sábado, 23 de mayo de 2015

Raro otoño



¡Qué otoño más raro, oiga usted!
Este año no trae el otoño en Argentina esas hojas púrpura, rojizas, doradas, que crujen bajo las suelas de los zapatos cuando caminamos por jardines, plazas y paseos. Este año pisamos sólo excrementos de perro.
Este otoño trae esquisto, asbesto, alquitrán, aroma de charco sucio; y, sobre el sombrero de paja, que tiene una ala mordida, resbalan granitos de tierra sucia.  
El otoño ha venido vestido de cualquier manera, turbio, desinflado, con los ojos prominentes, las uñas comidas y un acabado aire de espantapájaros peor trazado aún que de costumbre y desafiante por de más.
Encerrado en la mano izquierda lleva un puñado de gijarros pegajosos. Va silbando un aire de zarzuela. Trae cenizas del volcán chileno Calbuco (foto) en la casposa cocorota y exhala a veces un aire pretencioso de estación invernal vienesa resquebrajada.
Calor, eso sí; calor.
Yerbajos colgando de un bolsillo, y enredados en un papel de plástico pisoteado por una niña rubia que chapalea por los charcos que dejó la lluvia de anoche en la ciudad calenturienta.
Ni retazos de una canción de amor, ni ráfaga alguna de viento perfumado, ni una risa lejana, ni un sabor no menos cercano a helado de crema americana y fresas.
Manifestaciones, piquetes, nada otoñal propiamente dicho, gritos destemplados. Hay elecciones…
Los jacarandáes juegan al escondite detrás del puerto. Los niños los miran con expresión estólida, metiéndose el dedo en la nariz.
Los guardaparques se introducen un cacho de vino en un bolsillo del pantalón.
El otoño ha reconocido oficialmente que este año no sale. ¡Que le den dos duros, oiga!; ¡a quien sea!

© José Luis Alvarez Fermosel

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