viernes, 30 de diciembre de 2011

jueves, 29 de diciembre de 2011

En verano nieva en Buenos Aires


Es una nevada, por llamarla de alguna manera, de papeles blancos, rotos, que cae todos los 29 ó 30 de diciembre sobre la ciudad con un cierto aire acerbo, procedente de los pisos altos de los edificios de oficinas, donde ya se cierran las puertas hasta el año que viene.
Pasadas las primeras fiestas, la Nochebuena y la Navidad y de cara ya al Año Nuevo, el 28 de diciembre, Día de los Inocentes, ya no se celebra como antes, gastando bromas a tutiplén. Pero la costumbre de rasgar papeles blancos y tirarlos por las ventanas veinticuatro horas después permanece inmutable, uno no sabe desde cuándo ni por qué.
Papeles de tacos de calendarios que de pronto se han hecho inútiles, de balances contables ya igualmente inservibles, páginas de agendas del año al que le falta muy poco por fenecer, contratos que no llegaron a violarse, las hojas de las impresoras de las computadoras, todo o una buena parte de todo lo que sea de papel blanco, impreso o no, desciende agitado por el viento sobre las calles rotas de la City porteña, esas 40 manzanas que rodean la Casa Rosada (Palacio de Gobierno).
En los barrios, la nevada es menos espesa. Gente tranquila permanece en sus casas, viendo la televisión, sudando a mares si no tiene acondicionador de aire, pues el verano porteño es terrorífico: mucho calor, elevado índice de humedad y baja presión atmosférica.
Un día, ya no recuerdo de qué año, fui a ver a un amigo a su oficina por estas fechas, apenas iniciada la tarde, que es cuando comienza la nevada. Vi a muchos empleados rompiendo papeles blancos. Reían y se gastaban bromas entre ellos. Cuando tenían una cantidad interesante de papeles los arrojaban por la ventana. Algunos no parecían alegres. Daban la impresión de estar expiando sus culpas oficinescas del año mediante un raro rito blanco lanzado al aire.
A mi me da cierta impresión la nevada de papeles de los fines de año en Buenos Aires. Los papeles me parecen mariposas extraterrestres o retazos de telas que no se unirán para tejer un vestido de novia.
Pero quizás cada papelito de esos tenga una felicitación de Año Nuevo escrita en tinta invisible.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 24 de diciembre de 2011

Las Navidades españolas

Me dice un amigo argentino el día de Nochebuena:
- Yo no sé como no reventamos nosotros comiendo en estos días las cosas que comemos, tan indigestas algunas como lechón asado frío, ¡a veces a 30 grados de temperatura sobre cero! Vosotros lo coméis en España a varios grados bajo cero, nevando y el cerdo ardiendo, recién salido del horno, como es lógico.
Corrijo amablemente a mi amigo, diciéndole que el cochinillo al horno no forma parte del menú navideño español, que con las variantes lógicas, marcadas por los diferentes gustos –de los nativos y de los inmigrantes-, se compone básicamente, o se componía de fiambres, sopa de almendras, besugo al horno, lombarda o repollo colorado, pavo, o pollo, o pato a la naranja o carne rellena, quesos y los consabidos turrones, el duro, el blando y el mazapán de Toledo hecho a base de almendras.
Tampoco falta el “cascajo”, es decir, las nueces, las almendras, las avellanas, los pistachos, los piñones, las frutas secas. El pan dulce vino después, de Italia.
Se bebe vino blanco, tinto y cava, que es como hay que llamar al champán en España desde hace ya varios años por eso de las denominaciones de origen. Con el café, licores fuertes, especialmente coñac y anís.

Batiburrillo

Al menos, ese era el menú clásico de mis años juveniles. Mis hijos, que viven en Madrid desde hace tiempo, me dicen que ahora cada uno come lo que le parece en las fiestas de Navidad, y que ya casi no existe el tipismo gastronómico que caracterizaba estas fechas.
Además, influye la posición económica de los comensales. De modo que en unas mesas reina, y no está mal empleado el verbo, creo yo, el faisán -ave digna de reyes que cazan aristócratas con escopetas inglesas-, el ciervo y otras carnes de caza, los mariscos más exquisitos y, naturalmente, el caviar y en otras el popular chorizo de cantimpalo, la tortilla de patata y el rabo de res al vino tinto, lo cual no es ninguna tontería.
Otros bolsillos apenas tienen acceso a algún fiambre y un guiso. Pero pobres y ricos, eso si, cueste lo que cueste, no prescinden  del turrón.
Suenan los villancicos, y las canciones de Navidad estadounidenses, sobre todo “Blanca Navidad” en la voz del insípido Bing Crosby, que canta también otra –o a lo mejor es la misma-  que dice que  tenemos que nevar: “Let’s snow, let’s snow, let’s snow…”

El pesebre

En todas las casas, y también de acuerdo con las posibilidades económicas, se armaba el nacimiento -que en Latinoamérica se llama pesebre-, con las figuras del niño Jesús, la Vírgen, San José, los tres Reyes Magos que venían de Oriente con regalos valiosos para el niño Dios, como oro, incienso y mirra, pastores, ovejas, caballos…
El árbol de Navidad, Papa Noel o Santa Claus -que es lo mismo, o el mismo-, por la influencia de las películas norteamericanas sustituyó al nacimiento, o pesebre; y fueron enredándose cultos, leyendas, tradiciones y mitos de varios países y culturas.
De modo que si besabas a la chica de la que estabas enamorado bajo la corona de muérdago –la planta sagrada de los antiguos druidas- clavada en una pared, o en una puerta te casabas con ella, o sí o sí. A mí no me resultó, pero di unos cuantos besos.
Otro atractivo de estas fiestas eran las vacaciones de invierno, y la nieve que alfombraba de blanco el jardín. El frío helaba el agua de la fuente y convertía su chorro en carámbano.
Las familias muy católicas iban a la Misa del Gallo, a las doce de la noche del 24 de diciembre. Cuando regresaban, ateridas, le daban al brandy que era un contento
Los chicos pedían unas monedas, a las que llamaban aguinaldo.
Algo más que monedas daba el premio Gordo del Sorteo Extraordinario de la Lotería de Navidad. Este año salió en Argentina el 39258, dotado con 20 millones de pesos. En España, el premio mayor repartió cuatro millones de euros –una cantidad aproximada en dólares- en una pequeña localidad de Huesca, una de las tres provincias de Aragón (Zaragoza, Huesca y Teruel, al Este de la Península).
El tañido de las campanas de las iglesias se juntaba con el tin tin de las panderetas de los niños en las calles barridas por el cierzo.
A nosotros nos encantaba que nuestros abuelos nos contaran historias de hazañas de gentes de capa y espada, al lado de la chimenea encendida.
Aquella niña extraña de ojos tan claros que parecían de agua se empeñaba en convencernos de que había visto en una azotea a una señora mayor vistiendo a una muñeca con un traje de baño.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Aquellas caballerescas bofetadas...

El ómnibus dio un frenazo tremendo. Sus ocupantes chocaron unos contra otros. Varios cayeron sobre algunos de los que estaban sentados. Pero no pasó nada. Una mala maniobra, una distracción, un viraje impensado, un peatón que se cruzó intempestivamente. Lo esencial: nadie resultó herido, ni lastimado, por fortuna.
En cuestión de segundos, el conductor retomó el control del vehículo con la misma habilidad con la que evitó el choque, o el vuelco.
La gente se reacomodó, como Dios le dio a entender. Las personas mejor educadas pidieron perdón a quienes habían empujado, en contra de su voluntad.
Un señor que viajaba cerca de mí, de unos sesenta años, con el pelo gris y un melancólico bigote del mismo tono, fue lanzado contra un hombre más joven, fuerte, de rostro anguloso y una cicatriz que le hendía la sién izquierda. Se ve que estaba de mal humor, o que era un individuo violento, porque se volvió contra el señor que involuntariamente le había empujado y le dio un manotazo en un hombro, al tiempo que le espetaba a voz en cuello:
- ¡Quita de ahí, viejo de mierda!
El aludido, o mejor dicho el insultado dio un paso atrás, inmediatamente otro adelante y con una rapidez fulmínea le propinó a su ofensor una fuerte bofetada que sonó como un trallazo, y provocó más de un sobresalto.
- ¡Venga por otra!, invitó a continuación.
Pero el lenguaraz rechazó de plano la invitación. Se llevó la mano a la cara y permaneció inmóvil, con los ojos desorbitados. La otra mejilla se le veía pálida. No dijo una palabra. Se hizo un profundo silencio en el autobús. Cuando se detuvo en la próxima parada, el hombre con la faz mancillada se apeó con la cabeza gacha.

… Tenía mucha entidad

Hacía mucho tiempo que no veía dar una bofetada. No son estos tiempos de bofetadas, sino de mensajes de texto y tabletas, de chocolate y de las otras.
Me apresuro a informar al picarón de guardia en el día de hoy que no soy violento, ni por tanto preconizo la violencia, ni en particular la bofetada, que no me parece que sea peor que los insultos por “twitter”, que abundan, muchos de ellos amparados por el anonimato y la impunidad.
Qué quieren que les diga: uno echa de menos la bofetada, la verdad. La bofetada espontánea, fresca, picante y activadora de la circulación de la sangre del rostro de quien la recibe.
La bofetada simple, o de un movimiento, o la de dos tiempos, derecho y revés; la rotunda y vibrante bofetada, bofetón, cachete, torta o bife –el mismo nombre tiene la pieza de carne más apreciada por los argentinos-, tenía mucha entidad y era muy práctica, aplicada con fundamento y oportunidad.
Se aplicaba al que insultaba gravemente, o se burlaba de uno con crueldad  delante de otros, al acosador de oficina cuando uno se hartaba de su asedio, al que molestaba a una señora, a quien nos había criticado injustamente a nuestras espaldas o al chisgarabís que, por una u otra razón, se la había ganado a conciencia, por no citar sino algunos de los casos de personas merecedoras de un buen guantazo .
El puñetazo es otra cosa. Un golpe de puño se le da a un hombre hecho y derecho. Es, además, el punto de partida para una pelea en la que se dirime algo trascendental. El puñetazo es contundente, pesado; lesiona, fractura. La bofetada es ligera, va adornada con encaje de bolillos: es de salón.
Un buen par de bofetadas desestresa, descongestiona tanto al que lo da como al recipiendario. Es terapéutica: sube la presión arterial al que la tiene baja.    
El cacheteado suele quedarse más estatuario que el Comendador de don Juan Tenorio. A veces –la mayoría de ellas- porque sabe que se merece ese pequeño castigo. Otras porque no se esperaba que le llenaran la cara de dedos, como se dice en los barrios bajos de Madrid.

La bofetada a Calomarde

Las mujeres fueron siempre muy buenas dando bofetadas. Hay bofetadas históricas, como la que le atizó la infanta Luisa Carlota a la vista de varios cortesanos, en la antesala del dormitorio de Fernando VII –el peor rey que tuvo España-, al ministro de  Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde.
La infanta Luisa Carlota era hermana de la reina María Cristina de Borbón, esposa de Fernando VII. El intrigante Calomarde se apresuraba a cursar un codicilo -que acababa de firmar el monarca-, en el cual se anulaba el derecho al trono de la Infanta Isabel, hija de Fernando VII y María Cristina. Una pragmática había derogado anteriormente la Ley Sálica promulgada por Felipe V, en virtud de la cual las mujeres no podían acceder al trono.
El sopapeado Calomarde pronunció una frase, que se haría histórica: “Manos blancas no ofenden”. Taimado pero galante.
De nuevo en América del Sur, y más cerca en el tiempo, otro que recibió un buen par de bofetadas, en el hotel Alhambra de Montevideo, por más señas, y tambien ante una nutrida concurrencia, fue Raúl Odizzio, alcalde del departamento de Maldonado.
La agresora fue la bella y encantadora Celia Alvarez Mouliá, conocida como “Chela” Amézaga por su matrimonio con el abogado Juan José de Amézaga. El motivo fue una discusión por una ordenanza municipal que “Chela” entendió que perjudicaba a su familia.
La bofetada castigaba otrora una ofensa que daba lugar a un duelo. Fulgían los aceros o detonaban las largas pistolas de cañón octogonal en umbríos bosques al amanecer. Alguien moría o quedaba herido. Algunas veces los contendientes se reconciliaban sobre el terreno. En general, en aquellas épocas no se podía insultar ni agredir a nadie impunemente. Costaba caro: en alguna ocasión podía costar hasta la vida.

Las bofetadas en el cine

Las bofetadas, naturalmente, ocuparon su lugar en el cine. La más famosa fue la que le dio Glenn Ford a Rita Hayword en “Gilda”.
“El que recibe las bofetadas” fue el título de la adaptación cinematográfica de una obra del escritor ruso Leonid Andreyev. El dramaturgo español Alejandro Casona escribió el guión. El versátil actor argentino Narciso Ibáñez Menta protagonizó la película en Buenos Aires, allá por el año 1947. Una pequeña liga de naciones.
Todavía se dice en España que tal o cual hombre desmedrado y temeroso “no tiene ni media bofetada”, en alusión a que no resistiría no dos, ni una, ni siquiera media, si las bofetadas pudieran partirse por la mitad.
Como tantas otras cosas, la bofetada cayó en desuso. Uno la echa de manos –administrarla, claro está-. Recibió muchas de los inefables hermanos Maristas durante su enseñanza secundaria. También dio alguna que otra por ahí.

© José Luis Alvarez Fermosel

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martes, 20 de diciembre de 2011

Del "comercio" y el "bebercio"

Quien tiene la panza llena, no cree en el hambre ajena.
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Las botellas más indicadas para presentar los licores son las de vidrio transparente, con vientre redondo y cuello largo, o las cuadradas. Se colocan, junto con los frascos de licor, en la licorera. Los vasos cilíndricos son para los cócteles, los pequeños vasos cónicos para aguardientes aromatizados y los medianos y lisos para amargos.
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El rosoli es un licor dulce, de bajo contenido alcohólico, producto de la experimentación con flores, que fue muy difundido durante el Renacimiento (siglos XV y XVI).
La ratafía  es un tipo de licor elaborado a partir de la mezcla de zumos de futas. Se utilizaba en la antigüedad grecolatina para brindar en los acuerdos de paz (“Pax rata fiat”, que traducido del latín quiere decir: “La paz está acordada”).
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“Creo en el amor, la amistad y la paella a la valenciana; pero si es difícil lograr una buena paella, ¿qué diremos de los otros platos?”. (Julio Camba).
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El mazapán (de Toledo) es un dulce fino y compacto, resultante de la mezcla de almendras o el amasado de almendras crudas, peladas y molidas con diferentes tipos de azúcar. Suele presentarse en forma de animales domésticos de pequeño tamaño, como conejos, gallos, palomas y en España es típico de las Navidades.
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Se puede añadir al café licor Mandarine Napoleón, brandy, crema Chantilly y nuez rallada. No es obligatorio desde luego.
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Los bagels son unos panecillos estadounidenses de tamaño y forma de rosca, de color madera con un toque de ámbar, ligeramente brillantes. Los neoyorquinos los consideran su pan cotidiano. Son ideales para untar con patés, queso, crema y añadirles salmón ahumado –la típica fórmula norteamericana-. A veces les ponen también por encima cebolla, sésamo, amapola, ajo, y  sal.
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Hablando de los yanquis, ahora resulta que el ketchup no les pertenece. Este emblema de los American eats (la cocina estadounidense) viene de China, que lo llamó Kae–tsiap y lo utilizó para acompañar a los mariscos en salmuera. Desde Malaya (hoy Malaysia) viajó en toneles hasta la Inglaterra del siglo XVIII. Allí se adaptó el invento al paladar europeo, añadiéndosele azúcar y hierbas aromáticas. Al anglicanizarse tomó el nombre de ketchup, pero el cambio más grande se debió al norteamericano Henry Heinz, pionero de la distribución de condimentos en lata, que le añadió una variedad de tomate azucarado. En 1990 se envasó en frascos de plástico reciclable.
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En Viena, donde hay cerca de 1.000 cafés, un inspanner es un café solo, doble, con crema batida. Si tiene leche condensada se llama kleiener branner. El habitual café con leche español recibe el nombre de brauner. Al capuchino italiano se le denomina melange. Los vieneses lo piden mucho. Se sirve con el consabido vaso de agua. Es muy común pedir 1-2-3-4, es decir, un café –sea el que sea-, dos vasos de agua, tres periódicos y cuatro horas para leerlos.
Viena fue el epicentro del imperio de los Habsburgos, la romántica ciudad del Prater, los bosques, los valses, Francisco José, Sissi, la película El tercer hombre y la cítara mágica de Anton Karas, que a pesar del éxito de su bella y obsesionante melodía no logró salir de pobre.
La capital de Austria, como todo el país, tiene algo de decorado de teatro, lo cual quizá proceda de la afición local a la ópera.
El escritor inglés Len Deighton dice que los extranjeros encuentran un poco ridículo el traje nacional de Austria, así como bastante complicado el alemán que hablan, su comida indigesta y la burocracia abominable.
En cualquier caso, el paisaje y el clima son un poco extremados, lo cual no va en detrimento de la belleza, ni de la traza histórica de la ciudad.
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El queso Roquefort nació en Francia, en las cuevas de Roquefort, hace unos mil años, cuando una pastorcita olvidó su cesto con queso en una pequeña cueva y al regresar después de algún tiempo lo descubrió surcado por unas venitas azules, producidas por el Penicilium Roquefort, un hongo que en una cava de baja temperatura y un ambiente ácido, como el que crea la masa de un queso, encontró el mejor nicho para expandirse.
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El Negroni surgió en los años 20, en el aristocrático café florentino Casoni. El conde Camillo Negroni, aburrido de tomar el Americano, una mezcla de vermú Campari y Martini rojo, le pidió a su barman de cabecera, Fosco Scarselli, que añadiera gin a la combinación. El conde probó el gin en Londres y le gustó.
Así surgió el Negroni, que lleva un tercio de gin inglés, un tercio de bitter Campari y un tercio de Martini rojo. Se sirve en vaso de Old Fashioned con hielo bien mezclado y una cascarita de naranja.
Ideal para tomar en Roma, en Piazza Navona. Según el oscarizado director de cine español José Luis Garci, es un cóctel de terraza y periódicos.
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Teresita Román de Zurek y Amparo Román de Vélez son las autoras de la siguiente receta de cocido cartagenero:
Medio kilo de carne de espaldilla, medio de panceta salada, medio de ñame o mandioca, dos plátanos (de los de freir) maduros sin pelar. Se cocina todo junto, se adorna con tomate, cebolla y ajíes y se deja hacer todo a fuego muy lento. Se trata de un puchero de Cartagena de Indias (Colombia), ciudad declarada hace ya bastantes años Patrimonio Histórico de la Humanidad por las Naciones Unidas.

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 18 de diciembre de 2011

Virtuoso chelista amnésico conserva su memoria musical


Napoleón dijo que la música era el menos desagradable de los ruidos. Cabría impugnar esa “boutade”, con el mismo lenguaje cuartelario, recordando el dicho según el cual la música amansa a las fieras.
En otro orden de pensamiento y de lenguaje, y de acuerdo con nuestro criterio de apreciación artística, la música es la más feérica de las Bellas Artes, la que más y mejor nos transporta a gloriosos paraísos y nos permite permanecer en ellos durante más tiempo.
Se me ocurrió esta reflexión después de escuchar el otro día los Etudes-tableaux del músico ruso Serguei Rachmaninov, que son, como supo ver el notable escritor chileno Jorge Edwards, comentarios musicales de cuadros que le gustaron al compositor.
Ya se sabe, por otra parte, que la música es terapéutica, en mil y un sentidos. Y que, como dijo el poeta estadounidense T. S. Eliot, se es la música mientras la música dura.   
La nota (relacionada) del diario El País de Madrid, que firma Daniel Verdú, revela detalles de extraordinario interés acerca de la memoria musical que se aloja en distintos lugares del cerebro. Según los expertos, esa memoria funciona como unos raíles de ferrocarril en los que es posible cambiar el ritmo y la velocidad, pero no el camino.

© J. L. A. F.

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miércoles, 14 de diciembre de 2011

¡Ni en compota!

La fruta prohibida es, o fue la manzana, sabido es. Según la Biblia se la comieron a dúo quienes ese libro sindica como nuestros primeros padres, que merecieron un castigo a todas luces desproporcionado, en nuestra opinión, porque la manzana es una fruta sosa –o ácida- y aburrida, también en nuestra opinión y no merece la pena robarla para comérsela, y menos un castigo ni siquiera mínimo para los ladrones.
El cuento de que estemos debatiéndonos en este valle de lágrimas, en vez de en otro lugar más simpático, porque a una pareja “in pudibus naturalibus” se le ocurriera comerse una manzana, ¡precisamente una manzana!, de un árbol en un huerto, no tiene ninguna gracia.
Pasó el tiempo y la manzana adquirió predicamento, injustamente, sobre todo si se la compara con frutas como la chirimoya, el mango, el melón, la fresa, el kiwi y un largo, interminable etcétera. Nos referimos a su sabor.
Los fanáticos de la manzana denominan Deliciosa a una clase de esa fruta que sabe a medicina. Hablando de medicina, galenos y dietistas dicen que la manzana es muy buena para la salud. Los americanos dicen “An apple a day keeps the doctor away”, una frase con intención de eslogan que en español quiere decir, más o menos, que comer una manzana al día alejará al médico de  nuestra puerta, porque estaremos sanísimos.

Incordiante y desmesurada

La popularidad de la manzana ha ido haciéndose poco menos que inconmensurable. Fue motivo de un pleito en Troya que dio origen a una guerra. Robar la manzana de oro del Jardín de las Espérides fue el undécimo trabajo del sufrido Hércules.
Saliendo de la mitología y entrando en la realidad, ingresó en el urbanismo, dándole su nombre a la reunión de cuatro calles a la redonda. A Nueva York se la llama “The Big Apple”, La Gran Manzana en español.
Una gigantesca empresa de informática que perteneció al raro genio Steve Jobs, recientemente desaparecido, se llama “Apple”.
Casi nos dejábamos en el tintero a la manzana que se le cayó en la cabeza a Newton. Como el tío era muy listo, en vez de comérsela la utilizó para descubrir la ley de la gravedad.
La bruja quiso cargarse a la pobre Blancanieves con una manzana envenenada.
Siempre que un gusano asoma la cabeza desde el interior de una fruta, la fruta es una manzana. Y cuando se habla  de una fruta podrida, que si se echa en una banasta donde hay otras sanas las puede pudrir, esa fruta es una manzana. De alguien que es más bien cabroncete se dice que es “una manzana podrida”.

Bebidas sosas

Con las manzanas se hacen algunas bebidas, un tanto insípidas, como la sidra, y una que no está mal y se bebe mucho en Francia: el Calvados, procedente de Normandía, que se destila a partir de la sidra. Si en la etiqueta de la botella figura el nombre de Vallée d’Auge, el contenido es de buena calidad.
Los norteamericanos elaboran un licor bastante alcohólico con pomelo y naranja aromatizados con miel. Lo llaman “Forbidden Fruit”, Fruta Prohibida en español, como llamaron a la manzana en sus principios.
Algún amigo argentino reivindica el panqueque de manzana. Es mejor el de banana. Por lo menos, a mí me gusta más.
La manzana, eso sí, es muy democrática. Tanto que no le importa ser introducida por el trasero del pavo de Navidad, antes de que éste ingrese en el horno. Dicen que le da muy buen sabor.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 12 de diciembre de 2011

El rey perdió el juicio


Federico II el Grande de Prusia ordenó demoler un viejo molino que había en sus dominios porque, a su juicio, afeaba la vista de su palacio.
El molinero recurrió a la Justicia. Un juez condenó al monarca a reconstruir el molino e indemnizar a su dueño.
Contra la creencia general de que se negaría a cumplir la sentencia, el rey la aceptó, no sin antes exclamar: “Veo, con alborozo, que todavía hay jueces en Berlín”.
Desde entonces se usa esta frase cuando, ante el miedo del pueblo o el desconcierto general que infunden el mando tiránico, o la fuerza bruta, aparece un magistrado que por los fueros de la ley hace respetar sus principios.
Federico II el Grande, uno de los reyes más hábiles de su tiempo –mediados del siglo XVIII-, introdujo en su joven reino importantes mejoras materiales y atendió y favoreció la agricultura, la industria y el comercio.
Durante su reinado, Prusia se convirtió rápidamente en una potencia de primer orden que casi igualó al Imperio de los Austrias.
Federico el Grande tuvo desde su infancia pasión por la música y la literatura. Fue amigo de sabios, artistas y escritores, entre estos últimos Voltaire, tan traído y llevado por tantos ayer y hoy.
(Voltaire también fue aplaudido por la burguesía, menos valiente, menos militar que la aristocracia, que tuvo un reinado brevísimo. A finales del siglo XVIII, cortándole la cabeza a Robespierre, la burguesía retardó su derrota. Pero de las salpicaduras de aquella sangre brotó Lenin.)

Sobriedad, fortaleza, disciplina

Federico II fue hijo de Federico Guillermo I, el Rey Sargento, que representó la sobriedad, la fortaleza y la disciplina en sus más altos grados.
Redujo su entorno a la cifra inverosímil de 37 personas. En vez de disipar sus rentas en fiestas ostentosas, y en costear una lujosa corte al estilo de otras naciones europeas de su tiempo, consagró por entero sus caudales a sufragar los gastos de la nación.
En su palacio de Potsdam no se veían ricas alfombras ni lujosos muebles, sino bancos y sillas de madera sin desbastar. Federico Guillermo I no usó jamás ceremonial ni etiqueta. Pasaba sus veladas y tertulias con sus ministros y generales, fumando en su larga pipa de yeso y bebiendo cerveza. Esta vida de cuartel le valió el mote de Rey Sargento.
Mientras en los ejércitos de otros Estados los ascensos a jefes y oficiales se concedían por recomendaciones y favoritismos a gentes a menudo ineptas, en Prusia no se podía llegar a ejercer un mando sino después de haber recorrido el  escalafón con disciplina y honor.

El asombro de Europa

Prusia llegó a tener así un ejército que fue el asombro de Europa: el ejército a la prusiana, famoso en el mundo entero.
Corrían otros tiempos. Los gobernantes ejercían sus mandatos con honradez, claridad, seriedad y honor. Había reinos modélicos, hombría de bien, caballerosidad  y coraje.
Había jueces en Berlín. Y en otras ciudades de otros países del entonces no tan ancho mundo del siglo XVIII, caracterizado por un notable desarrollo de las ciencias y las artes, procedente de la Ilustración, la Revolución Industrial y el despegue económico de Europa.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 8 de diciembre de 2011

El dolor de las cosas que pasaron... (y VI)

Juanito, que no necesitaba que le animaran, prosiguió su relato, después de encender un cigarrillo.
- Según el inspector Teixeira, Portela se recompuso como pudo, volvió a dirigirse hacia la cama, la alcanzó y se tiró sobre ella, es decir, sobre sus ocupantes. La cama se partió en dos, la escultora fue a parar a un lado y la mulata al otro.
- ¿Y él?
- Se quedó encajado entre las dos partes en que se dividió el catre, pero enseguida se incorporó y se abalanzó contra las dos mujeres, hecho una furia y tirando y rompiendo a su paso varios objetos y “bibelots”. Agarró a la mulata por una muñeca y le imprimió un meneo más que regular de derecha a izquierda, mientras gritaba como un energúmeno: “¡Cerdas, putas, tortilleras, cerdas, más que cerdas…!”.
- Eso lo habrás leído en el expediente…
- ¡Efectivamente, señor! Pero sigamos. Mientras la mulata oscilaba de un extremo a otro de la habitación, como si pendiera de un artefacto de parque de atracciones, Augusta llamaba a la policía por teléfono. Cuando colgó, se enfrentó con el bodeguero y le dijo, hecha una furia: “¡El domingo, imbécil, el domingo, te dije que el domingo y hoy es sábado…!”
El hombre soltó a la mulata, que salió disparada al otro lado de la estancia como una bala, rompiendo por el camino un jarrón que, según Teixeira, podría ser chino y valer una fortuna y avanzó hacia Augusta.
La estatuaria le madrugó, con técnica de pugilista, y le propinó un fuerte puñetazo en la nariz, rompiéndosela y lanzándole contra un bargueño. La sangre empezó a brotar a borbotones, manchándole la camisa y su impecable chaqueta “Black Watch”. Semi inconsciente, Portela se dejó caer sobre la cama rota, sin dejar de insultar a las dos mujeres. Así lo encontró la policía.
- ¿Y que pasó, al final? ¿Cómo termina el cuento?
- Teixeira mandó a las dos mujeres a cubrirse, porque continuaban como Dios las trajo al mundo. Cuando reaparecieron, vestidas, se llevó a los tres a la comisaría, donde prestaron declaración. A Portela, que se apretaba la nariz rota con un pañuelo ensangrentado, no se le entendía nada de lo que decía. Augusta le acusó de allanamiento de morada, destrucción de bienes, insultos graves, amenazas de muerte y la intemerata. El alegó que ella le partió la nariz, que tendría que operarse, y la broma le costaría un dinero; que le atrajo a su casa para hacerle participar en un “ménage à trois” –sin decírselo antes…- y no sé cuántas cosas más. Pero todo quedó en la nada, porque el supuesto intruso, que evidentemente es un caballero, retiró todos los cargos. En cuanto a los destrozos, firmó un cheque por una cantidad que Teixeira calificó de abultada. En fin, que se responsabilizó de todo y, ¡señores, aquí no ha pasado nada!
- Un caballero, Juanito, es cierto; un poco despistado. Si no se hubiera equivocado de día… 
- Habría pasado un buen rato, en vez de llevarse el sofocón que se llevó, pobre hombre, sin contar con la fractura de su apéndice nasal –como se dice en los partes policiales- y el dinero que tuvo que pagar por los vidrios rotos, nunca mejor empleada la expresión, mientras que ella se fue de rositas. ¡Qué cosas pasan en estos tiempos, señor!
- Han pasado siempre, Juanito,  pasaron toda la vida. Y no dejarán de pasar.
Salimos del restaurante. Había dejado de llover. La noche estaba tranquila y agradable. Caminamos unos minutos en silencio y al cabo Juanito paró un taxi y se ofreció a llevarme al Village, o a donde yo quisiera ir, pero le di las gracias y le dije que tenía ganas de pasear un rato. Me despedí de él hasta pronto, pues pensaba verlo en el Majestic durante el fin de semana, y siempre que volviera a Oporto.
Iba recordando la historia. La escultora y la mulata, ¿serían pareja, o el suyo se trataría de un asuntillo transitorio? El desafortunado Casanova tal vez recordara, andando el tiempo, el verso de Camöens, el gran poeta del siglo XVI portugués: “El dolor de las cosas que pasaron…”. Camöens también era un donjuán, como que sufrió exilio debido a una desafortunada aventura amorosa.
No pude evitar una ligera sonrisa, aunque me daba un poco de pena el muchacho Portela, conquistador frustrado, ¡y de qué manera! Nos puede pasar a todos.
Se había levantado una ligera brisa. El inevitable fado venía de no sé dónde, melancólico y lejano, como siempre.
El Majestic seguiría burbujeando, con sus grandes cristaleras azules, su aroma de café, Mandarine Napoleón y sus secretos.

(1) Rudolf Steiner (1861–1925). Filósofo austríaco, erudito literario, educador, artista, autor teatral, pensador social; creador de la antroposofia, la educación Waldorf, la agricultura dinámica, la medicina antroposófica y la nueva forma artística de la euritmia.

Nota: La acción de este relato transcurre en un Portugal ligeramente pacato y de hace algunos años, cuando todavía se podía fumar en los restaurantes, los cafés y otros lugares. Hoy en dia los tres personajes principales se hubieran… “arreglado”, por decirlo de alguna manera, a las primeras de cambio.
“O tempora, o mores!”.
FIN.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El dolor de las cosas que pasaron... (V)


Habíamos terminado de comer y estábamos tomando el café. Decidí que nos quedáramos un rato más. Pedí coñac –que desde hace varios años se llama brandy, con esto de las denominaciones de origen-. Escogí, entre los españoles que había, un Carlos I, porque no tenían ninguna marca francesa y el brandy portugués Aliança es intomable. Esperé a que el camarero nos trajera las copas y me dispuse a conocer el… “nudo y el desenlace” de lo que parecía ser una comedia de enredos provinciana.
- El bodeguero -continuó Juanito en cuanto tuvo delante su copa y el mozo se retiró-. se afiló los colmillos; se proveyó de una botella del mejor oporto de su bodega y de un ramo de flores que compró en un quiosco de la calle, cosa que no hay que hacer nunca, ¡si lo sabrá usted señor! Las flores se encargan en la florería y se pide que las manden con una tarjeta de uno al día siguiente de… lo que haya pasado. Bien, a lo que iba, que el tenorio de marras se fue a la casa de la escultora, llegó, abrió la puerta con la llave que le había dado, habrá pasado por un vestíbulo, u otra habitación y se encontró en un “loft”abarrotado de libros, cuadros, cachivaches y al fondo… ¡lo mejor!
- ¿Qué?
- Sobre una cama turca, completamente desnudas, abrazadas, retorciéndose como serpientes y gritando a todo pulmón estaban la escultora y una mulata, probablemente brasileña.
- ¡Aprieta!
- ¡Eso es precisamente lo que estaban haciendo!
- El visitante, el de los vinos…
- ¡Se había equivocado de día! ¡La chica le citó para el domingo y él se presentó el sábado!
- ¿Y qué hizo, al darse cuenta de su error, o ni siquiera se dio cuenta?
- ¡Se volvió loco, o poco menos!
- ¿Qué me dices?
- ¡Lo que oye, señor!
- Y tú lo sabes porque te lo dijo el inspector…
- ¡Teixeira, claro! Entre lo que leí, lo que me contó Teixeira, que es muy detallista…
- Y otro poco que pones tú de tu cosecha…
- ¡Que no, señor, que no, que yo no estoy inventándome nada, que ni siquiera estoy exagerando! “Cela va sans dire”. Verá usted. El bodeguero soltó las flores y la botella, que se rompió en mil pedazos contra el suelo, y se precipitó contra la cama. Pero tropezó en el camino con una columna con un busto de no sé qué pintor de la Grecia antigua y allá se fueron los dos, el comerciante y el pintor, o su cabeza, que menos mal que era de alabastro y no de bronce, que si no, sabe Dios lo que hubiera ocurrido, ya de entrada. Se rompió, desde luego, y uno de los pedazos le hirió en la frente.
- Las chicas…
- Seguían en lo suyo, señor, se ve que no podían parar.
- Es comprensible.
- Le dieron tiempo a Portela, que se levantó tambaleándose, con una mano en la cabeza, que le sangraba por la herida producida por un fragmento del busto de Fidias.
- ¿Era de Fidias?
- Podía ser de Apeles.
- Juanito, ignoraba que tuvieras una formación clásica.
- ¿Sabe cómo nos hacían estudiar los escolapios?
- Me imagino. Más o menos como los maristas a mí. Pero sigue, sigue, que esto se está poniendo muy interesante.

© José Luis Alvarez Fermosel

(Sigue)

martes, 6 de diciembre de 2011

El dolor de las cosas que pasaron... (IV)

Había empezado a llover con dulzura primaveral. De vez en cuando un relámpago azul rayaba el cielo, a lo lejos. Juanito volvió a la carga
- Verá usted, señor, todo empezó en el Majestic, como quien dice.
- Ah, ¿sí?
- Sí, señor. Tanto él como ella eran clientes asíduos del café.
- ¡Ah, pero es una historia de “él” y “ella”…! Sí que ha de ser interesante, entonces.
- No lo sabe usted bien, señor.
- Pues apea el tratamiento y empieza a contármela.
- El caso es que él es un hombre de cierta representación, y desde luego de mucho dinero. Se dedica al negocio del vino, creo que tiene una bodega en Vilanova. Divorciado, sin hijos, entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años, bien puesto, bastante presumido. Viste a la inglesa, como casi todos los portugueses de clase alta: trajes a rayas, “blazers”, camisas Oxford, corbatas de lana o de seda, tejidas… Es rubianco, con algunas canas. Se las da, o se las daba de donjuán.
- Juanito, veo que sigues tan observador como siempre. No se te escapa un detalle.
- Son muchos años de ver gente…, ¡y en tantos ambientes, señor!
- Tienes razón.
- Ella era una buena moza de pelo renegrido, ojos muy oscuros y tez blanca. Espigada, bonitas piernas, bonitas manos, muy fresca, muy natural. Apenas debía pasar de los treinta, si es que no había llegado ya a los treinta y cinco. Tenía la seguridad, la estabilidad y la aparente inteligencia con que la naturaleza obsequia a los primogénitos. Hablo en pasado porque no se la ha vuelto a ver por Oporto.
- ¡Hombre, qué bien te ha salido eso de los primogénitos!
- Se lo he debido oir a su tío. ¡Era tan inteligente, tan culto…!
- Bueno, sigue.
- Era simpática, pero tenía un carácter fuerte. Iba casi siempre a cara lavada, aunque a veces se daba un toque de “rouge” en los labios. Solía usar “jeans” y suéters de cuello volcado. Cuando venía el buen tiempo sacaba a relucir las blusas escotadas, los “shorts” o las minifaldas. ¡Ahí ardía Troya! Era soltera, por cierto.
- ¿Por qué lo das por sentado?
- ¡Es verdad! ¿Por qué pensaremos siempre los hombres que las mujeres jóvenes y guapas tienen que estar solteras?
- Es un juego del subconsciente. Queremos conquistarlas -¡como si los hombres las conquistáramos, si son ellas las que nos llevan al huerto a nosotros!-. Y cuando vemos una mujer que nos gusta pensamos que tenemos el campo libre, que está ahí para nosotros, a nuestra disposición, sin marido, sin novio, sin compromiso, sin nada. ¡Así son los chascos que nos llevamos!
-  Y los líos en que nos metemos cuando alguna, en esas cicunstancias,  nos hace caso…
- También es verdad, Juanito. Pero la muchacha de nuestra historia, o mejor dicho, de tu historia,  ¿qué hacía, a qué se dedicaba, de qué vivía? No me digas que…
- ¡No, no, señor, nada de eso…! Hacía esculturas con hierros viejos, esos amasijos sin pies ni cabeza que se ven en algunos parques, y en ciertas exposiciones, y su autor pone un cartelito encima que dice “Maternidad”, o “En los límites”. Me parece que no vendía mucho, si es que trabajaba para vender.
- Es raro, porque a alguna gente le gustan esos engendros.
- ¡Pues vaya gusto que tiene, señor!
- Ya te dije que dejaras lo de “señor”. Venga, sigue.
- Sí, señor. ¡Perdón!  El se llama Joao Portela y ella Augusta Gomes. Lo sé por el expediente.
- Conque hubo expediente.
- ¡Ya lo creo! No, si yo no he hecho más que presentar a los personajes.
- Bien, continúa.
- Continúo. El vinatero y la escultora se veían con frecuencia en el Majestic. Cada dos por tres se sentaban a la misma mesa, y mantenían largas conversaciones. Por eso dije antes que todo se gestó en el café. A veces él le tomaba la mano. Se notaba a la legua que le gustaba mucho. Ella le daba largas con mucha clase. Parece ser que alguna vez se encontraban en Ribeira y otros barrios de marcha. Pero no pasó nada. Hasta que un día... Mire, yo lo sé todo porque el inspector Teixeira, que fue el encargado del caso, me dejó leer el expediente, con las respuestas a los interrogatorios, y todo. Además, es cliente del Majestic, yo le atiendo siempre y hemos hecho una cierta amistad, por eso me contó cosas que no están en los papeles.
- Pero…, ¿hubo un caso, y un inspector, me imagino que de policía…?
- ¡De policía, señor, tal cual! ¡Pues menudo cisco se armó! Diga que el bodeguero tiene buenas aldabas. Las hizo sonar y salió bien librado. A ella podía haberle ido peor, si él hubiera querido levantar cargos por agresión. Pero, en fin, se echó tierra al asunto. La mulata desapareció como si se la hubiera tragado la tierra. A lo mejor se fueron las dos juntas, después de todo.
- ¿La mulata?
- Espere, espere usted, que ya nos estamos acercando a lo mejor. Una tarde ella le dio al bodeguero en el Majestic una llave, que resultó ser la de su casa. Yo lo vi con mis propios ojos.
- ¡Diablo!
- ¡Y usted que lo diga, señor! ¡El diablo metió la cola!

© José Luis Alvarez Fermosel

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lunes, 5 de diciembre de 2011

El dolor de las cosas que pasaron... (III)


Juanito era como de la familia. Eficiente, honrado a carta cabal, de una fidelidad a prueba de bomba, unía a sus muchas virtudes la de no tomarse nunca más confianza de la que se le daba.
Poco después de las diez de la noche salíamos del Majestic y enseguida llegábamos a Pimms, cerca de la Bolsa de Comercio. Pimms es un restaurante pequeño, muy bien puesto, con una reducida carta basada en la pasta y en la carne, pero con especialidades propias, como la sopa de pescado y el bacalao de la casa, que es delicioso.
Nos sentamos lejos de la puerta y encargamos unos vermús con ginebra y unas aceitunas verdes, para abrir boca. Juanito, con la soltura de un “boulevardier”, extrajo una delgada pitillera de plata de un bolsillo interior del bien cortado traje con el que había reemplazado el esmóquin de trabajo, y me ofreció un cigarrillo.
- No, gracias –le dije
- ¿Sigue fumando clavo negro de Java?
- No, Juanito, dejé de fumar.
- Claro, el deporte…
- No, no fue por eso.
- De cualquier manera, lo bien que hizo. Yo todavía no he podido dejarlo. Así toso como un perro, por las mañanas.
Juanito me contó que cuando se quedó… anclado en París –como en el tango-, y apenas sin dinero, decidió regresar a España. Al cruzar la frontera se fue directamenter al casino de San Sebastián y se jugó el poco dinero que llevaba a la ruleta. Ganó y probó fortuna después en la mesa de punto y banca, donde volvió a ganar, esta vez una respetable cantidad que le permitió entrar en Badajoz, su ciudad natal, por la puerta grande.
Se dedicó a hacer vida de familia durante unos días hasta que un amigo afincado en Oporto, que llegó de vacaciones, le dijo que el Majestic estaba buscando un “maître” con idiomas. Juanito hablaba muy bien francés y portugués y se defendía en inglés. De modo que sin pensarlo dos veces cruzó otra frontera y en poco más de una semana estaba trabajando en el Majestic.
Hablamos de mi tío y del resto de la familia, de lo cara que estaba la vida, menos en Portugal, como siempre, y de algunos otros asuntos más o menos triviales.
Hasta que no nos trajeron el “vinho verde” no me habló Juanito de la historia que, según él, había dado la vuelta a Oporto.
- ¿No sabe usted nada? – me preguntó.
- ¿Acerca de qué?
- Del “affaire” Portela.
- No, no sé nada.
- Como viene usted con frecuencia a Oporto y aquí lo sabe todo el mundo, yo pensé que…
- Pues no, no sé una palabra de ese… “affaire”, que adivino que estás deseando contarme.
Acababan de traer el traer el vino. Teníamos tiempo de sobra, así que me acomodé en mi silla y me dispuse a escuchar a Juanito.

©Jose Luis Alvarez Fermosel

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domingo, 4 de diciembre de 2011

El dolor de las cosas que pasaron... (II)


Son las nueve y media. Acaso un poco más, a estas alturas. Da la impresión de que el tiempo se ha detenido en el café Majestic y sus clientes se han congelado.
Los cafés, como los hoteles, son grandes farsas llenas de humo. Se prende uno a ellas, se queda unas horas y se va. Todos somos transeúntes, todos estamos de paso. Sentémonos a una mesa y observemos con atención lo que pasa. Allí los veremos a todos como personajes pintados en cuadros, como ficciones, sin semblantes propios, como muertos, sin que ellos ni siquiera se den cuenta. Europa está compuesta por cafés, dijo Steiner (1). Europa está llena de fantasmas.
Acababa de llegar de Lisboa. Me había hospedado en los apartamentos Victoria Village de la rua de la Vitoria, en cuyo estacionamiento dejé el coche con el que cubrí los 315 kilómetros que separan Lisboa, la hermosa capital de un país hermoso, Portugal, de su segunda ciudad, Oporto, tanto o más bella que Lisboa, al extremo de que fue designada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Ciudad de puentes –más de 50- y plazas, edificios antiguos e iglesias bellísimas, Oporto es en sí misma un monumento.
El río Duero es como un “leit motiv” del paisaje. Por el Puente de San Luis –proyectado por Gustave Eiffel a finales del siglo XIX- se llega a Vilanova de Gaia, zona de bodegas, ideal para catar el oporto enriquecido y pasear por parques y jardines de singular belleza.
Por lo que al oporto se refiere, las urgencias de la época llevan a apreciar los “rubys” –de menos de tres años-, en lugar de los “tawny” –añejados en toneles de madera de roble- y los “vintage” –vinos de añada, envejecidos en botella-, los mejores, y, naturalmente, los más caros.
En el muelle de Vilanova de Gaia, los anuncios luminosos centellean de noche en una desmesura que parecería darle la razón a Bernard Pivot, jactancioso como buen francés, quien asegura que hay más elegancia, más “tweed”, más discreción y menos “réclames” en el muelle de los Chartrons de Burdeos que en el de Vilanova de Gaia de Oporto.
Pivot reconoce, sin embargo, que Portugal tiene buenos vinos, además del oporto y el made, que son excelentes. De norte a sur hay 32 denominaciones de origen para ocho regiones, incluidas Madeira y las Azores, y cerca de 350 variedades.
Me senté a una mesa del fondo y pedí un gin tonic con Beefeater. El café bullía de gente. Era viernes, empezaba el fin de semana.
En una mesa próxima a la mía tomaban el té dos señoras muy distinguidas, acompañadas por un caballero vestido a la italiana con un traje verde oscuro, que lucía en el dedo anular de la mano izquierda la sortija de oro con piedra azul del doctorado de Coimbra. Una muchacha pelirroja devoraba en otra mesa con idéntica fruición la novela “El infalible Silas Lord”, del escritor belga Stanislas André Steeman y una “francesinha” de jamón con queso fundido por encima y salsa picante.
Pasó a mi lado un camarero con una bandeja repleta de tazas de café. En el centro del salón vi una figura que me resultó familiar, aunque estaba de espaldas. Al volverse le reconocí: era Juan Verdiguier, Juanito para mí.
Juanito Verdiguier perteneció durante varios años al servicio doméstico de mis tíos, María Fernanda y Ricardo Castro Núñez en Badajoz y en Madrid. Cuando destinaron a mi tío a París, Juanito fue el único que quiso irse con él. Había sido su ayuda de cámara y le respetaba y quería mucho.
Al morir mi tío, Juanito no volvió a España. Se quedó en París con un buen dinerito de sueldos ahorrados y ganancias del juego, para el que tenía buena mano. Cuando perdía a la ruleta se desquitaba con el póquer, que jugaba muy bien.
Mi tía le regaló varios trajes de mi tío –tenían la misma talla-. Así que Juanito Verdiguier, con la buena pinta que tenía, bien vestido y con dinero en el bolsillo se dio la gran vida en París… hasta que se gastó casi todo su dinero, principalmente en mujeres.
Me enteré de estos pormenores de su vida una vez que lo vi en Badajoz, cuando decidió regresar a España.
En un momento dado Juanito me vio y corrió enseguida a mi encuentro.
- ¡Señor…, qué gusto volver a verle!
- Yo también me alegro de verte, Juanito. ¡Pero, hombre de Dios!, ¿qué haces tú aquí, tan elegante, además?
- Ya ve señor, trabajando. Ya sabe usted lo que se dice: Coimbra estudia, Braga reza, Lisboa presume y Oporto trabaja. Pues bien, ¡soy el “maître” del Majestic! Entre paréntesis, el esmóquin era de su tío.
- Te felicito, hombre. Pero ya me contarás…
- Sí, señor, ya nos pondremos al día
- ¿A qué hora sales de aquí?
- Hoy, a pesar de ser viernes, puedo salir pasadas las diez, más o menos.
- Venga, pues te espero, salimos juntos, te invito a cenar y me cuentas.

© José Luis Alvarez Fermosel

(Sigue)