lunes, 2 de enero de 2012

El placer de la relectura


El placer de la relectura es tan intenso, o más que el de la lectura. Ya sabe uno lo que se trae entre manos. No le van a dar gato por liebre.
El libro nuevo, aunque conozcamos al autor y hayamos leído otros libros suyos que nos gustaron, puede jugarnos una mala partida.
De cualquier modo, nadie nos quitará la grata sensación de abrirlo –venciendo la ligera y amable resistencia de las hojas apretadas- y hojearlo, palparlo, sopesarlo, olerlo…
Quizás el libro no nos guste y nos enfademos con el autor, o con el traductor –si es un libro traducido-. Si es bueno lo leeremos con avidez, marcaremos los márgenes o escribiremos algo en ellos, buscaremos en el diccionario una palabra cuyo significado ignoramos, comprobaremos una fecha… y lo releeremos al cabo de algún tiempo, esta vez más morosamente.
Reelemos por el gusto de la repetición, por la alegría del reencuentro.
Releer desde otro ángulo, releer para verificar, releer porque ese es uno de nuestros derechos de lectores.

No eran manzanas…

Nuestros hijos nos pedían todas las noches el mismo cuento, antes de dormirse… ¡y con las mismas palabras! ¡Ay de nosotros si introducíamos alguna variante!
- Papá, anoche nos dijiste que Caperucita Roja llevaba en su cesta un pastel y una jarrita de miel, y hoy nos dices que llevaba manzanas: ¿en qué quedamos?
Nuestras relecturas de adultos tienen que ver con esa precisión, con ese sentido de la exactitud del niño que fuimos.
Uno debería pasarse el resto de su vida releyendo, saboreando el ritmo lento, incomparable, profundo de la relectura, dice el escritor chileno Jorge Edwards en una estupenda compilación de crónicas titulada “El whisky de los poetas”.
La relectura es una revisión de conceptos. A partir de ella empiezan a crearse tejidos de referencias, vínculos insospechados, comprobaciones evidentes, rectificaciones sorpresivas.

Las vacaciones

Las vacaciones son propicias a la relectura, así como a la lectura de obras universales que uno no haya leído, lo cual no es nada desdoroso. Nos pasa a todos.
Uno viene de la playa acalorado, con la arena pegada al cuerpo por la transpiración; se da una larga y reparadora ducha fría, apenas se viste con ropas ligeras y frescas y toma al azar un libro de la biblioteca de verano que tiene en la casa donde pasa las vacaciones. No lo ve, no se fija en la portada, y por tanto no sabe qué libro es, ni quién lo escribió. Lo abre por cualquier parte.
Por esas callejas debe internarse un hombre que no sea ruin, que tampoco sea anodino ni timorato… Un hombre de una pieza, corriente y al mismo tiempo excepcional
¡Chandler! ¡Es Raymond Chandler! Y ese hombre es, naturalmente, Phillip Marlowe. La novela es “El largo adiós”, la mejor de Chandler. Uno ya tiene la tarde, o una buena parte de ella, al menos, resuelta.
Uno ha leído la novela, y más de una vez. Pero no se acuerda de algunas cosas, y seguramente con esta relectura ve otras que no había visto antes, o se le ocurre algo que le sirve para un artículo, o descubre una nueva faceta del carácter del personaje central, o de otros, o del creador de todos ellos.
Ah, casi se me olvidaba decirlo, con lo importante que es. Cuando uno se apresta a releer es bueno cobijarse en un rincón tranquilo, arrellanarse en un  sillón cómodo e irse gratificando cada tanto con un trago de una bebida de cola o agua tónica apuntaladas por algún destilado noble. Como aditamento no vendrá mal un  Montecristo del número 4, que es un cigarro habano excelente.

El paje del Duque de Saboya

Nos entra una especie de frenesí y empezamos a revolver la biblioteca: La noticia de la pérdida de la batalla de San Quintín retumbó en toda Francia, y de modo especial en el palacio de San Germán. Nunca como entonces necesitó el condestable  de Montmorency, veterano caprichoso e ignorante, para no caer en desgracia, el incomprensible apoyo que cerca de Enrique II le prestaba el constante e inalterable favor de Diana de Poitiers. “El paje del Duque de Saboya”, de Alejandro Dumas”.
Como la influencia de los medios de comunicación masiva es enorme, siempre existe el peligro de que se los emplee como instrumentos para manipular a la gente. Además, aunque esa manipulación sea inconsciente, los medios de comunicación masiva contribuyen a formar la opinión pública y a orientarla en una u otra dirección (Ikeda). “Escoge la vida”, de Arnold J. Toynbee y Daisaku Ikeda.
Es menester insistir en que la impotencia exhibida a menudo por la élite intelectual contemporánea al afrontar la “cultura de masas”, no es un defecto intrínseco de la actividad humanística, sino de ciertos integrantes actuales de los círculos minoritarios. El humanismo no es un legado, sino un comportamiento dinámico: es y fue siempre una posición de compromiso y lucha que se ha caracterizado por la participación activa del intelectual en los problemas de su tiempo; así lo entendieron Sócrates cuando adoctrinaba a la juventud ateniense, Dante  cuando defendía el uso de la lengua vulgar, Erasmo cuando propiciaba  la educación universal o se internaba por los vericuetos del conflicto suscitado por la Reforma. Esas actitudes no deben olvidarse o escamotearse en la hora presente. “Arte, literatura y cultura popular”, de Jaime Rest. 
- ¿Cómo se atreve usted a presentarse sobre la cubierta de un buque de Su Majestad con un arenque en la mano?. “El perro diabólico”, del Capitán Marryat.

© José Luis Alvarez Fermosel

No hay comentarios: