miércoles, 27 de agosto de 2014

Pequeñas causas determinan a veces grandes efectos



Iba yo un día en automóvil por una carretera de Castilla. De pronto me topé –no literalmente, no choqué- con un carro tirado por un caballo.
El carretero había parado el carro, se había puesto al costado del caballo y le estaba apaleando brutalmente.
Di marcha atrás, frené, salí del auto, me situé al lado del energúmeno y detuve su bárbara práctica, no sin pensar que tal vez escogiera una nueva víctima y me moliera a palos a mí. No lo hizo, tuve suerte.
Le pregunté que por qué pegaba al pobre animal con tanta saña. Nos enredamos en una conversación surrealista a más no poder y al cabo me dijo que seguramente le había sentado mal el chorizo que comió en una venta, kilómetros atrás. Del chorizo al palo. Hispánico, brutal, irracional.
¿Qué le habrá dicho a Nietzsche el cochero en la misma, o parecida situación?  (1)
Lo de Carlos Marx fue cuestión de forúnculos. Las pequeñas, y raras causas determinan a veces grandes y no menos raros efectos.
Hay que leer detenidamente el artículo “Los forúnculos de Marx”, del médico y escritor Omar López Mato, publicado en el diario Perfil el 23 de agosto de 2O14.

(1) Nietzsche vio una vez en una calle de Turín a un cochero que estaba maltratando su caballo. Rodeó el cuello del equino con sus brazos y rompió a llorar, diciendo “Mutter ich bin dumm” (Madre, soy tonto). Poco tiempo después perdió el habla y la consciencia hasta su muerte en el cambio de siglo, en 1900.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

lunes, 25 de agosto de 2014

Fría y rígido



Pues señor, había una vez, allá por los tiempos de María Castaña, un matrimonio rico y mal avenido.
El marido planeó en una oportunidad, a pesar de que tanto él como su mujer gozaban de buena salud, encargar las lápidas de las tumbas de los dos antes de que abandonaran este valle de lágrimas.
Su mujer no se opuso y el trabajo se encargó y se puso en marcha.
En la losa correspondiente a su mujer, el marido hizo grabar el siguiente epitafio: “Aquí yace Fulana de Tal, por fin fría”.
La esposa mandó a su vez a los operarios tallar en la lápida de su marido: “Aquí yace Mengano de Cual, al fin rígido”.

© J. L. A. F.

domingo, 24 de agosto de 2014

¡Se vende!



Caminaban por una calle de Cádiz, de madrugada, con mucho viento en las velas, es decir, con varias copas de más, el Beni y su compadre: dos flamencos gaditanos de pura cepa (1).
Vacilando, por no decir dando tumbos, llegaron a la casa donde nació José María Pemán (2).
Se quedaron leyendo la placa: “Aquí nació el ilustre escritor…”, etc., etc.
El compadre, después de leer con atención, preguntó al Beni: “Compadre, cuando yo me muera, ¡qué pondrán en mi casa?”.
El Beni sentenció: “¡Se vende!”.

(1) Cádiz es una ciudad y municipio español de la provincia andaluza de Cádiz, situada al suroeste de la Europa continental. Posee un importante patrimonio artístico y alberga plazas, jardines y paseos de gran belleza. Fue bautizada por Lord Byron como Sirena del Océano y se la conoce popularmente como la Tacita de Plata.
(2) José María Pemán (1897/1981), novelista, poeta, dramaturgo, ensayista y guionista español. Destacó por su poesía y sus comedias de ambiente andaluz. Se significó por su conservadurismo católico. En la fachada de la casa en que nació (Isabel la Católica,12, de Cádiz) hay una gran lápida con una figura alegórica y su busto en bajorrelieve en bronce.

© J.L.A.F.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Al compás



Bajé a la recepción del hotel y pedí mi caja de seguridad.
Estaba en Miami, en un tiempo raro, como el mundo que se menciona en una canción. Había nubes de color rosa y amarillo en un cielo pálido. No hacía frío ni calor.
Me trajeron la caja de seguridad que había alquilado para guardar en ella un puñado de dólares.
La llave, en mis manos pecadoras, no abría la caja. Carezco por completo de habilidad manual. “You’re all thumbs” (eres un manazas), me dijo una vez un amigo norteamericano, y tenía razón.
Se llamó al encargado de las “boxes” del hotel, que llegó enseguida, tomó delicadamente la llave que yo le tendía y, con un floreo, se dispuso a abrir el tozudo receptáculo. Hay que saber. El hombre dio vueltas y más vueltas a la llave rebelde, con fuerza, con suavidad, siempre con maestría. Sabía abrir cajas, pero no pudo abrir la mía.
Hubo que llamar a un cerrajero supuestamente conocedor de toda clase de cajas fuertes, incluso las pequeñas, como las de los hoteles: las que hay en las habitaciones y las de la recepción, donde estaba la mía.
El especialista trabajó durante más de media hora. La caja permaneció cerrada a cal y canto.
Vino otro cerrajero, portando una pavorosa herramienta que parecía una de esas sofisticadas ametralladoras que se ven en las películas de ciencia ficción.
Empezó a  horadar lo que se había convertido en un féretro para mis dólares muertos.
Enterado de la situación, vino uno de los gerentes del hotel, por lo menos a hacer acto de presencia. En seguida se le unieron unas cuantas personas que, evidentemente, no tenían  nada mejor que hacer. Siempre pasa lo mismo.

El baile de los ancianos

Como me pareció que la cosa iba para largo, decidí dar un paseo por el vestíbulo del hotel, que era enorme. Un sol pálido, tamizado por los visillos de grandes ventanas rectangulares, largas y estrechas, resbalaba por el suelo moquetado de gris.
De uno de los salones venía una musiquilla ratonera, entre “country” y metálica.
Conforme iba avanzando, la musiquilla se acercaba, de modo que me dediqué a abrir las puertas de los salones cerrados y echar un vistazo a su interior. Me interesaba más el oculto chán chán que el chirrido de la broca perforando la caja fuerte.
Al abrir la puerta del tercer salón y asomarme, la música me golpeó. De ahí venía.
Varios ancianos y ancianas, casi todos con “jean” y zapatillas deportivas, alguno con traje, bailaban desparramados por el salón, bajo una cruda luz de neón que tornaba fantasmagóricamente rutilantes sus rostros y sus manos.
La sala no olía a “pequeño león”, que dijo Paul Morand, sino a flores a punto de marchitarse y a gente apiñada en un lugar cerrado.
Predominaba esa emanación a ropa de lana sudada, guardada con otras prendas intensamente perfumadas en un armario durante mucho tiempo y vuelta a sacar a relucir, que es un componente de ese indefinible olor dulzón de la vejez.
Los viejecitos ralentizaron su paso de baile y me miraron. Recordé una página de “El extranjero”, de Camus, en la que se hace una vívida descripción de los ancianos que concurren al velatorio de la madre del protagonista, Meursault, que ha muerto en un geriátrico. “Me llamaba la atención no ver los ojos en los rostros, sino solamente un resplandor sin brillo en medio de un nido de arrugas”.
¿Qué música les haría recordar esa otra que no bailaban ya con zapatos de charol? ¿Los llevaría a otros bailes, a otras parejas, a otros tiempos? ¿Mirarían aún la vida con los ojos sin resplandor que citaba Albert Camus? ¿Qué vitalidad, qué empeño les impulsaba a bailar la danza de las horas en una sala de un hotel cualquiera de Miami Beach? ¿Recordarían algo lejano y hermoso que fue propiedad de ellos un día?
Quizás danzaban sin darse cuenta, también ellos, por no tener cosa mejor que hacer. Arrastraban lentamente los pies al compás de una música distinta de la de aquellas canciones románticas de sus verdes años.
Daba lo mismo quienes eran. Estaban todavía. Las voces sin palabras. El sueño que no viene. La primavera que se fue. Rescoldos. Recuerdos. ¿”La vie en rose”? La vida en sepia. El negativo de la foto.
Pero ellos bailaban, y si bien no parecían muy felices, tampoco se los veía desgraciados. Estaban dando su fe de vida. Era una fe ya débil, como un eco de otra fe. Débil y lejana, casi como la fe de quien no cree que la vida se le va, sino que él es el que se va.
El tiempo ha pasado borrando los colores, dejándolo todo bocetado en blanco y negro. Quizás esos viejecitos buscaban, al compás, los colores perdidos, emboscados en el jardín de la edad.  
De pronto, escuché un chasquido de aplausos. ¿Cómo, os aplauden, todavía os aplauden? ¿Quién? ¿Dónde? ¿Por qué?
Pero nadie aplaudía a los viejecitos danzantes. El pequeño grupo de gente congregado ante mi caja de seguridad celebraba con aplausos el hecho de que los cerrajeros, al fin, habían podido abrirla.  Mis dólares volvieron a la vida. 
Cerré la puerta de la sala y me dirigí al la recepción. Seguramente, los ancianos volvieron a enlazarse y a mover despacito los pies, calzados con juveniles zapatillas deportivas, al compas de la ratonera musiquilla.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 19 de agosto de 2014

Por el barrio



Salgo a caminar, no por la cintura cósmica del sur, como reza una canción panamericana.
Voy a la calle, repitiéndome “in mente” que en la calle está la verdad, aunque no voy en esta ocasión en busca de la verdad.
Un áspero viento barre los restos de la tormenta de la madrugada. El cielo se aclara. Al sol le cuesta trabajo imponerse. Un coche de bomberos, con su dotación, parado junto a una parrilla. Pregunto:
- ¿Dónde está el fuego?
- En ninguna parte –me responden-. Fue una falsa alarma.
- Menos mal.
Me encamino hacia la avenida. Una señora con un gran perro negro. El perro me pone las patas delanteras en el pecho y me lame la nariz. Juego un rato con él. La señora sonríe. Al cabo, se lo lleva casi a rastras.
Los árboles estremecidos. Los carteles publicitarios. Un negro altísimo cargado de carteras de señora que seguramente vende, o intenta vender en las cafeterías, si es que le dejan.
Un restaurante con nombre inglés. Mujeres con aire abstraído y niños de la mano, éstos con sus mochilas a la espalda: es la hora de la salida de los colegios.
Una tienda enorme, un bazar con dos grandes vidrieras a la calle cierra sus puertas después de casi cien años de vida y liquida todas sus existencias, según puede leerse en una nota adherida al vidrio de un escaparate.
Una chica del barrio que dice que es veinteañera expresa, con bellas palabras, su tristeza en una carta pegada al lado de la otra.
“Por razones de edad no conocí el bazar desde sus primeros tiempos, pero cuando lo cierren me dará mucha pena, por la gente que lo pierde y porque es algo del barrio que desaparece. Tal vez pongan en su lugar una pizzería, o una tienda de ropa barata”, se lamenta la joven clienta.
Alguien quiere comprar, y lo dice en un papel arrollado y pegado a un poste, baldosas, azulejos, cerámicas… ¡e inodoros!
Se ha perdido un caniche de tres años que responde por Tony, se lee en otro aviso.
Tomo un taxi. El conductor está escuchando un fragmento de Tristán e Isolda.
- ¿Le gusta Wagner? –pregunto, como si no estuviera claro.
- ¡Me encanta! ¿Sabe que hace poco hizo más de doscientos años que nació?
- Creo que nació unos años después de 1800.
- El  22 de mayo de 1813, exactamente. Y murió el 13 de febrero de 1883.
¡Sobresaliente, diez, felicitado!

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 12 de agosto de 2014

El cuarto de gallina



El cuarto de gallina fue algo así como una panacea en España, en una de las hambrunas que nos flagelaron.
Los médicos se lo recetaban a las parturientas para que se repusieran, a los niños que convalecían de una bronquitis y a los ancianos caquécticos en el día de su cumpleaños, a fin de darles una última alegría gastronómica, antes de que se fueran al otro barrio.
Es posible que los galenos llegaran a creer que el cuarto de gallina tenía propiedades terapéuticas. A ellos se les regalaba una gallina por Navidades, en una suerte de agradecida reciprocidad subconsciente. La gente de menos posibles cumplía con un besugo envuelto en papel de plata.
El cuarto de gallina era carísimo. No había gallinas en Madrid, o había muy pocas.  Apenas se veía en alguna de las llamadas pollerías de las afueras un pollo tan caquéctico como los ancianos que citamos antes, colgado por las patas con la cresta para abajo.
El cuarto de gallina se asaba al horno con un poco de aceite, o mantequilla –es decir, margarina- un casco de cebolla y un chorrito de vino blanco, si es que había vino, blanco o tinto.  
Las autoridades gubernamentales exhortaban a la población suburbana y al campesinado a criar gallinas que mandar luego a los centros urbanos, a ver si por lo menos algunos de sus pobladores podían comerse un cuarto de gallina de vez en cuando, y no como un remedio, o elemento reconstituyente.
Pasaron los años, sacamos la panza de mal año y las gallinas y los pollos pudieron comprarse en todas partes: estos últimos, enteros y bien cebados, se comían en cualquier momento, sin ninguna prescripción, ni de médicos, ni de dietistas, ni de nadie.
Los ancianos ya no eran más ancianos, ni mucho menos caquécticos, sino orondos caballeros de cierta edad que llevaban a sus nietos a pasear al parque los domingos por la mañana. Luego se iban a tomar el aperitivo a un bar de moda y terminaban almorzando pantagruélicamente en casa de sus hijos.
Los pollos, más que el pavo yanqui, se servían en la Nochebuena, enormes, con la piel tirante y tostada, jugosos, con una guarnición de patatas a la española, o al horno.
No había cocido, o puchero, fuera donde fuera, que no tuviera incorporado su cuarto de gallina hervido, de carne prieta y blanca.

Las gallinas de Enrique IV

Parecidas preocupaciones relacionadas con las gallinas, sólo que mucho antes, tuvo Enrique IV, quizás el más popular de los reyes de Francia, hombre jovial y amante de los placeres de la buena mesa.
Preocupado por el destino de su pueblo, le dijo un día al duque de Saboya: “Si Dios me da vida, haré que no haya un solo campesino en mi reino que no tenga una gallina en su cacerola el domingo”.
¡Una gallina entera! Claro que entonces, en 1594, todos los corrales de Francia estaban repletos de gallinas. Pocas había en los corrales de España, bien entrado ya el siglo XX.
A Enrique IV se le debe, en otro orden, la realización de grandes obras arquitectónicas. Amplió el palacio del Louvre, construyó el Pont Neuf sobre el Sena, el primer puente de piedra de París. Su mejor logro fue la Place Royale, la actual Place des Vosgues.
Enrique IV construyó también el futuro al suscribir el tratado de Nantes en 1598. Ese texto capital y federativo marcó el fin de las guerras de religión y fue el símbolo de la tolerancia.
Como los gansos del Capitolio, aunque por otras razones, entró en la historia la doméstica y simpática gallina de blancas plumas y cresta roja, con sus ojillos vivaces, a la que vemos alguna vez al pasar en coche por una granja, picoteando sus granos de maíz: por menos o por más, escaseando fraccionada en cuartos en España y entera y verdadera en cacerola en Francia.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 5 de agosto de 2014

De botas e ideologías



Como lamentablemente perdí hace años mi monografía La Psicología de la Apariencia -con copia y todo-, y no me acuerdo de casi nada de lo que escribí entonces, acudo a Francisco Umbral para que me ayude con su Belleza Convulsa, en la que dice que el atuendo influye en las ideologías.
Creo que yo decía lo contrario, o sea que las ideología influyen en el atuendo.
Umbral revela que en un momento de su vida sustituyó los zapatos por las botas, en un gesto considerado progresista, ya que los zapatos se habían quedado señoritos.
El polígrafo vallisoletano (1) planteaba la influencia de la vestimenta en las ideologías, sosteniendo que “(…) el revolucionario, el progresista, el disconforme, el ácrata se visten de una determinada manera por rechazo y asco del uniforme burgués, eligiendo otro uniforme –pana, lana y cuero-“.
Cuando la policía, el Estado –cualquier Estado- cataloga a los individuos según la ropa, uno queda constreñido en su guardarropa y es sólo el producto de su armario, no de una doctrina, unos libros o una revolución, a juicio de Paco Umbral, quien remachaba que entonces es cuando se consagran el cuero y la pana como el atuendo de los ángeles.
Uno recuerda al ex presidente español Felipe González –del Partido Socialista Obrero Español (PSOE)- con su eterna chaqueta de pana amarilla, que no se sacaba ni para dormir hasta que su asesor de imagen –que se apellidaba Feo-, se la quitó y a él le mandó a un sastre. Felipillo, como le llamaban, no fue menos socialista de traje y corbata.
El hábito no hace al monje, pero le ayuda bastante, lo mismo que un grano no hace granero, pero ayuda al compañero.
A estas alturas yo no creo que las ideologías tengan que ver con la indumentaria, sino con el gusto, que puede ser bueno o malo y con el sentido del ridículo, que puede tenerse o no.
Un muchacho vestido con “jeans” y parka, con sus zapatillas deportivas y su mochila a la espalda, que va al colegio, a trabajar o a encontrarse con su novia o sus amigos queda bien, está adecuadamente vestido para lo que tiene que hacer. Su atuendo tiene que ver más con lo práctico, con lo funcional que con la moda y, desde luego, con la ideología.
Ir a recoger un premio en una fiesta de noche en un gran salón con camisa abierta hasta la mitad del esternón, “jeans” y ojotas no nos parece muy ortodoxo.

La moda del feísmo

Un parlamentario, un ministro, un canciller con traje bien cortado, pero los pantalones ajustados como calzas y con más arrugas que un acordeón, camisa de vestir con el cuello abierto y sin corbata y zapatos enormes que terminan en punta, ligeramente levantada, no está vestido con propiedad y en su afán por seguir una moda basada en el feísmo está haciendo el ridículo, cualquiera que sea su ideología, según el concepto que tengo yo del ridículo, claro está.
El literato español Gerardo Diego, doctor en Filosofía y Letras, catedrático de Lengua y Literatura, Premio Nacional de Literatura, premio Cervantes compartido con Borges, miembro de la Real Academia Española hubiera sido reprobado en Estética (2). Lucía siempre trajes color ratón muy estrechos y calcetines cortos, flojos, caídos y marrones.
Hablando de calcetines, recordemos –aunque este papelón no tuvo nada que ver con moda alguna- al ex presidente del Banco Mundial, el estadounidense Paul Wolfowitz, que invitado a visitar la mezquita de Selimiya en Estambul, al descalzarse para entrar, según el rito musulmán, mostró ambos calcetines agujereados, y al parecer no muy limpios. El aseo, la pulcritud, la buena apariencia no son exclusivas de conservadores, ni de progresistas.
Presidentes de países socialistas y los miembros de sus comitivas dan ejemplo de cómo presentarse en reuniones internacionales. No se sabe de ninguno que haya caído en desgracia ante el pueblo, a su regreso a su país, por haber sido visto fuera de él vestido con traje,  camisa con gemelos en los puños, corbata y zapatos negros relucientes.
Volviendo a las botas, que por ahí empezamos, en eso sí que Umbral y yo coincidimos siempre.
“Mido uno ochenta y siete, pero creo que, precisamente, somos los hombres altos quienes debemos potenciar nuestra altura. A un enano no le conviene nada ponerse tacones de cinco o diez centímetros”, decía el escritor, para quien las botas de media caña, negras, terminan la figura con mejor base “(…) porque la debilidad estética del hombre está en unas canillas delgadas, pero no esbeltas, entre el vuelo del pantalón y la escasa arrogancia del zapato”.
Yo mido uno ochenta y dos y también uso botas, aunque cada dos por tres el pantalón se me engancha en el borde, se me sube hasta la mitad de la bota y tengo que agacharme para ponerlo en su sitio, o tirar de él desde la cintura.
Una vez tropece con no sé qué con la puntera de una bota en una calle hecha pedazos y me caí de bruces. Menos mal que atiné a extender ambas manos y frené el impacto de la caída.
Cuando llueve es conveniente llevar botas especiales, más gruesas y con la suela de goma. Las botas de vestir deben ser de tafilete, por evitar todo efecto campesino, rural o ecuestre y, porque como también decía Paco Umbral, “las arrugas del tafilete son bellas y hasta elegantes”.
Son detalles, o aspectos parciales de algo. Los mil detalles que trae la vida cotidiana son los que a la larga imprimen un carácter determinado.

(1) De Valladolid, provincia del noroeste de España
(2) La Estética, llamada también teoría del arte, es una rama de la filosofía relacionada con la belleza y la fealdad. Su definición se debe al filósofo alemán Gottlied Baumgarten.

 © José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

viernes, 1 de agosto de 2014

Jorge: ya no podremos tomar ese café...



Murió Jorge Jacobson a los 78 años de un ataque al corazón en Buenos Aires.
Almorzaba  con hijas y nietos en un restaurante de la barriada porteña de La Recoleta.
Con él se nos va otro colega todo terreno, que trabajó en la mítica Crónica de Héctor Ricardo García y en otros medios gráficos y luego pasó a la radio y a la televisión, donde dejó muestras de su buen saber hacer, de su instinto periodístico, su fenomenal habilidad para captar la noticia, procesarla, redactarla y venderla. ¡Sabía hablar, además! ¡Se le entendía!
Entonces se hacía así. Las primicias, las exclusivas tenían mucha importancia, lo mismo que otros temas –no ya la política, la economía, el faranduleo huero y el fútbol-.
Nuestros jefes de redacción nos hablaban y no terminaban de las notas de vida, de interés humano, de las llamadas notas de color, de las entrevistas a los viejos ídolos, de la instantánea, del aguafuerte y, en materia de opinión del fondo –el artículo de fondo-, del editorial –no la editorial, como se dice ahora-.
Jorge era de los que no vacilaba en entrar por la ventana o disfrazarse de camarero, con tal de conseguir la noticia, o por lo menos la foto y si no lograba la entrevista, contaba como era el personaje y describía el ambiente con unos pocos trazos  impresionistas. Válido.
Era bueno, tenía un sentido del humor soterrado que parecía propio de gallegos. Solía decírselo y él se reía, un poco para dentro.
Fuimos amigos, caíamos bajo algunos denominadores comunes, como el amor a los animales. El tenía un gato recogido en la calle de recién nacido, con unas orejas enormes, a quien llamaba Alfredo. Tenían una relación maravillosa. A Alfredo no le faltaba más que hablar.
Trabajamos juntos en la misma radio –en programas diferentes-, nos cruzábamos por los pasillos, él siempre con prisas porque tenía que ir al canal.
El corazón le dio un día un zambombazo y lo internaron. Fui a verle. Me lo agradeció siempre.
La última vez que lo vi iba a entrar en su coche. Charlamos unos pocos minutos. Iba a llover. Ya no podremos charlar más, ni tomar juntos ese café que siempre nos prometíamos.
Se nos ha ido otro reportero de la vieja guardia. Y un excelente amigo.

© José Luis Alvarez Fermosel