. Surgirá, de pronto, la mágica luz de la tarde, que nos rozará el ánimo cansino con la caricia de su aliento, que huele siempre a miel temprana.
Contemplo la tarde por el ventanal de un café, buen mirador. Pasa un anciano con chaqueta de “tweed”. Lleva dos perros afganos, uno castaño, el otro rubio.
A la caída de la tarde, los automóviles son góndolas en el asfalto.
Alguien pide un “bitter”, a mi lado. Hay en el café, entre otra gente, un señor mayor muy bien vestido. Frente a él, una joven rubia con pantalón vaquero y blusa azul.
Entra un chico moreno y delgado y va dejando en las mesas billetes de lotería. La suerte en la tarde.
Sé que tengo que irme, pero me quedo un rato más. Quiero detener el tiempo. Recuerdo a Eduardo Tijeras y coincido una vez más con él: la luz de la tarde es de raíz poética; así que todos los intentos para precisar su diluida fascinación resultarán vanos, como vano resulta explicar el olor del otoño o el sabor de un beso.
Avanzan unas nubes plomizas en el cielo gris. Es posible que llueva. De momento, la magia de la tarde está incólume. O sea, que pasa un ángel, que se establece una tregua.
En la tarde lenta y proustiana, cuajada de tonos color membrillo, uno ha cometido las mayores locuras de su vida.
De mañana, no. Las mañanas carecen de magia; son concretas, pragmáticas. Las mañanas son para ir de compras y hacer tiempo hasta que llegue la hora del vermú. Hablamos, claro, de las mañanas que empiezan a las once. Las que comienzan antes no son mañanas, son martirios.
Las tardes son para firmar la paz, todas las paces, incluida la paz con uno mismo; para quedarse solo en un café y no pensar en nada; para ver cómo cae el sol lentamente, como herido por la pedrada de un niño; para pasear por un bulevar elegante con árboles añosos y bellos.
La tarde, sobre todo su final, cuando pían como locos los pájaros pasionales del crepúsculo, es acariciante, balsámica, distiende y perfuma.
La tarde tiene, además, el aliciente de ser un compás de espera; un puente para la noche: esa reina bellísima y altiva de ojos de lapislázuli y larga capa de terciopelo azul marino, cabellos negros como el carbón y corona de zafiros, de la que uno ha estado siempre locamente enamorado.
La tarde es serena, dulce como una amiga que nos quiere en silencio. La tarde es soñadora y poética.
Los versos de Federico:
Tarde lluviosa en gris cansado,
Y sigue el caminar. Los árboles marchitos
Mi cuarto, solitario.
Y los retratos viejos
Y el libro sin cortar...
Chorrea la tristeza por los muebles
Y por mi alma.
Quizá
No tenga para mi Naturaleza
El pecho de cristal.
Y me duele la carne del corazón
Y la carne del alma,
Y al hablar,
Se quedan mis palabras en el aire.
Como corchos sobre agua
Sólo por tus ojos
Sufro yo este mal,
Tristezas de antaño,
Y las que vendrán.
Tarde lluviosa en gris cansado
Y sigue el caminar.
© José Luis Alvarez Fermosel
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“Jocunda, casi dionisíaca…” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/jocunda-casi-dionisaca.html
Jocunda, casi dionisíaca...

pasó por mi lado;
me dijo un requiebro que fue de mi agrado;
no quise mirarle, no fuera a azararle.
El me dijo: “¡Vida!, si tú me quisieras, igual que en la gloria quizás yo viviera…”.
Podía haber tarareado “in mente” el viejo cuplé al verme pasar por su lado, en el caso de que hubiera tenido la edad y la memoria suficientes como para recordar los viejos cuplés españoles de los años 20, que volvieron a ponerse de moda en los 60.
Pero era muy joven para acordarse del cuplé “Sus pícaros ojos”, que empieza diciendo: “Le vi por la calle, pasó por mi lado…”, uno de los más populares.
Además, yo no pasé por su lado. Ella estaba, precisamente, del otro lado, separada de mí por una vidriera de café y no miraba al exterior. Se concentraba en el bife, los dos huevos fritos y las patatas fritas que devoraba a dos (lustrosos) carrillos con una especie de desesperada sordina.
La gorda. Digo gorda así, categóricamente. Pero con la simpatía, el respeto y la ternura que me inspiran las gordas, al menos las gordas amables dadas a la broma, un poco maternales y proclives a reirse a carcajadas, lo cual hace que se muevan con simpático ritmo sus carnes rotundas.
La gorda comía en un café del centro de Buenos Aires, un poco pasadas las cinco de la tarde, o sea, la hora del té según los ingleses, que lo toman a las cuatro o a las seis.
La gorda era linda, como casi todas las gordas, aunque no tanto como la mulata estadounidense Queen Latifah –que trabaja, entre otras, en la película “Chicago”-. Tenía el pelo oscuro, ondulado y la piel tersa. No parecía tener más de 35 años.
Iba y venía la gente por la calle. Parejas jóvenes con niños. Jubilados que habían salido a tomar el sol tibio del otoño. Turistas brasileños. Unos japoneses que lo fotografiaban todo, como siempre. Algún adolescente con su mochila a la espalda y sus bermudas. Mujeres hermosas, todas. Si las mujeres argentinas no son las más lindas del mundo, por ahí andaba Garay, que dijo aquél.
La gorda, jocunda, casi dionisíaca, sin llegar a parecer una escultura de (Fernando) Botero, daba buena cuenta de su bife de chorizo, sus dos huevos fritos y una más que abundante porción de patatas fritas, acompañado todo por una botella de cerveza de tres cuartos de litro, de marca argentina, de la que se servía de tanto en tanto, teniendo muy en cuenta cómo tenía que hacerlo para que la espuma quedara a su gusto en el vaso.
No miraba furtivamente a su alrededor, la gorda. No tenía esa mirada oscura y huidiza del que tiene la conciencia intranquila, o de aquel que se reconcome por haber transgredido alguna regla de oro o haberle jugado a alguien una mala pasada. Tampoco estaba haciendo ningún régimen para adelgazar, o en caso afirmativo se lo saltaba alegremente a la torera sin ningún remordimiento.
La gorda me cayó bien. Entre otras cosas por su medalaganismo, su espontaneidad y la claridad que trasuntaba la mirada de sus grandes ojos castaños.
Mientras tanto, trasciende que la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición acordó con los organizadores de la Semana de la Moda en Madrid prohibir desfilar a modelos excesivamente delgadas. Ninguna de ellas que tuviera un índice de masa muscular menor de lo establecido pudo hacerlo.
Cinco de las modelos participantes en la Semana de la Moda de Madrid no pudieron acceder a la pasarela. No se habían sometido a un reconocimiento médico, lo cual parece que se va a hacer obligatorio a partir de ahora, no sólo en España sino también en Italia, para ser precisos en Milán.
Que me perdonen los dietólogos, los nutricionistas y los cirujanos plásticos especializados en reducir corpulencias, pero ya va siendo hora de que las gordas tengan su lugar en el mundo -¿se acuerdan de la película de Adolfo Aristarain?-, un lugar que puedan ocupar manteniendo la cabeza alta, el busto desafiante y la popa como un pandero, ¡pues no faltaba más, oiga usted! A ver si vamos a andar ahora con pequeñeces y cicaterías.
Si el sur también existe, como se repite con una machaconería que ya aburre, las gordas también; y no tienen por qué esconderse sino, al contrario, deben echarse a las calles y recibir piropos para gordas, no groseros, desde luego: ya como mucho del estilo de “¡…eso es carne y no lo que echa mi mujer al puchero!”.
La esposa de un sastre que tuve yo en mi Madrid natal hace muchos años sostenía que “más vale agarrarse a una mujer que a un palo”. Si uno decide poner en práctica tan sabia recomendación, lo mejor es agarrarse a una mujer que esté bien lejos de parecerse a un palo.
Una mujer como la gordita de la cafetería, que cobraba fuerzas a base de buena carne argentina, huevos fritos, patatas fritas y cerveza, una estupenda combinación no apta para personas flacas, biliosas, tilingas, anoréxicas o sometidas a drásticos regímenes de adelgazamiento y, por tanto, casi siempre agrias y malhumoradas que no nos alegran precisamente las pajarillas del alma, sino todo lo contrario.
© José Luis Alvarez Fermosel
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“Gente que pasa II” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/gente-que-pasa-ii.html)
lunes, 26 de mayo de 2008
Gente que pasa (II)

Veo un señor y una señora muy mayores –él con el pelo blanco y una barba del mismo color, muy cuidada-. Cada uno lleva dos grandes bolsas de supermercado. Se ve que han estado haciendo compras.
Un señor de traje gris, muy elegante, pasa comiéndose con delectación un helado de cucurucho. Una pelirroja de buen ver con un niño en brazos. Una viejecita con pantalones vaqueros y un gran perro atigrado.
Un muchacho con camisa blanca a rayas azules horizontales, como las de los marineros, renguea y se ayuda para caminar con un bastón. Lleva gafas. Se sienta en uno de los dos bloques de cemento que hay frente a la cristalera y escribe en un cuaderno de hojas tamaño oficio hasta que se cansa y se va.
Una rubia madura con gafas negras y aires de Sharon Stone –iba a escribir Greta Garbo: ¡qué antigüedad!-.
De pronto, una escena preciosa: una madre y su hija apenas entrada en la adolescencia, ésta última con uniforme de colegiala y una mochila a la espalda, se funden en un estrecho abrazo. ¿Habrán estado algún tiempo sin verse? ¿Se abrazarán así siempre que se encuentran? De cualquier manera, ¡qué Dios las bendiga!
Una viejecita rubia nos muestra un recorte de diario con un título que dice: “Todos los perros van al cielo”. Luego se sienta ella también en uno de los cuadrilateros de cemento, saca una campera que lleva en un carrito con compras, al parecer, y se la pone. Se ve que en la calle hace fresco. Después saca un suéter color violeta y unas cuantas prendas más. ¿Venderá ropa? ¿La habrá comprado en alguna de las ferias americanas que hay en el barrio?
A las seis menos cuarto, cuando ya estamos en el último tramo del programa, pasan dos hombres, cada uno de ellos con una larga viga de madera al hombro.
Coches, motos y bicicletas todo el tiempo.
Un muchacho con “jeans”, buzo gris y una gorra de beisbolista, juega con un enorme perro negro y da gusto verlos, la nariz del chico contra el hocico del perro, que no deja de mover la cola.
Pasa una chica con una raqueta de tenis bajo el brazo. El señor de todas las tardes, de pelo y bigote grises, que lleva –probablemente a un bar de las inmediaciones- una cantidad considerable de manteles rojos y servilletas blancas-. Un chico con una camisa negra y un rosario bordado en blanco sobre la pechera.
Colegiales en torno a un cachorro de perro siberiano de ojos azules, que hace toda clase de monerías. Una chica de rojo violento con una bicicleta de juguete bajo el brazo.
Un día, a las cuatro y veinticinco de la tarde, por mi reloj, se hizo de noche. La calle se convirtió como por arte de birlibirloque en un gran manchón negro. Al cabo se tornó de un gris oscuro, un tanto ominoso, y se mantuvo así, asemejándose a un paisaje crepuscular de Edward Hopper.
Dos palomas, una al lado de la otra, sobre un cable del tendido eléctrico. Una abuela con dos nietos, uno de la mano y otro en un cochecito. La pareja de viejecitos de todas las tardes, que siempre saluda.
Un señor pobremente vestido que lleva en la cabeza una boina negra, de rala barba gris, se sienta en el consabido bloque de cemento, escucha nuestro programa por una pequeña radio portátil y nos mira. No es mal entretenimiento. Casi es como ver televisión al aire libre. Después de un rato se va. Viene todos los días. No tiene hora fija, eso sí.
Todos parecen buenas personas, gente de barrrio como la que se ve en el subte o en los colectivos.
Es gente que pasa.
(1) Me he tomado la libertad de meter a los perros entre la gente, ya que por lo menos son tan buenos como las buenas personas y en muchos casos mejores que muchos seres humanos.
© José Luis Alvarez Fermosel
16-04-2008: “Gente que pasa”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/04/gente-que-pasa.html)
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sábado, 24 de mayo de 2008
Hombre con mariposa

Una rara mañana de otoño, calurosa y pesada. Tránsito rodado incesante. Gente circulando con expresión preocupada.
Había un no sé qué pesado, tedioso, en el ambiente recalentado. El duro suelo gris bajo los pies. Un cielo congestionado e irritante.
De pronto lo vi casi a mi lado, a la derecha. Estaba allí, esperando como todos que el semáforo le permitiera cruzar la calle. Era un hombre de estatura media, rechoncho. Estaba casi calvo y tenía un rostro vuigar, asimétrico. Llevaba un traje azul marino, brillante ya por el uso excesivo, y una camisa clara sin corbata, con el cuello abierto. Me fijé en todos estos detalles después de haber visto, en primer lugar, lo más caracteristico, distintivo e insólito de ese hombre corriente, sin el menor toque de rareza, originalidad, brillantez ni nada especial ni diferente: tenía una mariposa posada sobre su hombro izquierdo.
La cosa no tenia mucho de particular, considerando que la mariposa pudo haber venido volando desde el jardín interior de alguna casa de las cercanías, o de un árbol no lejano, y posarse en el hombro de aquel caballero como se podría haber posado en cualquier otro lugar. Lo curioso es que la mariposa en cuestión parecía encontrarse muy a sus anchas en el refugio temporal que había escogido para descansar, o sencillamente para mirarnos a todos desde un lugar seguro.
La mariposa mantenía las alas juntas y de tanto en tanto las desplegaba, y luego las volvía a cerrar. Así comprobé que era más bien grande y de un delicado color azul lavanda.
Cuando al fin cruzamos la avenida y empezamos a caminar todos para ganar la acera de enfrente, el hombrecillo era quien más vivo llevaba el paso y, además, cada tanto levantaba los hombros con un movimiento, no diría yo que convulsivo pero con características de tic nervioso. Sin embargo, la mariposa seguía ahí, sobre su hombro, tan ricamente, abriendo y cerrando las alas cada dos por tres.
La mariposa del hombre de la avenida, que caminaba ahora a grandes trancos por la calle Esmeralda, no tenia nada de atemorizador, sino todo lo contrario. Inspiraba una suerte de tranquilidad y, desde luego, alegraba la vista, hermosa y azul como una flor de jacarandá.
Seguí a la mariposa y a su amo, por asi llamarlo, durante un buen trecho. Al final ambos doblaron por una calle lateral y yo continué mi camino, no sin hacerme antes una serie de preguntas.
¿Por qué eligió la mariposa, tan bella, tan elegante, tan original, a un señor que era exactamente todo lo contrario para aquerenciarse, aunque tal vez temporalmente, en su hombro forrado de barata y lustrosa sarga azul? ¿Había un simbolismo, un significado oculto, tal vez esotérico en esa conjunción urbana hombre-mariposa? ¿Llevaba el hombre, en realidad, la mariposa puesta porque la tenia en su casa, como quien tiene un perro y la sacó a dar un paseo ? ¿Era la mariposa algún espíritu puro -o impuro- que se había posesionado del anodino viandante, sabe Dios, o el diablo, para qué misteriosos fines?
Jamás lo sabremos.
© José Luis Alvarez Fermosel