sábado, 28 de enero de 2012

Los monos son demasiado buenos...

Los monos son demasiado buenos para que nosotros descendamos de ellos.
Esto no lo digo yo, claro, por más que me gusten los animales, incluídos los monos, como puede verse en la foto que ilustra estas líneas.
El autor de la frase fue Friedrich Nietzsche, que amaba a los animales, como lo demuestran las referencias simbólicas a ellos que hace en sus libros.
En cambio, despreciaba a la mayoría de los hombres, especialmente a sus contemporáneos.
Pedro González Calero nos recuerda que el filósofo de la idea del eterno retorno se abrazó llorando un día en la plaza Carlo Alberto de Turín al cuello de un caballo de tiro que estaba siendo azotado por el cochero.
No tiene nada de particular que en uno de sus aforismos se expidiera contra la teoría de Darwin, según la cual el hombre desciende del mono.
Nietzsche perdió la razón días después, no sin antes anunciar la decadencia de la filosofía y de la civilización occidental.
Así que el filósofo, poeta, músico y filólogo alemán, uno de los más radicales, ricos y sugerentes de la historia universal del pensamiento, resultó ser también un taumaturgo.
Su Übermensch (superhombre) no está. Es más, no se sabe si estuvo alguna vez. El mismo Nietzsche reconoció su ausencia.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 26 de enero de 2012

Melones

En los veranos de Buenos Aires, cuando paso por una frutería y veo melones, me acuerdo de los veranos madrileños de cuando yo era chico, calurosos hasta el extremo de que a 47 grados centígrados sobre cero, a la sombra, no se podían tocar las barandillas de los balcones ni las rejas de las puertas de los chalés, porque se quemaba uno la mano.
Entre junio y los primeros días de agosto, cuando hacía más calor, algún chusco cascaba un par de huevos, los tiraba al asfalto reblandecido de la calzada y los huevos se freían en un dos por tres. La foto salía siempre en los diarios.

Madrid tachonado de melones

Las calles del Madrid de los años posteriores a la posguerra, cuando habíamos sacado la panza de mal año, pero todavía no nadábamos en la abundancia, se tachonaban de melones en verano.
Es que campesinos de pueblos cercanos venían a la capital con camiones cargados de melones y los vendían en puestos en las calles de los barrios populares.   
Era común, tenía mucho de ritual y llegó a convertirse en un hábito comprar un melón en la calle y llevárselo a casa bajo el brazo para comérselo en familia.
El modesto melón de Villaconejos –un pueblo de la provincia de Madrid que produjo siempre los mejores- era un manjar, en comparación con las “gachas” –una especie de puré de harina de almortas (1)-, las lentejas cocidas en agua, sin más y el musgo que crece en los tejados después de la lluvia, en ensalada aliñada con vinagre, porque no había aceite.
Esas delikatessen eran el menú diario de mis padres y abuelos en aquellos años terribles de la posguerra, según me contaron en varias ocasiones, mientras yo merendaba pan con mantequilla de Soria y café con leche condensada, muchos años después.
También me dijeron que los niños se subían a las copas de las acacias y se comían sus flores blancas, arracimadas. Las llamaban “pan y quesillo”, quizás porque se hacían la ilusión de que sabían a pan y queso. 

Las aguadoras de la Puerta del Sol

Los melones en las calles eran tan típicos en los veranos madrileños como las aguadoras de la Puerta del Sol, que te vendían un trago de agua fría que bebías a chorro de un botijo de barro blanco, o rojo, por unas monedas. Jamás hubiéramos imaginado entonces que algunos años después beberíamos agua mineral  Perrier en los cafés de París.
De los melones surcados por líneas más claras que la cáscara verde oscuro se decía que estaban “escritos”. A los redondos y amarillos colgados en las fruterías, que duraban todo el año, se los llamaba “de cuelga”. Eran bastante insípidos.
El melón ya se había aliado con el jamón serrano y se servía como primer plato en los comedores de los hoteles de lujo, en los restaurantes de cinco tenedores y en las casa de familias acomodadas. Lo más caro era el jamón, claro está.

EL melón en la historia

Javier Tomeo nos recuerda en su libro Los reyes del huerto que el melón es el fruto de una planta herbácea anual, de la familia de las cucurbitáceas, a la que pertenecen miembros tan distinguidos como la sandía, la calabaza y el pepino. Procede de Asia y, como atestigua la Biblia, ya se cultivaba en el Egipto de los faraones. Los romano los trajeron a Europa.
Los melones ocupan un lugar en la historia. El rey Maximiliano, padre de Felipe el Hermoso y, por tanto, suegro de Juana la Loca, se atiborró de ellos después de una partida de caza, mientras sudaba profusamente, y murió de una indigestión.
Los mejores melones –como dije- son los de Villaconejos, un simpático pueblecito situado a 57 kilómetros de Madrid.  
En Villaconejos hay un Museo del Melón, único en su género en el mundo, que muestra aperos de labranza utilizados desde siglos pasados hasta nuestros días y objetos del mundo y la vida de los meloneros, o cultivadores de melones.

La Bomba

Yo confundía siempre Villaconejos con Valdeconejos, un barrio cerca del mío y más allá de Peña Grande, donde estaba la Venta de la Peque, en la que  había juerga hasta la madrugada, se bebía jerez fino La Ina y whisky y se comía conejo al ajillo. Por ahí cerca debía estar también el Hotel del Negro, del que los mayores hablaban en voz baja cuando había niños alrededor.
Más cerca estaba, y era menos sicalíptico, el barrio de La Bomba, donde había un mercado al que solía llevarme mi madre cuando iba a hacer las compras. En las mañanas de verano olía a albahaca y a unas peras pequeñas que se llamaban peritas de San Juan, y eran muy duras.
En ese barrio, seguramente, cayó una bomba durante la guerra, de ahí el nombre.

(1) Chícharo, guija, pito, diente de muerto, tito… Especie perteneciente a la familia de las leguminosas (fabáceas), conocida en el ámbito mediterráneo y también en Asia y Africa.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 24 de enero de 2012

Jaque al rey

Casi todas, o bastantes monarquías europeas, que no son tan pocas, están bajo la lupa, por utilizar una expresión típica de estos casos, porque parece que se dedican a hacer negocios, y en ciertos casos no muy limpios, con el dinero que les dan sus gobiernos, que en otro orden se considera que es demasiado.
Dícese que ese dinero no es para hacer negocios, y mucho menos sucios, que para eso están los hombres de negocios.
Con una lupa de mucho aumento se observa a Iñaki Urdangarín, marido de la infanta Cristina, una de las dos hijas de los reyes de España. Iñaki habría metido la mano en la lata según los medios, que han informado y siguen informando exhaustivamente sobre el particular.
El Rey, Juan Carlos I de Borbón, se ha apresurado a poner las cartas, o sea, las cuentas, sus cuentas sobre la mesa. Se dice, también, que los cifras no dan, léase que el monarca recibiría más dinero del que afirma que recibe.
Así las cosas, se habla de imponer planes de ahorro a las casas reales, en tiempos de ajustes que aprietan casi hasta la asfixia a quienes no ciñen coronas reales.
Enterada del rumor, la reina Isabel II de Inglaterra, unas de las soberanas más ricas del mundo, por su casa, se ha puesto a ahorrar y deambula  de noche por las habitaciones del palacio de Buckingham, donde vive, apagando las luces que se han dejado encendidas; y aprovecha los sobres de las cartas que recibe para usarlos en las comunicaciones a sus empleados y personal de servicio.
Este sentido del ahorro, cuando se poseen cantidades astronómicas de dinero, a mí no deja de parecerme grotesco.
Recuerdo lo que me pasó con el millonario estadounidense Paul Getty, el rey del petróleo, a quien entrevisté hace muchos años en su residencia de Sutton Place, cerca de Guilford, Inglaterra, gracias a una gestión de Claus Von Bülow. Me cobró los cafés a los que me invitó, uno por cada día de los tres que me concedió para la entrevista (media hora por día).
No sólo los reyes y los millonarios, también otros seres destacados se distinguen por sus miseriucas.
Voy a traer aquí sólo dos de los ejemplos que recoge Francisco Umbral en su libro Las palabras de la tribu.
Miguel de Unamuno, el gran pensador español del siglo XX, junto con Ortega y Gasset, tras haberse dejado invitar continuamente por un amigo que lo visita en Salamanca, renuncia a que le pague el café de despedida en la estación:

- De ninguna manera, cada uno lo suyo.

Gerardo Diego, de quien Borges decía que en vez de tener un nombre y un apellido, como todo el mundo, tenía dos nombres, era cobarde y avariento, según Umbral, que relata el siguiente sucedido:

En el café dio siempre cincuenta céntimos de propina a Pedro, el camarero. Incluso para la época era poco. Un día se le cayeron las cinco monedas de diez céntimos al suelo y le dijo al mozo, al irse:

- Por ahí se ha caído la propina. Búsquela.

Diego mandaba a los concursos literarios la plica en sobre transparente, de modo que los jurados leían “Gerardo Diego” y le daban el premio, todos los premios.
Desilusiona conocer personalmente a muchas lumbreras de las letras y otras disciplinas relacionadas con el arte, la cultura, la ciencia, ni que hablar de la política, la diplomacia, la farándula, el deporte y un interminable etcétera.
Recomiendo la lectura del libro Egos revueltos, de Juan Cruz, acerca de los egos de los escritores. Y también las notas relacionadas sobre las travesuras regias.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

Del autor:

viernes, 20 de enero de 2012

La obsesión del teléfono móvil

Un cable de la agencia española de noticias EFE, informó de cómo tuvo que interrumpirse un concierto de la Filarmónica de Nueva York porque un espectador hizo sonar su teléfono y se puso a hablar por él. La Agencia France Presse (AFP) publicó a su vez una nota que recoge una entrevista del The New York Times al infractor, que expresó su pesar e incluso dijo que pasó dos noches sin dormir, mortificado por su conciencia.
En una entrevista que me hizo en una oportunidad en la televisión Mora Furtado, a mí y a otras personas, la gentil y competente comunicadora se interesó al final del programa por lo que nos llevaríamos cada uno de nosotros a una isla desierta.
Una mexicana muy simpática contestó en el acto que ella se llevaría su teléfono móvil. Y remachó que no podía vivir sin él.
Un macho posmo fue más lejos. Le pregunté:
-¿Qué harías sin celular?
Se puso pálido, me miró de través y me contestó, con verdadero convencimiento:
-¡Me moriría!
Y añadió:
- No concibo la vida sin teléfono celular.

© J. L. A. F.

Notas relacionadas:

jueves, 19 de enero de 2012

El culto al feísmo

Estamos en la era de la fealdad, del feísmo. En todo y por todo.
El culto a la fealdad, a lo feo, constituye una peculiaridad de nuestros tiempos, como la obsesión por comunicarse cuando se tiene algo que comunicar y cuando no se tiene, el mal uso del idioma, la mala educación y otras lindezas,
Esto pasa en Argentina, en España, en Brasil, en Estados Unidos, en Madagascar…
Mi compatriota y colega Antonio Muñoz Molina, académico de la Española, se refiere “in extenso” a este asunto de tanta actualidad, centrándose en los edificios modernos, en la nota relacionada, publicada en el suplemento de cultura Babelia del diario El País de Madrid.
No sólo los edificios son feos. También los modos, maneras, atuendos, el habla, la moda, las costumbres…

© J. L. A. F.

Notas relacionadas:

Del autor:

martes, 17 de enero de 2012

La importancia de la anéctota

He sido criticado más de una vez por sabihondos en ejercicio de su infinita sabidurá por partir de la anécdota para elaborar una columna, o un comentario, cuando trabajaba en la radio.
- ¡Al grano, al grano; informeta, informeta!, me dijo más de un capataz del oficio, como si el programa no hubiera tenido un noticiero cada media hora, con locutores que informaban  rigurosamente de la actualidad.
Hoy me encuentro en el diario El País de Madrid con un trabajo muy bueno de Ferrán Ramón-Cortés -que relaciono con este post- en el que dice que “es mucho más fácil recordar una buena anécdota que una información precisa”.
Ramón-Cortés expresa conceptos del máximo interés en torno al axioma de que hablar no es siempre comunicar. Ese es, precisamente, el título de su artículo, que no tiene desperdicio. Es un poco largo, pero no habría que perderse ni una línea.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

sábado, 14 de enero de 2012

El "bric-à-brac" del puerto

Cerca del puerto hay un viejo baratillo colmado de heteróclitos objetos procedentes, casi en su totalidad, de la pacotilla marinera.
Un zorro disecado –y apolillado- al fondo, cómodas de madera oscura, espejos nublados, acuarelas que perdieron su alegría hace mil años, libros con las páginas amarillentas.
Tinteros de plata, renegridas tumbagas y un bastón estoque de caña de Malaca con puño de bronce en forma de cabeza de caballo; y debajo el escudo de España en oro y esmalte, como los gemelos del señor marqués, que va todas las tardes a tomarse unos whiskies al bar vasco, con cuadros de regatas, remos cruzados y redes de pesca en las paredes.
En el “bric–à–brac” del puerto se mezclan antiguas lámparas Davy de minero con cantimploras de campaña, cigarreras de oro con iniciales –alguna vendida, quizás, para pagar una deuda de juego o un turno en un “meublé” de lujo para una cita galante-, mapas polvorientos, sextantes. (“Tu negro piano, lleno de sextantes, solloza un vals entre los planisferios…”.)
De una percha de madera oscura pende un pequeño fanal oxidado; de otra, una chaqueta azul de almirante con botones dorados.
El dueño del tabuco quincallero es más bien bajo, tiene los ojos pequeños y azules, casi siempre semicerrados, como las personas acostumbradas a mirar a lo lejos: los marineros, los moros del Rif (1) y la gente de trueno, a ver si hay una buena pelea en la que meterse.

Loro monárquico

Todos llaman Maurice al baratillero de zarandajas y socaliñas, aunque saben que ese no es su verdadero nombre. Dicen que fue marino y que de noche repasa un viejo cuaderno de bitácora a la luz de un lámpara de cobre, como las de los camarotes de los antiguos galeones.
Faltan en la vieja almoneda el mirlo de alas rojas y la tanagra escarlata de Stendhal; pero hay un loro grande, un guacamayo hermoso de plumas bermejas, azules y verdes que grita cada tanto: ¡Viva el rey! –nadie sabe cuál- desde su jaula, ubicada en un rincón junto a un fusil de retrocarga tipo Hall (2).
Fuera, el mar y el horizonte lejano. Casi cada día se alternan el sol y la bruma. Mañanita de niebla, tarde de paseo.
Gabarras. Y las grúas, que parecen esqueletos de hierro.
El vetusto “bric-à-brac” extemporáneo tiene un aire enigmático y ligeramente sórdido, como casi todos los establecimientos de ese ramo, húmedos, con olor a óxido de hierro y a una especia difícil de identificar.
La luz del puerto es ambarina y amable, cuando el día está límpido. En las bodegas esperan a que se haga de noche para salir todos los gatos que de noche son pardos.
Una vela triangular, mediterránea. “Junto al mar latino te diré mi verdad…”.

(1) Comarca del Norte de Africa.
(2) Apellido de un armero inglés, autor de un proyecto de fusil patentado en 1818, del que se hizo un prototipo experimental en Nápoles.

© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 13 de enero de 2012

Más sobre el bastardeo del idioma español

En lo que podría considerarse como el parte del día, referente al uso, es decir, al mal uso del idioma español –cada vez más bastardeado- en la radio y la televisión, hemos de consignar que ayer sorprendimos los siguientes, ¿cómo llamarlos?, ¿términos?: trata por trata de personas: un ejemplo más de la obsesión por acortar expresiones, y aun palabras, e incrustar en nuestro lenguaje el argot del lumpen sin previa explicación, que ayudaría a los televidentes y radioescuchas a comprender parte del galimatías general.
También en la televisión, en un subtítulo de una película francesa, apareció Círculo de Neumáticos como traducción de “Cercle Diplomatique”. Otra muy buena es filateloria por filatelia.
Las cosas están tan mal, se habla tan mal, se escribe tan mal que el mismísimo presidente de la Academia Argentina de Letras, Don Pedro Luis Barcia, tomó el toro por las astas y pronunció en la Escuela de Lexicografía Hispánica una conferencia, titulada “La lengua en  los medios orales de comunicación”, en la que toca exhaustivamente este asunto.
El trabajo, de excelente factura, destaca “la preocupación de cuantos están atentos e interesados por la unidad, la riqueza y el decoro de nuestra lengua española”.
Los interesados en cuestión son cuatro y el cabo, doctor Barcia, y quizás usted no llegue a saberlo –por suerte para usted-, pero el resto del personal no terminará de leer su conferencia. Dirán que es demasiado larga y que tiene palabras que no entiende.
No importa. Siga ocupándose del tema.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

lunes, 9 de enero de 2012

¡Cuidado con las traducciones!

Las traducciones al español de los diálogos de los actores en las películas y series de televisión estadounidenses, y de otros textos en inglés son incorrectas, con harta frecuencia. No me refiero a los doblajes, -también habría tela que cortar al respecto-, sino a lo que se lee en los subtítulos, así como a lo que se oye decir por ahí a gente que dice que sabe inglés.
Veamos:
“Blind alley” no es calle ciega, sino callejón sin salida. “Mr. Speaker” no es señor orador. La traducción correcta es señor Presidente de la Cámara de Representantes (de los Estados Unidos).
“Miserable”, en inglés, no quiere decir miserable, sino abatido, desdichado, lo mismo que “to be blue” no es estar azul, sino  melancólico y “Blue Moon” –título de una vieja canción que jamás pasará de moda- no es luna azul, sino luna triste. “Bluestocking” es un, o una intelectualoide, perderse “into the blue” es desvanecerse en la nada y una ”blue ribbon” es una cinta azul que se da como  premio.
Los “domestic flies” no son vuelos domésticos, sino vuelos internos o de cabotaje. “Emphasize” no es enfatizar, sino subrayar o recalcar. La diferencia es sutil, pero hay que acostumbrarse a traducir con la mayor exactitud posible, para lo cual es necesario manejar muy bien los dos idiomas –en este caso que estamos tratando el inglés y el español- y, sobre todo, la lengua propia. Si hay dudas, lo cual es normal, también hay diccionarios.
“Dramatic” no significa dramático, como parece; quiere decir drástico, espectacular o llamativo, que no es lo mismo que dramático, que viene de drama.
“Deception” no es decepción: es engaño. Y “school of fishes” no es, naturalmente, escuela de peces, sino banco de peces.

“Vicious” no es vicioso

“Vicious” no es vicioso: es salvaje, violento. “Scholar” es estudioso, erudito y no escolar, del mismo modo que “sensible” no es sensible, sino sensato, persona con sentido común. Sensible es “sensitive”.
“Actually” quiere decir verdaderamente, de hecho, y no actualmente, que en inglés se dice “presently”, “currently” o “nowadays”. “Ability” es capacidad y no habilidad.
“Aggresive” no es agresivo, sino dinámico, emprendedor, insistente. Así que la expresión “vendedor agresivo” es más bien un galicismo, o un americanismo, lo que pasa es que ya se coló, hizo callo y todo el mundo la usa, mal pero la usa.
“Appreciable” es considerable, no apreciable ni apreciado y “appreciate” es agradecer.
“Contemplate” no significa contemplar, sino proyectar, proponerse algo.
“Directives”, mejor que por directrices tendría que traducirse como órdenes o indicaciones.

Ingenuidad no es ingenio

“Eventually” no significa eventualmente, como parece, sino finalmente, por último. E “ingenuity” no tiene nada que ver con la ingenuidad, sino con la inventiva o el ingenio.
“Disgusting” no es algo que disguste, significa repugnante. Y “securities” son valores de renta fija.  “Compass” no es compás, sino brújula y “porter” no es portero sino porteador, maletero, changarín; portero es “doorman”, o “janitor”.
“Stinking bishop” no es obispo maloliente, sino un queso inglés riquísimo.           
“Deprivation” no es depravación, ni mucho menos “deprivación”, palabra que me parece que no existe en español, sino carencia, pérdida.
“Disorder”, aunque suena a desorden, significa trastorno, afección.
“Administered prices” no son precios administrados, sino intervenidos.
La traducción correcta de “allocation” es asignación, no locación. “Assignment” es misión, tarea.
He visto “apportionment” traducido como “aporcionar” (¿!). En realidad es  prorrateo.
“Assume” es suponer,  lo mismo que “presume”. ¿Recuerdan la frase de Stanley, “Doctor Livingston, I presume…”?
“Bookmaker”  es corredor de apuestas, no hacedor de libros.
“Dispense” quiere decir prescindir, no dispensar. “Disperse” es dispersarse y “dispenser” es dispensar en el sentido de facilitar. Un “dispenser” es un cajero automático. También se les llama “dispensers” a los bidones de plástico con agua que hay en las oficinas u otros lugares para uso de los empleados. “Fresh water” no es agua fresca, sino agua dulce, potable.
“Library” es biblioteca, no librería, que en inglés es “bookshop”, o “bookstore”.
Cuando hablamos de “real property no nos estamos refiriendo a la propiedad real, sino a los bienes raíces. “Personal property” son bienes muebles, no propiedad personal..
“Rope” no es ropa; es soga, cuerda. “The rope” (La soga) es una película de Hitchcock buenísima, interpretada por uno de sus actores favoritos: James Stewart.
“Yard” no es yarda, sino patio. “El Yard” (El patio) es una metonimia para la Policía Metropolitana de Londres –fundada en 1829 por Robert Peel-, que se refiere a esa fuerza en términos coloquiales. La Nueva Scotland Yard está en 10 Broadway, en céntrica zona de Londres.
“Invoque” no tiene nada que ver con invocar, quiere decir apelar y “political son” no es hijo político, o yerno, que es “son in law”
Estar en casa es estar “at home”, no “in home”, como hemos leído por ahí; “carpet” no es carpeta, sino alfombra.

© José Luis Alvarez Fermosel

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domingo, 8 de enero de 2012

En torno a la moda de mugir en la televisión

Escribir con faltas de ortografía, hablar mal; no decir malas palabras, sino pronunciarlas mal, en total discordancia con el modo correcto de decirlas es moneda cada vez más corriente en los medios informativos audiovisuales y gráficos y la redes sociales.
Esto, junto con la aparición de neologismos innecesarios, expresiones idiomáticas correctas pero mal aplicadas, o reiteradas hasta el extremo de producir grima, latiguillos y una escasez de vocabulario terrorífica... “¡es lo que hay!
La última moda es decir “mu”, en vez de muy, en una entrañable asociación idiomática con el mugido del buey, noble animal que tan útil ha sido siempre en faenas de transporte y agricultura: ¡la imagen, tan bonita, de la carreta de bueyes transportando lentamente fardos de aromático heno, o troncos de árbol, por un campo florecido de amapolas en primavera, bajo el cielo azul…!
Si ustedes escuchan radio y ven televisión –sobre todo los noticieros- con cierta frecuencia, oirán decir cada dos por tres “mu” buenas tardes, o está “mu” bueno, o “mu” buenas noticias. En realidad se dice muy.
Un amigo me dice algo que me enciende el pelo:
- Es la moda, se ha puesto de moda; a ver si te crees que toda la gente que dice “mu” no sabe que en realidad se dice muy. La moda arrastrada por el efecto dominó.
- ¡No me digas!
- Sí, sí te digo. Incluso a mí me lo ha dicho gente de confianza, gente que sabe. Del mismo modo, alguien se encontró un día con un arma desconocida para él y en lugar de decir carabina, por ejemplo, dijo arma, y ni siquiera de fuego. Ahora todo el mundo dice arma, sea pistola, revólver, puñal, escopeta o lo que sea: arma, ni por lo menos de fuego o blanca ¿Quieres creer que hay mucha gente de la que está en los medios que no sabe lo que es un arma blanca?
- Mira, a estas alturas me creo ya cualquier cosa. Pero es una vergüenza, qué quieres que te diga. 
- En cuanto a la escasez de vocabulario, no ya al reconocimiento de determinados objetos, como los revólveres o los sables, tenemos un ejemplo muy gráfico: todo el mundo dice "delincuentes", lo cual es correcto, pero hay otras maneras de denominar a esos señores, para no incurrir en una monotonía chirriante: malhechores, malvivientes, atracadores, ladrones, bandidos, forajidos, cacos, amigos de lo ajeno…
- Sí, pero todas esas palabras están consideradas como antiguas, y hasta que se encuentre una que sea “cool”, o “fashion”, se usará una sola, la misma, para todas las armas.
- ¿Y lo del "cruce"? ¿Qué me dices de lo del "cruce"?
- ¿Qué pasa con el "cruce"?
- Pues que ya no hay opiniones divididas, o encontradas;  polémicas, discusiones, enfrentamientos, diferencias, conflictos, desacuerdos, antagonismos, controversias, disputas, cuestionamientos, críticas, disensos, disidencias… Todo es "cruce", como cruce de peatones.
- O sea, que salir al cruce...
- No, es que no es,  por ejemplo, que yo salga al cruce –mejor  sería decir al paso-, de declaraciones que tú hayas formulado en tal o cual sitio, sino que yo disiento, difiero, no estoy de acuerdo con lo que dices y entonces se produce, -es decir se producía antes- una desavenencia, o un enfrentamiento, o una discusión, etc... Ahora se dice cruce para todo, lo cual da lugar a no pocos equívocos.
- ¿Y lo de "¡a ver!" cada cinco minutos?, o "¿cómo qué?".
- Mira, ¿lo dejamos para otro día?
- Vale.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas: 

La Web pone al desnudo la mala ortografía
Pobreza de léxico, gatos muy variados y el mal de la cantidad

Del autor:

A vueltas con el idioma

sábado, 7 de enero de 2012

De los glúteos a la esclerótica

Todo el mundo se tatúa, en todo el cuerpo. Hasta en la esclerótica, o blanco del ojo. El hábito comenzó en Oklahoma (centro-sur de los Estados Unidos) y se extiende ya por todo el mundo, como una mancha de aceite en un papel de estraza. ¡Qué cool!
Ah, un pequeño detalle: uno puede quedarse ciego.
Es que la gente quiere experimentar algo más, ha dicho el legislador republicano estadounidense Cliff Brenan.
El tatuador Jason King, de la misma nacionalidad, sostiene que tatuarse es un modo de combatir el aburrimiento. La gente se aburre.
Para otros es un trazo de la personalidad marcado por la imperiosa necesidad de estar a la moda.

Cuestión de identidad

Muchos buscan una identidad mediante el tatuaje.
Unas tatuadoras me dijeron una vez en Amsterdam que el ser humano experimenta un impulso ancestral de identificarse con siglas, símbolos, apelativos, signos y marcas.
A uno le pidieron hace muchos años que se hiciera un tatuaje. Pero ya tenía identidad, a pesar de su juventud. De manera que se conformó desde entonces con observar tatuajes de otros: de otras, preferentemente, porque las mujeres se tatúan desde tiempo inmemorial.
Ahora se tatúan más que los hombres; en todas, o en casi todas las partes del cuerpo: pechos, espalda, brazos, piernas, manos, tobillos, el cuello…
Y los glúteos: cuestión de identidad…
Tuve ocasión de contemplar de cerca un pequeño jeroglífico rútilo tatuado en la negra piel del seno izquierdo de una señorita que conocí en Larache (puerto del norte de Africa, en la Costa Atlántica).
El conde de Barcelona, Juan de Borbón (1913-1993), padre del rey de España, Juan Carlos I de Borbón, se hizo tatuar a su paso por la Armada, siguiendo la tradición de la romántica marinería de la época.
La tonadillera española Conchita Piquer interpretaba magistralmente una desgarradora canción de amor titulata Tatuaje: El vino en un barco, de nombre extranjero; lo encontré en el puerto, un amanecer…

Aventura y romance

El tatuaje tuvo en un pasado lejano una acepción aventurera y romancesca, que identificaba a marineros, sujetos que vivían a la briba, habían estado en la cárcel, reñían en turbios puestos de aduana por mínimas alcábalas y luchaban a puño desnudo por dinero en tabernas de puerto.  
La gente del bronce se tatuaba antaño por machismo, por exhibicionismo, para impresionar al mujerío y por diferenciarse de los señoritos, que ahora se tatúan a tutiplén. Pero nada está tan lejos de su ánimo como pelear a puño desnudo por dinero en tabernas de puerto. Entre otras razones porque en los puertos ya no hay tabernas, sino cafeterías.
El tatuaje denotó una especie de idioma críptico del submundo de la marginalidad

Corazones atravesados por flechas

Salpicaban los cuerpos en colores, o en un azul petróleo un poco borroso, nombres de mujeres a quienes se decía que se las amaba, corazones atravesados por flechas, serpientes, calaveras, espadas cruzadas, águilas, banderas, escudos, antorchas…; lemas tremendos que hablaban de amor, de vida y de muerte.
Hasta hace poco se usaba para tatuar el mismo aparato que se utilizó siempre para la micropigmentación del pelo y las cejas. Pero ahora ha de haber procedimientos más modernos. Las tintas son vegetales.
Los tatuajes pequeños se completan en una sola sesión. Los más difíciles  requieren dos o tres sesiones, con un margen de tiempo entre una y otra para evitar la irritación de la piel.
Dicen que ya no duele tatuarse. Yo no me lo creo.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 2 de enero de 2012

El placer de la relectura


El placer de la relectura es tan intenso, o más que el de la lectura. Ya sabe uno lo que se trae entre manos. No le van a dar gato por liebre.
El libro nuevo, aunque conozcamos al autor y hayamos leído otros libros suyos que nos gustaron, puede jugarnos una mala partida.
De cualquier modo, nadie nos quitará la grata sensación de abrirlo –venciendo la ligera y amable resistencia de las hojas apretadas- y hojearlo, palparlo, sopesarlo, olerlo…
Quizás el libro no nos guste y nos enfademos con el autor, o con el traductor –si es un libro traducido-. Si es bueno lo leeremos con avidez, marcaremos los márgenes o escribiremos algo en ellos, buscaremos en el diccionario una palabra cuyo significado ignoramos, comprobaremos una fecha… y lo releeremos al cabo de algún tiempo, esta vez más morosamente.
Reelemos por el gusto de la repetición, por la alegría del reencuentro.
Releer desde otro ángulo, releer para verificar, releer porque ese es uno de nuestros derechos de lectores.

No eran manzanas…

Nuestros hijos nos pedían todas las noches el mismo cuento, antes de dormirse… ¡y con las mismas palabras! ¡Ay de nosotros si introducíamos alguna variante!
- Papá, anoche nos dijiste que Caperucita Roja llevaba en su cesta un pastel y una jarrita de miel, y hoy nos dices que llevaba manzanas: ¿en qué quedamos?
Nuestras relecturas de adultos tienen que ver con esa precisión, con ese sentido de la exactitud del niño que fuimos.
Uno debería pasarse el resto de su vida releyendo, saboreando el ritmo lento, incomparable, profundo de la relectura, dice el escritor chileno Jorge Edwards en una estupenda compilación de crónicas titulada “El whisky de los poetas”.
La relectura es una revisión de conceptos. A partir de ella empiezan a crearse tejidos de referencias, vínculos insospechados, comprobaciones evidentes, rectificaciones sorpresivas.

Las vacaciones

Las vacaciones son propicias a la relectura, así como a la lectura de obras universales que uno no haya leído, lo cual no es nada desdoroso. Nos pasa a todos.
Uno viene de la playa acalorado, con la arena pegada al cuerpo por la transpiración; se da una larga y reparadora ducha fría, apenas se viste con ropas ligeras y frescas y toma al azar un libro de la biblioteca de verano que tiene en la casa donde pasa las vacaciones. No lo ve, no se fija en la portada, y por tanto no sabe qué libro es, ni quién lo escribió. Lo abre por cualquier parte.
Por esas callejas debe internarse un hombre que no sea ruin, que tampoco sea anodino ni timorato… Un hombre de una pieza, corriente y al mismo tiempo excepcional
¡Chandler! ¡Es Raymond Chandler! Y ese hombre es, naturalmente, Phillip Marlowe. La novela es “El largo adiós”, la mejor de Chandler. Uno ya tiene la tarde, o una buena parte de ella, al menos, resuelta.
Uno ha leído la novela, y más de una vez. Pero no se acuerda de algunas cosas, y seguramente con esta relectura ve otras que no había visto antes, o se le ocurre algo que le sirve para un artículo, o descubre una nueva faceta del carácter del personaje central, o de otros, o del creador de todos ellos.
Ah, casi se me olvidaba decirlo, con lo importante que es. Cuando uno se apresta a releer es bueno cobijarse en un rincón tranquilo, arrellanarse en un  sillón cómodo e irse gratificando cada tanto con un trago de una bebida de cola o agua tónica apuntaladas por algún destilado noble. Como aditamento no vendrá mal un  Montecristo del número 4, que es un cigarro habano excelente.

El paje del Duque de Saboya

Nos entra una especie de frenesí y empezamos a revolver la biblioteca: La noticia de la pérdida de la batalla de San Quintín retumbó en toda Francia, y de modo especial en el palacio de San Germán. Nunca como entonces necesitó el condestable  de Montmorency, veterano caprichoso e ignorante, para no caer en desgracia, el incomprensible apoyo que cerca de Enrique II le prestaba el constante e inalterable favor de Diana de Poitiers. “El paje del Duque de Saboya”, de Alejandro Dumas”.
Como la influencia de los medios de comunicación masiva es enorme, siempre existe el peligro de que se los emplee como instrumentos para manipular a la gente. Además, aunque esa manipulación sea inconsciente, los medios de comunicación masiva contribuyen a formar la opinión pública y a orientarla en una u otra dirección (Ikeda). “Escoge la vida”, de Arnold J. Toynbee y Daisaku Ikeda.
Es menester insistir en que la impotencia exhibida a menudo por la élite intelectual contemporánea al afrontar la “cultura de masas”, no es un defecto intrínseco de la actividad humanística, sino de ciertos integrantes actuales de los círculos minoritarios. El humanismo no es un legado, sino un comportamiento dinámico: es y fue siempre una posición de compromiso y lucha que se ha caracterizado por la participación activa del intelectual en los problemas de su tiempo; así lo entendieron Sócrates cuando adoctrinaba a la juventud ateniense, Dante  cuando defendía el uso de la lengua vulgar, Erasmo cuando propiciaba  la educación universal o se internaba por los vericuetos del conflicto suscitado por la Reforma. Esas actitudes no deben olvidarse o escamotearse en la hora presente. “Arte, literatura y cultura popular”, de Jaime Rest. 
- ¿Cómo se atreve usted a presentarse sobre la cubierta de un buque de Su Majestad con un arenque en la mano?. “El perro diabólico”, del Capitán Marryat.

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 1 de enero de 2012

Cuento de Año Nuevo


Iba yo corriendo, -¡dále que te pego!-, y no dejaba de correr detrás de un viejecito encorvado que tenía unos números, bastante borrosos, por cierto, pintados, o cosidos en la espalda de su camisola color ala de mosca. ¿Sería un escapado de presidio? No, porque en ese caso tendría que llevar la clásica indumentaria a rayas horizontales de los reclusos, tal como salen en las historietas, u otra prenda distintiva.
Lo curioso era que el hombre parecía ir muy despacio y yo, que corría a toda velocidad, no le alcanzaba. Ahora bien, ¿por qué perseguiría yo a ese buen señor? ¿Estaría llevándose algo que me había pertenecido, que nos había pertenecido a muchos? ¿Parte de nuestra vida, de nuestro tiempo, quizás?
Hacía frío, a veces hacía calor, otras llovía y yo no me mojaba ni sentía frío ni calor, ni transpiraba, a pesar de que corría con ganas.
Pero no conseguía acercarme al viejecito, que contra toda lógica parecía estar al alcance de mi mano. Me acordé del siempre lejano, inaccesible castillo de la novela de Kafka y del via crucis del pobre agrimensor, tratando de llegar a él a toda costa y sin ninguna posibilidad de lograrlo.
Por el rabillo del ojo veía a otras personas, coches y otros vehículos, árboles, faroles, escaparates, niños que parecían ir al colegio, o salir de él, perros callejeros, un menesteroso en una esquina, un policía con su uniforme azul y su gorra de plato.
Lo veía todo como si fuera muy miope y no llevara puestas lentillas ni gafas. Debía padecer, además, algún tipo de daltonismo, porque el tono dominante era el gris ratón.
El anciano no perdía ripio, mientras que a mí me costaba muchísimo avanzar. Me pesaban las piernas, como si fueran de plomo. El viejecito se adentro súbitamente en una neblina tan espesa como la que los ingleses llaman “puré de guisantes”.
De pronto se cruzó en mi camino una señora madura, alta, quizás no distinguida, pero tampoco ordinaria. Tenía el pelo del mismo color del acero y los ojos entre azules y grises, fijos y tristes, insondables: los ojos de los que ya lo han visto todo. Vestía de gris y llevaba en los brazos algo parecido a un pequeño paquete.
Se acercó a mí y me pasó el fardo, nunca mejor empleada la expresión. ¡Contenía un niño recién nacido! Sobre su ropita de lana azul de bebé campeaban unos números en fúlgido escarlata. Lo estreché contra mí. La señora me dijo en voz baja:
- Ahí está. El nuevo. Va a ser muy bueno. Vívalo a conciencia.
- Pero, ¿durará?  Los mayas dijeron…
- ¡A los mayas que les den dos duros, o dos euros, ahora!
Un relámpago tiñó el cielo de azul por unos instantes. Acto seguido, todo se nubló, para despejarse enseguida. Me desperté. Me había quedado dormido en mi silla de lona verde de director de cine frente a una copia hecha por mi abuelo del famoso cuadro de la chica morena con el cántaro azul de Romero de Torres.
Me acordé inmediatamente de aquella obsesionante película que protagonizaron Edward G. Robinson y Joan Bennet y dirigió Fritz Lang en 1944, basada en la novela “Once off Guard” de S. W. Wallis, que todavía puede verse en cine clubs y en la televisión: “La mujer del cuadro” (“The woman in the window”).
El fatalista recorrido del infeliz protagonista llega a su término cuando se despierta cómodamente arrellanado en una butaca de un salón de su club, frente a un retrato de una bellísima mujer -como pintado por Winterhalter-, punto de partida del film, considerado como uno de los mejores de Lang.
Todo había sido un sueño.

©  José Luis Alvarez Fermosel