lunes, 30 de junio de 2014

El caballero del perrito



El caballero camina con firmeza y no sin cierto garbo por el barrio elegante en la tarde medio nublada.
El sol se abre paso por entre las nubes y sus rayos imprimen a las baldosas del pavimento un raro color azul, un azul mineral, antipático.
Alto, derecho, esbelto, el caballero viste ropas deportivas, de tonos claros.
Lleva un perro de lanas gris, pequeño y juguetón, sujeto por una larga cuerda trenzada que permite mucha autonomía al animalito, que a veces se detiene. Entonces el señor tira del cordón y el can reanuda su marcha.
El estrépito del tránsito rodado. Llora un niño. Ladra un perro, otro perro que no es el del caballero.
De pronto, el fragor remite un tanto y entonces puede escucharse el trino de los oscuros pájaros del crepúsculo desde las copas de los árboles, la mayoría de los cuales perdió ya sus hojas, pues ya empezó el invierno en el hemisferio sur, un invierno que parece que va a ser muy frío desde el principio.
Luce el señor su cabellera oscura, salpicada de canas, un poco larga pero prolija. Tiene cierto garbo y un aire distinguido de aristócrata, con esa pizca de discreción y rigidez que parece exclusiva de los diplomáticos de carrera.
El caballero se para ante la fachada de un edificio antiguo. El perro se sienta, su amo saca unas llaves del bolsillo de su pantalón color marfil, abre la puerta con una de ellas y entra en la casa.
Se ha levantado un vientecillo que arremolina las hojas caídas de los árboles. El cielo se nubla del todo. En cualquier momento empezará a llover.

La dama del perrito

“La dama del perrito” es un cuento del escritor ruso Anton Chéjov (1860-1904), publicado en 1899 en la revista Pensamiento Ruso. Del cuento se hicieron dos películas: una rusa –con el mismo título-, en 1960, dirigida por Josif Heibitz y protagonizada por Aleséi Bataló e Iya Sávvina. Ganó la Palma de Oro a la mejor película en el Festival Internacional de Cine de Cannes.
La otra, de Nikita Milkhalkov, fue filmada en 1987 con el título de “Ojos negros” y con Silvana Mangano y Marcelo Mastroianni en los primeros papeles.
En teatro, en versiones libres, “La dama del perrito” se representó en las salas más importantes del mundo. No hay actriz –de las que no la hicieron, que no son muchas- que no sueñe con interpretarla.
La obra sirvió también de guión a multiples versiones artísticas interdisciplinarias.
Un dato curioso: el perrito de la dama era un Pomerania. Creo que el del caballero tiene algo de Griffon.
Siguiendo a Chéjov, podría intentarse escribir un cuento titulado “El caballero del perrito”.
Por lo menos, los principales personajes ya están presentados.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 28 de junio de 2014

Farewell, dear Dereck



Hablaba perfectamente español con un ligero acento inglés. Hablaba y escribía los dos idiomas con tal corrección que era un placer escucharle y leerle en ambos.
Esa faceta idiomática, cultural, suya; su físico imponente y su barbita entrecana a lo Van Dyck eran lo que le peculiarizaba en un primer vistazo.
Luego uno no podía dejar de convertirse en amigo suyo, compartir el champán –merecido en la victoria, necesario en la derrota- y admirar su crónica gastronómica, de la que era un maestro; y de la crítica también, aunque la administraba con sordina.  
Nos referimos a Dereck Foster, periodista, “gourmet” y “gourmand”, por sobre todo hombre bueno y poseedor de un magnífico sentido del humor, entre otras virtudes de la inteligencia y del alma que si las consignáramos aquí una por una nos faltaría espacio.
Dereck Foster ha muerto y “The Buenos Aires Herald” ya no será el mismo, ni el bar del hotel Plaza recogerá los ecos de su risa sincopada al atardecer, cuando todos los gatos son pardos.
Fue uno de los pioneros de la crítica de la conversión de comidas en manjares y de la elaboración de vinos; en lo que respecta a los últimos dio más de una vez en el clavo cuando no todos los que hablaban del tema lo hacían con verdadero conocimiento.
Pero, eso sí, opinó siempre con humildad y nunca ofendió a nadie, como hicieron otros.
Le despedimos con gran tristeza. La memoria dolorida evoca muchos buenos ratos pasados en su compañía, en hoteles y restaurantes de todas las estrellas y en tascas de vinazo y moscas.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 25 de junio de 2014

Volvió el feísmo



En una época lejana los sastres baratos de París eran casi todos polacos. Que fueran baratos no quiere decir que fueran malos. Muchos funcionarios de la Policía Judicial y de su rival, La Sureté, se vestían en sus tabucos de la orilla izquierda.
La Sureté estaba llena de corsos. Casi todos eran bajitos, llevaban bigote con guías y una sortija con un brillante (falso) en el dedo anular de la mano izquierda.
En Madrid, muchos zapateros remendones eran gallegos. El nuestro era un hombre todavía joven, alto, de ojos azules, que se parecía mucho a Bing Crosby. El lo sabía, porque aunque no iba al cine porque no tenía tiempo ni dinero que gastar en diversiones, se lo habían dicho las empleadas domésticas, que sí iban a los cines de barrio con amigas algún día entre semana por la tarde.
Cuando iban los domingos con sus novios a las salas donde daban dos películas, no se enteraban de ninguna de las dos, desde la última fila en la que se acomodaban... 
En la Gran Vía relucían las carteleras multicolores de los cines, a los que concurría las noches de estreno el “gratin” de la sociedad madrileña.
La radio era espléndida y su locutor y animador estrella el chileno Bobby Deglané. De la televisión, mejor no hablemos.
En lo que al teatro se refiere, Alfonso Paso llegó a tener cuatro o cinco obras en cartel. La gente iba con frecuencia al teatro, que no era tan caro como ahora. Iba, específicamente, a ver a Alfonso Paso, un gran escritor y un ser humano excepcional.

Artistas de renombre internacional

En verano venían de fuera artistas de renombre internacional como Mona Bell –que fue “crooner” de Roberto Inglez- y  Charles Aznavour. Actuaban en las llamadas “salas de fiestas” Florida y Pavillón, en el parque del Retiro, con figuras locales como Gloria Laso y José Guardiola.
Había verbenas. La de San Antonio era la más lucida, quizás por ser la primera. Ya lo dijo Antonio Trueba: “La primera verbena que Dios envía es la de San Antonio de la Florida”. La gente lo pasaba bien, quizás porque no tenía muchas pretensiones. Verbenas, las tascas, bailongos de barrio, como los de El Agudo y La Bombilla. El tiempo se deslizaba con sordina.
Era otro Madrid.
Pero todo el mundo trabajaba. No vivíamos en la luna. Los chicos íbamos al colegio por la mañana y por la tarde y sólo teníamos libres los jueves por la tarde y los domingos. Al menos en los Maristas, con los que yo me eduqué.
Había límites. Ni chicos ni grandes podían hacer lo que les diera la gana, estuviera bien o mal. Había orden y concierto.
Hacíamos deporte, más por estar en buena forma que por figurar. En la educación física no estaban presentes los esteroides ni los anabólicos. Claro, no se conocían.
Vestíamos lo mejor que podíamos, de acuerdo con nuestras posibilidades y según las normas de decencia y decoro imperantes, que considerábamos elementales y ahora son objeto de risa.

Los sastrecillos polacos

Acudieron a mi recuerdo los sastrecillos polacos de París, probablemente por una asociación de ideas surgida de la diferencia abismal entre la manera de vestir del hombre de hoy en día y el de entonces, que tiene mucho que ver con su manera de ser y de comportarse.
Los niños soñábamos con crecer para ponernos los pantalones largos. Una vez materializado nuestro sueño, no volvíamos a usar pantalones cortos más que para jugar al fútbol, o practicar otros deportes.
Hoy se ven por todas partes –barrios elegantes incluidos- señores mayores de aspecto respetable con pantalones cortos, bermudas o esos pantalones llamados pescadores que no llegan a los tobillos. Cuando hace calor y cuando hace frío. Es una moda. Universal, al parecer.  
Los adolescentes quieren eternizarse en ese estado del ni: ni hombres ni niños, pero más cerca de la infancia que de la madurez. Los hombres maduros juegan a ser niños, de ahí que traten de vestirse como ellos. Algunos se visten de mujer.
Se prescinde de la corbata –que ya sólo usamos los caballeros anclados en la antigüedad-, pero se desecha, más que por incómoda por considerársela una prenda distintiva de la “haute bourgeoisie”.
Los pantalones se llevan estrechísimos, como calzas, y se enrollan a la altura de los tobillos. Los zapatos son enormes. Calces el número que calces, hay un excedente centrado en la punta que hace grandísimos los pies, también por la estrechez del pantalón. Es lo último de lo último de una moda masculina que tiene más de desmesura que de elegancia.
Se hace un culto apasionado de lo feo, de la fealdad. El feismo está otra vez en boga como lo opuesto a lo estético, a lo armónico. Ha vuelto el feísmo químicamente puro.
El feísmo actual agrede la sensibilidad de la gente, de aquellos cuyo criterio estético se desprecia. Carece de pretensiones artísticas y  morales, ha desertado del territorio del arte. Películas como “Freaks”, de Tod Browning e “Idiocracia”, de Mike Judge, muestran esta tendencia, que está en su momento culminante.
Lo peor de todo es la fealdad interna, la de fondo, que también se da mucho, por desgracia.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

martes, 24 de junio de 2014

Festival de fuego



Muchas son las ceremonias propias de la Noche de San Juan, la víspera del 24 de Junio, pero todos giran en torno al ensalzamiento del fuego.
Este es el festival del fuego por antonomasia, hasta el extremo de que el culto pagano a la lumbrada se conservó más que otras fiestas. La costumbre popular mantuvo su práctica en el cristianismo, aunque éste nunca pudiera dar una explicación religiosa convincente de dicho hábito.
La noche del solsticio es realmente la del 21 de Junio, aunque la Iglesia lo adaptó a la festividad de San Juan Bautista.
Otra de las costumbres que dio a esta fiesta la condición de verbena fue la practicada en algunos lugares por las mozas casaderas, consistente en recoger flor de verbena a las doce de la noche la víspera de San Juan, en la creencia de que así conseguirían el amor del deseado por su corazón.
Igualmente existían numerosos ritos y filtros de amor en torno a dicha planta.
De la pareja que saltaba unida por la manos una hoguera se decía que se procuraba así felicidad y buena fortuna.
Según otra costumbre, las mozas arrojaban por encima de las llamas a sus parejas guirnaldas trenzadas por ellas mismas. Sus amados tenían que atraparlas en el aire antes de que cayeran al fuego.
Esas tiaras se guardaban como talismanes y ocasionalmente se quemaba alguna cinta en el hogar, a fin de lograr protección para sus habitantes y animales de labor.
En las ciudades con puerto de mar algunos grupos se introducen en las olas, tras sus ceremonias, comulgando por un corto tiempo con el agua y recibiendo de ella otro tipo de fuerza que sólo puede reconocerse como netamente femenina y vinculada con la simbología  de la diosa Fortuna.

© J. L. A. F.

domingo, 22 de junio de 2014

Vencer no es humillar



Retorna el verbo humillar a la crónica en este mundial de fútbol de 2014; y la tizna, la ensucia.
El verbo en cuestión se conjuga en la radio, la televisión, aparece impreso en los medios gráficos y va y viene por las redes sociales: tal equipo humilló a tal otro. Le metió tantos goles.
Los cronistas deportivos, o de fútbol, o muchos de ellos entienden que vencer es lo mismo que humillar.
No es así. Un partido de fútbol, un combate de boxeo o cualquier otro enfrentamiento –no confrontación, que no es lo mismo- es una justa deportiva y en ella tiene que imperar la caballerosidad.
El ganador humilla al perdedor cuando le hace de menos, o le echa en cara de mala manera su derrota, o le insulta. No cuando le gana en buena ley y como mandan los cánones, que es lo que hay que hacer.  
El que triunfa ha de ser amable con el que pierde, y éste debe aceptar su descalabro y ser el primero en felicitar al ganador. Unas veces se gana y otras se pierde. Los españoles tienen un dicho: En la mesa y en el juego se conoce al caballero. El juego en este caso es el fútbol.

La “primer” vez

Quizás utilizan el verbo humillar tan erróneamente –o con tanta y tan injustificada prepotencia- los mismos que confunden el (artículo) editorial con “la” (empresa) editorial, o que dicen “primer” vez por primera vez, “hace quince días atrás”, en lugar de hace quince días, o quince días atrás, o “si tendria”, en vez de si tuviera, o “imprimir” las medallas del Mundial, en lugar de acuñarlas en la Casa de Moneda, y no en “La Casa de la Moneda”, o se comen las eses o dicen  “mu” por muy, o “toos” por todos.
Todo esto y otras cosas más por el estilo las oímos a diario a presentadores y reporteros de radio y televisión, por no hablar de encumbrados políticos, que también hacen su aporte. Uno de estos dijo el otro día, sin ir más lejos, “desdicieron”, en lugar de desdijeron.
María Elena Walsh dijo textualmente en su delicioso libro “Diario Brujo” que “los pobres –hoy llamados carecientes porque el eufemismo es el oropel de la hipocresía, digamos mejor los desposeídos- suelen ser modelos de corrección, saben muy bien lo que quieren comunicar y todo el mundo los entiende. Muchos son provincianos o de diversos países hispanohablantes, otros disfrutaron de una excelente enseñanza primaria”: el buen colegio, al que nos referimos con frecuencia.
La gran escritora, compositora y cantante argentina atribuía el “desmadre lingüístico” a gente relativamente educada, en general de clase media.
Y calificaba de predadores de la sociedad civilizada a los “intelectuales” que hablan como loros con un escaso vocabulario, pronuncian mal infinidad de palabras, introducen barbarismos, se saltan a la torera normas de concordancia y cometen otros muchos y gruesos errores que se incrustan en el habla y la escritura y se ponen de moda, por el boca a oreja.

© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 20 de junio de 2014

Por tu bien



No digas todo lo que sabes
no hagas todo lo que puedes
no creas todo lo que oyes
no gastes todo lo que tienes

Porque

El que dice todo lo que sabe
el que hace todo lo que puede
el que cree todo lo que oye
el que gasta todo lo que tiene

Muchas veces

Dice lo que no conviene
hace lo que no debe
juzga lo que no ve
gasta lo que no puede

lunes, 16 de junio de 2014

Cuando el espíritu queda



Ha muerto Mario Ceretti, un hombre talentoso y culto, un periodista y escritor de pluma afilada –con la que no hirió a nadie- y una persona buena y generosa que supo hacer muchos y muy buenos amigos, que hoy lamentamos su desaparición física con toda el alma. Su espíritu, su esencia se quedan entre nosotros.
Fue uno de mis primeros y mejores amigos argentinos. Aprendí a quererle, a admirarle y a respetarle según lo fui tratando, primero en lo profesional y luego en lo humano, donde descolló por sus muchas y buenas cualidades, tan difíciles de hallar hoy en día, por desgracia.
En estos momentos dolorosos me consuela pensar que vivió una larga y fecunda vida, tal como él quiso vivirla, es decir, muy bien, en todos los sentidos. Aguantó a pie firme, como un bravo, los golpes que recibió. Derrochó bondad, afecto, esplendidez, gracia.
Desarrolló una carrera constelada de éxitos y reconocimientos, escribió libros, viajó por una buena parte del mundo, dio rienda suelta a sus gustos y aficiones, la gastronomía entre ellas: era un “gourmet” exquisito.
Tuvo un restaurante en sociedad con su amigo de toda la vida Yogui González Luquet, que frecuentamos hasta que lo cerraron y se fueron los dos a Merlo, donde convirtieron en placentera realidad el “beatus ille” de Horacio.
Mario era muy culto -ya lo hemos dicho- y tenía una excepcional facilidad para los idiomas: hablaba y escribía a la perfección más de media docena de ellos.
Era una de esas personas de antes: un hombre con estilo y, además, todo corazón. Tenía un afán siempre latente por hacer el bien, por ayudar.
Nunca le dio importancia a sus logros profesionales, que fueron muchos.
Su espíritu queda. Como dijo su sobrina Alicia Lo Bianco, siempre estará en nuestras vidas. 

© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 13 de junio de 2014

Llegó la hora de pensar



Los estadounidenses han declarado la guerra al estrés. Este mal ya no es privativo de altos cargos. También afecta a la mayoría de los miembros de la sociedad, incluidos los más cercanos a la base.
No por mucho trabajar se trabaja mejor. La práctica dosificada del ocio -el ocio inteligente que preconizaban los antiguos romanos- aumenta, o al menos mejora la productividad.
Nuestros poderosos vecinos del Norte y otros no tan poderosos, incluso de este hemisferio, estiman que la adicción al trabajo y su consecuencia más inmediata, el estrés, es diametralmente opuesta al “thinking time”. De ahí vienen los “think tanks”, algo así como laboratorios de ideas.
También están los encuentros de pensamiento, muy frecuentes entre los políticos, pero de esos suele salirse con la cabeza caliente y los pies fríos.
Hay que pensar, en soledad o en comandita. Se necesita disponer de tiempo para pensar, incluso para recordar. Aunque a veces sea melancólico tener bellos recuerdos, transformados en un presente que no lo es tanto, en otras ocasiones puede olvidarse –aunque sólo sea por poco tiempo- el triste hoy gracias al esplendoroso ayer.
No hay que desechar la práctica de la agradable ocupación de no hacer nada que recomendaba entusiásticamente Plinio el Viejo. La sobrecarga de trabajo y la consiguiente falta de tiempo producen altos niveles de estrés que repercuten negativamente en el rendimiento laboral y en cualquier otro.
El estrés, como se sabe, es una situación anímica provocada por cualquier influencia que altere la sensación de bienestar físico y mental. Todo el mundo puede experimentarlo como reacción a una amplia gama de estímulos físicos y emocionales que se denominan agente estresantes.
Así que hay que preocuparse por la calidad de vida, de la que se habla mucho pero que parece no interesarle demasiado a nadie. Y es una pena, porque implica, entre otros beneficios, tranquilidad y relax, considerados de suma importancia y a los que está retornándose como a un bien trascendental que algunas multinacionales de origen estadounidense comenzaron ya a querer rentabilizar.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 11 de junio de 2014

De la corona a la cocina



Flora, como se sabe, es el conjunto de las distintas plantas –especies no cultivadas- de un país, o zona, o de un medio determinado. También es nombre de mujer, e incluso de una cierta gata caprichosa...
Vegetación y flora son dos cosas distintas. Un bosque de pinos forma una rica vegetación porque reune muchos árboles, pero tiene una pobre flora, ya que todos sus componentes son de la misma especie.
Además de alegrar nuestros sentidos, plantas, flores, frutas, hojas y aun raíces son muy buenas para la nutrición y la medicina. La farmacopea y la cosmética las utilizan regularmente.
Sentado en el jardín, al lado de un pino, tomando un té con limón y con una caja de pastillas Juanola -hechas a base de regaliz- contra la tos, uno advierte que la floración de los almendros se ha adelantado este año.
En el jardín de mi vieja y querida casa de la Dehesa de la Villa, los almendros florecían después de la última nevada, a finales de febrerico el loco. Alguna vez me tocó ver florecidos los cerezos de la Casa Blanca en Whasington, pero no pude asistir nunca al magno Festival  Nacional de los Cerezos en Flor. 
Las hojas de los árboles, no ya las flores, dan lugar a canciones y se las cita en charlas y en crónicas poéticas cuando caen en las calles en otoño, tendiendo una irregular alfombra dorada y púrpura que cruje bajo nuestros zapatos.
El simbolismo de muchas plantas que ocuparon un sitial en la historia y la mitología se ha viciado en los tiempos modernos, como tantas otras cosas.

El laurel

Tenemos el caso del laurel (Laurus nobilis), que es un árbol siempre verde, de tronco liso, hojas oblongas, duras, lustrosas, de color verde oscuro, muy aromáticas y fruto en drupa (1) de color negro. Florece en primavera y sus frutos maduran en otoño.
La madera de laurel es muy dura. Se utiliza en Andalucía –en el sur de España- para trabajos de marquetería.
Siempre se dijo que el laurel protegía contra los rayos. Plinio el Viejo recogió esta creencia, asegurando que no conoció casa alguna en cuyo jardín hubiera laureles que fuera alcanzada por un rayo.
El aceite obtenido de sus frutos es un tónico estomacal. Antiguamente se usaba para tratar inflamaciones osteoarticulares.
Según la mitología, el laurel es la transformación de la ninfa Daphne, a quien su padre, Peneo, salvó de la persecución de Apolo, convirtiéndola en laurel.
De ahí, Apolo cortó dos ramas y las trenzó, elaborando una guirnalda triunfal, de las que posteriormente ceñirían las sienes de los generales y emperadores de Roma. Esos lauros llegaron hasta nuestros días como símbolo de victoria.
En el reino vegetal todos los colores riman… De ahí la armonía que conjugan el rojo fuerte de las flores de Pascua… y el verde profundo de los laureles de Indias, dice el escritor español Miguel Delibes en su libro Mundo.

Bajón

Ya no se hacen coronas de hojas de laurel. Digo más: el laurel ha descendido notablemente en la escala de valores desde que con sus hojas se trenzaban coronas, o prestaba su nombre para condecoraciones, como la hispánica Cruz Laureada de San Fernando.
Las hojas de laurel cayeron en cazuelas y ollas para aromatizar mesocráticos guisos de lentejas o de judías (2) con chorizo.
Dice Bernard Imm en su libro Verduras: “(…) un poquito de azúcar, tomillo y una hoja de laurel”.
Los lauros escasean estos días. Poca gente puede dormirse sobre sus laureles. Entre otras cosas porque el laurel está en la cocina, y no en la noble testa de caballeros que buscaron el Santo Grial, o descubrieron en recónditos laboratorios remedios para la humanidad doliente, quemándose las pestañas de tanto estudiar durante muchos años.
Al bajar ayer de un autobús sorprendí parte de una conversación entre dos señoras que intercambiaban consejos prácticos para mantener impolutas sus cocinas. Una, la de más edad, le decía a la otra:

- Te aseguro que no falla. Pones dos hojas de laurel en el lugar por el que has visto salir a las cucarachas y se quedan tontas, como muertas, vaya.

¡De florones de coronas, las hojas de laurel han pasado a ser cucarachicidas!

(1) Todo fruto carnoso con hueso dentro
(2) Alubias, porotos.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 9 de junio de 2014

El Coyote



Me dispongo a releer por enésima vez las 57 novelas que tengo de las 192 que forman la saga de El Coyote de José Mallorquí.
El Coyote –cuyo antecesor más cercano es El Zorro-, con atavío y sombrero charros, antifaz y dos Colts del 45 desface entuertos galopando por valles y cañadas, poblados mineros y otros lugares de la California que los mexicanos tuvieron que ceder en 1848 a los Estados Unidos por el tratado de Guadalupe Hidalgo.
El tratado dio fin a la guerra entre Estados Unidos y México. Este último país se vio obligado a reconocer la independencia de la República de Texas, fijar la frontera de ese estado en el Río Bravo y ceder la Alta California y Nuevo México: 2.480.000 kilómetros cuadrados de territorio. ¡Ay de los vencidos!
El escritor español José Mallorquí Figuerola creó el personaje de El Coyote. La narración de sus aventuras cubrió durante más de veinte años la pequeña historia de los mass-media e hizo las delicias de toda clase de lectores.
La obra de José Mallorquí fue durante tres décadas la más traducida …después de El Quijote. Sus novelas salían en toda España cada dos semanas. Constituyeron un formidable éxito editorial, merecidamente, ya que la trama de todas y cada una de ellas era muy interesante, los personajes estaban bien delineados y el lenguaje era impecable.
Eran instructivas, además, pues daban a conocer la historia de la vieja California, con las  misiones de los jesuitas, sus buscadores de oro, sus tahúres y sus aventureros de toda laya, que cifraban su supervivencia en un ambiente duro en su habilidad con el revólver de seis tiros, el “Peacemaker”.

Figura y contrafigura

El rico hacendado César de Echagüe  y Acevedo de Los Angeles, que se mostraba como un “bon vivant” egoísta, escéptico y melindroso guardaba en el fondo de un arcón, en el sótano de su rancho de San Antonio el traje, la máscara y los revólveres de El Coyote. Y salía  montado en su caballo por una puerta secreta del jardín perdiéndose en la noche, convertido en un enemigo temible para los delincuentes y los malvados y en un amigo y protector de la gente honrada, con harta frecuencia sometida por los poderosos. El Coyote era un vengador del pisoteado honor de California,
Todo el mundo compraba las novelas de El Coyote en las librerías y los kioscos de venta de diarios y revistas, donde campeaban las coloridas portadas de Batet. Chicos y grandes, en sus casas, en los cafés, en los bancos de madera de las calles, en los transportes públicos, en todas partes llevaban su Coyote.
En España, además de Emilio Salgari, Julio Verne, Jack London, Fenimore Cooper, Mark Twain y otros autores los chicos teníamos a José Mallorquí, un extraordinario talento de la literatura popular que empezó como traductor de la Editorial Molino y creó, además de El Coyote, otros personajes de las colecciones La Novela Deportiva, Tres hombres buenos, Duke, Pueblos del Oeste, Narraciones Terroríficas y alguna más. Escribió también once biografías de conquistadores españoles en la colección Historia y Leyenda.
Las aventuras de El Coyote fueron recogidas por cinco editoriales, se vieron en cinco películas filmadas en España, México e Italia. Su autor pasó a la radio con otros personajes y otros títulos como Los Bustamante, Lorena Harding, Miss Moniker y ganó en dos oportunidades el Premio Ondas (1954 y 1964) y el Premio Nacional de Radio (1965).     
El “boom” de El Coyote sólo pudo compararse en España con el de El Zorro, pero no el héroe de Johnston McCulley, sino el gran humorista, actor y caricato argentino Pepe Iglesias, cuyo nombre de guerra, por así decirlo, también era El Zorro y tuvo un éxito fenomenal en la radiodifusión española.

Recuerdos de la infancia

Cada vez que releo las novelas de El Coyote me acuerdo de mi infancia, la prosa justa y atrapante de Mallorquí vuelve a apresarme y sus toques sentimentales me emocionan como la primera vez que las leí.
A mi hermano y a mí nos gustaban mucho las novelas de Mallorquí, sobre todo las de El Coyote. Quisimos hacer la colección, pero nunca llegamos a tenerla completa. Prestábamos muchas novelas, que nunca se nos devolvían, como pasa siempre. Otras se extraviaban, o nos las quitaban, vaya uno a saber quién o quienes en aquel caserón de la Dehesa de la Villa (de Madrid) donde vivíamos, y donde recibíamos a tanta gente.
Pasaron los años… Las novelas de El Coyote seguían estando en la biblioteca. Mi hermano y yo nos ocupábamos de que no desaparecieran.
Pero nos hicimos mayores, por unas cosas o por otras no compramos las que faltaban. Teníamos que estudiar mucho, estábamos en otras cosas.
Ya radicado en Argentina, en uno de los viajes que hice a Madrid mi hermano me regaló 27 tomos, o sea, 54 novelas, porque cada libro de la editorial Forum tenía dos.
De cuando en cuando las releo, una por una. No perdieron nada con el paso del tiempo. A decir verdad, cada vez descubro una perla en más de una de ellas.
Nada mejor como coda que las palabras de Antonio Martín: “El valor de El Coyote, su singularidad, la especial sicología  que Mallorquí infunde a su personaje, así como la perfecta estructura de los argumentos y la minuciosa reconstrucción histórica en la que los mismos se apoyan, hizo que la colección de novelas de El Coyote se convirtiera en clásico absoluto del género del Oeste. Algo que trasciende las categorías literarias para inscribirse en la de los mitos”.

© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 6 de junio de 2014

El concepto justo y el ejemplo existencial



¿Qué mejor que extraer, en la celebración del Día del Periodista en Argentina, algunos conceptos del discurso de ingreso en la Academia Nacional de Periodismo de ese maestro y espejo de profesionales de la información que fue Martín Allica?
Evocamos a Martín, corpulento, barbado, jocundo, acaso pope en otra vida -su sortija de obispo, comprada en El Cairo-, Júpiter tonante de mentirijillas, cultísismo, poliglota, amigo nuestro desde que llegamos a Buenos Aires, con quien compartimos horas felices y otras no tanto en la turbulenta marejada de los que quizas fueron los años más difíciles de la historia reciente de este ubérrimo país, sistemáticamente mal administrado y mal gobernado.
Martín nos dejo prematuramente, por desgracia, hace algunos años, cuando aún cabía esperar muchas muestras de su ingenio, su “savoir faire”, su calidad y su calidez. Porque era tan buen ser humano como buen periodista.
Martín Allica afirmó en su discurso –en el que tuvo la gentileza de nombrarme- que los primeros cronistas de la era cristiana fueron Mateo, Marcos, Lucas y Juan “(…) que no sabían de globalizaciones, sino de universalización en la Palabra de Vida eterna, ni dextrógira ni sinistrógira”.
Allica recordó que los cuatro evangelistas fueron tenaces hasta el martirio por defender los verdaderos derechos fraternos, a principiar por los pobres, los débiles, los enfermos, los desclasados y los considerados extranjeros y despreciables.
¡Qué bueno sería que, como los bíblicos reporteros citados, recusáramos la mentira, el lenguaje soez como prenda de la herejía (es un decir) reduccionista del idioma, la chismología, la chabacanería, el mercenarismo, el oportunismo, la difamación, el libelo, la extorsión y el exhibicionismo!
Para Martín Allica, la primera obligación del periodista tendría que ser proteger y ayudar con el don del concepto justo y el ejemplo existencial.
“Serían los recipiendarios de nuestra protección -enumeraba el académico en su discurso-, todos los sentenciados  a remar en las galeras de la ignorancia, el abandono, la idolatría del consumismo, el trabajo indecente o ilegal, la cursilería que rebaja la dignidad del mensajero y el destinatario, el pauperismo y la discriminación de cualquier género, la indisponibilidad al diálogo, la desinformación ilustrada y aun la tortura psicológica del semejante premiada con una recompensa metálica, porque la misión del Maestro y de sus comunicadores sociales fue la de redimirnos y enaltecernos en la verdad y como vehículos de esa verdad que aproxima”.
Lo anterior forma parte de la deontología del periodismo desde el punto de vista de un hombre de acendrada fe católica que, empero, respetaba a quienes profesaban otros credos o posturas filosóficas, e incluso a los agnósticos.
Los periodistas somos la infantería de las letras, pero eso no nos exime, al contrario, ha de impulsarnos a hacer literatura, hablo de literatura en serio, no de lírica fácil, ni del pedantesco alambicamiento de los falsos intelectuales de gafas cuadradas con montura negra de Martin Nahra.

La verdadera literatura

La verdadera literatura, como la auténtica delicadeza, está casi siempre en las cosas pequeñas, en apariencia poco importantes, en los detalles. Hay que peraltar el detalle, de modo de conseguir la mágica profundidad del cuadro vital. Stendhal decía que no hay originalidad más que en el detalle.
Otro querido escritor, que volcó quizás lo mejor de su producción en los periódicos, siempre extramuros de las redacciones, fue César González-Ruano, cronista tenaz y fascinante de la nostalgia y las pequeñas cosas de la vida.
Lo citamos con frecuencia en estas páginas porque tuvimos la suerte de conocerlo en Madrid y forjar una amistad, a pesar de la diferencia de edad que nos separaba. Aprendimos mucho de su andadura profesional y vital.
González-Ruano amparó siempre su labor literaria de escritor de diarios bajo esta frase de Racine: “Toute l’invention consiste à faire quelque chose de rien”. Toda la invención consiste en hacer cualquier cosa de la nada.
Si uno tiene la suerte de ser un periodista a quien sus mandantes le permiten que escriba de lo que quiera –después de haber hecho su noviciado-, debe preferir los temas pequeños a los grandes. Y, naturalmente, no ser objetivo, en contra de lo que predican los capataces del oficio. La clave está en la subjetividad.
Por último, recuerdo en este Día del Periodista a los compañeros que ya no están. Unos fueron amigos del alma, con otros disentimos. Algunos, como Hemingway, supieron dejar el periodismo a tiempo. Otros murieron en acción. Otros siguen en la brecha, aquí y en la otra orilla. No olvidaré a ninguno de ellos.
A los jóvenes, a los que empiezan, les deseo que tengan aciertos y éxitos; que levanten una desusada bandera de concordia, sin que ello signifique que no tengan que denunciar lo que hay que denunciar y criticar lo que hay que criticar.
“El pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien, debe aspirar a que nunca puedan obrar mal”, escribió Mariano Moreno en La Gazeta de Buenos-Ayres, el primer periódico de la independencia, que él fundó el 7 de junio de 1810.
¡Feliz Día del Periodista para todos!

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 4 de junio de 2014

Fachada y trastienda



El hombre que escribe acerca de sí mismo y de su propia época es el único que escribe acerca de todas las épocas y de todos los tiempos.
(George Bernard Shaw)

No me acuerdo de qué escritor se dijo que era un cronista de la nostalgia y de las pequeñas cosas de la vida, pero vaya desde ahora mismo mi homenaje para él, por ocuparse de la fachada cuando nos ocupamos, e incluso nos preocupamos tanto de la trastienda.
Pocos en este medio –me refiero al periodismo- le damos la importancia que tiene a la penúltima hora. Todos estamos pendientes de la última hora, de la noticia de último momento. Por eso no abundan los escritores, los buenos escritores de artículos de tema ligero, que carguen sus escritos de subjetivismo y literatura.
Menudean las críticas a los usuarios del yo. Si uno habla de sí mismo o de sus opiniones lo hace para hacer constar que no se debe dar más valor a lo que se dice que el que procede de una posición personal ante las cosas.
En cuanto a los pequeños temas, éstos son preferibles a los grandes, siempre y cuando uno no tenga que escribir, de prisa y corriendo, de un asunto de suma trascendencia en una redacción periodística, o donde sea.
A propósito de la urgencia, las cosas importantes nunca son urgentes. Urgente es sinónimo de efímero y lo efímero jamás es importante.
Volviendo a las pequeñeces, como dice el escritor español Miguel Pardeza, hay que deleitarse con la bagatela y utilizar lo lírico como una mistura mágica que abrillante la realidad.
Ese gran cronista español del siglo XX que fue César González-Ruano se proponía siempre en sus trabajos captar un clima y dar una visión personal. Estaba seguro de que lo universal es lo personal. Esto es, para que un tema interese hay que partir de uno mismo.
Decía César: “Así como en la novela lo local puede ser exactamente lo universal, en el artículo o en la crónica dificulto que exista nada más general que lo personal, nada más objetivo que lo subjetivo”.
En contra de lo que mandan los capataces del oficio, lo que le ocurre al periodista puede ser lo más interesante para el lector.

© José Luis Alvarez Fermosel