miércoles, 29 de agosto de 2012

Arboles


Del árbol de la ciencia, del bien y del mal bíblico hasta el que hacharon hace relativamente poco tiempo, de cuya madera hicieron mi escritorio, cayeron muchos árboles bajo la segur del leñador, o la sierra mecánica de cualquiera que tenga una y padezca de dendrofobia.
Desde hace el mismo tiempo, otros, de arbustos, se hicieron árboles de padre y muy señor mío.
Los árboles son seres vivos y cada uno tiene su carácter, desde el melancólico sauce llorón de las orillas de los río y los arroyos hasta los enormes baobabs, basílicas de la jungla. Todos merecen respeto.
Cada uno de los que nos gustan los árboles tiene su favorito, o sus favoritos. El mío, como se sabe, es el jacarandá.
Pero también me gustan el cerezo, quizás porque el bastón de mi abuelo paterno estaba hecho de su madera; y las acacias, de blancas flores arracimadas. Y los almendros que teníamos en el jardín, cuya floración se adelantaba algunos años y eclosionaban gloriosamente después de la última nevada.
Los frutos de muchos árboles saciaron mi hambre y mi sed en sitios duros. En otros que no lo eran tanto disfruté morosamente de sus manzanas, sus naranjas, sus peras o lo que dieran, al mismo tiempo que de su sombra.
Sabido es que los árboles son colectores de carbono y nos benefician en mil y un sentidos.
Recuerdo aquellos versos: “Mas pasó el tiempo y no viniste,/para endulzar mi soledad./Y aquella tarde estaba triste,/ como el árbol en la ciudad.”

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 28 de agosto de 2012

Art Nouveau en Buenos Aires

 
El universo modernista de Buenos Aires es de un valor clave para la cultura argentina. El Art Nouveau, movimiento artístico de la era eduardiana (del rey Eduardo VII de Inglaterra), que se expandió por todo el mundo, coincidió en Argentina con el alud inmigratorio y la consecuente explosión urbana de su ciudad más importante, muestrario de todas las expresiones que se hicieron en los siglos XIX y XX.
El fotógrafo Xavier Verstraeten captó magistralmente parte de los edificios y esculturas Art Nouveau que constituyen uno de los ornatos más bellos de la ciudad, desde las magníficas y controvertidas estatuas de Lola Mora hasta el impresionante Palacio Barolo (foto), que data de 1919; otro edificio que se yergue en la calle Hipólito Yrigoyen, 2562, construído en 1911 y el Palacio San Martín, pasando por el Club de Pescadores de la Dársena Norte, el hotel Chile y la Galería Güemes. No podemos dejarnos en el tintero el edificio de Marcelo T. de Alvear, 1577, y la farmacia de Berutti, 3100.

Una reacción estética a la civilización industrial

La era eduardiana, que abarcó de 1841 a 1910, vio una gran variedad de corrientes artísticas: Post Impresionismo, Expresionismo, Fauvismo, Cubismo, Futurismo…
Pero el que más se asentó y tuvo más difusión fue el Art Nouveau o Modernismo, surgido como una reacción estética a la revolución industrial que alcanzó a la mayoría de los países europeos y los Estados Unidos en los siglos XIX y XX.
Aunque cada país desarrolló su propia dinámica de industrialización, hubo una serie de pautas comunes que cambiaron las estructuras económicas.
Basado en el Simbolismo y el acercamiento a la forma orgánica, el Art Nouveau fue esencialmente un estilo decorativo que tomó como elemento básico de definición la línea ondulante, transformándola en imagen de languidez o expresión de fuerza vital.
Los modernistas intentaban aplicar el arte a la vida cotidiana, incluídos, por ejemplo, los muebles.

“Arts and Crafts”

El movimiento inglés Arts and Crafts fue el primero en reivindicar la necesidad de producir objetos auténticos y bellos, y no los de factura basta y hechos industrialmente.
El mueblista M. Hugh Baillie Scott descolló enseguida, influido por las formas de Mackmurdo. Andrew Silver fundó, en cambio, un taller de quisicosas mal diseñadas.
En Alemania, Richard Riemenschmidt y el docorador de interiores Reinhard Pankok promovieron la creación de corporaciones de artesanos.
En España destacó el mueblista Garon, mientras que en Francia el ebanista Majorelle, miembro de la escuela de Nancy, se hizo mundialmente conocido.
En Argentina, país fuertemente agroexportador, sin industrias manufactureras, el ingreso del Art Nouveau se produjo rápidamente, tanto más cuanto que Buenos Aires, su capital, se inclinó siempre a lo francés en materia de preferencias culturales.
En el contexto porteño el estilo Art Nouveau prendió fundamentalmente en publicaciones populares, frentes de viviendas y objetos de decoración.

© José Luis Alvarez Fermosel 

La soplapollez no tiene cura


Cuando uno va para tonto en España le llaman gilipuertas. Eso tiene remedio. A uno lo pueden corregir, o puede uno corregirse solo.
Lo malo es que si uno se deja estar puede devenir gilipollas, y eso es ya mucho más grave. De la gilipollez es muy difícil salir. Se puede -ha habido casos-, pero es muy difícil.
Pero la soplapollez, que viene a ser la categoría inmediatamente superior, no tiene remedio. De la soplapollez no se sale, ni con esfuerzo ni, mucho menos, sin él.
La soplapollez no retrograda; antes bien, es terminal. Un soplapollas, o un reverendo pelotudo, como se dice en Argentina, lo será toda su vida. Una vez que se ha llegado a ser soplapollas no se puede ser otra cosa. No hay salida.
Se han probado varios posibles remedios, ortodoxos y heterodoxos. Se ha hablado del hipnotismo, del electrochoque, incluso de la cirugía. Nada sirve.
Por haberse dejado estar y haber llegado a ese estadio, un soplapollas lo será ya para el resto de sus días. No hay vuelta de hoja.
- Pues parece que la mandrágora, que según dicen es afrodisíaca, cura también la epilepsia y la idiotez.
- La soplapollez, no. La soplapollez es hispánica, dura, terca, necia, rebelde…: invencible, ya dije.
- La mandrágora…
- Sí, ya sé que la mandrágora, según el Diccionario de la Biblia de Haag, es “un fruto amarillento de agradable aroma (Cant.7,14), perteneciente a la Mandrágora Vernalis, del género belladonna, considerado en Oriente, todavía hoy, como un afrodisíaco que, además, devuelve la fertilidad a la mujer estéril”.
En la Edad Media –y aún en la moderna, recuérdese la comedia de Maquiavelo- lo que contaba no era el fruto de la planta, sino su raíz, que se libera a nivel del suelo de una forma muy peculiar.
- Entonces…
- No me haga repetirlo, la soplapollez no tiene arreglo, ni con mandrágora ni sin ella.
- ¿Y hay muchos soplapollas en el mundo?
- ¡Hombre, ya lo dijo Salomón, que era un sabio!: “Stultorum numerus infinitum est”.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 23 de agosto de 2012

Conferencias


Me está yendo bien con las conferencias, a decir verdad; esto es, todavía no me han arrojado tomates, ni ninguna hortaliza. Claro que los tomates, las hortalizas y otros productos de la canasta familiar están lo bastante caros como para no desperdiciarlos, utilizándolos como proyectiles contra los conferenciantes aburridos.
Además, ya no se lleva –quizás por desgracia- tirar objetos arrojadizos a los pelmas.
Después de mi última conferencia sobre la Gran Vía de Madrid, en el café Tortoni de Buenos Aires, recordé al escritor español Eugenio d’Ors, cuando dijo luego de una de las suyas:
-Hubo entusiasmo, aunque no indescriptible.
El también conferenciante Carlos Fisas, catalán, señala en el primer tomo de sus Historias de la Historia que las conferencias deben ser como las faldas de las mujeres: largas para contener algo o cortas para despertar interés.
Mi colega -y sin embargo amigo- Antonio Requeni, compañero de conferencias, recuerda en su ameno libro Cronicón de las peñas de Buenos Aires que el charlista español Federico García Sánchiz, que había viajado a Buenos Aires, estaba haciendo uso de la palabra en un acto de La Peña del Tortoni de tal suerte que ya, más que uso era un abuso. Según el periodista Eduardo Castilla, los concurrentes sentían a esas alturas más deseos de dormir que de escuchar.
Con toda oportunidad –recuerda Requeni- el escritor e historiador Ernesto Palacio, interrumpió al orador diciendo:
  
Señor García Sanchíz:
A esa horrenda perorata
aquí la llamamos lata,
¿cómo se llama en Madriz?

Después de semejante interrupción, el orador se apresuró a poner punto final a su monólogo.

Cuarenta y cinco minutos

Una conferencia no debe durar más de tres cuartos de hora, porque en el primero la gente presta atención al conferenciante, en el segundo piensa ya en sus cosas y apenas transcurrido el tercero empieza a acordarse de la familia del orador.
Fisas cita el caso de dos conferenciantes que hablaban de sus experiencias.
- Lo terrible es cuando los oyentes miran una y otra vez el reloj.
- Peor es cuando ves que, después de mirarlo, se lo llevan al oído, creyendo que está parado.
Tan intranquilizante para el orador son las toses de un auditorio que parece haber contraído de pronto una bronquitis, todos a una, como en Fuenteovejuna.
Hablando de conferenciantes, conferencias y relojes, recuerdo que Fernando Vizcaíno Casas –que fue el abogado laboralista número uno de España, un eximio polígrafo y un ameno conferenciante-, apenas se había instalado para dar una conferencia se desprendía del reloj y lo ponía sobre la mesa. De vez en cuando le echaba un vistazo para comprobar que no se estaba pasando del tiempo que se había fijado para hablar, que no solía exceder de los treinta y cinco o cuarenta minutos.
Hace ya muchos años, en el Ateneo de Barcelona, un conferenciante se encontró con la desagradable sorpresa de que el público de la sala se reducía a un solo oyente.
- Ya que está usted aquí, le dedicaré mi conferencia, procurando ser lo más breve que pueda.
- No se preocupe –dijo el único asistente-, hable todo el tiempo que quiera. Yo soy el cochero que le ha traído aquí, y como cobro por horas…

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 22 de agosto de 2012

Salidas


- Aquí tenemos las salidas.
- Sí: Amsterdam, Viena, Madrid, Lisboa…
- Y Roma, no nos olvidemos de Roma.
- Por supuesto. ¡A Roma por todo!
- O por lo menos a Rávena, a escoger un mosaico.
- Eso suena a Paul Morand.
- Sí, pero volviendo a Roma. No he visto todavía la última película de Woody Allen, “A Roma con amor”.
- Yo tampoco, pero me han dicho que es muy buena.
- Habrá que verla, entonces.
- Ya me veo yo en Roma, en la Via Francesco Crespi, desembocando en la Via Sistina, que lleva a la Piazza Di Monti. Hay que detenerse en lo alto de la Escalinata Española, con la iglesia de la Trinità dei Monti, con sus dos campanarios gemelos. Al pie de la escalinata, la Piazza Di Spagna y asomando por el extremo más alejado de la plaza, la Via Condotti, una calle larga y recta donde están las tiendas de las grandes firmas internacionales: Rosenthal, Pucci, Ginori, Gucci, Bulgari…
- ¡La Fontana di Trevi!
- Precisamente, Caritas acaba de recoger 540000 euros (653000 dólares) en monedas de las que se tiran al agua verdosa de la fuente para asegurarse, según la tradición, el regreso a la Ciudad Eterna. Esa suma, un récord, se destinará a la beneficencia.
- Anita Ekberg se daba un chapuzón nocturno en la fuente, en “La dolce vita”, de Fellini.
- ¿Y la canción, la canción de la película, que era tan pegadiza? ¿Cómo se titulaba, que no me acuerdo?
- “Patricia”.
- ¡Eso, “Patricia”! “Cuando la bellísima Patricia…”.
- Después de Roma, París.
-¡Sí!  Los Grandes Bulevares, de nuevo el Louvre, Notre Dame, Place Vendôme, la Madeleine, los jardines del Luxemburgo -con sus castaños de Indias-, las Tullerías, el Bois de Bologne. Y ese otro París de la Rive Gauche, con sus librerías de lance y sus pintores. Los puentes del Sena. Hemigway decía que siempre es agradable cruzar puentes en París. (El Pont Neuf es el más antiguo.) Los cafés, los bares, el Fouquet, el Select, el Café de la Paix, el mercado Fauchon…
- Y Viena…
- Viena, sí, donde nada más llegar tendríamos que comprarnos un Loden (1) y tomarnos un café en cualquiera de los mil que hay repartidos por la ciudad.
- ¿Por qué no el Drechsler, cerca del mercado “Naschmark”, entre la Plaza de San Carlos y la estación de metro “Kettenbrückengasse”, con su aire modernista, sus divanes rojos y el gran espejo rectangular?
- Y pedir una versión abreviada del “1-2-3-4”: un café, dos vasos de agua, tres periódicos y cuatro horas para leerlos.
- El Prater, con Orson Welles y Joseph Cotten en la noria, en “El tercer hombre”.
- No sé si a alguno de nuestros amigos más jóvenes le dirá algo esto que estamos recordando.
- A Madrid, por fin, que de Madrid al cielo.
- Esperemos a que salga del Purgatorio.

(1) Tejido de un color verde abeto cuyo origen se remonta al siglo XII, cuando unos campesinos tiroleses intentaron lavar una simple tela de lana metiéndola en agua hirviendo. La tela encogió y tomó un aspecto muy especial, impermeabilizándose. Actualmente se logra el mismo resultado con técnicas más avanzadas, que dieron lugar al clásico abrigo Loden. La fábrica principal, en Insbruck, manufactura 50 clases de tejidos diferentes, con mezclas de fibras, alpaca y “cashemere”.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 16 de agosto de 2012

No es cuestión de tardar mucho


Algunos piensan que hay que pagar lo que sea, desde el arreglo de un caño de la cocina hasta la pintura de un cuadro por un pintor de fama por el tiempo que se tarda en hacer el trabajo.
Dejando aparte el hecho de que el tiempo de un profesional vale dinero, aunque no haga nada, lo que hay que pagar es la calidad del trabajo, así se tarde en hacerlo diez minutos o  dos horas.
Al taller de Whistler –de quien recordamos otra anécdota en un “post” anterior- llegó un día un acaudalado hombre de negocios y le pidió que le hiciera un retrato.
Así lo hizo Whistler -que llevaba pintando más de medio siglo- en tres horas, poco más o menos. Le pidió cien guineas al magnate, a quien el precio le pareció muy caro y, en consecuencia, se negó a pagar.
Whistler, ni corto ni perezoso, llevó el asunto a los tribunales.
- No es justo pagar cien guineas por un cuadro que se pintó sólo en tres horas –dijo el “businessman”.
- ¿Es cierto, tardó usted sólo tres horas? –le preguntó el magistrado a Whistler.
- Sí, señoría –le respondió el pintor-, pero me costó cincuenta y cuatro años aprender a hacerlo en tres horas.
El juez falló a favor de Whistler y el millonario tuvo que desembolsar las cien guineas y hacerse cargo de las costas del juicio, los honorarios del abogado y la Biblia en verso, como pasa cuando se pierde un juicio.
(Algunos lo perdieron -el juicio- a temprana edad y jamás lo recuperaron...)

Hay que saber dar el martillazo

Cuando yo vivía en Madrid, un conocido mío llevó un día su coche a un taller para que le echaran un vistazo, pues el motor hacía un ruido que no parecía normal.
El mecánico examinó el auto brevemente, tomó un martillo y le arreó un martillazo fenomenal a determinada pieza del motor.
El propietario del coche lo puso en marcha. El ruido había desaparecido.
- Son cien duros (quinientas pesetas de la época) –dijo el mecánico.
- ¿Cómo? -se asombró el automovilista. ¡Quinientas pesetas por un martillazo! Hágame usted ahora mismo una factura con todas las de la ley; en cuanto la tenga me voy con ella a un juzgado y ya vamos a ver.
- Muy bien –dijo el mecánico-
Y le extendió una factura en la que se leía: “Arreglo de automóvil Seat 600: por dar un martillazo, una peseta; por saber dónde darlo, cuatrocientas noventa y nueve pesetas”.
El dueño del Seat, que no era ningún necio, rompió la cuenta, pago los cien duros y se fue.

Otra de coches

Una vez me quedé en Miami, frente a un supermercado, con el coche cerrado, el motor en marcha y la llave de contacto puesta. Hablando de boludos, como hablábamos el otro día…
Después de probar infructosamente unas cuantas llaves de amables automovilistas, que me las prestaron para ver si podía abrir la puerta de mi coche con alguna de ellas, llamé a un cerrajero cuyo número de teléfono encontré en una guía que había en el supermercado.
En menos de un cuarto de hora llegó conduciendo lo que era un verdadero taller ambulante. Era bajo, pelirrojo, desenvuelto y se notaba enseguida que tenía mucha calle.
En cuanto le expliqué cuál era mi problema se proveyó de un alambre doblado por la punta que tomó de su furgoneta-taller; se acercó al autó, introdujo el alambre por la juntura de una de las ventanillas traseras, la hizo bajar, metió por ella el alambre, desconectó el seguro que mantiene la puerta cerrada herméticamente, la abrió, entró en el coche, apagó el motor, sacó la llave y me la dio. Todo esto en no más de un minuto. No es cuestión de tardar mucho, es cuestión de saber. El que no sabe lo hace mal, y además tarda mucho.
El cerrajero ambulante, mi salvador, me cobró cuarenta y cinco dólares, que le pagué en el acto, agradecido.
Lo importante, como dicen los americanos, es el “know how”: saber hacer lo que uno tiene que hacer; y hacerlo bien, claro.

© José Luis Alvarez Fermosel

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miércoles, 15 de agosto de 2012

Magritte


Un 15 de agosto como hoy, hace 45 años, moría en Bruselas el pintor belga René François Ghislain Magritte.
El callado artista que pintaba hombres cayendo del cielo, con sus sombreros hongos y sus abrigos (Golconda, 1953), y al que fascinaban las manzanas como imágenes pictóricas, se sirvió de las grandes obras del pasado para mostrar una nueva cara de la realidad, un punto de vista nunca visto sobre el mundo y las imágenes que lo representan.
Quizás la fuerza expresiva de figuras fáciles de “reconocer”, pero imposibles de “comprender”, hizo de Magritte uno de los pintores más conocidos, reproducidos y queridos.
Fue en sus comienzos ilustrador publicitario. Esa formación se refleja en toda la producción del artista.
Su descubrimiento de las obras metafísicas de De Chirico le impulso a formar combinaciones “imposibles” de personajes, paisajes y objetos, definidos con un dibujo de total inmovilidad y  nitidez.
Ejecutadas con una técnica figurativa impersonal, las obras de este surrealista brillante, introvertido y humilde como persona, son en su mayoría extraños “collages” visuales, enigmas poéticos que influyen en las múltiples relaciones entre las imágenes, la realidad, los conceptos y el lenguaje.
En 1930 volvió definitivamente a Bruselas. Su estilo estaba ya consolidado, a excepción de un breve período en el que retomó el modelo estilístico de Renoir.

© José Luis Alvarez Fermosel

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martes, 14 de agosto de 2012

Whistler y la pintura sinfónica

En una ocasión, el célebre pintor Whistler envió un mensaje urgente a Sir Morell MacKenzie, eminente otorrinolaringólogo británico, pidiéndole que fuera a verle inmediatamente.
Sin pérdida de tiempo, el especialista se dirigió a casa del pin­tor y, una vez en ella, comprobó con asombro que éste le había llamado para que examinara a un perro enfermo.
El facultativo no hizo ningún comentario; atendió al animal y se marchó. Al día siguiente mandó llamar con urgencia al artista. Cuando éste llegó, presuroso, MacKenzie le recibió con la mayor naturalidad.
- ¿Qué tal, señor Whistler? -le dijo-. Me ale­gro de que haya venido tan pronto. Deseaba verle porque quiero pintar esa habitación.

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James Abbot McNeill Whistler (Picasso tenía más nombres: Pablo, Diego, Isé, Francisco de Paula, Juan Nepomuceno, María de los Remedios de la Santísima Trinidad, Ruiz y Picasso), Whistler, que vio la luz cuando América empezaba a convertirse en el célebre melting pot, o crisol de razas, nació en Massachussetts el 14 de julio de 1834 y murió en Londres, el 17 de julio de1903.
En contraposición a los prerrafaelitas, propuso una pintura basada en las vibraciones del color. Pretendió que sus cuadros fueran combinaciones o sinfonías de tonos cromáticos. De ahí que se le considerara como el creador de un estilo denominado tonalismo.
El retrato de su madre –pintado en Chelsea en 1871- fue subtitulado Combinación en gris número1.
A principios del siglo XIX, la pintura estadounidense siguió dependiendo de Europa; y en ese continente, primero en Londres –de moda hasta el siglo XVIII- y luego en París, se impuso una boga que se extinguió con los primeros cañonazos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
En la segunda mitad de la década, algunos de los principales artistas estadounidenses, como Mary Cassatt, John Singer Sargent y James Whistler se instalaron en París y en Londres, donde se codearon con sus émulos impresionistas y con los pertenecientes a las tendencias posteriores.

La versión romántica de la realidad

Los escenarios naturales incontaminados fueron en principio los temas protagónicos de una pintura que partía del realismo para transfigurarlo en una versión romántica y sugestiva, con un acendrado espíritu nacionalista.
El exponente más claro de la llamada pintura de género, que se desarrolló junto a la corriente paisajista del siglo XIX, fue George Caleb Bingham, que retrató la vida de los navegantes en las balsas fluviales del Missouri.
Wislow Homer llevó a sus lienzos, en espectaculares marinas, la existencia no menos azarosa de los pescadores del Atlántico. 
Homer, gracias a su ejecución pictórica libre y anticonvencional, ocupó un lugar de privilegio entre los maestros estadounidenses clásicos.
Whistler fue el más conspicuo, por su vida agitada y sus boutades. Estudio en West Point, la Academia Militar de los Estados Unidos, de donde fue expulsado por su conducta errática y su  indisciplina.
Ilustró Les Chauves Souris con Antonio de la Gándara, uno de sus muchos amigos, entre los que destacaban los impresionistas.
Compartió su amante, Joanna Hiffernan, como modelo, con  Gustavo Courbet.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 8 de agosto de 2012

¡A beber de la bota!


Ya no se ven pingüinos, esas jarras de loza en forma de la simpática ave marina que presidían las mesas de los hogares modestos y las de los figones de barrio.
Se llenaban de vino, que se vertía luego en los vasos. Equivalían al porrón español, que se parece al decantador y como él es de cristal y además tiene un pico vertedor por el que se bebe el vino a chorro.
Los pingüinos están ahora entre los “bibelots” que ofrecen las tiendas de regalo para turistas.
Las botas de vino se usan todavía: se llevan a los toros, al fútbol, a los Sanfermines o cuando uno sale de excusión; y también constituyen un obsequio típico que traer de España para los amigos.
La bota de vino es un receptáculo similar a un odre, en forma de gota o lágrima, hecha de piel de cabra, que es la más resistente y flexible. La bota era ya popular en la antigüedad grecolatina.

 ¡Jerónimo…!

A las botas hay que curarlas, antes de llenarlas con vino o con cualquier otra bebida alcohólica. El procedimiento no es difícil, pero hay que seguirlo a rajatabla.
Primero hay que colgar la bota en cualquier lugar donde le dé el sol durante veinticuatro horas, transcurridas las cuales se frota enérgicamente por todas las costuras con una piel de banana madura.
Acto seguido se la llena con vino, jerez o brandy, preferentemente, o con el licor que se quiera, que tendrá que ser de muy buena calidad, y se la deja en reposo con su espirituoso contenido entre cinco y siete días. Se vacía entonces y la bota ya estará lista para usarla, eso sí, llena de la misma bebida con que se haya curado.
Hay otros sistemas parecidos que incluyen el revestimiento con pez del interior de la bota. Lo ideal es curarla bien, por el método que sea.
Beber a chorro de la bota y que no se derrame ni una gota es harina de otro costal. Para hacerlo y decir ¡Jerónimo!, y que se entienda, mientras el vino corre por el garguero, hay que haber gastado muchas botas.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 6 de agosto de 2012

Sobre Rachmaninoff



Tu negro piano, lleno de sextantes, solloza un vals entre los planisferios

Muchos críticos de cualquier disciplina probaron suerte con la disciplina antes de ser críticos, y les fue mal. Por eso se hicieron críticos y por eso –hay honrosas excepciones- tienen una mala leche de aquí te espero, Baldomero.
César Cui (1) dijo de la Primera sinfonía de Sergei Rachmaninoff: “Si existiera un conservatorio en el infierno y se encargara a uno de los alumnos más dotados que compusiera una sinfonía programática sobre las siete plagas de Egipto, y escribiera una sinfonía similar a la del señor Rachmaninoff, lo haría brillantemente, para delicia de los habitantes del infierno, tan demoníacas son sus disonancias”.
Críticas adversas como la de Cui y el hecho de no haber conservado los derechos de autor del Preludio en do sostenido menor, que le habrían hecho rico, sumieron a Rachmaninoff en una depresión durante tres años. El neurólogo Nikolai Dahl pudo curarle, sometiéndole a varias sesiones de hipnosis.
Tras un viaje a Italia escribió las primeras notas de la que sería una de sus obras maestras: el Concierto Nº 2 para piano y orquesta. Trabajó como director en la Opera del Bolshoi y compuso numerosas obras, entre ellas la Segunda sinfonía y el Concierto Nº 3 para piano y orquesta.
El y Josef Hofmann brillaron cegadoramente como pianistas en su época, tal vez como ninguno.
Rachmaninoff fue un extraordinario músico: compositor, ejecutante, director; dotado de una memoria fotográfica, que le permitía sentarse al piano e interpretar cualquier obra, aunque sólo la hubiera escuchado una vez.
Fue uno de los pianistas más precisos: de sus dedos emanaba una sonoridad broncínea, las notas exactas parecían incorporadas a su organismo, su ritmo fue representativo de la mejor interpretación romántica.
Grabó primero para Edison, en 1919, y luego para R. C. A. Víctor, que editó en 1970 cinco álbumes con todo lo grabado por él, incluyendo los discos de Edison y otros que no se han dado a conocer.
Hay para escribir cientos de páginas –muchos lo han hecho- sobre este músico excepcional que, según un panegírico que escribió su íntimo amigo Josef Hofmann en 1945, tenía los brazos de acero y el corazón de oro.

 (1) Militar del cuerpo de ingenieros, especialista en fortificaciones. Como compositor fue el menos talentoso de un grupo llamado los Cinco Rusos, y aunque compuso a destajo su música no perduró, menos una pieza titulada Orientale. La agrupación de los Cinco estuvo integrada por César Cui, Mili Balakirev, Modesto Mussorgsky, Nicolai Rimsky-Korsakov y Alexander Borodin.

© José Luis Alvarez Fermosel

Vídeo:

domingo, 5 de agosto de 2012

Roger Poynings detective


Un novelista termina de escribir una novela, y, contentísimo, se dispone a tomarse unas vacaciones… que no le proporcionarán descanso alguno, sino misterios reales, en tanta cantidad y de tal naturaleza que superarán los planteados por él en su novela.
A partir de la misteriosa muerte de una mujer, se suceden los enigmas, cada vez más abstrusos.
Alguien ha robado las trompetas de los ángeles de la glesia. La hija del vicario ha visto brujas volando en la noche.
¿Qué fuerza meléfica hay detrás de todo eso? ¿Es humana o sobrehumana? ¿La despliega una hechicera, un espíritu o el mismo diablo?
El protagonista, Roger Poynings, está a punto de perder la razón.

Horror y humor

El caso de las trompetas celestiales es una apasionante novela en la que su autor se las ha arreglado a las mil maravillas para conciliar el horror con el humor, con una maestría narrativa y una agilidad que no permiten saltarse una línea ni leer la novela por etapas.
Esta obra del escritor inglés Michael Burt, elogiado por el Times de Londres y consagrado por el Manchester Guardian como “un maestro del horror”, pertenece a la serie de Roger Poynings, que se completa con El caso de la joven alocada y El caso del jesuita risueño, inspirado éste último, según ciertos críticos, en las andanzas del padre Brown de Chesterton, del que Burt era un ávido lector.
La novela, muy bien traducida -¡cosa rara!- por Lucrecia Moreno de Sáenz, está editada por Emecé y tiene 335 páginas. En el ejemplar que yo tengo no figuran otros datos.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 2 de agosto de 2012

Cabaretera

Aquel día esperaba yo una llamada telefónica –todavía no había celulares-.
Recordé, no sé por qué, un párrafo de Cosmopolitans, de Somerset Maugham:
Sonó el teléfono. Simpsons sonrió.
- ¿Qué le pasa?
- Siempre espero una llamada; una llamada que nos enfrente con la verdad y nos haga ser más buenos y más sinceros, a costa de lo que sea.
La llamada que yo esperaba era de Cuqui, una chica monísima con la que estaba saliendo. Solía decirle que era tan guapa que se caía del cuadro; y lo era, tanto que, en el contexto, no se notaba nada que uno de sus espectaculares ojos castaños –ahora no recuerdo cuál- se desviaba ligeramente hacia su nariz respingona.
Había encendido un cigarrillo; en ese entonces fumaba todo el mundo, a mayor abundamiento con una suerte de desenfreno, lo cual redundaba positivamente en la más que saneada economía de las tabaquerías, que en España se llamaban estancos.

La cadencia caribeña

La radio ronroneaba en la penumbra. La tarde había huído a paso de lobo, dejando una grisácea luz de niebla meona que se adhería a los cristales del balcón, en forma de pequeñísmas gotas.
A mí me gustaba mucho la radio, sobre todo los actores de los  radioteatros. ¡Quién me iba a decir que, andando el tiempo, yo también habría de trabajar en la radio, y en otro país, y con el aplauso –no ya el beneplácito- de una audiencia cariñosísima!
De pronto, surgieron del receptor las notas de una canción  interpretada por un cantante muy popular en España en aquellos años: Lorenzo González.
Se trataba de un venezolano que había llegado de la otra orilla del Atlántico y cantaba con una voz cadenciosa unas melodías embriagadoras, impregnadas de perfume caribeño, que sonaban como envueltas en el humo del tabaco quemado en las pecaminosas boîtes de la época.
El bolero, pues era un bolero lo que cantaba Lorenzo González, se titulaba Cabaretera (*) y perfilaba con exactitud, y una cierta ternura, a ese personaje sicalíptico y dulcemente arrabalero que muchos españoles, que no tenían dinero que gastar en el cabaré, imaginaban como la personificación del erotismo en un mundo subterráneo de lujo y oropel.
Como dice atinadamente José Ramón Prada, eran los últimos estertores del bolero clásico, antes del cambio radical de gustos de una nueva generación.

La canción se extinguió

La canción se extinguió, el cigarrillo se consumió, el tic tac del viejo reloj de pared Coppel del salón me empezó a palpitar en los pulsos, pero con la misma sordina de la música sincopada del bolero.
Me sumí de repente en un estado de calma, casi de somnolencia. Me sentía medio triste, medio alegre, medio dulce y medio acre, como el asperillo de una fruta verde.
Así las cosas, sonó un timbrazo que casi me hizo saltar del sillón en el que estaba repantigado. ¡Cuqui, por fin!.
Pero no, no era el teléfono el que sonaba; era la puerta, a la que llamaba el mandadero del sastre, que me había terminado por fin, después de discutir conmigo semana tras semana mi chaqueta Black Patch que le encargué.
Permítaseme una digresión, que no deja de venir a cuento. El hecho de que, por lo que cobran, sólo los millonarios puedan permitirse hoy el lujo de que les hagan los trajes los sastres, determinó que los que antes nos vestíamos con ellos y ahora no, encontráramos la paz.
Porque ninguna lucha tan enconada como la que se libra contra el sastre, que con la mejor de las intenciones, por supuesto, se empeña siempre en hacernos la ropa como le gusta lucirla a él, y no a nosotros.
Total, que Cuqui no llamó y yo, influenciado por la canción de González, me fui al cabaré –Morocco, por más señas- con mi nueva chaqueta Black Watch.

(*) Cabaretera, de Bobby Capó, grabada por el sello discográfico Odeón, fue unos de los “hits” más importantes de Lorenzo González, y, durante muchos años, una de las canciones más escuchadas en toda España.

© José Luis Alvarez Fermosel

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Vídeo:

miércoles, 1 de agosto de 2012

El bolero en América


El bolero fue el marco ideal para el amor: el que comienza, el que murió, el  traicionado, el amor imposible, el amor lejano…: "Contigo en la distancia", "Perfidia", "Nosotros",  "Cuando vuelva a tu lado"...
La vieja y entrañable melodía no deja de dar vueltas desde que Pepe Sánchez compuso en Cuba, en 1883, el primer bolero, titulado "Tristezas".
El cubano Ernesto Lecuona universalizó la música de Cuba con boleros como "Noche azul", "Damisela encantadora", "María la O", "Para Vigo me voy" –con una referencia tácita al gallego inmigrante que se hizo la América y volvió a su Vigo natal- y "Siboney", el himno del indio cubano.
Cuba dio buenos cantantes: el Trío Matamoros, Antonio Machín -que se hizo muy popular en España- René Cabel –llamado el "Tenor de las Antillas"-, Benny Moré y Olga Guillot, entre otros.
El excepcional bolerista mexicano Agustín Lara fue autor de piezas hermosísimas, como “Noche de Ronda”, “Arráncame la vida”, “María Bonita”, “Granada”…
En México descollaron cantantes como Juan Arvizu, Pedro Vargas, el cura José Mojica, Pedro Infante, Armando Manzanero y Luis Miguel; y orquestas y conjuntos como El Trío Los Panchos, integrado primero por dos mexicanos, Alfredo Gil y Chucho Navarro y un puertorriqueño, Hernando Avilés. Formado en Nueva York en 1944, el primer Trío Los Panchos cosechó notorios éxitos hasta su disolución en 1952. Los más destacables fueron "Sin ti", "No me quieras tanto",  "Bésame mucho" y "Rayito de luna".
En Argentina no podemos silenciar los nombres de Leo Marini, Daniel Riolobos, Roberto Yanes y Chico Novarro. En Uruguay, Chito Galindo, con la Sonora Matancera, vocalizó “Queridos padres” y “Consuélame” y Laura Canoura se impuso con un repertorio romántico, que incluyó algún bolero.

Lágrima Ríos

Merece especial mención la famosa Lida Melba Tabárez, una cantante afrodescendiente uruguaya conocida como Lágrima Ríos, hija de un jornalero y una empleada del hogar, que llegó a cantar en la Sorbona de París (la primera afrodescendiente uruguaya que lo hizo). Actuó con gran éxito en Madrid y en Londres y cantó con los artistas estadounidenses Mary Wilson y Danny Glover, entre otros intérpretes como la cubana Celia Cruz y los argentinos Anibal Troilo, Roberto Goyeneche y Alberto Castillo, tangueros los tres últimos, como se sabe. Además, dominó el candombe.
Magníficas intérpretes de melodías románticas también cantaron boleros: la italiana Mina, las mexicanas Lola Beltrán y la desgarrada y turbulenta Chavela Vargas –la especialidad de ambas fue la ranchera-, la peruana Chabuca Granda, las argentinas María Martha Serra Lima, Estela Raval, Andrea Tenuta…
En los Estados Unidos, el mexicano-estadounidense Andy Russell popularizó "Te quiero, dijiste", "Amor, amor, amor", en inglés "The magic is the moon light" y "Love, love, love".
Frank Sinatra y Nat King Cole cantaron el bolero de Consuelo Velásquez, "Bésame mucho" como "Kiss me much". Nat King Cole grabó boleros en español, como "Quizás, quizás, quizás", "Perfidia" y "Tres palabras".
El bolero hizo amar, soñar, suspirar y hasta llorar en toda América: en Puerto Rico -que después de Cuba y México fue el país que más artistas dio a ese ritmo tropical-, Venezuela, Chile, Argentina, Uruguay, la República Dominicana, Ecuador, Bolivia…
Armando Manzanero está diciendo en este momento aquí, con ritmo de bolero, que esta tarde vio llover, vio gente correr y ella no estaba allí.

© José Luis Alvarez Fermosel