sábado, 31 de mayo de 2008

Café con barquito

Uno nunca supo hacer avioncitos, ni barquitos de papel, pero siempre le fascinaron unos y otros, sobre todo los últimos. Y, por encima de todo, cuando los veía navegar por un charco o en el agua retenida en un trecho largo de calle, o en una fuente grande.
Nunca hasta hoy uno vio un barquito de papel en una taza de café, varado, para ser exactos, en una taza de café, lo cual le sorprende e incluso le inquieta un poco. ¿Quién habrá hecho el barquito? ¿Por qué lo habrá depositado en la taza, sobre el café que no quiso beber? Seguramente porque se enfadó con alguien y decidió no tomarse la taza del aromático brebaje.
Mejor gesto que el de dar un puñetazo en la mesa. Buen pretexto, también, para ese fotógrafo que siempre está allí y en esta oportunidad captó una composición nada común: una taza de café sin azúcar, o con ella en el fondo, con un barquito de papel flotando en su oscura superficie. ¿Algo se anula? ¿Algo se adorna?

- ¿Café, señor, solo, con leche o cortado?
- No, con un barquito de papel.
- ¡Pero…!
- Está bien, tráigame un papel que yo haré el barquito.
- ¿Y…?
- Después puede usted hacer lo que quiera con la taza de café y el barquito.
- Señor, es usted un original.
- No, es que estoy aburrido de todo.
- ¿No será que ella…?
- ¡Calle, calle usted, hombre de Dios…!

El barquito naufragará en cuanto se empape de café. Pero ya nada será igual.
Y pensar que todo empezó porque a alguien se le ocurrió hacer un barquito de papel y meterlo en una taza de café…



© José Luis Alvarez Fermosel




Demasiados ingleses

Antes había un solo inglés. Un sólo idioma inglés, quiero decir. Era el que nos enseñaba una profesora particular (inglesa, por supuesto), alta, delgada, angulosa, seca, de rostro cuadrado y enérgico y antiparras de carey. En invierno lucía –es un decir…- trajes sastre de "tweed" y en verano vestidos floreados. Parecía un personaje de la deliciosa novela "Los cuadernos del mayor Thompson", del escritor francés Pierre Daninos.
La "teacher" en cuestión nos enseñaba el inglés de Charles Dickens (1), Samuel Johnson (2) u Oliver Goldsmith (3), que aprendíamos a regañadientes pues nos gustaba más el francés que oíamos hablar a nuestra madre y nuestra abuela.
Luego, cuando empezamos a leer los diarios nos enteramos de que había otros ‘ingleses’ que se hablaban en Canadá, la Península Escandinava, la India, Sudáfrica, Australia, Gibraltar, las islas Malvinas y, naturalmente, Estados Unidos, donde se filmaban las películas del Oeste que tanto nos gustaban.
El "Spanglish", o mezcla de español e inglés, sentó patente de corso cuando los cubanos empezaron a irse a Miami. Hasta ahí todo estaba más o menos bien. Uno hablaba inglés británico o inglés norteamericano y podía viajar por todo el mundo y entenderse con la gente, porque cuando uno empezó a viajar por todo el mundo ya se hablaba inglés en todo el mundo.
Luego vinieron los otros ‘ingleses’...
El primer ‘inglés… raro’ fue el de los manuales que acompañaban -y siguen acompañando- a los aparatos electrónicos, los del hogar y los otros. A ese ‘inglés’ se le denominó ‘técnico’ y la denominación es muy buena porque lo escriben técnicos de muy alto nivel. Tan alto es su nivel -y ellos lo saben- que el inglés en el que escriben las instrucciones para el uso de toda clase de artefactos que vienen de Japón, China, Hong Kong, Corea y Malasia no está destinado a los usuarios sino a técnicos de nivel inferior al de los que escribieron las (supuestas) explicaciones.
Otro ‘inglés’ es el de la computación, en el cual "save" no es ahorrar sino salvar (un texto) en una "folder" -que milagrosamente sigue queriendo decir carpeta en español-; el "mouse" no es un ratón -o sea, sí, pero un ratón distinto a los de toda la vida, a los que les gusta el queso- y si se cuelga el "server" no hay que preocuparse porque nadie toma la trágica determinación de ahorcarse, sino que el sistema o la red electrónica se viene abajo -casi siempre por razones desconocidas o sin ninguna razón-, y lo que uno ha escrito laboriosa y prolijamente en la pantalla desaparece y casi siempre no vuelve más, a no ser que se haya guardado en un “pendrive”.
Pero quizá el ‘inglés’ más... peculiar, por llamarlo de algún modo, sea el de la Internet, poderoso tótem de la “New Age”. El ‘inglés’ de la Internet incluye términos rusos, como iconos o imágenes pintadas que representan a la Virgen o a los Santos en la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Los iconos que pueblan ahora todos los programas de computación tienen su origen en el “Apple Macintosh”, el primer sistema que creó una interfaz gráfica.
Los iconos mandan órdenes a los programas, operaciones o informaciones que ofrecer al usuario. Algunos de ellos son fijos, estándares, pero la persona que utiliza los programas puede usar iconos nuevos según sus preferencias y disponer, además, de una vasta biblioteca de signos.
La Internet propone el lenguaje de los ideogramas y los pictogramas. Algunos lingüistas sostienen que la escritura en forma de pictograma es anterior al lenguaje hablado y habría surgido como un intento de fijar en imágenes un idioma de gestos.
La dislexia o dificultad de adquisición de la lectura, tan común entre nosotros, apenas existía en culturas con escritura ideográfica (China, Japón).
El nuevo idioma pictográfico fue ideado por el diseñador austríaco Otto Neurath, a quien se considera el padre de las señales de tráfico.
Cuántos ‘ingleses’, cuántas complicaciones, ¡coño!, digo... ¡cono!


(1) Escritor inglés nacido en Landport en 1812 y muerto en 1870. Tuvo una infancia marcada negativamente por los problemas económicos de sus padres, lo cual influyó en su obra. Entre 1838 y 1842 publicó “Oliver Twist" y "Nicholas Nicklebey". También fue periodista y fundó el periódico "Daily News”. En 1849 editó su novela favorita: "David Coperfield".
(2) Ensayista y lexicógrafo inglés. Nació en Lichfield (1709) y murió en Londres (1784). De su obra literaria se destaca "Vida de los poetas ingleses". También escribió un diccionario.
(3) Escritor británico nacido en Kilkenny West en 1730 y muerto en Londres en 1774. Autor de comedias, obras de historia y poemas. Su mayor logro literario fue la novela “El vicario de Wakefield”.


© José Luis Alvarez Fermosel




Decisión irrevocable

Ya no voy a los desayunos de trabajo. Lo pregono así, a son de trompeta y a los cuatro vientos, para que se entere todo el mundo, pues no faltaba más.
Uno está en la edad de la madurez, de la reflexión, de la creación. Uno está entero, bien, pero no para tantos trotes como a los 25 años, para qué nos vamos a engañar.
Porque he decidido vivir lo mejor que pueda, ya no voy a los desayunos de trabajo. De vez en vez hay que darse algún gusto, como quedarse un día en la cama hasta las once de la mañana.
Nada hay tan contrario a la sana costumbre de dormir ocho horas -y de quedarse un día en la cama hasta las once- como los desayunos de trabajo, que se realizan a hora tan intempestiva como a las ocho, lo que significa que hay que levantarse a las seis o seis y media, para no llegar tarde.
Uno llega al hotel -los desayunos de trabajo suelen llevarse a cabo en hoteles- con un sueño espantoso y sin ganas de nada. Mucho menos de trabajar desayunando, o de desayunar mientras trabaja.
Esto de los desayunos de trabajo es cosa de los yanquis, que como si no hubieran tenido bastante con los almuerzos, se sacaron de la manga los desayunos, de modo que uno no pueda disfrutar de su café y sus medialunas y de que empiece a trabajar más temprano. No se sabe que es peor.
Los desayunos de trabajo, además, son para gente ordenada y metódica, de vida regular, no para nosotros, los periodistas, que vamos siempre a contramarcha.
A las seis de la mañana, sobre todo si la noche anterior nos hemos tomado unas copas y nos hemos acostado tarde, como suele ocurrir, estamos para el arrastre, con la lengua seca como papel de lija, dolor de cabeza, los ojos irritados, los nervios a flor de piel y una mala leche de aquí te espero, Baldomero.
En esas condiciones hay que ducharse, afeitarse, ponerse un colirio en los ojos, tomarse un par de aspirinas, beber un vaso de agua mineral, vestirse y, fundamentalmente, juntar fuerzas para lanzarse a la calle todavía de noche, o poco menos, con el fin de asistir a un desayuno de trabajo y escuchar en su transcurso a unos señores que, casi siempre, no tienen nada interesante que decir.
Los desayunos de trabajo no son para nosotros, que preferimos la hora del martini, las “happy hours”, las cenas con modelos o los tés con señoras que juegan a ser misteriosas y nos piden que las llevemos, para contarnos algo picante, a bares soterrados y elegantes con “barmen” de esmóquin y una luz indirecta y opalina de lámparas de cobre.
Fui a mi último desayuno de trabajo hace un par de meses. La mañana estaba gris, desangelada. Circulaba cansina la gente por las calles charoladas por la garúa, con los ojos hinchados y la cara hosca. Pasaban los autobuses atestados de pasajeros. Llegué al hotel. El conserje dormitaba en la recepción. Bajaba por unas escaleras un señor maduro, ligeramente obeso. Tenía la cara verdosa y bolsas bajo los ojos aguachentos.
Tragué saliva, cuadré los hombros y avancé. Fui el primero en llegar. En el Salón Dorado había una mesa redonda como para una decena de personas. Loza fina y cucharitas de alpaca. Las medialunas no parecían estar recién hechas. En unas copas languidecían trozos de unas frutas pálidas y lacias. Ni un alma. Al fondo, un camarero encorvado, de pelo gris, juntaba servilletas. El silencio era atroz.
Giré sobre mis talones y me precipité escaleras abajo. Gané la puerta giratoria y salí a la calle. Aspiré una bocanada de aire fresco, que tenia ese sabor polvoriento de la neblina. Dos cuadras más allá paré un taxi.
Comprendí que para mí había llegado la hora de no ir más a desayunos de trabajo.
Ahora soy feliz. Desayuno -muy tarde- en mi casa o en el café. Sigo acostándome tardísimo. Algunos días me permito el lujo de levantarme a las once de la mañana.
De vez en cuando recibo alguna invitación para asistir a un desayuno de trabajo. Se la paso inmediatamente al trepador que tenga más cerca. Enseguida llamo a alguien por teléfono -preferentemente a una mujer- para invitarla a cenar. Y enciendo un habano.
No me cansaré de repetirlo: ya no voy a los desayunos de trabajo. Que conste en acta.


© José Luis Alvarez Fermosel


Elogio de la gordura

Si Erasmo hizo el elogio de la locura, ¿por qué no podemos hacer nosotros el elogio de la gordu­ra, que en definitiva es más sana que la insania?
Vivimos en un mundo de fla­cos -no ya de flacas- que viven una vida que no es vida.
Hay que ser flaco, no ya delgado. Y, claro, estar de mal humor siempre; porque está comprobado que el régimen a base de galletas de sal­vado, zapallo (con perdón...) y ensalada de remolacha y nabos (perdón, otra vez) hervidos no contribuye, precisamente, a crear un estado físico y espiritual proclive a la constante sonrisa de oreja a oreja o a la broma desenfadada cada dos por tres.
Está probado históricamente que el gordo, el hombre bien comido y bien bebido, es jovial y bonachón y tiende a no crear problemas -lo cual es bueno, en principio- y a resolver los suyos sin complicar a nadie. Estamos hablando, naturalmente, de gordos sanos, cuya salud no esté en peligro, no de obesos mórbidos o de enfermos, pobre gente, que esa sí que no tiene motivos para estar de buen humor.
Recordemos a gordos inefables y simpáticos como Falstaff, Gargantúa o Porthos, el mosquetero de insaciable apetito de Alejandro Dumas, gran escritor y mayor "gourmand"; y, lógicamente, gordo.
Otro gordo de ficción era el epicúreo detective Nero Wolfe, creado por el autor norteamericano de novelas policiales Rex Stout. Wolfe tenía como cocinero a un cordón "bleu", o poco menos, llamado Fritz, que le preparaba platos exquisitos. Wolfe, además, bebía ingentes cantidades de cerveza embotellada "Old Corcoran". No le iba a la zaga Alexandre Benoit-Bérurier, uno de los monstruosos héroes de la serie policial francesa "San Antonio", de Frédéric Dard, que cita el escritor francés Francois Coupry en su delicioso libro "El elogio del gordo".
Bérurier es simple, bueno, corajudo, feo, le encanta hacer el amor, es desordenado, rústico y desa­foradamente glotón: una suerte de Sancho Panza "aggiornado", en una palabra.
Quizás el gordo más entrañable para uno -viejo lector de novelas policíacas- sea el comisario Maigret del belga recriado en Francia, Georges Simenon.
Maigret, más que gordo, es corpulento, macizo. Se nota menos que es gordo porque es muy alto. Cuando se zambulle de cabeza en un caso -casi siempre de homicidio- no va nunca a almorzar a su casa, a pesar de que su mujer es una excelente cocinera. Come siempre, acompañado por el inspector que le ayuda en la investiga­ción, en "bistros" de tres al cuarto del Barrio Latino o del bulevar Montparnasse en los que, sin embargo, se come estupendamente.
También la figura, o la imagen del gordo es agradable en la vida real, pese a que algunos se empeñen en asociar la gordura con la impotencia, la humillación o la infelicidad.
Gordas hoy pocas. Se ven muy pocas gordas hoy día, salvo en los cuadros y las esculturas del colombiano Fernando Botero.
La actriz alemana Marianne Sägebrecht reivindicó a las gordas a partir de la deliciosa película "Bagdad café”. Claro que Marianne es una gorda tan hermosa y tan bien proporcionada que quizá no responda fielmente al patrón de las gordas en general, por lo común no tan bien hechas.
Otra que está magníficamente constituída es la también actriz, ésta norteamericana, Queen Latifah, una mulata que entra en el rubro de las gordas esculturales.
De cualquier manera, que Dios bendiga también a las gordas menos perfectas que Marianne Sägebrecht y Queen Latifah, que suelen ser bondadosas, tiernas, simpáticas y se ríen a carcajadas que hacen bambolear sus rotundas zonas pectorales, a las que no ha sido necesario implantar silicona. Las gordas asumidas, sin complejos, felices, jocundas, fellinianas, son de natural tranquilo -como dijo el clásico- hacendosas, buenas amigas y suelen tener mucha paciencia con los niños.
Las gordas por decisión propia, porque pueden, quieren y les da la gana jamás tendrán problemas derivados de la lipoaspiración y otros tratamientos, ni padecerán del síndrome de abstinencia de esos guisotes tan ricos, especiales para invierno, monumentales tortas con mucha crema y vermús con polícromas y barrocas picadas de las que dar buena cuenta en confiterías elegantes. Sus amigas las adoran, son proclives a la confidencia y suelen guardar los secretos.
Si padecen males de amor los llevan bien, no como esas flacas resecas, amargadas, con el duro rostro cuarteado y la boca apretada que se destaca como una fina y pálida cicatriz. Esas flacas son inaguantables y algunas terminan por hacerse crueles.
Cada día se ven menos menos gordas. ¡Qué lástima!

Ilustración:
“Cuatro gordas”, de
Fernando Botero

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:
28-05-2008: “Jocunda, casi dionisíaca…”
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/jocunda-casi-dionisaca.html

viernes, 30 de mayo de 2008

Sopa castellana

Hace frío en estos días, lo cual es lógico si se considera que estamos a muy pocos días del invierno. Pero no hay que preocuparse. Todo es cuestión de confortase con un condumio apropiado para hacer frente, con todas las posibilidades de alcanzar la victoria, al frío, el viento, las heladas, la nieve y demás armas del general Invierno que derrotó a las invencibles huestes de Napoleón en Rusia y a estas playas arriba con pocas ínfulas, casi siempre.
Si aumenta su poder y hace bajar la columna del termómetro más de lo que acostumbra, he aquí un buen elemento para neutralizar sus ataques: la sopa de Maite –excelente cocinera, entre paréntesis-, que es una variante de la sopa de ajo castellana y, además de reconfortante, es riquísima.


Sopa castellana
(2 porciones)

Ingredientes:

100 gramos de jamón serrano picado no muy pequeño
6 tomates peritas maduros (o sea, para salsa) pelados y picados
1/2 cabeza de ajos (fileteados)
2 huevos
3/4 minibaguette cortada en rodajas de 1 centímetro de grosor
1/2 vaso de vino blanco seco
1/4 ó 1/2 litro de caldo (preferentemente de verdura)
1 cucharadita (de las de té) de azúcar
Pimentón dulce y/o picante
Sal (si es necesario)
Aceite

Preparación:

Dorar en aceite caliente las rodajas de pan (1). Retirar y reservar sobre papel absorbente.
En el mismo aceite echar los ajos y el jamón. Revolver rápidamente y poner los tomates, el pimentón, el azúcar y el vino. Mezclar y dejar cocinar un par de minutos. Luego, verter el caldo. Cocinar unos 10 minutos con la cazuela destapada y a fuego medio. Apagar y dejar reposar. Se sirve en cazuelas de barro individuales.

Antes de servir la sopa:

Cubrir el fondo de cada cazuela con algunas rodajas de pan. Verter la sopa y, encima, el huevo. Poner a fuego medio/alto o a horno precalentado y retirar cuando la clara haya cuajado.
Se toma bien caliente.

(1)Puede ser tostado.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 29 de mayo de 2008

Tango, jade y champán

Bailan un tango, en el momento en que la porteña melodía arrabalera está por empezar a desgranar sus primeros compases.
Da gusto verlos tan bien conjuntados, tan elegantes.
Ella toda de gris, él de frac –¿se imaginan? ¡De frac…!-. Ella es rubia y grácil. Se adivina que el frac de su pareja está muy bien cortado. El parece lucirlo a las mil maravillas. El escorzo define y remarca. ¡Si hasta casi se ve la música!
El lleva una sortija con una pequeña piedra negra en un dedo de la mano que tiene voluntad de deslizamiento…
Una pareja de otros tiempos, quizás de los adecuadamente llamados “los locos veintes”, años de jade y champán, cigarrillos “Gold Flakes”, cabarés de lujo, automóviles con estribo y, algunos, con tapicería de terciopelo; señoras con pamelas, como la que se ve borrosamente al fondo de esta imagen, sentada a una mesa con mantel blanco y en denodada actitud de aburrimiento.
Es París, indudablemente, esto es París. El lugar bien podría ser Maxim. El año, 1926. Todo el “charme” del París de esa época y los amores locos.
Ese mundo burbujeante y un poco delicuescente de las novelas de Elinor Glyn, Colette y Gertrude Stein, con un Hemingway que empezaba. Drieu La Rochelle, Francis Carco, putangas, efebos y golfantes.
Eternas noches de “jazz”, muselina, Mandarine Napoleón, mansardas y sexo dulce. Madrugadas con resaca y sopa de cebolla en Les Halles.
Y la alegría descocada, y las violetas en primavera, y el Sena gris, y la lluvia, y los toldos relucientes de las terrazas de los cafés de la orilla izquierda.
¡Qué hermosa postal de tiempos idos, en los que uno no existía y por eso no pudo bailar de frac con ella una noche azul e inolvidable!

Ilustración:

“Bailadores de Tango”, de
Rafael De Penagos Zalabardo



© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 28 de mayo de 2008

La luz de la tarde es de raíz poética

Se fuga la tarde con cierta sordina pícara, como un estudiante que se fumara la clase para irse al cine.
Los coches, las motocicletas, las ambulancias, la gente que sale de las oficinas.
El sol se va de puntillas dejando una claridad amarillenta, dulzona. A uno le viene la imagen, no sabe por qué, de una mujer joven y hermosa que fuera por el campo comiendo uvas.
La luminosidad ambarina, clara como un vino blanco joven, se irá espesando y tomará enseguida cuerpo y olor. Surgirá, de pronto, la mágica luz de la tarde, que nos rozará el ánimo cansino con la caricia de su aliento, que huele siempre a miel temprana.
Contemplo la tarde por el ventanal de un café, buen mirador. Pasa un anciano con chaqueta de “tweed”. Lleva dos perros afganos, uno cas­taño, el otro rubio.
A la caída de la tarde, los automóviles son góndolas en el asfalto.
Alguien pide un “bitter”, a mi lado. Hay en el café, entre otra gente, un señor mayor muy bien vestido. Frente a él, una joven rubia con pantalón vaquero y blusa azul.
Entra un chico moreno y delgado y va dejando en las mesas billetes de lotería. La suerte en la tarde.
Sé que tengo que irme, pero me quedo un rato más. Quiero detener el tiempo. Recuerdo a Eduardo Tije­ras y coincido una vez más con él: la luz de la tarde es de raíz poética; así que todos los intentos para precisar su diluida fascinación resultarán va­nos, como vano resulta explicar el olor del otoño o el sabor de un beso.
Avanzan unas nubes plomizas en el cielo gris. Es posible que llueva. De momento, la magia de la tarde está incólume. O sea, que pasa un ángel, que se establece una tregua.
En la tarde lenta y proustiana, cuajada de tonos color membrillo, uno ha cometido las mayores locuras de su vida.
De mañana, no. Las mañanas ca­recen de magia; son concretas, prag­máticas. Las mañanas son para ir de compras y hacer tiempo hasta que llegue la hora del vermú. Hablamos, claro, de las mañanas que empiezan a las once. Las que comienzan antes no son mañanas, son martirios.
Las tardes son para firmar la paz, todas las paces, incluida la paz con uno mismo; para quedarse solo en un café y no pensar en nada; para ver cómo cae el sol lentamente, como herido por la pedrada de un niño; para pasear por un bulevar elegante con árboles añosos y bellos.
La tarde, sobre todo su final, cuando pían como locos los pá­jaros pasionales del crepúsculo, es acariciante, balsámica, distiende y perfuma.
La tarde tiene, además, el aliciente de ser un compás de espera; un puente para la noche: esa reina bellísima y altiva de ojos de lapislá­zuli y larga capa de terciopelo azul marino, cabellos negros como el car­bón y corona de zafiros, de la que uno ha estado siempre locamente enamorado.
La tarde es serena, dulce como una amiga que nos quiere en silencio. La tarde es soñadora y poética.

Los versos de Federico:



Tarde lluviosa en gris cansado,
Y sigue el caminar. Los árboles marchitos
Mi cuarto, solitario.
Y los retratos viejos
Y el libro sin cortar...
Chorrea la tristeza por los muebles
Y por mi alma.
Quizá
No tenga para mi Naturaleza
El pecho de cristal.
Y me duele la carne del corazón
Y la carne del alma,
Y al hablar,
Se quedan mis palabras en el aire.
Como corchos sobre agua
Sólo por tus ojos
Sufro yo este mal,
Tristezas de antaño,
Y las que vendrán.
Tarde lluviosa en gris cansado
Y sigue el caminar.



© José Luis Alvarez Fermosel

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“Jocunda, casi dionisíaca…” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/jocunda-casi-dionisaca.html

Jocunda, casi dionisíaca...

Le vi por la calle,
pasó por mi lado;
me dijo un requiebro que fue de mi agrado;
no quise mirarle, no fuera a azararle.
El me dijo: “¡Vida!, si tú me quisieras, igual que en la gloria quizás yo viviera…”.

Podía haber tarareado “in mente” el viejo cuplé al verme pasar por su lado, en el caso de que hubiera tenido la edad y la memoria suficientes como para recordar los viejos cuplés españoles de los años 20, que volvieron a ponerse de moda en los 60.
Pero era muy joven para acordarse del cuplé “Sus pícaros ojos”, que empieza diciendo: “Le vi por la calle, pasó por mi lado…”, uno de los más populares.
Además, yo no pasé por su lado. Ella estaba, precisamente, del otro lado, separada de mí por una vidriera de café y no miraba al exterior. Se concentraba en el bife, los dos huevos fritos y las patatas fritas que devoraba a dos (lustrosos) carrillos con una especie de desesperada sordina.
La gorda. Digo gorda así, categóricamente. Pero con la simpatía, el respeto y la ternura que me inspiran las gordas, al menos las gordas amables dadas a la broma, un poco maternales y proclives a reirse a carcajadas, lo cual hace que se muevan con simpático ritmo sus carnes rotundas.
La gorda comía en un café del centro de Buenos Aires, un poco pasadas las cinco de la tarde, o sea, la hora del té según los ingleses, que lo toman a las cuatro o a las seis.
La gorda era linda, como casi todas las gordas, aunque no tanto como la mulata estadounidense Queen Latifah –que trabaja, entre otras, en la película “Chicago”-. Tenía el pelo oscuro, ondulado y la piel tersa. No parecía tener más de 35 años.
Iba y venía la gente por la calle. Parejas jóvenes con niños. Jubilados que habían salido a tomar el sol tibio del otoño. Turistas brasileños. Unos japoneses que lo fotografiaban todo, como siempre. Algún adolescente con su mochila a la espalda y sus bermudas. Mujeres hermosas, todas. Si las mujeres argentinas no son las más lindas del mundo, por ahí andaba Garay, que dijo aquél.
La gorda, jocunda, casi dionisíaca, sin llegar a parecer una escultura de (Fernando) Botero, daba buena cuenta de su bife de chorizo, sus dos huevos fritos y una más que abundante porción de patatas fritas, acompañado todo por una botella de cerveza de tres cuartos de litro, de marca argentina, de la que se servía de tanto en tanto, teniendo muy en cuenta cómo tenía que hacerlo para que la espuma quedara a su gusto en el vaso.
No miraba furtivamente a su alrededor, la gorda. No tenía esa mirada oscura y huidiza del que tiene la conciencia intranquila, o de aquel que se reconcome por haber transgredido alguna regla de oro o haberle jugado a alguien una mala pasada. Tampoco estaba haciendo ningún régimen para adelgazar, o en caso afirmativo se lo saltaba alegremente a la torera sin ningún remordimiento.
La gorda me cayó bien. Entre otras cosas por su medalaganismo, su espontaneidad y la claridad que trasuntaba la mirada de sus grandes ojos castaños.
Mientras tanto, trasciende que la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición acordó con los organizadores de la Semana de la Moda en Madrid prohibir desfilar a modelos excesivamente delgadas. Ninguna de ellas que tuviera un índice de masa muscular menor de lo establecido pudo hacerlo.
Cinco de las modelos participantes en la Semana de la Moda de Madrid no pudieron acceder a la pasarela. No se habían sometido a un reconocimiento médico, lo cual parece que se va a hacer obligatorio a partir de ahora, no sólo en España sino también en Italia, para ser precisos en Milán.
Que me perdonen los dietólogos, los nutricionistas y los cirujanos plásticos especializados en reducir corpulencias, pero ya va siendo hora de que las gordas tengan su lugar en el mundo -¿se acuerdan de la película de Adolfo Aristarain?-, un lugar que puedan ocupar manteniendo la cabeza alta, el busto desafiante y la popa como un pandero, ¡pues no faltaba más, oiga usted! A ver si vamos a andar ahora con pequeñeces y cicaterías.
Si el sur también existe, como se repite con una machaconería que ya aburre, las gordas también; y no tienen por qué esconderse sino, al contrario, deben echarse a las calles y recibir piropos para gordas, no groseros, desde luego: ya como mucho del estilo de “¡…eso es carne y no lo que echa mi mujer al puchero!”.
La esposa de un sastre que tuve yo en mi Madrid natal hace muchos años sostenía que “más vale agarrarse a una mujer que a un palo”. Si uno decide poner en práctica tan sabia recomendación, lo mejor es agarrarse a una mujer que esté bien lejos de parecerse a un palo.
Una mujer como la gordita de la cafetería, que cobraba fuerzas a base de buena carne argentina, huevos fritos, patatas fritas y cerveza, una estupenda combinación no apta para personas flacas, biliosas, tilingas, anoréxicas o sometidas a drásticos regímenes de adelgazamiento y, por tanto, casi siempre agrias y malhumoradas que no nos alegran precisamente las pajarillas del alma, sino todo lo contrario.


© José Luis Alvarez Fermosel

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“Gente que pasa II” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/05/gente-que-pasa-ii.html)










lunes, 26 de mayo de 2008

Gente que pasa (II)

Sigue pasando la gente por la calle. Yo continúo viéndola por el gran ventanal del estudio. Gente: hombres, mujeres, niños, perros (1)…
Veo un señor y una señora muy mayores –él con el pelo blanco y una barba del mismo color, muy cuidada-. Cada uno lleva dos grandes bolsas de supermercado. Se ve que han estado haciendo compras.
Un señor de traje gris, muy elegante, pasa comiéndose con delectación un helado de cucurucho. Una pelirroja de buen ver con un niño en brazos. Una viejecita con pantalones vaqueros y un gran perro atigrado.
Un muchacho con camisa blanca a rayas azules horizontales, como las de los marineros, renguea y se ayuda para caminar con un bastón. Lleva gafas. Se sienta en uno de los dos bloques de cemento que hay frente a la cristalera y escribe en un cuaderno de hojas tamaño oficio hasta que se cansa y se va.
Una rubia madura con gafas negras y aires de Sharon Stone –iba a escribir Greta Garbo: ¡qué antigüedad!-.
De pronto, una escena preciosa: una madre y su hija apenas entrada en la adolescencia, ésta última con uniforme de colegiala y una mochila a la espalda, se funden en un estrecho abrazo. ¿Habrán estado algún tiempo sin verse? ¿Se abrazarán así siempre que se encuentran? De cualquier manera, ¡qué Dios las bendiga!
Una viejecita rubia nos muestra un recorte de diario con un título que dice: “Todos los perros van al cielo”. Luego se sienta ella también en uno de los cuadrilateros de cemento, saca una campera que lleva en un carrito con compras, al parecer, y se la pone. Se ve que en la calle hace fresco. Después saca un suéter color violeta y unas cuantas prendas más. ¿Venderá ropa? ¿La habrá comprado en alguna de las ferias americanas que hay en el barrio?
A las seis menos cuarto, cuando ya estamos en el último tramo del programa, pasan dos hombres, cada uno de ellos con una larga viga de madera al hombro.
Coches, motos y bicicletas todo el tiempo.
Un muchacho con “jeans”, buzo gris y una gorra de beisbolista, juega con un enorme perro negro y da gusto verlos, la nariz del chico contra el hocico del perro, que no deja de mover la cola.
Pasa una chica con una raqueta de tenis bajo el brazo. El señor de todas las tardes, de pelo y bigote grises, que lleva –probablemente a un bar de las inmediaciones- una cantidad considerable de manteles rojos y servilletas blancas-. Un chico con una camisa negra y un rosario bordado en blanco sobre la pechera.
Colegiales en torno a un cachorro de perro siberiano de ojos azules, que hace toda clase de monerías. Una chica de rojo violento con una bicicleta de juguete bajo el brazo.
Un día, a las cuatro y veinticinco de la tarde, por mi reloj, se hizo de noche. La calle se convirtió como por arte de birlibirloque en un gran manchón negro. Al cabo se tornó de un gris oscuro, un tanto ominoso, y se mantuvo así, asemejándose a un paisaje crepuscular de Edward Hopper.
Dos palomas, una al lado de la otra, sobre un cable del tendido eléctrico. Una abuela con dos nietos, uno de la mano y otro en un cochecito. La pareja de viejecitos de todas las tardes, que siempre saluda.
Un señor pobremente vestido que lleva en la cabeza una boina negra, de rala barba gris, se sienta en el consabido bloque de cemento, escucha nuestro programa por una pequeña radio portátil y nos mira. No es mal entretenimiento. Casi es como ver televisión al aire libre. Después de un rato se va. Viene todos los días. No tiene hora fija, eso sí.
Todos parecen buenas personas, gente de barrrio como la que se ve en el subte o en los colectivos.
Es gente que pasa.


(1) Me he tomado la libertad de meter a los perros entre la gente, ya que por lo menos son tan buenos como las buenas personas y en muchos casos mejores que muchos seres humanos.



© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

16-04-2008: “Gente que pasa”
(
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/04/gente-que-pasa.html)


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sábado, 24 de mayo de 2008

Hombre con mariposa

Estaba en un cruce de peatones de la avenida presidente Roque Sáenz Peña, frente a la estatua de Lisandro de la To­rre, en pleno centro de Buenos Aires.
Una rara mañana de otoño, calurosa y pesada. Tránsito rodado incesante. Gente circulando con expre­sión preocupada.
Olía a monóxido de carbono, a un extraño barniz que no pu­de identificar, a hierro caliente y a café. Este último aroma, el más agradable de todos, salía de una cafetería en la que algunas personas desayunaban tardíamente y otras leían el diario frente a su taza vacía.
Había un no sé qué pesado, tedio­so, en el ambiente recalentado. El duro suelo gris bajo los pies. Un cielo conges­tionado e irritante.
De pronto lo vi casi a mi lado, a la derecha. Estaba allí, esperando como to­dos que el semáforo le permitiera cruzar la calle. Era un hombre de estatura media, rechoncho. Esta­ba casi calvo y tenía un rostro vuigar, asimétrico. Llevaba un traje azul marino, brillante ya por el uso excesivo, y una camisa clara sin corbata, con el cuello abierto. Me fijé en todos estos detalles después de haber visto, en primer lugar, lo más caracteristico, distintivo e insólito de ese hombre co­rriente, sin el menor toque de rareza, ori­ginalidad, brillantez ni nada especial ni di­ferente: tenía una mariposa posada sobre su hombro izquierdo.
La cosa no tenia mucho de particular, considerando que la mariposa pudo haber venido volando desde el jardín interior de alguna casa de las cercanías, o de un ár­bol no lejano, y posarse en el hombro de aquel caballero como se podría haber po­sado en cualquier otro lugar. Lo curioso es que la mariposa en cuestión parecía encontrarse muy a sus anchas en el refu­gio temporal que había escogido para des­cansar, o sencillamente para mirarnos a todos desde un lugar seguro.
La mariposa mantenía las alas juntas y de tanto en tanto las des­plegaba, y luego las volvía a cerrar. Así comprobé que era más bien grande y de un delicado color azul lavanda.
Cuando al fin cruzamos la ave­nida y empezamos a caminar todos para ganar la acera de enfrente, el hombreci­llo era quien más vivo llevaba el paso y, además, cada tanto levantaba los hom­bros con un movimiento, no diría yo que convulsivo pero con características de tic nervioso. Sin embargo, la mariposa se­guía ahí, sobre su hombro, tan ricamente, abriendo y cerrando las alas cada dos por tres.
La mariposa del hombre de la avenida, que caminaba ahora a grandes trancos por la calle Esmeralda, no tenia nada de atemorizador, sino todo lo contrario. Ins­piraba una suerte de tranquilidad y, desde luego, alegraba la vista, hermosa y azul como una flor de jacarandá.
Seguí a la mariposa y a su amo, por asi llamarlo, durante un buen trecho. Al final ambos doblaron por una calle lateral y yo continué mi camino, no sin hacerme an­tes una serie de preguntas.
¿Por qué eligió la mariposa, tan bella, tan elegante, tan original, a un señor que era exactamente todo lo contrario para aquerenciarse, aunque tal vez temporal­mente, en su hombro forrado de barata y lustrosa sarga azul? ¿Había un simbo­lismo, un significado oculto, tal vez eso­térico en esa conjunción urbana hombre-mariposa? ¿Llevaba el hombre, en realidad, la mariposa puesta porque la tenia en su casa, como quien tiene un perro y la sacó a dar un paseo ? ¿Era la mariposa algún espíritu puro -o im­puro- que se había posesionado del anodino viandante, sabe Dios, o el diablo, para qué misteriosos fines?
Jamás lo sabremos.



© José Luis Alvarez Fermosel
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Pasa el afilador

Suena en el claro mediodía de un sábado de primavera, con ínfulas de verano, el agudo, dulce y melancólico sonido de la siringa del afilador.
El viejo barrio está en calma. Son casi las doce. El sol cae en vertical y pesa como una plancha de plomo.
Pasa el afilador por el viejo barrio con árboles y casas con verjas de hierro. Lleva en su bicicleta su piedra de afilar, redonda y oscura.
El afilador es un hombre de edad indefinida, delgado, de pelo negro, liso. Pasa lento y concreto por la calle solitaria y caldeada, tocando su siringa, que parece que tuviera filo como los cuchillos y tijeras que están olvidados en cajones de muebles de cocina y cestos de costura en las casas cerradas.
Las veredas del viejo y apacible barrio de vecinos tranquilos, que duermen la siesta después de comer, están blancas por el sol que da a pleno en ellas. Blancas y cegadoras.
Un lejano, impreciso rumor de tráfago y voces.
En una plaza cercana hay unos árboles grisáceos que dan unas pequeñas flores redondas y amarillas. Huele a goma caliente. Un gato negro cruza la calzada corriendo.
La siringa del afilador ha despertado ecos dormidos en el mediodía soleado y calmo.
Da la impresión de que la tarde no va a llegar nunca. Pero llegará… y se irá por el Poniente malva y gris.
Al anochecer ya nadie se acordará de que hubo un momento, horas antes, durante el cual el tiempo pareció detenerse.
¿Pasó un ángel? No, sólo un afilador que hizo sonar su siringa aguda, dulce y melancólicamente, mientras las amas de casa preparaban el almuerzo, los hombres miraban la televisión y unos niños jugaban a la pelota, calle arriba.



© José Luis Alvarez Fermosel
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viernes, 23 de mayo de 2008

Homenaje de Manuel Ibáñez a Toulouse Lautrec

Alguien dijo una vez –creo que fui yo- que Manuel Ibáñez es más polifacético que un dodecaedro, visto y considerando que es, entre otras cosas, escritor, periodista, pintor, publicista, publicitario, hombre de negocios y deportista –jugó al rugby-. Por encima de todo es un hombre extraordinariamente vital y, por tanto, un desaforado amante de la vida y sus placeres, todos sus placeres.
Es, además, como buen publicitario, ingenioso, creativo y original. De ahí que un día se le ocurriera rendir tributo a la memoria, o para ser exactos, a parte de la temática del gran pintor francés Henri de Toulouse Lautrec.
“Me obsesionaron sus mujeres, habitantes de la noche de aquel mítico Montmartre, a las que retrató con respeto y amor. Artistas o no, prostitutas o no, el gran pintor francés –casado con el modernismo y divorciado de él-, plasmó magistralmente el talento y la simpleza de todas y cada una de ellas y dio a conocer sus más recónditos secretos y su hermosura”.
Así que Manuel Ibáñez se dio a la búsqueda de las sucesoras de aquellas modelos, incursionando en cabarés y clubes nocturnos –“con distinto grado de aceptación”, acota- de varias ciudades del mundo.
“Comencé en el Lido de París, en el que hace muchos años, como cliente y como turista acompañado por mi mujer, boceté figuras de las mujeres que hoy presento en La López”.
Así produjo y creó a las protagonistas de “Pasapoga”, Santiago de Chile; “Soak”, Florianópolis, Brasil; “Quatro X Quatro”, Río de Janeiro, Brasil; “Colonial”, Comodoro Rivadavia, Argentina; “Cat’s”, La Plata, Argentina; “What’s up?”, “Madahos”, “Black”, “La López”, Buenos Aires, Argentina y “Moulin Rouge”, Ginebra, Suiza.
“Lo único que intenté copiar del maestro es el respeto que tuvo por sus modelos. Las mujeres, en todos sus oficios, son adorables, embellecen este mundo, disimulan soledades y son psicólogas eficaces en las depresiones cotidianas”, apostilla Manuel Ibáñez, que expone una serie de retratos de mujeres pintados con las técnicas de pastel y acrílico en el club nocturno “La López”, en el epicentro del elegante barrio de la Recoleta de Buenos Aires.
© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 20 de mayo de 2008

Instantánea a la acuarela

Parece una foto, pero en realidad es una acuarela, una pintura al agua excelente, hiperrealista, hecha por un maestro del dibujo del estilo del estadounidense Norman Rockwell, o de los españoles Pedro Alvarez o su hijo Faustino, grandes pintores que pasaron sin pena ni gloria.
El tema parece trivial. Llega gente de la ciudad al rancho, concretamente una pareja, vaya uno a saber si en luna de miel. Llevan ropa urbana y ella un sombrerito blanco con una cinta oscura. Hay otra señorita con un sombrero parecido en el ángulo superior derecho, que parece estar sacando algo de la baulera del coche con la ayuda de otro personaje que también lleva un Stetson blanco.
El hombre que ocupa el asiento del conductor habla con un vaquero que ya ha sacado una maleta y lo que parece ser una sombrerera. Hay más vaqueros al fondo, y un caballo bayo junto a un árbol. Un criado toca una campana. Tras él se ve la cabeza de otro corcel y una amazona con un pañuelo rojo al cuello. Y ya está, nada más.
Salvo que, por ejemplo, el automóvil que figura en primer plano está espectacularmente dibujado y coloreado. Parece un modelo de los años treinta, por otra parte. También hay que considerar la vida, el verismo que el autor le ha dado a una escena que nada tiene de particular. Gente que llega.
Ahí está la madre del cordero. Convertir en una obra de arte algo que aparentemente no tiene ninguna trascendencia, que no dice nada. Ah, ¿no? ¿Y la pareja? ¿Quiénes son? ¿Por qué vienen al rancho? Su llegada parece haber despertado cierto movimiento. Claro, los están recibiendo, la casa cobra vida. ¿Qué pasará en ella?
Aquí está la magia. Y el arte del pintor, que desafortunadamente no sabemos quién es. Capacidad para inventar, o recordar, o recrear, o crear y mostrar una historia con cuatro trazos, como quien dice. Una historia que sabemos que empieza con una pareja de jóvenes que llega a lo que parece ser un rancho norteamericano, pero que no sabemos cómo termina, ni siquiera si es historia.
En cualquier caso, una escena bien construída. Una composición nada fácil, en su aparente simplismo; bien armada, sencilla, expresiva, colorida, con la tensión de una foto instantánea.



© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 18 de mayo de 2008

Casi nadie regala flores en Buenos Aires

Ya casi nadie regala flo­res en Buenos Aires. Y los vendedores que constelan con sus sim­páticos tenderetes la avenida Santa Fe de la capital del Plata, probablemente la calle con mayor cantidad de floristas del mundo, melancolizan al anoche­cer, cuando las flores languidecen y el arqueo arroja un balance deprimente.
No es negocio vender flores, que están caras, como todo hoy en día en Buenos Aires. Pero la merma de la venta de flores no se debe sólo a razones de tipo económico, a juicio de más de un vendedor de los que hemos entrevistado.
Uno de ellos, Mateo García, jubi­lado, que tiene un puesto en San­ta Fe y Callao, se lamenta de que la gente se ha olvidado de lo que significan las flores, que con tanta frecuencia se regalaban antes a las madres y a las novias, sobre todo a las últimas. (Las más ro­mánticas, y me parece que me estoy yendo al siglo diecinueve, guardaban siempre algu­na flor entre las páginas de un libro de versos de tapas de cuero de Rusia color corinto…).
Según el bueno de Ma­teo García, las nuevas generacio­nes son poco románticas y, ade­más, ven mucha televisión, razón por la cual compran los artículos que se anuncian por ese medio, incluso para regalar. Y asi los chicos obsequian a sus novias o ami­gas con chocolatines, buzos, pulseras de plata, agendas electrónicas, fundas de cuero o de plástico para los teléfonos celulares…
Otro vendedor, Guido Bevilacqua, dice que con lo que gana con la venta de flores no le alcanza ni para pagar los impuestos. Los jó­venes ni siquiera las ven, pasan de largo, siempre de prisa, preocupados por sus pro­blemas, como los viejos. Y éstos ya no compran flores, que antes se regalaban a destajo.
Algunos floristas son un poco más optimistas. Co­mo, por ejemplo, Ricar­do Saldías, un chileno afincado en Argentina desde niño, quien afirma que tiene una clientela fija, casi toda del barrio. Hay, además, una materni­dad muy cerca de su puesto, lo cual le favo­rece, pues algunos hombres conservan la bella de regalar flores a sus esposas cuando éstas les hacen padres.
Lo que más se vende son claveles y rosas, unos y otras de color rojo, preferentemente.
En determinadas fechas o festi­vidades, como el Día de la Madre o de la primavera, las ventas suben, los vendedo­res se animan y se los ve regando sus flores con grandes regaderas de gastada hojalata, mientras a su lado ruge el tráfico.
Pero, en general, ca­da vez se venden me­nos flores en Buenos Aires, ciudad florida que se tiñe de azul cuando caen, en primavera, las flores color lavanda de los jacarandaes sobre los tejados, las marquesinas, los automóviles estaciona­dos y las calles.
Casi nadie rega­la flores, ni se las lleva a sus muertos, ni las luce en el ojal. Los tiempos han cambia­do. La gente es más pragmática.
De cualquier mane­ra, es grato pasear, so­bre todo en primavera, por la florida avenida Santa Fe, con sus mil y un puestos de venta de flores, en una y otra acera, que ponen un contrapunto multicolor y perfumado a la larga arteria, plaga­da de galerías comerciales, sastrerías de lujo y casas de decora­ción, en cuyas vidrieras se ven preciosidades -pero tan caras, ¡ay…!-.
Santa Fe, una importante avenida de la ciudad que algunos comparan con la calle Serrano de Madrid, la avenida de La Libertad de Lisboa o la Via Condotti de Roma, impuso modas y conserva tradiciones.
Entre las últimas la de ser la pre­ferida de los floristas callejeros, otro oficio como el de organillero, vendedor de barquillos o auriga de coches de caballos para pasear niños y parejas de novios que desa­parece, que se extingue como el perfume de las flores cuando se repite la danza de las horas.




© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 17 de mayo de 2008

El "gásfiter" y Montag

El escritor chileno Luis Sepúlveda publicó en la revista de los domingos del diario "El País", de Madrid, un artículo titulado "Gás­fiter" (1), que es como llaman en Chile a los plome­ros.
Sepúlveda se refiere a un “gásfiter" en particular, el maestro Correa, quien estaba orgulloso de su ofi­cio. Y dice de él: "Todo tiene arreglo menos la muerte, rezaba el código ético escrito en su viejo maletín de herramientas, y, consecuente con tal má­xima, recorría las calles de San Miguel, la Cisterna y La Granja reparando tuberías, eliminando el goteo de las canillas causantes de noches insomnes, sol­dando las grietas de la vida con su soplete de que­roseno".
El "gásfiter" de Sepúlveda debió ser un hombre enjuto y canoso, de ojos claros y manos nudosas, amante de los niños y los perros callejeros. No se privaría, tal vez, de piropear a cualquier buena moza que se cruzara en su camino.
Jamás salía de sus barrios, dice Sepúlveda, quien añade que el maestro Correa no bebía, porque con­sideraba el buen pulso como algo fundamental de su quehacer.
Un día el "gásfiter" se sintió mal y los médicos le diagnosticaron un cáncer. Pero no se amilanó, todo lo contrario: convocó a sus dientas más conspicuas y les reveló los secretos de su oficio, que ellas aprendieron con bastante facilidad, constituyendo una suerte de batallón de mujeres "gásfiter".
Sepúlveda termina su articulo diciendo: "Es un ali­vio saber que las discípulas del maestro Correa, con las herramientas al hombro, recorren las calles de mi barrio, entran en las casas y se ocupan de que el agua fluya libre y pura, sin escorias, como la gran verdad solidaria de los pobres, esa que jamás se oxida". Buen remate.
Días después de leer el artículo de Luis Sepúlveda empecé a releer “Fahrenheit 451”, uno de los clásicos de Ray Bradbury, junto con “Crónicas marcianas” y “El país de octubre”. Me topé, naturalmente, con Montag, el bombero incendiario, con su casco, en el que apare­cía el número 451 (2), y el pesado deflagrador entre sus manos enormes enguantadas de amianto.
La misión de Montag, paradójicamente, no es la de sofocar incendios, sino la de provocarlos para quemar libros, a fin de que nadie lea, nadie piense y nadie sea feliz porque sí, por las buenas, sino a la fuerza.
Tal como hice con el artículo de Luis Sepúlveda, transcribo un párrafo de la novela de Brad­bury:
"Un chorro llameante salió desde la boquilla del aparato y golpeó los libros contra la ventana. Montag entró en el dormitorio y disparó dos veces, y las camas gemelas se volatilizaron exhalando un su­surro, con más calor, pasión y luz de las que él ha­bía supuesto que podían contener. Montag quemó las paredes del dormitorio, el tocador, las sillas, las mesas, los platos de plástico y de plata...".
El "gásfiter" de Sepúlveda que soldaba las grietas de la vida y el Montag de Bradbury que quemaba libros son eslabones de una misma cadena, situados en los extremos: una cadena que tiene otros eslabones, otros hombres, otros personajes: positivos unos, negativos otros; reparadores, iconoclastas, sanadores, enfermantes, valientes, cobardes, agradecidos, ingratos, bondadosos, crueles, solidarios, envidiosos, leales, traidores...
Esa cadena es la vida y esos hombres -uno real, otro personaje de ficción- son las dos caras de la misma moneda. Uno es de un tiempo-tempo que termina. Otro pertenece a un futuro que ya asoma su rostro inquietante a la vuelta de la esquina.
El "gásfiter" y Montag... La luz y el poder de lo oscuro. El agua y el fuego.
…………………..
Visto y oído en un café de la calle Córdoba. Cerca de un ventanal, sentados a una mesa con profusión de tazas y restos de medialunas y “sandwiches” de miga, un hombre de unos 45 años hablaba con un muchacho a punto de entrar en la adolescencia y una chica un poco menor.
El hombre dijo, en un momento dado:
- Pues, sí, hijos, es así; el 75 por ciento de las personas que pueblan este mundo son más malas que un dolor.
- Papá -
dijo la niña
-, ¿tan así es? Me parece muy alta la proporción de malos.
- Asi es, hija, por desgracia. Y no sé si me quedo corto. Por eso, hay que tratar siempre de juntarse con la buena gente.
La buena gente escasea, entre otras cosas porque se muere enseguida, mientras que la mala se eterniza en su perversidad.
El mediodía, maniqueo y delicuescente, se adentraba en la tarde.


(1) Sin acento y con doble f quiere decir plomero en inglés.
(2) Es la temperatura (233 grados centígrados) a la que los libros se inflaman y arden.





© José Luis Alvarez Fermosel












El humo azul de mi pipa de artista..."

Para fumar en pipa hay que marcar un ritmo de fueye. Esto dice el experto Bernardo Schneider, nacido en Argentina de padre austríaco, madre inglesa y casado con una lituana de noble origen, que tiene una tienda llamada Antinoo en la porteña Galería del Sol, en pleno centro de Buenos Aires. (Antinoo, entre paréntesis, fue un joven griego de Bitinia, de gran belleza, esclavo del emperador Adriano, que hizo de él su favorito.)

“No es que la vaya de poeta y hable en verso..., pues no es precisamente... verso, como sinónimo de engaño lo que quiero transmitir”, sonríe Schneider, un hombre corpulento, de edad imprecisa y pelo gris, palabra fácil y una cordialidad que cuesta mucho encontrar hoy día en el ambiente del comercio capitalino.

-- Hay gente que se lo fuma todo en pipa, amigo Schneider.
-- Pero, seguramente, se lo fuma mal.
-- Muy bien, ¿pues cómo hay que fumar en pipa?
-- Primero hay que tomar una pequeña cantidad de tabaco entre los dedos, formar con él una bolita y depositarla en el fondo de la cazoleta de la pipa. Con el llamado trío o pisador
--una especie de cucharita--,
añadir otro poco de tabaco hasta llegar al tope deseado; si se quiere fumar mucho más se pondrá más cantidad de tabaco que si se quiere fumar poco, como es natural. Eso sí, lo que se coloque en la cazoleta hay que fumarlo hasta el final. Una vez cargada la pipa, encender un fósforo de madera, acercarlo a la cazoleta y aspirar profunda y tranquilamente hasta que la llamita del fósforo sea superada por la lumbre que sale de la cazoleta, a fin de exhalar el humo después con mucho cuidado y lentitud. También hay que acomodar la ceniza, tratando de formar una pequeña cúpula que ayudará a mantener la pipa encendida hasta el final.

“Para ser un buen fumador de pipa -añade Schneider-
hay que elegir bien el tabaco y, desde luego, la pipa, cuya limpieza y mantenimiento son fundamentales. Cazoleta grande, pequeña, curva, recta... Tabaco dulce, seco, natural, latakia... La cazoleta y el tubo se limpian con papel tisú. Y para que fumar en pipa constituya un placer y no afecte la salud, no hay que hacerlo por las mañanas. La primera pipa debe disfrutarse con el café y la copa, después del almuerzo. Y luego otras cuatro distribuídas a lo largo del día”.

Pipas de todas clases en anaqueles, cajas de habanos, de tabaco para pipa danés, inglés, holandés, norteamericano, centroamericano, escocés, alemán, de Sumatra...
Tabacos argentinos como el Ranelagh, que a pesar de su nombre viene de la provincia de Misiones. Encendedores, tabaqueras.
Y las pipas, claro. Pipas de todos los tamaños, colores y de maderas de brezo, almendro, cerezo -una hecha en Vietnam durante la guerra con parte de la raíz de un árbol de la jungla, que no sabemos qué nombre tendrá-. Hay también pipas como las que se ven en antiguos grabados holandeses.
En un estante, arriba, una réplica en madera oscura de un galeón español, con su mesana y cañones en las dos bandas, la de estribor y la de babor.
Schneider, que practicó lucha grecorromana, donó sangre y jirones de su piel al Instituto del Quemado, fundó instituciones como la Fundación de Sordomudos Domingo Faustino Sarmiento, del barrio suburbano de Barracas, de la que es profesor. Tiene un cierto aire de marino retirado de cuento de Conrad, o de boxeador de película de John Ford. Es un hombre simpático y parlanchín.
Schneider, curioso personaje de la Buenos Aires posmoderna, recuerda al final de la entrevista una frase del poeta español Emilio Carrere:
“Yo te guardo un devoto amor, magia del humo azul de mi pipa de artista, fiel amiga...”.
Pero ya no se fuma, ni siquiera en pipa. Los datos de Schneider servirán sólo como una curiosidad del pasado. No se fuma en ningún lugar público por ley. De ahí que se vea a mucha más gente que antes fumando por la calle, sobre todo a mujeres. Las veredas y la calzada rebosan de colillas de cigarrillos aplastadas.



© José Luis Alvarez Fermosel

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“El último organito” (http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/02/el-ltimo-organito.html)


Sábado quieto

Cae la tarde. Un cielo preñado de tormenta. Azules oscuros y platas velados. Desde los pisos altos, la calle se ve anaranjada por un resplandor tamizado de destellos de semáforos y el neón de los anuncios luminosos.
Lo rascacielos del subdesarrollo. Antenas parabólicas. La torre de una vieja iglesia. Poco tránsito rodado en la calle, poca gente.
Un sábado tranquilo, tedioso. El tiempo se precipita en medidas confusas.
Se van iluminando ventanas en edificios cercanos. Uno de ellos tiene parte de una pared pintada de azul. Se anuncia algo que no se distingue bien pero que parece estar relacionado con las vacaciones, pues se ven el mar, palmeras y una chica en bikini de largas y satinadas piernas.
En otra pared, encalada, hay un nú­mero de teléfono pintado en negro: es el 854-65O1. Pienso que se podrá poner en estas páginas, pues de lo contrario no campearía en gran tamaño en la pared de un edificio de la calle Corrientes. No siento curiosi­dad por llamar. Tiene que ser, también, un “reclame” -como se decía antes- publicitario.
Enciendo la radio. Alguien habla a gritos sobre fút­bol. ¡Pero si no es domingo! ¿Qué importa? El fútbol siempre está vigente y casi siempre se habla de él a voces, o con voces destempladas.
El rumor del tráfago llega como parte de la sinfonía callejera cotidiana e inevitable, compuesta por el bordoneo de los motores de los autobuses y los au­tomóviles, el petardeo de las motocicletas, algún bocinazo, el infaltable ulular de la sirena de un patrullero de la policía o de una ambulancia, un sonido inidentificable y estridente, el sollozo de un carillón…
Un número atrasado de “Cahiers du cinéma” sobre la mesa. A la izquierda hay un “derringer” de dos cañones que, en realidad, es un encendedor. Cua­dros, fotografías y libros por todas partes.
Un reflector despide de pronto un fogonazo blanco y enceguecedor y todo se ve, durante unos segundos, como en el nega­tivo de una fotografía.
Huele a salsa de tomate. Alguien está preparando el tuco para los fideos de la cena en algún departamento del mismo piso.
El teléfono mudo. Los libros sin leer se apilan en una mesita auxiliar. De tanto en tanto, se oye el subir y ba­jar de los ascensores, pero muy de vez en cuando.
Es sábado. La tarde ya se ha ido por Poniente dando una larga torera, que dijo el poeta. Relampaguea en el cielo cada vez más oscuro. Se avecina una tormenta.

Foto:
De la serie “Paisajes”
© Maite


© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 16 de mayo de 2008

De cuentos, barcos y recuerdos

El cuento corto, cortísimo, más surrealista y más dis­paratado que yo he escu­chado en mi vida me lo contó mi colega y, sin embargo, amigo Alejandro Sáez-Germain, infaustamente desapare­cido hace ya varios años.
En realidad no es un cuento pro­piamente dicho, aunque sí lo es en esencia.
El padre de Alejandro, que era capitán de la marina mer­cante, viajaba una vez en su barco -Alejandro no recordaba de dónde venía, ni a dónde iba- y en un mo­mento dado tuvo que bajar a la sa­la de máquinas. Alli sorprendió parte de un diálogo entre dos fogoneros. Uno le decía al otro: "Eramo tre, yo, Pavazza y do má”. He aquí el cuento.
Como decía Alejandro, todo esta­ba mal, en muy pocas palabras. El narrador se comía las eses, se ponía en primer término (el burro delan­te para que no se espante, decía mi abuela en estos casos) y, lo más fas­cinante de todo, los nú­meros no daban.
Porque, ¿cómo diablos el que contaba lo sucedido, Pavazza y dos más podían ser tres, en vez de cuatro? El narrador, ¿habría leído a Jung (1) y conocería su teoría de la cuaternidad? De cualquier manera, superó con creces lo que dijo aquél: “Eran apróximadamente entre 8 y 9”.
El padre de Alejandro no supo nunca el final del cuento porque, después del formi­dable introito, el fogonero dejó de hablar al ver a su capitán y éste, Alejandro y nosotros nos perdimos una historia extraordinaria, según prometía el principio.
Alejandro Sáez-Germain y yo nos veíamos mucho en una época. Casi siempre en bares, donde bebíamos nobles alcoholes en amor y compañía con otros colegas y amigos y con alguna que otra señorita
Muchos de los amores de urgencia, casi todos desastrosos, que tuvi­mos Alejandro y yo fueron de barra de bar, quiero decir que florecieron y se agostaron en alguna de las muchas barras que conoci­mos.
Siempre recordábamos, entre whisky y whisky, el cuen­to de Pavazza, quien con otros dos marineros integraba, con realismo mágico, un terceto que en realidad era un cuarteto,
Corrían otros tiempos. Los com­pañeros, los amigos, nos veíamos más. Ya dije, teníamos tertulias en tal o cual bar y de ellas surgían chistes, anéc­dotas y cuentos como el de Pavaz­za que nos alegraban la vida y, en más de una ocasión, nos dieron pie para escribir una columna. Esto es lo que estoy terminando de hacer yo.
Eramos más jóvenes y aguantábamos mejor los alcoholes nobles y otros que no lo eran, en absoluto. Teníamos más tiempo libre y, aunque parezca mentira, más di­nero, o el que teníamos nos rendía más.
Ya casi no nos quedan amigos. Uno va solo al bar, lo cual no es bueno. Y se siente un solitario en un lugar que a veces está lleno de gente. Pero no es la de uno.

(1) Carl Gustav Jung (1875-1961). Psiquiatra y psicólogo suizo, discípulo de Sigmund Freud, de quien se apartó en varios puntos de doctrina. Fundó la psicología analítica o psicología de los complejos.



© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

lunes, 12 de mayo de 2008

Mi reino por un país

Los reyes, los que quedan –que no son pocos-, ¿resultan útiles?, ¿respaldan con sus soberanas presencias los Estados de derecho?; ¿condicen, concuerdan con los pragmáticos tiempos globalizados que corren?
Podrían formularse más preguntas por el estilo. Unos, los monárquicos –que los hay, los hay-, dirían que sí, que los reyes que están, ya que están, son útiles o, más aún, necesarios, considerando que ninguno reina de un modo absolutista, a la vieja usanza; ni siquiera reinan, sino que casi siempre juegan un papel más bien representativo que ejecutivo y, en una suerte de dorada retaguardia, los reyes son, o se los considera guardianes de la legitimidad constitucional.
Otros responderían que esto de las monarquías, hoy por hoy, es una antigualla que sirve para muy poco, o para nada. Y que, además, cuesta dinero cuando los reyes no son ricos, porque el Estado tiene que mantenerlos y, naturalmente, a un nivel regio.
Siempre se dijo que Juan Carlos I de Borbón, rey de España, habría conjurado el riesgo de un golpe militar al contribuir a abortar el “putsch” del teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, el 23 de febrero de 1981. Ahora se dicen otras cosas.
“Cuando Inglaterra pierde una batalla, el culpable es el primer ministro, pero cuando resuenan las campanas de la victoria, todos los ingleses gritan a coro: ¡Dios salve a la reina!”. Así dijo una vez Winston Churchill, quien fue primer ministro nueve años y un gran admirador de la monarquía británica toda su vida.
No hay ningún otro país del mundo donde, en toda oportunidad, el pueblo dé tantas gracias a la reina, como si aún estuviera en sus manos la salvación, o al menos el bienestar de su gente. Isabel II de Inglaterra es en todo Occidente el símbolo de la realeza, a pesar de los escándalos que hicieron temblar su trono, que no fueron pocos.
Monarquías como las de Suecia, Dinamarca y Noruega llegaron a ser más o menos populares. A la belga no le afectó la eterna querella entre flamencos y valones y la holandesa se puso de moda con el matrimonio del príncipe Guillermo de Orange con la argentina Máxima Zorreguieta.
En Mónaco, el Estado más pequeño del mundo, situado entre Francia, Italia y el Mediterráneo, reina y gobierna el príncipe Alberto II. De los 36.000 habitantes de ese Estado soberano e independiente, sólo el 16 por ciento son verdaderos monegascos.
El Gran Duque Enrique I rige los destinos de Luxemburgo, un país también muy pequeño que fue gobernado alternativamente por Borgoña, España, Francia, Austria, Baviera, Hessen, Holanda y Bélgica.
Varios imperios se han eclipsado, como el de los Habsburgo en Austria y el de los Hohenzollern en Alemania, por citar sólo dos. Actualmente no parece haber mucho interés en que los reinos o principados existentes desaparezcan, pasen a otras manos o cambien de régimen político.
Hace algún tiempo se temió que la futura constitución del microestado pirenaico de Andorra –cuyo gobierno se reparten Francia y España-, dejara a éste en manos de Francia, en detrimento de los intereses hispanos. 30.000 españoles –casi la mitad de una población de 65.844- trabajan en Andorra. La Caja de Pensiones y el Banco de Bilbao (Vizcaya, norte de España) controlan tres de las seis entidades crediticias que operan en régimen de oligopolio. La moneda actual de Andorra es el euro y el idioma oficial el catalán.
Los intereses económicos se entrecruzan a veces con los dinásticos. Quizás por eso sigue habiendo monarquías. Y quizás haya que actualizar pronto el Gotha (1). Porque si bien se ha prescindido de varios reyes, algunos de ellos –en el exilio o no-, o sus descendientes se creen con derecho a convertir ciertas repúblicas en monarquías y ponerse al frente de ellas. No faltaron quienes acudieron al rescate de la democracia cuando ésta se había perdido, o estaba a punto de perderse.
Los reyes modernos, a pesar de que los lectores de las revistas del corazón –en cuyas satinadas páginas suelen aparecer- continúen sublimándolos, saben que los azarosos tiempos actuales les conceden un margen más amplio para el sentido común que para la grandeza.
Muchos de estos encumbrados personajes, en quienes sus admiradores ven la encarnación del poder y el “glamour”, emergen de internas, “lobbies” y luchas partidarias como un símbolo de legitimidad y continuismo.


(1) Anuario genealógico, diplomático y estadístico publicado en francés y en alemán en la ciudad germana de Gotha, entre 1763 y 1944.


© José Luis Alvarez Fermosel

Autismo propolítico

Acabo de leer un libro interesantísimo y apasionante, pe­ro que le pone a uno los pelos de punta: “Ciberselfish”, de Paulina Borsook, colaboradora de la revista “Wired”.
El libro desató una polémica de la que se ocu­paron los medios de comunicación social en una buena parte del mundo.
“The York Times”, citando a Borsook, se refirió a "
la forma más virulenta de la filoso­fía tecnolibertaria: una especie de autismo propolí­tico, psicológicamente endeble y amenazante, que presupone una falta de conexión humana y una incompatibilidad con el fundamento de lo que muchos de nosotros consideramos que significa pertenecer a la raza humana".
Las nuevas tribus cibernéticas preconizan un mundo fría­mente utilitario que compara a las personas con máquinas y en el que impera el darwinismo social.
Este tipo de comportamiento caracteriza a multi­nacionales como Microsoft y a los piratas, o "hackers" -quienes tienen poca, o ninguna capacidad para identifi­carse con sus semejantes-.
El ideal de los "hackers" –hagamos un poco de humor- es convertirse en "cyborg", o una especie de ente mitad humano y mitad compu­tadora: los centauros del nuevo milenio, los adalides de la revolución tecnolibertaria, que es básicamente una versión cibernética de la ley del más fuerte.
El mito y la falacia se entreveran con la doctrina de las nuevas élites cibernéticas.
Borsook, que ha analizado a fondo la política de los nuevos magnates, sin restarle mérito a las dona­ciones caritativas hechas por Bill Gates, sostiene que la tendencia predominante en Silicon Valley (1) es la autocomplacencia.
Muchas de esas dá­divas -entre ellas las de equipos de computadoras a escue­las- sirven para reforzar su propia industria.
Es que hemos convertido una herramienta de gran utilidad en los tiempos posmodernos en una suerte de Moloch que ter­minará por devorarnos. Así somos los seres humanos. Le damos vuelta a todo, lo retorcemos todo, lo corrompemos to­do. De ahí, tal vez, que al menos algunos de los textos que escribimos y metemos en las computadoras salgan "corruptos", como informa puntualmente la máquina.


(1) Literalmente, Valle del Silicio. Lugar de California que concentra la mayor cantidad de industrias informáticas.



© José Luis Alvarez Fermosel


domingo, 11 de mayo de 2008

El gran otoño del mar (fragmento)

“Hay un gran otoño del mar. Un otoño extraño y sutil, enervante como una exquisita droga, como hay un cementerio marino, jamás exhausto: "Oh, la mer toujours recommancée…”.
Es ahora el tiempo de esta marinera vendimia exquisita. La luz es ambarina y el aire huele y sabe como un vino cordial. Todo el oro del otoño se ha posado suavemente sobre las coronas de los árboles que el mismo viento peina y despeina suavemente. Como a una novia.”

© José María Castroviejo



En el otoño de Buenos Aires, nublado por las cenizas del volcán chileno Chaitén, que vuelan por todas partes como diminutos insectos maléficos; en un ambiente enrarecido por enfrentamientos y polémicas, cobran una dimensión poética enorme las líneas publicadas más arriba, que pertenecen a un artículo del escritor español –gallego, por más señas-, José María Castroviejo (1909-1983), abogado y profesor de universidad pero fundamentalmente, y por encima de todo, un magnífico poeta que cultivó además, con éxito, la narrativa, el ensayo y el periodismo. Fue uno de los autores gallegos más leídos en su tiempo en España y América, donde ejerció una gran influencia intelectual.

Iustración:
Caricatura de José María Castroviejo

El alma de los verdugos

He aquí un excepcional trabajo testimonial y de investigación sobre uno de los temas más candentes de la actualidad: los verdugos y sus víctimas. Sus autores son el reportero de Televisión Española (TVE) Vicente Romero, incansable investigador de cuantas violaciones a los derechos humanos se cometen en el mundo, y Baltasar Garzón, el juez por antonomasia de la Justicia de España, cuya actuación en el ejercicio de sus funciones ha trascendido las fronteras de su país.
Vicente Romero es uno de los más brillantes y famosos representantes del periodismo español. Desde la guerra de Vietnam a la de Irak ha estado presente en todos los conflictos bélicos y los principales acontecimientos de importancia internacional de las últimas décadas.
Romero comenzó en la gráfica y posteriormente, como tantos de nosotros, se pasó a los medios audiovisuales. Sus reportajes como enviado especial de TVE le valieron, entre otros galar­dones, premios como el Ondas Internacional, el Víctor de la Serna, el Cirilo Rodríguez, el del Club Internacional de Prensa y la Medalla Mundial del Festival de Nueva York.
Recibió también un premio especial de UNICEF y el de la Asociación de Derechos Humanos de España.
Es autor de “Misioneros en los Infiernos”, “Palabras que se llevó el viento”, “Donde anidan los ángeles”, “Del corazón de Africa al Amazonas”, “Pol Pot, el último verdugo”, “Viaje a! genocidio de Camboya” y “Joyas del cine mudo”. También escribió dos novelas: “Los placeres de La Habana” y “El miedo es un camello ciego”.
Vicente Romero es un amigo entrañable de viejos tiempos, cuando él era un muchacho de poco más de veinte años y miraba la vida de frente, con atención y precisión, con un ojo castaño y el otro verde.
Fuimos consecuentes con el lema de Nietzsche: “Vive peligrosamente”. Ahora, cuando la primavera ya no está en nuestros ojos, podemos seguir mirando la vida y a las personas de frente, porque tenemos el alma limpia.
Baltasar Garzón es magistrado-juez de la Audiencia Nacional de España con competencia en delitos de terrorismo, genocidios, tráfico de drogas, blanqueo de capitales, crimen organizado y delincuencia económico-financiera.
Pionero en la aplicación del principio de Justicia Penal Universal, ordenó el arresto inter­nacional de varios miembros de Juntas mili­tares y el del ex presidente de Chile, el tristemente célebre general Augusto Pinochet, que tuvo lugar en Londres.
Es profesor asociado de Derecho Penal en la Universidad Complutense de Madrid y doctor Honoris Cau­sa por 21 universidades del mundo.
Obtuvo, entre otros, el premio de la Asociación de Derechos Humanos de España. Escribió varios libros, entre ellos “Cuento de Navidad”, “Es posible un mundo diferente” y “Un mundo sin miedo”.
“El alma de los verdugos” incluye un DVD con un documental de dos horas de duración, realizado por Baltasar Garzón y Vicente Romero para TVE. El libro, ilustrado con varias fotografías y prologado por José Saramago, está editado en España por RBA y en Argentina por Editorial del Nuevo Extremo. Fue declarado de interés general y cultural. Tiene 632 páginas.


© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 5 de mayo de 2008

Poesía y diversión

Hay personas amantes de la literatura, incluso algunas que hacen literatura, a quienes, sin embargo, no les gusta la poesía porque dicen que es aburrida, como los poetas, que si no son aburridos son tristes –no se sabe qué es peor…- y por eso se pasan la vida en parques solitarios, deshojando flores y cantándoles a las oscuras golondrinas –que volverán…- sus penas de amor al atardecer.
Como en tantas otras cosas, la realidad es bien distinta. No sólo hay poetas divertidos, sino también muchos que escriben versos de humor, no sólo de amor.
- ¿Y escriben sonetos?
- Sí, claro.
- ¿Divertidos?
- Desde luego.
- ¿Y se divierten escribiéndolos?
- Ya lo creo.
Los poetas, o infinidad de ellos, se han divertido en todo el mundo y en todas la épocas escribiendo versos. También se han divertido haciendo otras cosas.
En España, sin ir más lejos, el poeta y dramaturgo Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios, uno de los mejores y más prolíficos escritores de la literatura universal, llevó una vida de lo más divertido y se divirtió escribiendo poemas como el que transcribimos a continuación, titulado Un soneto me manda hacer…

Un soneto me manda hacer Violante;
en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen que es soneto,
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante,
y estoy a la mitad de otro cuarteto,
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando,
y aún parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce y ya está hecho.

El festivo, burlón y jocoso poeta Baltasar de Alcázar decía con metro y rima en divertidos versos esdrújulos:

Si es o no invención moderna,
vive Dios que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna;
porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo,
mídenlo, dánmelo, bébolo,
págolo y vóyme contento.

Ya en pleno siglo XX, otro gran poeta, Manuel Machado, hermano de Antonio, siguió los pasos de Lope y jugó a la rapidez en la improvisación de un soneto que tituló: Alfa y Omega.

Cabe la vida entera en un soneto
empezado con lánguido descuido,
y, apenas iniciado, ha transcurrido
la infancia, imagen del primer cuarteto.
Llega la juventud con el secreto
de la vida, que pasa inadvertido,
y que se va también, que ya se ha ido,
antes de entrar en el primer terceto.
Maduros, a mirar a ayer tornamos
añorantes y, ansiosos, a mañana,
y así el primer terceto malgastamos.
Y cuando en el terceto último entramos,
es para ver con experiencia vana
que se acaba el soneto... Y que nos vamos.

© José Luis Alvarez Fermosel