El placer de la relectura es quizás más
intenso que el de la lectura, sobre todo si hace muchos años que no leíamos el
libro que descubrimos emboscado fuera de la biblioteca, en el último cajón del escritorio o sobre un mueble
cualquiera, y decidimos leerlo otra vez.
De nuevo en nuestras manos, lo primero que
hacemos es pasar morosa y amorosamente las hojas, deteniéndonos en algún
párrafo que…“nos suena”, o fijándonos en alguna anotación hecha en un margen, o
a pie de página.
Después de esta primera… “inspección”,
casi siempre descubrimos que el libro merece ser releído y, por consiguiente,
redescubierto.
Volveremos a sentir las emociones que nos
provocó la primera vez que lo leímos. Y valdrá la pena correr el riesgo que
implica enfrentarse con sombras vigentes, porque las iluminará un pasado embellecido
por la nostalgia.
Releer lo que leímos hace mucho tiempo. Guardar
ya para siempre en la memoria algo inteligente, emocionante, enternecedor o
humorístico que nos perdimos en la primera lectura, que ahora nos damos cuenta
de que fue apresurada.
¡Cuántas veces un viejo libro olvidado,
leído saltándose páginas, con poca o ninguna atención pasa después de una relectura atenta a lucir
de nuevo su palmito en un lugar destacado de la biblioteca!
“’Otra vez, otra vez’, decía el niño que
fuimos… Nuestras relecturas de adultos tienen que ver con ese deseo:
encantarnos con la permanencia y descubrirla todas las veces igualmente ricas
en nuevas maravillas”, dice Daniel Pennac, un magnífico escritor
frances, autor de libros que no pueden dejar de leerse varias veces.
© José Luis Alvarez Fermosel
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