miércoles, 31 de octubre de 2012

¿Qué vino, qué verdad?



En el vino, la verdad. Sí, pero ¿qué vino?
¿Los varietales –hechos de un solo tipo de uva- tan exportables, tan redituables? ¿El mítico, ya más que emblemático Malbec, que está en todos los supermercados, vinerías, vinotecas, restaurantes y bodegas privadas?
Es claro, no puede desaprovecharse la inmensa cantidad de hectáreas que tiene Argentina para el cultivo de la uva Malbec. Hay que elaborar el vino y sacarlo cuanto antes de los tanques para venderlo “intra muros” y “extra muros” del país. La publicidad abierta y encubierta que se hace del Malbec es colosal. Como que nos lo han metido en el cerebro.
Hace algunos años, el periodista especializado en gastronomía Dereck Foster, columnista de “The Buenos Aires Herald”, dijo un día en una fiesta: “Se viene el Malbec, ¿no?”
Se vino el Malbec; es más, se puso de moda y, por si fuera poco, a la moda le siguió inmediatamente el “marketing”, lo cual subió las ventas a la estratosfera.
¿Estará la verdad en el Malbec y otros muchos vinos que antes eran rojos y ahora son negros como la tinta y dejan la copa manchada de violeta? ¿O en los que ciertos catadores aseguran que tienen aroma de caléndula, resina, creosota, regaliz, anacardos, ipecacuana, alcachofa quemada, cuero encerado…?
¿Estará la verdad en los vinos cuyos precios oscilan en las cartas de los restaurantes entre los 1000 y los 5000 pesos la botella?
Los supermercados –por lo menos los de barrio- no suelen vender vinos de más de 700 pesos la botella. Un día me lo explicó una boliviana: “¡Nos daría vergüenza! Además, ¿quién compra vino a ese precio?”
Los vinos de la bodega López fueron siempre muy buenos, al menos para mí. Desde el Chateau Montchenot hasta el entrañable Vasco Viejo, que hasta que le cambien el color seguirá siendo uno de los vinos baratos que conserven cierta dignidad. Se ve mucho ahora, y no sólo en los bodegones.
Es el vino que más pide la gente no perteneciente a la paquetería “cool” ni al tilingaje ilustrado y que tiene la billetera más fláccida.
¡Ah, pero el Malbec…!

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

Del autor:

lunes, 29 de octubre de 2012

Nos pasa a todos

domingo, 28 de octubre de 2012

El canto de amor indio "Siboney"



El insigne músico cubano Ernesto Lecuona compuso uno de los más bellos cantos de amor, Siboney, en recuerdo del indio caribeño de ese nombre, el que inventó el fumar aspirando el humo del tabaco encendido por dos horquillas de caña que se introducía en los orificios nasales: el indio más antiguo, puesto que fue el que recibió a Colón.
Siboney es la pieza de música cubana más tocada en todas partes, incluyendo el cine de Fellini: ver y oir Amarcord. El músico español Teté Montoliú interpretó en su piano una versión de Siboney que es una subversión por ser su instrumento un piano de jazz, recordó el gran escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres) en un ensayo sobre Ernesto Lecuona publicado en Babelia, el suplemento de cultura del diario El País de Madrid.
Considerado como el más eximio cultor de la zarzuela cubana, Ernesto Lecuona fue también autor de canciones y danzas universalmente difundidas y aplaudidas: como Damisela encantadora, Siempre tú en mi corazón, María la O, Noche azul y Para Vigo me voy; en ésta última prevalece la alegría del emigrante gallego que retorna a su patria chica, pidiéndole a su negra amante caribeña que le diga adiós; ella vivirá desde entonces sin amor y con tristeza en el rudo maniguay.
El magnífico barítono dominicano Eduardo Brito cambió manigüal por maniguay, y así quedó para siempre.
Fundador de la Orquesta de La Habana. Lecuona daba conciertos de piano a los cinco años. A partir de los 22 hizo presentaciones en Nueva York, España y Francia. Compuso la Suite Española y Andalucía, a la que pertenecen las canciones Canto Carabalí, La Comparsa y Malagueña.

Grace Moore

Siboney fue el “trademark” de Ernesto Lecuona. Yo escuché la canción por primera vez, de niño, en la hermosísima voz de Grace Moore –no era ella menos hermosa-, en la película estadounidense “When you´re in love”, que significa Cuando te enamoras. En España se dio, muchos años después de estrenada en Hollywood, con el título de Romanza de amor. Yo la ví en el cine Colón de Madrid, por más señas, con mi amigo Diego Díaz Herrero. Los dos integrábamos el equipo de boxeadores que comandaba Juanito Moreno en el gimnasio Juventud.
Grace Moore fue la gran soprano de las comedias musicales de Broadway. Cantó en el Metropolitan Opera House de Nueva York. Fue candidata al Oscar como mejor actriz en 1934 por su trabajo en “One night of love”, Una noche de amor en español.
Se mató (como la actriz de su misma nacionalidad Carole Lombard) en un accidente aéreo, al estrellarse en Copenhague, en 1947, el avión en el que volaba durante una gira de conciertos por toda Europa. Dejó escrita una autobiografía: Sólo se es humano una vez (1944). Kathryn Grayson la personificó en el film Esto es amor (1953.)
Eduardo Brito también hizo una estupenda creación de Siboney.

© José Luis Alvarez Fermosel

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jueves, 25 de octubre de 2012

Instantánea



La pareja es de una distinción verdaderamente notable. Hacía tiempo que no se veía a nadie parecido, en ningún sitio. Nada tan opuesto al esnobismo, la cursilería y el tilingaje dominantes.
Los dos son muy mayores. Ella viste un traje negro de corte impecable, con botones que parecen hechos de tagua (1). Un reloj sencillo pero caro. Puede ser un Zenith. Unas pulseras de plata muy originales.
El lleva una chaqueta de género a cuadros Ghen Urquhart en tonos verdes y azules, tan inglesa que podía haber sido comprada en Savile Row (2); la camisa es de un delicado color verde agua y el pantalón más oscuro; desde donde estoy yo no puedo ver los zapatos de ninguno de los dos, pero seguramente están acordes con las respectivas “tenues”. Prendas caras, exclusivas, magníficamente llevadas.
Los dos fueron rubios de jóvenes, se nota enseguida. Ella lleva ahora el pelo teñido del mismo color, o parecido al de su juventud. El luce airosamente su pelo blanco, todavía abundante, más bien corto. Los dos tienen los ojos muy claros.
Han pedido café. El se lleva la taza a la boca con mucha lentitud. Ella está muy pendiente de él, de todos los detalles.
¿Cuántos años llevarán juntos? ¿Cuál será su nacionalidad? No hablan, así que no se sabe cuál es su lengua materna. Tienen un aspecto más sajón que latino, pero eso no quiere decir nada. Pueden ser argentinos. En Argentina hay gente distinguida.
No parecen turistas –o en todo caso viajeros, que no es lo mismo-; se mueven al ralenti con la soltura que tiene en todas partes la gente de mundo. Callados, integrados al ambiente del pequeño café del centro de la ciudad, que vende alfajores en bolsas amarillas.
Terminan sus cafés. Paga ella. El está ensimismado, ausente. Se levanta con parsimonia y se dirige hacia la salida. Se inclina ligeramente y deja que ella salga primero. Veo por la ventana que él anda muy despacio. Quizás haya estado enfermo, o lo esté, ojalá que no.
El café se queda sin gracia, sin nadie con estilo. Las voces, el ruido. La gente compra alfajores en el mostrador.

(1) Madera procedente de árboles de ciertas selvas tropicales y en particular de Panamá. Es tan dura y tan resistente que se utiliza, en vez del marfil, para hacer piezas de ajedrez. Se usó también para confeccionar botones de trajes de alta costura.
(2) Centro de la moda masculina británica e internacional en Mayfair, Londres.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 22 de octubre de 2012

Nos puede pasar a todos



El hombre alto y robusto –pesaría unos 100 kilos- dijo con un vozarrón tan áspero que hubiera podido encenderse en él un fósforo:
-Y así es la política, m’hijo.
El interlocutor del hombre alto, bastante más joven, también alto pero menos metido en carnes, escuchaba atentamente.
Ambos hombres salían de una cafetería muy conocida que está casi enfrente de uno de los costados del Parlamento.
Después de charlar unos minutos se despidieron y cada uno se fue por su lado.
El joven entró en un coche estacionado en las inmediaciones, lo puso en marcha y partió.
El hombre alto y corpulento tiró calle adelante.
Tenía una cara grande, de rasgos regulares y mandíbula prominente. Llevaba un traje de sarga azul, camisa a rayas, una corbata con cerditos color rosa apiñados, zapatos negros.
Procuraba darle trapío a sus andares y elasticidad a su cuello, como el marinero de segunda Gervasio Lastra de la novela de Miguel Delibes.

Autoridad

El pelo sospechosamente negro, las cejas canosas, los ojos pequeños, de mirada lerda y maliciosa, grandes manos de boxeador de taberna, o de estrangulador de sueños, los pies planos…
Se veía que era un hombre autoritario, es decir, un ser que cuando tropieza con una dificultad, o sucede algo inesperado, grita pidiendo el auxilio de alguien.
La tarde se había encrespado. Una ráfaga de viento levantó papeles y otros residuos. Volaban las palomas en bandada.
El hombretón caminaba con el porte seguro y disciplinado de un líder político. Sus manos colgaban a los costados, ligeramente contraídas, pero después las cruzaba tras la fornida espalda con afectada compostura. Es la actitud de quien pasa revista a una guardia de honor o afronta con dignidad una algarada bajo las ventanas de su despacho.

Poder

Tenía poder, influencia, dinero. No había más que verle. Se sentía diferente, superior, mejor que nadie.
“Esa vieja costumbre de ganar…”: eslógan de cronista de fútbol mediocre.
Nada pudo impedir que una paloma le cagara encima. Una buena cagada que se depositó en un hombro, extendiéndose a parte del cuello de la camisa.
El no se dio cuenta y siguió caminando a buen paso las pocas cuadras que debían quedar para que llegara a su destino.
Allá iba el preboste con su aire triunfal y visibles algunos atributos de su poderío y su importancia: ropas caras, reloj Rolex, un BlackBerry que le abultaba en un bolsillo de la chaqueta…
Y la cagada de la paloma: una plasta amarillenta como de huevo roto en el hombro del traje y parte del cuello de la camisa.
Hay cosas que no pueden evitarse.

© José Luis Alvarez Fermosel

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domingo, 21 de octubre de 2012

Día de la madre



Feliz día a todas las abnegadas, sacrificadas, maravillosas y queridas madres, a quienes además de la vida –como se dice siempre- les debemos tantas cosas que nunca podremos retribuirles ni material ni espiritualmente. Homenajéenlas quienes tienen las suerte de tenerlas aún. Quienes las perdimos seguimos amándolas en el recuerdo.
Esta felicitación es aplicable también, como no podía ser de otra manera, a las madres adoptivas, bien llamadas madres de crianza o madres del corazón y a las tantas veces mal llamadas madrastras.
Se lo merecen todo.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 16 de octubre de 2012

Una firma sin carta



Esto de mandar al prójimo cartas anónimas -para insultarle, naturalmente-, tiene su miga; en realidad, quise decir su mala leche, y cuando dije cartas estaba pensando en las de antes, en las que se escribían con pluma estilográfica y en papel, que en el caso de algunas personas distinguidas era timbrado, es decir, que llevaba impreso en el angulo superior izquierdo, un poco más abajo, el nombre y apellidos del usuario, por lo general en letra inglesa. El papel y el sobre, ni que decir tiene, eran de muy buena calidad.
Insultar anónimamente al prójimo por correo electrónico no es común, porque el remitente podría ser descubierto, lo cual le atemorizaría. Los que mandan anónimos son siempre cobardes y procuran por todos los medios que no se los descubra, por si hay hostias.
Todo esto para terminar contando la anécdota de Bernard Shaw, que recibió un día una carta: un papel escrito a mano, metido en un sobre y pegado a éste, sobre la dirección del destinatario, uno o varios sellos de correos. Creo que ya hemos descrito con lujo de detalles lo que en tiempos remotos se llamaba carta, epistola, misiva o esquela.
La carta contenía una sola palabra: “¡Imbécil!”. Nada más, ni encabezamiento, ni texto, ni mucho menos firma, pues que era un anónimo.
El gran escritor irlandés, uno de los dramaturgos más sobresalientes de su época, magnífico ensayista, premio Nobel de literatura en 1925 y hombre ingenioso y con sentido del humor, dijo al abrir el sobre y leer la única palabra que contenía la supuesta misiva: “He recibido muchas cartas sin firma, pero ésta es la primera vez que recibo una firma sin carta.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 13 de octubre de 2012

"Casablanca", según pasan los años



Otra vez “Casablanca” en las pantallas de cine. Un clásico que nunca dejará de serlo. Veremos qué aceptación tiene entre los más jóvenes.
Pocas películas fueron tan vistas y tan aclamadas desde su estreno en el teatro Hollywood de Nueva York, el 16 de noviembre de 1942.
¿Por qué su encanto perduró, resistiendo el paso de las décadas, hasta convertirse en mito?
No faltan las respuestas, entre ellas la que se apoya en el carisma intemporal del filme, el guión, hecho a saltos de cigarra pero que al final resultó, el estupendo reparto y el mensaje cargado de emoción, capaz de conmover al público de cualquier época.
La vimos por primera vez –de chicos- en el cine Cristal de Madrid, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, muchos años después de su estreno. Y desde entonces no hemos dejado de verla, pues se reestrena cada tanto. Además, la tenemos en DVD, naturalmente. La veremos por enésima vez ahora, que acaban de reponerla.
Todos guardamos los datos en nuestros archivos y nuestras memorias. Recordemos algunos, sin embargo.
La película –ganadora de tres Oscar- fue producida por la Warner Bros. Su productor ejecutivo fue Hale Wallis, la dirigió Michel Curtiz, un húngaro emigrado que se llamaba en realidad Mijail Kertes, el guión se debió a Julius J. y Phillip G. Epstein y Howard Koch, la música a Max Steiner y la fotografía a Arthur Edeson. Dooley Wilson cantaba “Según pasan los años”, esa inolvidable melodía que hoy parece insustituible. El narrador fue Lou Marcello y la cinta, como se decía entonces, dura 102 minutos.
El reparto merece párrafo aparte. Los protagonistas fueron Ingrid Bergman, en el apogeo de su primera etapa americana, después de sus triunfos en Europa, y Humphrey Bogart, el duro “Bogey”, que sigue vivo, mas no como un frío ejercicio para memoriosos, sino como la imagen obsesiva de la hombría, que no tiene, por cierto, una repercusión pasajera.     
Bogart no fue sólo un astro, sino un  hombre valiente, un tipo singular que vivió y murió con arreglo a sus propios códigos. “Era un héroe de Hemingway en carne viva”. La definición de Joe Hymas, uno de sus mejores biógrafos, es exacta. “Bogey” conformó un modelo de hombre cuya cualidad más definida fue tal vez la lucidez, sublimada hasta la amargura.
Volviendo al “casting”, no podemos dejarnos en el tintero los nombres de Paul Henreid, Claude Rains, Conrad Veidt, Peter Lorre y Sidney Greenstreet. Casi todos ellos trabajaron después con Humphrey Bogart en otras películas que pasaron sin pena ni gloria.

Nadie dice “Play it again, Sam”

“Casablanca” es una película demasiado mítica -pero a lo grande- como para añadirle pequeños mitos de andar por casa, o topicazos. No se dice, nadie dice en ningún momento “Play it again, Sam”, como se ha repetido recalcitrantemente.
Cuando Rick se dirige al pianista (Dooley Wilson) para pedirle que interprete otra vez la canción “As time goes bay”, le dice textualmente: “Play it!”, “¡Tócala!”. Y añade: “La tocaste para ella, puedes tocarla para mí”.
No podía faltar la anécdota, hablando de Bogart y de “Casablanca”. Hace muchos años, en un almuerzo de periodistas largo y bien regado a alguien se le ocurrió fundar el Club Amigos de Humphrey Bogart, un pretexto -¡cómo si lo necesitáramos!- para reunirnos de vez en cuando a tomar unos whiskies y hablar de cine.
La idea prosperó después de la comida, lo cual no suele ocurrir, y nos reunimos algunas veces más, e incluso recaudamos entre todos un dinerín que le dimos a uno de los futuros miembros del futuro club para que comprara, o alquilara viejas películas de Bogart y alguna otra cosa. Desapareció con el dinero y no lo vimos más, ni a él ni al dinero, claro. Así que el club se cerró antes de abrirse.
En fin, que me parece que he escrito algo que todo el mundo sabe, porque todo el mundo vio  “Casablanca”, así como todo el mundo iba al “Café Americain” de Rick.
Quizás quede alguno de los más jóvenes que no la haya visto aún y aproveche ahora que la dan de nuevo para verla y para entender que, como dijo Jorge Auditore, las  alternativas de su filmación y el surgimiento de la idea -¡ni qué hablar de la elección de los actores!-,  constituyen, en sí mismas, una historia tan fascinante como la de sus personajes: seres entrañables que se mueven entre el amor y la lealtad.

© José Luis Alvarez Fermosel

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lunes, 8 de octubre de 2012

Chabrier, apóstol de la naturalidad




Quizás Emmanuel Chabrier sea más conocido por su rapsodia España, todo brillo y vivacidad –que conduce directamente a Ravel- que por sus óperas y su música para orquesta, piano y de cámara.
Escribió una serie de canciones sobre animales: Las cigarras, Balada de los perros gordos, Pastoral de los cerdos rosados y Villanueva de los patitos. Todas influyeron en Ravel y Satie.
Es cierto que admiraba a Wagner. Inspirado por el concepto del drama escénico del influyente músico alemán, escribió su ópera Gwendoline. Pero aunque sufrió el peso del coloso de Leipzig, evitó la influencia de la música germana e hizo suya la declaración de Debussy: “Musicien français”.
Surgió como compositor a finales de 1870. Si bien mostró siempre, no ya afición, sino talento para la música, su padre se empeñó en que estudiara abogacía. Al fin lo consiguió y Chabrier obtuvo su título de licenciado en Derecho en 1862.
Durante los 18 años siguientes trabajó en el Ministerio del Interior, lo cual no le impidió vivir a pleno el ambiente artístico y bohemio de París.

Amigo de Verlaine y Manet

Fue amigo de Verlaine y Manet. Compró cuadros a varios pintores impresionistas y reunió una colección de obras de Monet, Fantin Latour, Renoir, Sisles y otros, rematada en 1896, dos años después de su muerte. ¡Qué fabulosa cantidad de dinero se habría obtenido hoy con esa venta!
En 1877 se conoció su opereta L’Etoile y en 1879 Une éducation manquée, de un acto. Ambas obras tienen mucho que ver con la vena cómica de Offenbach.
En 1880 Chabrier renunció al ministerio y se dedicó por entero a componer. Aparecieron en rápida sucesión varias obras notables para piano, denominadas en su conjunto Dix pièces pittoresques, la rapsodia España, la ópera Gwendoline y la ópera cómica Le roi malgré lui.
Al final de la década sufrió un colapso mental y no pudo seguir componiendo. Murió en París en 1894.
Una de las novedades que Chabrier incorporó a la música fue la idea de que el aprovechamiento de lo trivial puede constituir un derecho. Ya en L’Etoile  se distancia del tipo de opereta de Offenbach para crear un refinamiento que imprime a la obra algo del “music hall”, del mismo circo, con armonías en un estilo de los “blues” que podría haber compuesto Gershwin.

El grupo de Los Seis

Hay algo en la música de Chabrier que resiste el paso del tiempo y llega a Satie y el grupo de músicos franceses de los años 20 conocido como Les Six. Chabrier, y no Satie es el padre espiritual de Los Seis.
Los Seis, que en realidad eran siete, fueron Georges Auric, Louis Durey, Arthur Honegger, Darius Milhaud, Francis Poulenc, Germaine Tailleferre única mujer del grupo-, Jean Cocteau –el único no músico, director- y Erik Satie, que abandonó Los Seis en 1918.
Le roi malgré lui y la rapsodia para orquesta España fueron las obras maestras de Chabrier, alegres, refinadas, brillantes. Muchos compositores anteriores pudieron ser alegres y divertidos, pero él fue el primero que elevó el concepto de diversión al nivel de estética.
Chabrier fue el apóstol de la naturalidad, de lo breve y elegante trabajado con maestría de orfebre.

© José Luis Alvarez Fermosel

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viernes, 5 de octubre de 2012

Lloran las baldosas de las calles de Buenos Aires



Iba yo de noche, caminando por una calle del microcentro de Buenos Aires bastante solitaria –una imprudencia, ya lo sé-. De pronto, creí escuchar un gemido.
Volvi la cabeza, pero no había nadie detrás de mí. Como iba un poco meditabundo –lo cual no es bueno para andar por las calles rotas de la capital del Plata-, salí de mi abstracción y eché una mirada en derredor. Estaba casi solo. Una muchacha alta y rubia, con el pelo muy largo, pasó como una centella por mi lado y se distanció de mí en unos segundos. Un señor estacionaba un coche.
El gemido, seguido de otros, se repitió y al mismo tiempo sentí algo así como una ligera vibración bajo las plantas de los  pies. Bajé la cabeza y noté que una de las baldosas del pavimento –todas estaban rotas, naturalmente- se movía. Me puse inmediatamente a cubierto, “cela va sans dire”, apoyándome en un árbol y creí escuchar una conversación en voz muy baja, casi inaudible.
Me agaché hasta el suelo y descubrí, espeluznado, que las baldosas…¡estaban hablando! Y lo más portentoso, ¡algunas lloraban!
-¡Vea, señor, qué mal estamos! -dijo una, partida en cuatro.
Otra, descolorida y cuarteada, sollozaba en silencio.
Un poco más allá, otra elevó la voz para decir:
-Es una vergüenza como están las calles de Buenos Aires, sobre todo en el centro y el microcentro. No hay una de nosotros que esté sana, yo no sé como no se cae más gente, al tropezar con lo que pueden considerarse como nuestros restos y se rompe la crisma.
Las calles de Buenos Aires, casi desde que se empedraron, se hallan en un estado desastroso.

Incomprensible

Muchos vecinos arreglaron sus veredas por su cuenta. Pero es incomprensible que en tantos años, con lo que se ha construído –ya se levantan pisos y restaurantes incluso en las llamadas “villas de emergencias”- las autoridades edilicias no hayan arreglado las aceras ni la calzada, ésta última llena de baches.
Aquí no se piensa mucho en los turistas, que constituyen una considerable fuente de ingreso de divisas. Si uno se cae y se rompe una pierna no va a volver. Y lo que es peor, va a decir a los demás que no vengan.
Los españoles les debemos mucho a los turistas, que no dejan de visitarnos en oleadas desde que el país comenzó a recomponerse, despues de la guerra. Vaya uno a saber si podrán salvarnos otra vez, con lo mal que nos han puesto ahora las cosas los bancos, los magnates, los especuladores y el gobierno, que le saca los cuartos a los trabajadores y no le pide ni un céntimo a los millonarios.
Acongojado, y después de tratar de consolar a las pobres baldosas, me fui a mi casa, no sin antes reconfortarme en un bar con un par de whiskies.
A la mañana siguiente me pareció que mi diálogo con las pobres losas quebradas y sucias de las calles había sido un sueño. ¡Hombre, las piedras no hablan!
Salí a la calle y, efectivamente, las aceras y la calzada estaban en un estado calamitoso.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 2 de octubre de 2012

¡Guineas, guineas, guineas...!


 
¡Eramos quince sobre el cofre del muerto,
Yo, ja, ja, ja,
y la botella de ron…
(“La isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson)

Se pasó recientemente por la televisión –no recuerdo el canal, ni hace al caso- una miniserie sobre la inolvidable novela “La isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson.
Uno de sus pocos méritos, en nuestra opinión, fue el seguimiento más o menos  fiel de la línea argumental de la novela.
Se nos vendió en la publicidad inicial que Donald Sutherland iba a ser el protagonista, o a interpretar por lo menos un papel destacado en la miniserie y luego resultó que apareció apenas un minuto al final. “Donde no hay publicidad resplandece la verdad”, decía la revista de humor española “La Codorniz”, y esto lo recuerdo yo, que fui “copy writer”, o redactor publictario.
Como era de esperar después de haber visto la serie, releímos “La isla del tesoro”, una de las novelas de aventuras que más nos gustó en nuestra niñez y nuestra adolescencia.
Muchos pensarán: ¡Qué cosa…!, ¿no? ¡Releer “La isla del tesoro”!
Reconocemos que nunca pudimos pasar de las primeras páginas de “Finnegans wake”, de James Joyce y que el “Ulises” del mismo autor –que sí leímos, por fin-, no fue nunca uno de nuestros libros de cabecera.
Tampoco es que haya que leer sólo novelas de aventuras, o sólo novelas difíciles. Los clásicos son los clásicos. Clásico es Joyce y clásico es Julio Verne, cuya “Isla misteriosa” sigue interesándonos cada vez que nos adentramos de nuevo en sus enigmas. Es más, cada vez le descubrimos nuevos valores, no sólo literarios.
(Uno de los náufragos era periodista –un atractivo más para nosotros-: el corresponsal Gedeón Spilett, que combatía por el Norte, o la Unión, en la guerra estadounidense de Secesión (1861 -1865) y la cubría para el “New York Herald”, manejando tan bien el revólver como la pluma).

El género de aventuras

Tanto valen los géneros de aventuras, el policial o el de ciencia ficción como cualquier otro. Reflexiona sobre la llamada “novela negra” el pensador y polígrafo español Fernando Savater en su ensayo “Novela detectivesca y conciencia moral”:
Una de las supersticiones literarias que más deploro de esta época no precisamente exenta de ellas es la de que la “novela negra” supone un avance a la par literario y ético-político sobre la narración clásica de detectives de estilo inglés”.
En el género de aventuras se destacaron Stevenson y Verne, así como otros muchos autores de todas las nacionalidades
Stevenson nació en la ciudad escocesa de Edimburgo y murió en Samoa, en la Polinesia, en 1894, a la temprana edad de 44 años, a causa de una tuberculosis que padeció desde niño. Los isleños le llamaban en su lengua “contador de historias”.
Quizás “El extraño caso del doctor Jeckyll y Mister Hide”, “Secuestrado” y “Flecha negra” hayan sido, junto con “La isla del tesoro”, las más afamadas obras de Stevenson.
Recordemos que publicó primero “La isla del tesoro” por entregas en la revista infantil inglesa “Young Falks”, entre 1881 y 1882, firmándola con el seudónimo de Capitán George North. Apareció como libro, cuando su autor tenía 30 años, en 1883.

Soñador de argumentos

Stevenson admitió siempre que los argumentos de muchos de sus relatos procedían de sus sueños. Incluso alegó que podía soñar a voluntad esos argumentos. Al principio de su carrera escribió un cuento acerca de la doble personalidad –una buena y otra mala- de un individuo con el título “El compañero de viaje”. El cuento fue rechazado sumariamente por un editor para quien la idea era ingeniosa, pero el argumento resultaba muy flojo.
Frustrado por su incapacidad para mejorar el relato, Stevenson se fue a dormir  y soñó lo que se transformó en “El extraño caso del doctor Jeckyll y mister Hide”, que trata sobre fenómenos de la personalidad escindida y puede ser leída como novela psicológica de horror.
Stevenson cultivó también el ensayo breve pero decisivo en lo que se refiere a la estructura de la moderna novela de peripecias.
Su popularidad se basó casi por entero en las emocionantes tramas de sus relatos fantásticos y de aventuras. Varias de sus obras siguen estando de actualidad y algunas fueron llevadas al cine en el siglo XX.
Fue uno de los 26 escritores más traducidos del mundo
El pintor estadounidense John Singer Sargent pintó tres retratos de Stevenson. El segundo de ellos, “Retrato de Robert Louis Stevenson y su esposa” (1885) -que ilustra estas líneas- es uno de los más conocidos. Fue vendido en 2004 por ocho millones de dólares a un casino de Las Vegas.
Cantor del coraje y la alegría, dejó una vasta obra llena de encanto, con títulos inolvidables.

© José Luis Alvarez Fermosel 

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John Singer Sargent