jueves, 26 de junio de 2008

Camino, sol de invierno y nieve

Ninguna otra imagen podría reflejar el invierno con tanto realismo y, al mismo tiempo, con tanta belleza como ésta del pintor francés Camille Pissarro (1830-1903). El cuadro se titula “Camino, sol de invierno y nieve”. Fue pintado en 1860. Pertenece a la colección Carmen Thyssen Bornemisza.
Pissarro fue cofundador, guía artístico del Impresionismo y una de sus glorias. Coincidió con Monet en Londres, donde ambos hicieron estudios de edificios envueltos en niebla. Pissarro fue tradicional y se mantuvo escrupulosamente fiel a las premisas de la impresión de la luz y del color.
El cuadro que nos ocupa, pocos días después de haber comenzado el invierno en el hemisferio sur, no puede ser más impresionista.
Las notas, por así llamarlas, distintivas del invierno están ligeramente diluídas, pero con la habilidad suficiente como para que no pierdan presencia y comuniquen una impresión sin la fuerza extrema de una fotografía o de un dibujo hiperrealista, pero con gran expresividad.
Rastros de una nevada -no mucha nieve, ni en primer plano-, unos pocos árboles, el azul del cielo nublado en parte, duro; y, sobre todo, la lejanía, en la que se va a sumir un lento carricoche oscuro, muestran al invierno como sólo un genio del impresionismo podría hacerlo.

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 22 de junio de 2008

Zapatos limpios, pensamientos claros

Un hombre de zapatos sucios difícilmente podrá pensar con claridad, dijo una vez Paco Umbral (1). Tal vez por eso tengo yo la costumbre de llevar siempre los zapatos limpios. De ahí que toda la vida me haya preocupado por tener a mano un buen limpiabotas en un bar, un café o una esquina céntrica.
En Madrid me lustraba los zapatos Faustino, que siempre estaba en el bar del club Miguel Ángel, del cual yo era socio. Faustino aten­día también a mis amigos Jaime de Mora y Aragón, el inolvidable “Fabiolo”, y Mario de Lozano y Villar. A los tres -y seguramente a otros amigos, porque lo éramos suyos, más que clientes- nos fiaba cartones de los cigarrillos que fumábamos entonces e incluso nos prestaba dinero, que le devolvíamos religiosamente al poco tiempo con una generosa propina, como era natural.
Después yo me fui a brujulear por Europa y al final recalé en Londres. Cuando volvi a Madrid me dio por fre­cuentar durante algún tiempo los cafés de la Gran Vía y, en particular, la cafe­tería del hotel Washington, donde Julio me limpiaba los zapatos vestido invariablemente con una tricota o camisa negras y pantalones del mismo color.
Julio fumaba cigarros puros y andaba a veces con la colilla de uno en una co­misura de la boca. Tenía el pelo oscu­ro, ondulado, con bastantes canas. Era servicial y amistoso. Había en él un no sé qué especial que no iba, que no casaba con su actual oficio. Habríase dicho que años atrás se ganó la vida de otra manera, hizo algo d¡stinto, llevó una vida rumbosa, vio cosas interesantes y conoció y trató a gente encumbrada e influyente.
Era un hombre bien educado, con gran sentido del humor. Estaba muy bien informado de todo y, especialmente, de la vida y milagros de la gente de cine que frecuentaba esos cafés de la Gran Vía ubicados en el tramo com­prendido entre la plaza Callao, donde está El Corte Inglés, y la Plaza de Espa­ña. Ibamos siempre los mismos: pro­ductores y actores con un proyecto en­tre manos, que casi siempre quedaba en eso, en proyecto; directores de se­gundo nivel, algún critico o cronista de cine y varios representantes de actores y actrices de reparto.
Volví yo a ausentarme de Madrid una temporada y a mi regreso no encontré a Julio en su lugar habitual, a la mitad de la barra del bar del hotel Washington, con su infaltable puro entre los labios. No lo vi más. Desapareció como si se le hubiera tragado la tierra.
En Nueva York me limpiaba los zapatos Jack, un negro enorme que trabajaba en un rincón de la Grand Central Station. Era muy simpático. Se reía por cualquier cosa, mostrando una dentadura perfecta, como la de casi todos los negros.
De otros limpiabotas de otras ciudades en las que he vivido, o por las que he pasado, no guardo memoria puesto que no fueron habituales.
En Buenos Aires, en la época en que trabajaba en Radio Continental, Lelio Riarte me dejaba los zapatos como espejos en el bar Pichín de la Avenida de Mayo donde su dueño, don Antonio, no pierde ripio, mañana y tarde. Don Antonio es espa­ñol, como yo.
Lelio era de estatura media, tenía el pelo blanco, abundante y bien cuidado y los ojos oscuros e inteli­gentes; gastaba unas patillas cortas que apenas le llegaban a los pómulos y representaba muchos me­nos años de los que tenía. Era, según se decía, muy buen bailarín, así que frecuentaba la milonga.
Desempeñaba su oficio a las mil maravillas y, lo más importante, siempre estaba de buen humor. Contaba chistes, charlaba –se expresaba muy bien-, lo mantenía a uno vibrante con sus chas­carrillos y la expresión de su concep­ción de la vida, por de más acertada e inteligente. Era muy trabajador. A veces daba una mano en el bar, o hacía algún recado. Era, también, sumamente respetuoso. Si uno iba acompañado y se sentaba a una mesa lo atendía ahí, en vez de en el mostrador, y guardaba un discreto silencio. Como era hombre de conceptos atinados y palabra fácil, don Antonio le colgó el remoquete de "El Filósofo".
Lelio dejó al morir prematuramente, de un infarto de miocardio, mu­jer y una hija que traba­jaba en una oficina. P
ersonificó a un tipo de hombre que, por desgracia, va desapareciendo y es sustituido por el llamado macho posmoderno, o macho posmo, que es un hombre de chicha y nabo.
Represen­tante de una clase trabajadora honrada y cumplidora, que siempre hizo buena letra, por utilizar una expresión del len­guaje familiar, tuvo el mérito, además, de contribuir con algo más que su gra­nito de arena a hacerle a uno la vida menos ingrata de lo que es, a levantarle el ánimo y alegrarle las paja­rillas del alma.
Lo recordamos con el mismo afecto que a Faustino y a Julio, o quizás con un poco más por estar más cerca en la memoria y, también, por ser tan leal, tan bueno y por haberlo tratado más. Su trato nos hizo bien.

© José Luis Alvarez Fermosel

Perros y helados

La escena me sorprende en la avenida Callao, casi en su intersección con la calle Corrientes, en pleno centro de Buenos Aires.
Un muchacho alto, fuerte, de “jean” color tiza y camisa azul, le está dando lo que le ha sobrado de un helado de cucurucho a su perro, un hermoso “setter” irlandés de pura raza. El perro se chupetea los restos del helado con delectación. Me pregunto por qué les gustarán tanto los helados a los perros.
Recuerdo a "Kiruna", mi queri­da perra “boxer”, a quien le encan­taban los helados -y las empa­nadas: un día se comió media docena de una sentada, no sé cómo no reventó-.
Me acuerdo también de "Watson", el “foxterrier” de mis hijos, al que llevábamos con nosotros a veces a la heladería de la esquina; siempre pedíamos un helado pequeño para él, que devoraba con fruición en la vere­da, fuera de lo que fuera, aunque me parece que le gustaba el de crema americana y frutilla más que ninguno otro.
“Slick", que tenía algo de “fox” y mucho de callejero, no le hacía ascos, precisamente, a los helados. En realidad, "Slick" no le hizo nunca ascos a nada, pobre viejo querido. Quise estar a su lado cuando le sacrificaron, con mi mano sobre su barriguilla rosada, sintiendo los últimos latidos de su corazón…
Bien..., que a los “setters” también les gus­tan los helados, me entero, quie­ra o no, en la avenida Callao. Es un dato.
Los cuatro perros “setter” de Ma­nuel Gil Navarro... El “setter” que le regala Maureen Stockfield al pintor Steed Vickers en la novela “Serás hombre”, de John Louis Cromwell: "...un ‘setter’ rojo fuego ‘pur sang’, recién nacido". ¿No era de esa raza "Binkie", el perro de otra novela, -“En tinieblas”, de Rudyard Kipling-, que siempre estaba al lado de su amo, el también pintor Dick Heldar? Se hizo una película que conservó el título de la obra de Kipling y protagonizó Ronald Colman.
Me escribe mi amigo Roberto Cazorla desde Madrid y me dice: "En otra carta te hablaré de la pérdida de mi perro, que durmió a los pies de mi cama durante diecisiete años y tres meses. Era pequeño, un ‘fox’ cruzado con 'grifón'. Con él se fue parte de mi vida. Ya hizo dos años y aún le sigo llorando".
(Cazorla es un periodista y poe­ta cubano de exquisita sensibilidad, que se asiló en España a finales de la década del 60, siendo casi un adolescente. Ha publicado li­bros de narrativa y poesía y gana­do premios en importantes certámenes literarios en varios países).
Los artículos de otro escritor, el español Antonio Gala sobre sus perros -los que murieron y los que viven-, son de una ter­nura conmovedora.
Hay gente que no quiere a los perros, que vive quejándose de ellos y haciéndoles mala prensa.
Los perros, como todos los animales o, al menos los domésticos, las mascotas, son nuestros hermanos menores; nos dan todo, incluso la vida, sólo a cambio de albergue, comida, un rincón junto al fuego y un afecto al que corresponden con creces. Se merecen nuestros cuidados, nuestro cariño y nuestra gratitud. Son guardianes y buenos y leales compañeros en nuestros buenos momentos y en los malos. Algunos los abandonan. Ellos no nos abandonan jamás. Permanecen a nuestro lado cuando ya nos ha dejado de lado todo el mundo.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 21 de junio de 2008

¡Cuidado con el "barman"!

Un “barman”, o “bartender”, o encargado de bar, para decirlo en español de una vez por todas, ¿puede ser un detective? Pues hombre, buen ojo no ha de faltarle, después de ver y tratar tanta gente.
Un detective, tal vez, podría camuflarse de “barman”. Lo primero que tendría que hacer sería aprender a mezclar y servir bebidas alcohólicas. Si queremos situarlo en la época actual, ese “barman” debería saber también preparar cócteles de jugos de frutas y verduras licuadas, pues el hombre de hoy en día no bebe alcohol, o en todo caso una cervecita aquí, un poco de vino con el asado de los domingos y una copa de champán, o dos como máximo en alguna fiesta.
Sería impresionante ir a tomarse una copa a un bar y ver que el barman empuña de pronto un revólver y encañona al ladrón de las perlas de la condesa –el hombre del traje color castaño (1)-, que está a nuestra izquierda. Muy Agatha Christie, ¿no? O quizás muy Ellery Queen. Pero, no; ahora que lo pensamos bien, Ellery Queen, no.
Sin embargo, el "barman" detective es un tema que interesó siempre a Ellery Queen (2), que dice al respecto:
"La idea de un 'barman' detective es tan regocijante como una ración doble del 'asunto que hará que un conejo escupa en el hocico de un sabueso'. Cuando uno se para a pensar en ello, ¿no es acaso el 'barman' una nueva arruga en la cáscara de la vieja nuez del 'detective de sillón'? Cierto es que el 'barman' puede andar seis pasos en este sentido y seis pasos en el otro, dentro de los confines de su mundo de caoba y de vidrio, pero a todos los efectos prácticos sigue siendo un objeto fijo, estacionario si no sedentario, en el sentido de que no le es posible visitar la escena del crimen, exa­minar las pruebas o interrogar a los testigos. ¿Y qué clase de gente se asoma a su mundo de caoba y de vidrio? Clientes o transeúntes son gentes con problemas, con preocupaciones, que se mueren por hablar, por contar sus problemas hasta el último detalle, por insignificante que sea. ¿No es ésa la fórmula clásica para un investigador del crimen y un cliente?"


(1) “El hombre del traje color castaño” es el título de una novela de Agatha Christie.
(2) Seudónimo que hizo mundialmente famosos a los escritores estadounidenses Manfred Lee y Frederick Dannay, que eran primos. Escribieron en colaboración centenares de novelas policiales, muchas de las cuales fueron llevadas con éxito al cine, la radio y la televisión. Se calcula que el volumen total de venta de sus obras sobrepasa los 50 millones de ejemplares. Anthony Boucher dijo en su semblanza sobre Lee y Dannay: “Ellery Queen es la novela policíaca norteamericana”.


© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 17 de junio de 2008

¿Ustedes remolonean?

El remoloneo es ese estado, pa­recido al estado de gracia, en el que uno vive una suerte de semi vigilia muelle, o duermevela soñado­ra y cuando se despierta por sí mismo sin despertarse del todo, deci­de quedarse un rato más amparado en la dulce tibieza del lecho, pensando, es decir, soñando entre dormido y despierto con cosas bo­nitas, como que se enamora de uno una chica preciosa de pelo ro­jo Tiziano y ojos verdes, o que gana el premio gordo de la lotería y pasa a ser millonario de la noche a la mañana.
Remolonear es uno de los pocos placeres que no exigen dinero, es­fuerzo o concentración. Basta con ser consciente de que uno no está del todo consciente y que, por tan­to, se puede permitir el lujo de no preocuparse por nada, de sentir que uno está en el limbo, que nada ni nadie podrá hacer que le suba la presión arterial o cargarle la conciencia con algo que le pese.
Mejor si hace frío, sopla el vien­to o llueve. En este último caso, el golpeteo de la lluvia contra los cristales de la ventana nos advertirá que mejor sería no salir a la calle, a la que tendremos que incorporarnos en muy poco tiempo pero que, mientras estamos remoloneando, se nos presenta como algo lejano e incluso irreal.
Remolonear no es hacerse el remolón ni eludir responsabilidades, ni dejar de sen­tir culpas. Es sólo darse una tregua, dejarse llevar por no se sabe qué ni quién, es decir, sí: por uno mismo, por lo poco que le queda de imaginativo, de soñador, de novelero en este mundo globalizado, más aún, virtualizado, que tecnifica cada día un poco más el bueno de Bill Gates.
Quien remolonea se atrasa sa­biendo que ese retraso no va a perjudicarle, sino todo lo contrario. El remoloneo es un ejercicio de retroalimentación, un remedio contra el estrés, un premio que no se saca uno en la rifa de la vida, sino que se ad­judica uno mismo, lo cual le hace sentirse intocable, acorazado, todo­poderoso, invencible y, además, en un estado seráfico.
Son sólo unos minutos: tal vez media hora, como máximo. Pero es suficiente. A la hora de afeitarnos, la expresión de nuestra cara nos dirá, desde el espejo, que vamos a resistir mejor el paso por el purgatorio cotidiano en el que entraremos unos minutos después de remolonear y permaneceremos hasta que regresemos a casa con la moral por el suelo y los nervios rotos.
Señora, señor, muchachos, ¿ustedes remolonean? ¿No? Pues pónganse a prac­ticar mañana mismo. Bill Gates -volvemos a citarlo- piensa reducir el tamaño de la cama, bajarla hasta el suelo y conectarla a Internet. Y todavía no se pue­de remolonear por la red de redes.


© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 14 de junio de 2008

Diccionario del amante del vino

Acaba de salir en Argentina, de ahí que lo presentemos en estas páginas con carácter de primicia, este interesante libro del periodista francés Bernard Pivot, con prólogo de Marcel Gorgori y dibujos de Alain Bouldouyre. El libro ha sido editado por Paidós y tiene 374 páginas.
Bernard Pivot nació en Lyon en 1935. Periodista y crítico literario, es conocido internacionalmente como director y presentador de programas culturales en la radio y televisión francesas. En 2004 fue elegido miembro de la Academia Goncourt.
Pivot es autor del conocido test al que el director del Actor’s Studio, James Lipton, somete a los actores y actrices del cine de Hollywood a los que entrevista en un programa de televisión que conduce en el canal Film & Arts.
Bernard Pivot dice:
“En este ‘Diccionario del amante del vino’ sólo hablo de lo que conozco, amo y me apasiona. Hay autobiografía, lecturas, recuerdos de fermentación, bodega, mesa… Sin embargo, lo fundamental es que el vino es tanto cultivo como cultura. Cultivo de la viña y también cultura para el espíritu. La ambición del libro consiste en recordar esta virtud de un producto universal de consumo, en una época en que el vino no goza de buena reputación.
¿Acaso puede resultar extraño que hable a menudo con un tono ligero y de un modo entretenido de un tema que humedece a la vez nuestro paladar y nuestra alma? Es mi manera de tomármelo en serio. Tengo el vino alegre. ¿Por qué mi tinta habría de ser ácida, áspera o pastosa?
En francés existe una expresión que traduce perfectamente la función social del vino: “vino de honor”. Este ‘Diccionario del amante del vino’ pretende ser un alegre vino de honor”.




© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 11 de junio de 2008

"Automat"

Vuelve Edward Hopper a estas páginas con una imagen sombría y desolada, muy de un estilo que define rotundamente, con gran expresividad, la soledad y la melancolía de ciertos personajes de las grandes ciudades: la gente marchita que espera a Godot en cafeterías solitarias iluminadas “a giorno”, entrada ya la noche, o en anodinos cuartos de hotel a la luz cansina del atardecer.
Dotado de una capacidad de síntesis y de un sentido del detalle que envidiaría más de un reportero, este magistral pintor estadounidense rubrica siempre sus obras con un toque no por vulgar (en apariencia), esperado o normal, menos expresivo y definitorio. Así, una escena trivial se convierte en una estampa aliñada con tintas oscuras que tiene un poderoso efecto impactante.
En el caso de la imagen que nos ocupa, la idea de la soledad la da principalmente, aunque parezca mentira, la silla arrimada a la mesa frente a la mujer con el sombrero tragicómico de alas caídas, que sin que nadie nos lo diga sabemos que no va a ser ocupada. Nadie va a venir. La mujer está sola y así permanecerá hasta que decida irse, arrastrando los pies, a la calle gris. El radiador de calefacción también dice lo suyo.
La expresión del rostro de la mujer, que está a punto de tomar un sorbo de un café que se adivina casi frío; las luces del techo que no dan color ni calor al ambiente desangelado, el fondo de ese azul gris oscuro característico de Hopper…
Un clima enigmático y desolado. Personajes que en su banalidad, en su inmovilismo, parece que de pronto podrían hacer algo que no tuviera nada que ver con sus apariencias adocenadas: algo extraordinario o poco común, como volcar una mesa o empuñar un revólver. Edward Hopper.
Ah, el cuadro se titula “Automat”.


© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 8 de junio de 2008

De "Ramona" y otras canciones

Pepe Alcoba tocaba en mi casa de Madrid, con interrupciones de aficionado, “Ramona” en una mandolina que alguien le había prestado por unos días.
“Ramona” dio la vuelta al mundo desde que la cantó la actriz mexicana Dolores del Río en 1928, en la película del mismo título. ¿O “Ramona” era un disco de una película no hablada?
Le pregunté una vez a César González-Ruano, a la salida del restaurante del hotel Fénix de Madrid, en el que habíamos almorzado, si Dolores del Río cantaba “Ramona” en la película, pero no se acordaba. Sólo me dijo que la canción sincronizó los verdes años de su juventud. Y la de tantos otros, estoy seguro.
Rebusco en olvidados archivos. Acudo a Internet. Lo único que puedo averiguar es que la letra -que pronto se tradujo a varios idiomas- la escribió un tal Gilbert y la música la compuso un tal Wayner. Me dicen que Carlos Gardel la cantó con éxito durante algún tiempo. Hay, entre otras muchas, una versión de “The Blue Diamonds” que fue un hit (1).
La primera vez que escuché “Ramona” yo era un niño. Luego la incorporé al disco rígido de mi memoria y cada tanto la bajo, como este domingo de un calor en débil respingo, que diría César.
Aquel día de un otoño apenas estrenado en el almanaque caminábamos lentamente César y yo Paseo de la Castellana arriba. Ninguno de los dos hablábamos. A los dos nos repiqueteaban en la cabeza a pájaros los sones lánguidos y sentimentales de “Ramona”.

Sueña, muchacha, con ese amor,
Que en tu corazón se vino a ocultar,
Sueña, muchacha, con el dolor
Que quiere asaltar tu belleza en flor.

Yo era entonces un muchacho animoso, un universitario rebelde, la iba de duro. Pero dejaba espacio en las salas de la memoria para la música de canciones románticas, que iban acomodándose allí bajo panoplias todavía sin llenar, en rincones sin sombras, frente a paredes lisas.
Había otra canción: “Morucha”. Su estribillo decía:

Morucha, Morucha divina,
Clavel tempranero,
Quisiera, quisiera en tu boca besarte el primero…

El gran tenor lírico español Alfredo Kraus la cantaba magistralmente. Está incluida en un compacto que tiene, entre otras canciones, “Lejos de ti”, “La partida” y el estremecedor canto de amor vasco “Maitechu mía”, que capta con marcada tristeza el desgarro feroz, la tragedia del inmigrante que no deja de pensar en el terruño lejano, llagado el corazón, el alma transida y el cerebro abarrotado de fantasmas dormidos que van despertándose según pasan los años.

You must remember this
A kiss is just a kiss
A sight is just a sight
The fundamental things apply
As times goes by.

La “Rumba Azul” de Armando Orefiche trata de poner un poco de alegría en la tarde del domingo, momento en el que no se deben escuchar canciones de otras épocas:

Dulce es mi cantar
¡Oh, rumba azul!
Madame
Uricutricu…
Ilusión azul
¡Oh, rumba azul!

(1) Conjunto músico vocal formado por los hermanos Ruud y Riem de Wolff, nacidos en Indonesia cuando ésta era todavía colonia de Holanda. Se inscribieron con letras de molde en el “rock’n’roll” estadounidense en 1959 con “Till I kissed you”, una versión de los Everly Brothers. Pero no lograron el estrellato hasta que lanzaron una versión de “Ramona” que fue número uno en Bélgica, Noruega y Alemania. La versión española se convirtió en un éxito de ventas espectacular en España y México.


© José Luis Alvarez Fermosel


De libros y lecturas



“... Leer, leer, leer, vivir la vida
Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron...”
(Miguel de Unamuno)

Los libros son los primeros amigos que le ofrecen a uno su amistad de la mano del padre, la madre o alguno de los abuelos, después de haberlos retirado morosa y amorosamente de la biblioteca para dárnoslos. Los nuevos, vestidos de gala, relucen con sus hojas de papel satinado y sus ilustraciones a todo color. Nos recuerdan caballeros de frac de tiempos pretéritos, bailando el vals con bellas damas ataviadas con largos vestidos blancos. Música de Weber, risas, tintineo de copas de cristal de Bohemia, abanicos, suspiros...
Uno no desprecia libros viejos de entrañables librerías de lance. ¿Se encuentra en ellas algún incunables? ¡Jamás! Pero sí, de vez en cuando, una vieja historia de Inglaterra o un Quijote ilustrada por Gustavo Doré.
Esos amigos, los libros –nuevos o viejos- que leímos por primera vez, nos hicieron conocer a otros y esos a otros. En la lectura de todos ellos nos refugiamos cuando nos dejó una novia o nos traicionó un amigo. Los libros son fieles –el único traidor suele ser el traductor...-.
Iluminados por su luz y entibiados por su afecto nos instalamos en regiones etéreas donde no hay maldad, sino verdes ríos que discurren por valles silenciosos, animales adorables como el burrito “Platero”, o inquietantes como el gato de “Alicia en el país de las maravillas”; el último de los mohicanos, capitanes intrépidos, el hombre que fue jueves, detectives de anteojos y cachimba, caballeros de la mesa redonda, cumbres borrascosas, orgullo y pasión…
Quienes tuvimos la suerte de leer libros que nos gustaron inmediatamente después de haber aprendido a leer, adquirimos el hábito de la lectura y nos hicimos amigos de los libros..., menos de los textos colegiales que íbamos a comprar con nuestros padres al empezar un nuevo curso, pasadas como un sueño las vacaciones de verano. ¡Nos parecía que esos libros tenían tantas páginas como un diccionario! Pero pronto les perdimos el miedo y jalonaron nuestro bachillerato. Aún conservamos algunos de aquella época tan lejana, vueltos a encuadernar, en un rincón de nuestra biblioteca y nuestro corazón.
Hoy en día se lee muy poco, por desgracia. Por leer poco, o nada, se habla y se escribe muy mal y se oyen las cosas que se oyen por la radio y la televisión. No hay que echarle la culpa a la computación, pues hay libros “on line” y, a mayor abundamiento, hasta enciclopedias, por lo menos una.
La Internet no terminó con los libros -cada día se editan más- ni con la lectura, así como el cine no desplazó al teatro ni la televisión a la radio.
En mi último viaje a Madrid, me enteré por el último informe del Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA), que pondera los conocimientos de más de 400 estudiantes de 15 años en 57 naciones, que España aparece al final de la lista de los países desarrollados, sólo por delante de Grecia, Turquía y México en comprensión de lectura. Un 28 por ciento de jóvenes españoles entre 14 y 24 años reconoce que no lee, según el último estudio del Gremio de Editores.
El gobierno español echó la culpa del retroceso en la educación a la deficiente formación de los padres. La oposición cargó contra la que considera mala política educativa del gobierno. Tirios y troyanos echaron su cuarto a espadas en torno al tema e inundaron los periódicos con sus opiniones.
El gran ensayista argentino Alberto Manguel dice en uno de los ensayos de “En el bosque del espejo” –recuerda María Malusardi en el último número de la excelente revista “El Arca”-: “En medio de la incertidumbre y de muchas clases de miedo, amenazados por la pérdida, el cambio y los dolores interno y externo, para los que no hay lenitivo, los lectores saben que al menos hay, aquí y allí, unos pocos lugares seguros, reales como el papel y vigorizantes como la tinta, que nos conceden albergue durante nuestro paso por el oscuro bosque sin nombre”.



© José Luis Alvarez Fermosel








sábado, 7 de junio de 2008

Plus Ultra

Fuimos otra vez al Museo del Transporte de Luján. Allí nos encontramos con el histórico Plus Ultra, de nombre tan apropiado (1). Estremece compararlo con los enormes aviones de hoy en día.
Agustín de Foxá me dijo -y lo escribió después en una de sus magníficas crónicas de viaje- que Pablo Ruíz de Alda, hermano de Julio, uno de los glorio­sos tripulantes del entrañable hidro­plano, le contó cómo en su casona de Estella, al borde del claro río Ega, en Navarra, toda la familia escucha­ba en el salón de muebles isabelinos y turbios espejos dorados las noticias del vuelo junto a un viejo receptor de radio, todavía con boci­na, que apenas emitía algunos rui­dos de ondas y silbidos.
El heroísmo individual, la capaci­dad de acometer empresas casi disparatadas, el sentido deportivo de establecer, o batir récords aparente­mente imposibles de mejorar se conjugaban antes para que, por ejemplo, hombres de la talla de los tripulantes del Plus Ultra superaran con su coraje las deficiencias de la tecnología de la época y volaran, de un tirón, de Palos de Moguer, en Huelva –una de las ocho provincias de Andalucía, en el sur de España, desde donde partió Colón con sus frágiles carabelas- a Bue­nos Aires, ¡en el año 1926!
El progreso de la aviación dorante el lapso comprendido entre 1918 y 1930 fue asombroso y los aviadores rivalizaron en alcanzar la máxima altura, unir destinos lejanísimos, permanecer en el aire el mayor tiempo sin abastecimiento, alcanzar la máxima velocidad y tener la mayor capacidad de carga.
El alemán Nevennoffen se elevó hasta la estratosfera (12.500 metros sobre el nivel del mar). Coste y Bellonte hicieron un recorrido, de cerca de 8.000 kilómetros sin abastecerse de combustible. Orlebar, al comando del hidroavión Supermarine, con motor Rolls Royce, efectuó un vuelo a 575 kilómetros por hora. Wendel, que alcanzó 755 kilómetros horarios, lo superó en 1939.
El glorioso Plus Ultra, con sus frágiles alas y su ingenuo parabrisas de celuloide, ameriza sobre un bloque de cemento en un museo y con el número 54 del catálogo, sím­bolo de una época de pobre tecnolo­gía pero en la que el hombre se atrevía a cualquier cosa, por difícil que fuera.
Alguien más pensó lo mismo. Virgil Gheorghiu, el autor de “La hora veinticinco”, dijo lo que sigue en la provincia argentina de Córdoba, en un congreso de filosofía cris­tiana:
“Desde el punto de vista terrestre, la humanidad ha hecho progresos que pueden calificarse de verdaderos milagros, pero desde la óptica espiri­tual, la humanidad se halla en las tinieblas. Yo pienso que precisamente a causa de ese formidable progreso técnico el hombre ha olvidada su pro­pia naturaleza, su propia persona, que no es estrictamente terrenal, por­que está a caballo de su yo terreno y su yo celestial, y cuando se ocupa sólo del primero se desagarra, se amputa la mejor parte, que es la celestial”.

(1) Expresión latina que significa Más Allá.



© José Luis Alvarez Fermosel

De guardia

Una guardia montada melancoliza en una suerte de tierra de nadie, en un crepúsculo difuso y azulenco. Nada más opuesto a la marcialidad de las tropas de caballería y a la tensión del patrullaje que los cansinos corceles, y sus no más vivaces jinetes, de este cuadro del pintor italiano Giovanni Fattori, que refleja a la perfección la fatiga y el desencanto de la Italia inmersa en sus luchas por la independencia nacional.
Los levantamientos de 1848, la aventura de los Mil de Garibaldi y otros acontecimientos similares dieron lugar al grupo de los “macchiaioli”, que surgió en Florencia.
Giovanni Fattori (1860-1890) emerge de este movimiento con cuadros que no representan escenas de batallas, ni ilustran episodio heroico alguno sino que plasman, con un realismo triste, la inercia y la confusión de soldados anónimos, de tropas de retaguardia, de patrullas cansadas: contrapunto de un realismo social deprimente.
Fattori se inspiró más tarde en los difíciles problemas que se le plantearon a Italia después de la unidad (1870). Su pintura, por tanto, no es alegre ni brillante pero sí muy expresiva, y capta certeramente el sentimiento de la realidad entre la historia y la cotidianeidad.
El cuadro reproducido líneas arriba se titula “De guardia”, fue pintado en 1872 y es parte de una colección privada que se conserva en Roma.


© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 6 de junio de 2008

Pulgas y sinvergüenzas

La Chelito recitaba con voz angelical: “Tengo una pulga dentro de la camisa, que salta y corre y se desliza…”. Y su mano se metía bajo la camisa y bajaba y subía y se retorcía. El Chantecler ardía. Corrían los primeros años del siglo XX.
El verdadero nombre de la reina del Chantecler, un teatro de Madrid donde la libido se desaforaba, era Consuelo Portela, había nacido en Cuba en 1885 y era hija de un guardia civil. La madre era más de armas llevar que el guardia.
Después de varios años de enfervorizar y afiebrar a los caballeros de bigote retorcido, reloj de bolsillo con leontina y bastón, la Chelito cambió de género, se sacó por fin la traviesa pulga de salva sea la parte y de atrevida cupletista come hombres se convirtió en empresaria de espectáculos y pasó el resto de su vida administrando el teatro Muñoz Seca de Madrid.
En sus días de sicalíptica, como se decía en el delicuescente lenguaje de la época, la Chelito era seguida, perseguida y acosada por los caballeros a los que nos hemos referido más arriba.
Dijeron siempre las lenguas de doble filo que aquellos señores pagaban con largueza los favores de la Chelito.
Un joven apuesto y de buena familia, pero sin un duro, se enamoró de la Chelito y la Chelito de él. La madre de la criatura se puso hecha un basilisco –cosa que no le costaba mucho trabajo- cuando se enteró del asunto.
El endriago halló un día a su hija con el guapo mozo en la casa donde moraban ambas mujeres y lo echó con cajas destempladas con una frase que ha pasado a la historia y ha tenido no pocas repercusiones: “Usted no puede aspirar a la mano de mi hija –ni a ninguna otra parte de su anatomía, se entendió-
porque no tiene dinero; ¡y el que no tiene dinero es un sinvergüenza!”.
El muchacho hizo mutis por el foro. La Chelito engordó, se hizo decente, que es lo que siempre quiso aparentar y se dedicó a la producción de espectáculos asexuados, ya fueran comedias o dramas.
Uno de los mejores fotógrafos del Madrid de finales del siglo XIX y principios de XX, Manuel Company, inmortalizó a la Chelito cuando todavía se columpiaba descocada en sus caderas como Marilú, la filipina, en busca de la famosa pulga.
Y quedó claro que el que no tiene dinero es un sinvergüenza.


Ilustración:

La Chelito retratada por Company



© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 2 de junio de 2008

De vinos, precios y otras cosas

“En el vino, la verdad”, decían los antiguos latinos. La verdad está cara, hoy por hoy. Aquí y en Pekín, o en Beijing.
Tan así es que en todo el mundo, o en una buena parte de él, donde se hace vino, éste cuesta en los restaurantes, por lo general, más que la comida.
Algunas veces el vino vale lo que se paga por él y otras, no. Muchos lo saben, otros no. Los esnobs, que son legión, toman vinos carísimos sin tener ni idea de lo que beben y de lo que vale lo que beben. Tampoco saben que hay buenos vinos a precios razonables. En realidad, los esnobs no suelen saber nada de nada. Lo tienen todo prendido con alfileres.
De esto, del vino caro y del barato, de catas, esnobs y otras cosas relacionadas con el vino se habla en un interesante trabajo de Carmen Fuentes publicado en el diario ABC de Madrid con el título de “Caro vino, catadores y esnobs”.


© José Luis Alvarez Fermosel


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domingo, 1 de junio de 2008

Posmodernismo "kitsch"

El posmodernismo, que en la acertada opinión del escritor y ex diplomático argentino Albino Gómez no tiene brújulas precisas, disciplinas de marcha ni nostálgicas esperanzas, no deja de hacer aportes –procedentes del inglés- al español, o mejor dicho, a la manera de expresarse en español de una juventud cada día más incoherente, más inconsistente y más despendolada.
Apaña a esos muchachos y muchachas una seudointelectualidad de chicha y nabo que carece de profundidad, estabilidad y autoridad, es vana hasta los huesos y muy “kitsch”, es decir, que presume de refinada sin serlo. Es más, son muy grasas.
La cultura “click”, la paquetería “cool” y otros no menos delicuescentes representantes de esta era del vacío califican de “groovy” a lo que algunos dicen en español que es “genial”.
“Cool”, ya se sabe, es algo ligero, fresco, que “está muy bueno”, dice el macho posmo. Algo “muy de onda”, vamos.
Los “tips” son los toques, los “touchs”. “Tip” tiene a veces significado de sugerencia o consejo en cuestiones de moda y otras y se dice y se escribe en todas partes.
Los “mentality trends” son comportamientos de vanguardia que determinan tendencias. La fauna posmoderna se obsesiona con marcar tendencias y detectar fenómenos “cool”
“Vintage”, en lo que se refiere al vino, quiere decir añejo. También se llama “vintage” a la ropa de segunda mano, pero carísima, que se encuentra, entre otros lugares, en las llamadas ferias americanas de sectores del barrio de Palermo bautizados por los posmodernos con los nombres de Palermo Hollywood, Palermo Soho, Palermo Queen y otros tomados de barrios de ciudades de los Estados Unidos.
Esos lugares constituyen hoy por hoy el epicentro del posmodernismo.
El inglés, sobre todo el inglés estadounidense, sigue proporcionando denominaciones al posmodernismo vernáculo. “Trendy”, por ejemplo, es quien sigue las tendencias de la moda. No confundir “trendy” con “fashion victim”, que traducido libremente significa algo así como esclavo de la última moda.
La persona “trendy” tiene cierto buen gusto y adapta su estilo a lo que le marcan las pasarelas, pero sin seguir ciegamente el último alarido de la moda.
Dado que la diferencia entre uno y otro término puede ser difícilmente perceptible para el que no esté familiarizado con ellos, concluyamos que “trendy” es positivo y “fashion victim” negativo.
Negativo para todos aquellos que concuerdan con Stendhal (1), que dijo que el mal gusto consiste en confundir la moda que no vive más que de cambios con lo bello que perdura.


(1) Escritor francés (1781/1842) cuyo verdadero nombre fue Henri Beyle. Aunque su obra no fue valorada en su época, hoy en día se le considera como a uno de los más grandes escritores del siglo XIX. Sus novelas constituyen una transición entre el romanticismo y el realismo. Las más celebradas fueron “El rojo y el negro”, “La cartuja de Parma” y “Lucien Leuwen”.


© José Luis Alvarez Fermosel