jueves, 23 de agosto de 2012

Conferencias


Me está yendo bien con las conferencias, a decir verdad; esto es, todavía no me han arrojado tomates, ni ninguna hortaliza. Claro que los tomates, las hortalizas y otros productos de la canasta familiar están lo bastante caros como para no desperdiciarlos, utilizándolos como proyectiles contra los conferenciantes aburridos.
Además, ya no se lleva –quizás por desgracia- tirar objetos arrojadizos a los pelmas.
Después de mi última conferencia sobre la Gran Vía de Madrid, en el café Tortoni de Buenos Aires, recordé al escritor español Eugenio d’Ors, cuando dijo luego de una de las suyas:
-Hubo entusiasmo, aunque no indescriptible.
El también conferenciante Carlos Fisas, catalán, señala en el primer tomo de sus Historias de la Historia que las conferencias deben ser como las faldas de las mujeres: largas para contener algo o cortas para despertar interés.
Mi colega -y sin embargo amigo- Antonio Requeni, compañero de conferencias, recuerda en su ameno libro Cronicón de las peñas de Buenos Aires que el charlista español Federico García Sánchiz, que había viajado a Buenos Aires, estaba haciendo uso de la palabra en un acto de La Peña del Tortoni de tal suerte que ya, más que uso era un abuso. Según el periodista Eduardo Castilla, los concurrentes sentían a esas alturas más deseos de dormir que de escuchar.
Con toda oportunidad –recuerda Requeni- el escritor e historiador Ernesto Palacio, interrumpió al orador diciendo:
  
Señor García Sanchíz:
A esa horrenda perorata
aquí la llamamos lata,
¿cómo se llama en Madriz?

Después de semejante interrupción, el orador se apresuró a poner punto final a su monólogo.

Cuarenta y cinco minutos

Una conferencia no debe durar más de tres cuartos de hora, porque en el primero la gente presta atención al conferenciante, en el segundo piensa ya en sus cosas y apenas transcurrido el tercero empieza a acordarse de la familia del orador.
Fisas cita el caso de dos conferenciantes que hablaban de sus experiencias.
- Lo terrible es cuando los oyentes miran una y otra vez el reloj.
- Peor es cuando ves que, después de mirarlo, se lo llevan al oído, creyendo que está parado.
Tan intranquilizante para el orador son las toses de un auditorio que parece haber contraído de pronto una bronquitis, todos a una, como en Fuenteovejuna.
Hablando de conferenciantes, conferencias y relojes, recuerdo que Fernando Vizcaíno Casas –que fue el abogado laboralista número uno de España, un eximio polígrafo y un ameno conferenciante-, apenas se había instalado para dar una conferencia se desprendía del reloj y lo ponía sobre la mesa. De vez en cuando le echaba un vistazo para comprobar que no se estaba pasando del tiempo que se había fijado para hablar, que no solía exceder de los treinta y cinco o cuarenta minutos.
Hace ya muchos años, en el Ateneo de Barcelona, un conferenciante se encontró con la desagradable sorpresa de que el público de la sala se reducía a un solo oyente.
- Ya que está usted aquí, le dedicaré mi conferencia, procurando ser lo más breve que pueda.
- No se preocupe –dijo el único asistente-, hable todo el tiempo que quiera. Yo soy el cochero que le ha traído aquí, y como cobro por horas…

© José Luis Alvarez Fermosel

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