jueves, 26 de enero de 2012

Melones

En los veranos de Buenos Aires, cuando paso por una frutería y veo melones, me acuerdo de los veranos madrileños de cuando yo era chico, calurosos hasta el extremo de que a 47 grados centígrados sobre cero, a la sombra, no se podían tocar las barandillas de los balcones ni las rejas de las puertas de los chalés, porque se quemaba uno la mano.
Entre junio y los primeros días de agosto, cuando hacía más calor, algún chusco cascaba un par de huevos, los tiraba al asfalto reblandecido de la calzada y los huevos se freían en un dos por tres. La foto salía siempre en los diarios.

Madrid tachonado de melones

Las calles del Madrid de los años posteriores a la posguerra, cuando habíamos sacado la panza de mal año, pero todavía no nadábamos en la abundancia, se tachonaban de melones en verano.
Es que campesinos de pueblos cercanos venían a la capital con camiones cargados de melones y los vendían en puestos en las calles de los barrios populares.   
Era común, tenía mucho de ritual y llegó a convertirse en un hábito comprar un melón en la calle y llevárselo a casa bajo el brazo para comérselo en familia.
El modesto melón de Villaconejos –un pueblo de la provincia de Madrid que produjo siempre los mejores- era un manjar, en comparación con las “gachas” –una especie de puré de harina de almortas (1)-, las lentejas cocidas en agua, sin más y el musgo que crece en los tejados después de la lluvia, en ensalada aliñada con vinagre, porque no había aceite.
Esas delikatessen eran el menú diario de mis padres y abuelos en aquellos años terribles de la posguerra, según me contaron en varias ocasiones, mientras yo merendaba pan con mantequilla de Soria y café con leche condensada, muchos años después.
También me dijeron que los niños se subían a las copas de las acacias y se comían sus flores blancas, arracimadas. Las llamaban “pan y quesillo”, quizás porque se hacían la ilusión de que sabían a pan y queso. 

Las aguadoras de la Puerta del Sol

Los melones en las calles eran tan típicos en los veranos madrileños como las aguadoras de la Puerta del Sol, que te vendían un trago de agua fría que bebías a chorro de un botijo de barro blanco, o rojo, por unas monedas. Jamás hubiéramos imaginado entonces que algunos años después beberíamos agua mineral  Perrier en los cafés de París.
De los melones surcados por líneas más claras que la cáscara verde oscuro se decía que estaban “escritos”. A los redondos y amarillos colgados en las fruterías, que duraban todo el año, se los llamaba “de cuelga”. Eran bastante insípidos.
El melón ya se había aliado con el jamón serrano y se servía como primer plato en los comedores de los hoteles de lujo, en los restaurantes de cinco tenedores y en las casa de familias acomodadas. Lo más caro era el jamón, claro está.

EL melón en la historia

Javier Tomeo nos recuerda en su libro Los reyes del huerto que el melón es el fruto de una planta herbácea anual, de la familia de las cucurbitáceas, a la que pertenecen miembros tan distinguidos como la sandía, la calabaza y el pepino. Procede de Asia y, como atestigua la Biblia, ya se cultivaba en el Egipto de los faraones. Los romano los trajeron a Europa.
Los melones ocupan un lugar en la historia. El rey Maximiliano, padre de Felipe el Hermoso y, por tanto, suegro de Juana la Loca, se atiborró de ellos después de una partida de caza, mientras sudaba profusamente, y murió de una indigestión.
Los mejores melones –como dije- son los de Villaconejos, un simpático pueblecito situado a 57 kilómetros de Madrid.  
En Villaconejos hay un Museo del Melón, único en su género en el mundo, que muestra aperos de labranza utilizados desde siglos pasados hasta nuestros días y objetos del mundo y la vida de los meloneros, o cultivadores de melones.

La Bomba

Yo confundía siempre Villaconejos con Valdeconejos, un barrio cerca del mío y más allá de Peña Grande, donde estaba la Venta de la Peque, en la que  había juerga hasta la madrugada, se bebía jerez fino La Ina y whisky y se comía conejo al ajillo. Por ahí cerca debía estar también el Hotel del Negro, del que los mayores hablaban en voz baja cuando había niños alrededor.
Más cerca estaba, y era menos sicalíptico, el barrio de La Bomba, donde había un mercado al que solía llevarme mi madre cuando iba a hacer las compras. En las mañanas de verano olía a albahaca y a unas peras pequeñas que se llamaban peritas de San Juan, y eran muy duras.
En ese barrio, seguramente, cayó una bomba durante la guerra, de ahí el nombre.

(1) Chícharo, guija, pito, diente de muerto, tito… Especie perteneciente a la familia de las leguminosas (fabáceas), conocida en el ámbito mediterráneo y también en Asia y Africa.

© José Luis Alvarez Fermosel

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