jueves, 28 de mayo de 2015

Palideces



La ciudad estaba pálida, hoy. No sin sol, ni con resolana, ni nublada, sino pálida. Con esa palidez cerúlea de los rostros de los artistas de circo, que se identifica con el pesado maquillaje que parece de yeso. Pálida como una mujer que sale sola por la mañana con ojeras de una casa en la que entró acompañada por la noche.
La ciudad parecía otra. Una ciudad conocida y desconocida al mismo tiempo, como las ciudades de los sueños.
Los árboles estaban blanquecinos, el cielo completamente blanco. Toda la gente parecía vestida de gris claro. Los edificios –bloques de hormigón- no encajaban en el paisaje urbano pálido; se diría que acababan de ser descargados de camiones conducidos por fantasmas.
No se veía gente joven, ni perros. No había alegría. Todo latía lentamente, por momentos.
No había humo de campos quemados cerca, como otras veces; ni nubes en el cielo blanco, ni bruma. La ciudad, pasado el mediodía, iba camino de convertirse en un dibujo de Chris Ware (ilustración).
La ciudad estaba pálida. Todo parecía hacer un esfuerzo para salir de una rara sordina diluída.
Venían recuerdos pálidos de otras ciudades, otras vivencias, otros olores.
Acaso fuera uno el que estaba pálido.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 26 de mayo de 2015

Poesía menor



Hay por todas partes gente conocida que habla en verso. Gente simpática, de cierto ingenio. Suele frecuentar teatros, cafés, diarios, revistas y otros lugares donde pululan periodistas y gente que cuenta chistes, y los chistes se quedan por  ahí  rodando de boca en boca.
Recuerdo a un empleado de un teatro de Madrid que era una especie de comodín, un hombre muy agradable y muy eficiente que se ocupaba de todo y resolvía cualquier problema que se planteara diciéndolo todo en verso. 
Una vez el director, también en verso, le dijo que quería verle.

Oye, Riera -te dice el director, también en verso-,
que cuando termine la función,
que subas a la dirección,
que en la dirección te espera”.

De chicos repetíamos esta cantinela deliciosamente surrealista, que todavía recuerdo:

“Pinto, pinto, gorgorito,
saca las vacas a veinticinco.
¿En qué lugar?
En Portugal.
¿En qué calleja?
En Moraleja, esconde la mano que viene la vieja”.

Aquel otro decía:

“Eres joven y eres rica;
¿qué más quieres, Federica?”.

Y Ramón Miarnau Roca lo mejoraba sensiblemente recitando:

“Eres joven, eres guapo
y con dinero.
¿Qué más quieres, Baldomero?
Ser más joven, ser más guapo,
ser más rico
y llamarme Federico”.

Hay una copla vasca rotunda a más no poder:

“Viva la gente de trueno,
 viva la gente torera,
 viva todo aquel que dice:
¡Salga el sol por donde quiera!”.

Indudablemente, los peores versos de la lengua española son éstos:

“Eres en virtudes rico,
siendo de Luzbel espanto:
¡Federico Tedeschini,
arzobispo de Lepanto!”.     
                                                                                                            
No se sabe, o por lo menos yo no sé quién fue el autor.

Federico Tedeschini era Sustituto de la Secretaría del Estado Vaticano cuando Benedicto XV, en las postrimerías de su pontificado, lo destinó a la Nunciatura de Madrid el 13 de marzo de 1921 para sustituir al Nuncio Apostólico Francisco Ragonesi, que había estado en España desde 1913.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 23 de mayo de 2015

Raro otoño



¡Qué otoño más raro, oiga usted!
Este año no trae el otoño en Argentina esas hojas púrpura, rojizas, doradas, que crujen bajo las suelas de los zapatos cuando caminamos por jardines, plazas y paseos. Este año pisamos sólo excrementos de perro.
Este otoño trae esquisto, asbesto, alquitrán, aroma de charco sucio; y, sobre el sombrero de paja, que tiene una ala mordida, resbalan granitos de tierra sucia.  
El otoño ha venido vestido de cualquier manera, turbio, desinflado, con los ojos prominentes, las uñas comidas y un acabado aire de espantapájaros peor trazado aún que de costumbre y desafiante por de más.
Encerrado en la mano izquierda lleva un puñado de gijarros pegajosos. Va silbando un aire de zarzuela. Trae cenizas del volcán chileno Calbuco (foto) en la casposa cocorota y exhala a veces un aire pretencioso de estación invernal vienesa resquebrajada.
Calor, eso sí; calor.
Yerbajos colgando de un bolsillo, y enredados en un papel de plástico pisoteado por una niña rubia que chapalea por los charcos que dejó la lluvia de anoche en la ciudad calenturienta.
Ni retazos de una canción de amor, ni ráfaga alguna de viento perfumado, ni una risa lejana, ni un sabor no menos cercano a helado de crema americana y fresas.
Manifestaciones, piquetes, nada otoñal propiamente dicho, gritos destemplados. Hay elecciones…
Los jacarandáes juegan al escondite detrás del puerto. Los niños los miran con expresión estólida, metiéndose el dedo en la nariz.
Los guardaparques se introducen un cacho de vino en un bolsillo del pantalón.
El otoño ha reconocido oficialmente que este año no sale. ¡Que le den dos duros, oiga!; ¡a quien sea!

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 18 de mayo de 2015

El placer de releer



El placer de la relectura es quizás más intenso que el de la lectura, sobre todo si hace muchos años que no leíamos el libro que descubrimos emboscado fuera de la biblioteca, en el último  cajón del escritorio o sobre un mueble cualquiera, y decidimos leerlo otra vez.
De nuevo en nuestras manos, lo primero que hacemos es pasar morosa y amorosamente las hojas, deteniéndonos en algún párrafo que…“nos suena”, o fijándonos en alguna anotación hecha en un margen, o a pie de página.
Después de esta primera… “inspección”, casi siempre descubrimos que el libro merece ser releído y, por consiguiente, redescubierto.
Volveremos a sentir las emociones que nos provocó la primera vez que lo leímos. Y valdrá la pena correr el riesgo que implica enfrentarse con sombras vigentes, porque las iluminará un pasado embellecido por la nostalgia.
Releer lo que leímos hace mucho tiempo. Guardar ya para siempre en la memoria algo inteligente, emocionante, enternecedor o humorístico que nos perdimos en la primera lectura, que ahora nos damos cuenta de que fue apresurada.
¡Cuántas veces un viejo libro olvidado, leído saltándose páginas, con poca o ninguna atención  pasa después de una relectura atenta a lucir de nuevo su palmito en un lugar destacado de la biblioteca!
“’Otra vez, otra vez’, decía el niño que fuimos… Nuestras relecturas de adultos tienen que ver con ese deseo: encantarnos con la permanencia y descubrirla todas las veces igualmente ricas en nuevas maravillas”, dice Daniel Pennac, un magnífico escritor frances, autor de libros que no pueden dejar de leerse varias veces.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 12 de mayo de 2015

Belleza en la playa



La señora en la playa. La señora de fina estampa, tan elegante, con su sombrero, que sostiene con una mano para que no se lo arrebate la brisa marina.
La brisa marina y las gaviotas. El poema de Mallarmé. “(…) Ebrias aves se alejan entre el cielo y la espuma…”.
La señora -se ve por su atavío-, es de otra época: cuando se pintaban acuarelas tan bellas como la que nos ocupa.
La playa es rocosa, está desierta. Me recuerda la playa bravía y solitaria de Sopelana, en Bilbao, que sigue siendo bravía pero ya está poblada por bañistas en verano.
La pintura es impecable. La figura tiene impulso, o mejor aún, ritmo; y esa gracia sutil que sólo determinados artistas imprimen a las personas en movimiento.
Nos place imaginar que la señora va a encontrarse con un señor que la espera en una lancha motora detrás del farallón.
Una vez vi patinar de noche a una joven en un estanque helado al compás de una música que no se sabía de donde venía. La muchacha era hermosísima. Llevaba una blanca “tenue” de patinar. A la luz de la luna y las estrellas parecía irreal. Dibujaba difíciles arabescos sobre el hielo. A cual más complejo.
La señora va hollando con sus pies desnudos la arena blanca de la playa desierta. Camina con determinación, casi con marcialidad. No está paseando, más bien va marcando el paso.
¿A dónde irá la señora?

© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 8 de mayo de 2015

La palabra rara: écfrasis



Ecfrasis era el término que se usaba, en la Grecia antigua, para indicar el procedimiento retórico que consiste en traducir en palabras las obras de arte. Hay escritos –como las Imágenes de Filóstratos- dedicados por completo a la écfrasis. Entre los modernos, el sumo virtuoso de la écfrasis fue Roberto Longhi. Incluso podría afirmarse que los momentos más audaces y reveladores de sus ensayos son las descripciones de cuadros, mucho más que los debates y los análisis. Pero, más allá de Longhi, el inigualado maestro de la écfrasis sigue siendo Baudelaire. No sólo en prosa sino también en verso: cuando define a Delacroix “lac de sang hanté des mauvais anges” o a David como “astre froid”. Baudelaire decía lo más preciso e insustituible que la palabra haya llegado a decir sobre esos dos pintores.
Esto recuerda el gran editor y escritor Roberto Calasso (foto) en su último libro, La marca del editor, de Anagrama, muy bien traducido por Edgardo Dobry.
Calasso, nacido en Florencia en 1941, responsable de Adelphi, reside en Milán. La marca del editor completa el trazado de una trayectoria excepcional, el de una estirpe que ha formado nuestra sensibilidad y nuestra cultura, y que ahora más que nunca necesita nuestro reconocimiento.

Por la transcripción: © J. L. A. F.

jueves, 7 de mayo de 2015

Bita de amarre



Sentado en la bita de amarre, si uno mira hacia abajo apenas divisa una franja del agua del puerto, sucia, oleaginosa, de color verde gris; y uno no deja de pensar que en la maniobra de atraque de una embarcación, cuando apenas queda una rendija entre la banda y lo que podría llamarse tierra firme, un mal paso, por así decirlo, puede hacer que un hombre se sumerja de golpe y porrazo en esa especie de magma.
Unos de los peligros de la navegación por mar de los que nadie, o casi nadie habla. Pequeñas causas y grandes efectos, digámoslo una vez más.
Esto es un apunte traído al paso; una pincelada, también, de color jade turbio y negra brea, que recién trazada está secando la Brise Marine de Mallarmé.

© José Luis Alvarez Fermosel