jueves, 30 de septiembre de 2010

¿Por qué?

¿Por qué casi todos los bailarines, sobre todo los de tango, son bajitos?
¿Por qué todos los jugadores de fútbol escupen tanto en el estadio, en cuanto tienen un momento libre?
¿Por qué se produce el efecto dominó? En Buenos Aires, en cuanto a la inseguridad urbana se refiere, se repitieron hace poco hasta la saciedad, un día tras otro, los accidentes de camiones. De pronto cesaron, tal como empezaron. Ahora les toca el turno a los llamados “colectivos” (autocares de transporte colectivo de pasajeros).
En lo que respecta al delito, se produjeron hace algún tiempo los llamados secuestros express, que dieron paso a los asaltos en plena calle y, últimamente, a la gente que sale de los bancos con dinero. Esta modalidad se conoce con el nombre de “salideras bancarias”.
Bastó que una mujer rociada con alcohol y prendida fuego muriera para que uno o dos casos similares que se produjeron después hicieran temer que tales horrores se multiplicaran en cadena.
¿Por qué viene todo tan herméticamente embalado, desde los cartones de leche hasta las pastillas para la tos, pasando por las camisas, los medicamentos y otros productos de uso frecuente?
¿Por qué todos los actores y actrices estadounidenses tienen por lo menos dos o tres quistes sebáceos –y algunos más- en la cara, y no se los hacen extirpar, con lo inofensivo y lo indoloro que es? Entre los que tienen ese problema están Robert Redford, Matt Damon –el impecable protagonista de la saga Bourne-, Helen Mirren y Ben Affleck. Los afromericanos, los mayores de cincuenta años, específicamente, tienen desde ambos pómulos hasta la mitad de las mejillas una hilera de bultitos que parecen diminutas verrugas. Fíjense, por ejemplo, en Morgan Freeman.
¿Por qué nadie, ni periodistas ni locutores, y mucho menos traductores de libros sabe cuál es la diferencia entre una pistola y un revólver, con lo fácil que es distinguir una de otro?
¿Por qué siguen escaseando las monedas? ¿Es verdad que hay gente que las vende en paquetitos de diez?
¿Por qué tantas mujeres argentinas -¡tan hermosas, todas…!- se dejan el pelo tan largo? No ha de ser fácil mantenerlo impecable a diario.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Nuestro Pedrito

Hace unos días tuve el gusto de almorzar con nuestro Pedrito, a quien no veía desde la última vez que estuve en Madrid. Poco después, él regresó a Buenos Aires. Lo de nuestro tiene en este caso un sentido afectuoso, porque se basa en muchos años de andar, Pedrito y nosotros por la vida, en Argentina y en España, unidos por una entrañable amistad.
Pedrito empezó a pertenecer a mi familia cuando era muy chico y acompañaba a mis hijos a todas partes. Fue creciendo con ellos, mientras uno iba adquiriendo veteranía.
Es un amigo noble y leal, un fiel compañero de fatigas, siempre humilde, prudente y dotado de un gran sentido común y una buena dosis de gramática parda: sabe más que el lápiz.
Este es nuestro Pedrito: Pedro Benedit, que ya pasa de los 30 y sigue un camino recto sin mirar atrás. No tiene cuentas pendientes ni remordimientos.
Pedrito cuenta también con el afecto de mucha gente, que va a nuestra zaga, intentando adquirirlo; pero él es de nuestra propiedad absoluta y no estamos dispuestos a compartirlo con nadie.
Creo que fue mi hijo Juan Ignacio quien primero se atribuyó la propiedad de Pedrito. Con el tiempo se convirtió en nuestro Pedrito.
Hay infinitos recuerdos y anécdotas de tantos años de amistad.
Lo evoco conduciendo, antes de los 20 años, un viejo y enorme Valiant con un agujero en el piso. Tenía ya un mechón de pelo blanco. Ahora tiene todo el pelo gris.
Es de talla media y fuerte contextura. Tiene la risa fácil, como toda persona limpia de corazón. Le gustan los animales.
Transporta caballos de un lugar a otro del país. No recuerdo si en Madrid, donde nos hemos visto varias veces, desplegaba alguna actividad relacionada con los caballos, pero estando con Juan Ignacio y María Soledad doy por sentado que sí..
De cualquier modo, tuvo mil y un trabajos, como todos nosotros. Y todos los hizo bien. Es serio y honrado a carta cabal, y siempre está dispuesto a hacer un favor.
Tiene un excelente sentido del humor. Yo no lo he visto nunca enfadado. Hemos pasado mis hijos, él, otros amigos y yo veladas inolvidables, recordando venturas y aventuras de otros tiempos que todavía se alojan en la planta noble de la memoria.
Hombre reservado, de pocas palabras, tiene siempre “le mot juste”.
Nuestro Pedrito es afortunado poseedor de las cualidades morales de aquellos a quienes desdeñan los sumos sacerdotes de la “high”.
Personaje de los que no abundan, de los que no se ven muchos, nuestro Pedrito se merece salir en los papeles, y en ellos le ponemos.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 28 de septiembre de 2010

Parkinson, ¿no?

Homo hominis lupus. Esta es una afirmación en latín que, traducida muy libremente, quiere decir que el hombre es a veces para sus semejantes peor que una fiera. Se debe al comediógrafo romano Plauto (Asinaria, II, 4, 8) y fue repetida por los filósofos británicos Francis Bacon y Thomas Hobbes. En la misma idea abundó el escritor y religioso español Baltasar Gracián.
Pues bien, estoy en la cola de un banco. Una señora que está muy cerca de mí observa que me tiembla ligeramente la mano al extraer un papel de un bolsillo de mi chaqueta.
- Parkinson, ¿no? –me dice, mirándome con una chispa de malicia en sus ojos oscuros.
- ¿Se refiere al temblor de mi mano? No, lo mío es temblor esencial.
- ¡No me diga!, sepa usted que soy médica.
Como discutir en la cola de un banco no entra en las actividades que despliego normalmente, no le replico a la doctora –ignoro de qué especialidad-, quien debería recordar que el temblor esencial es lo que en lenguaje familiar se conoce como mal pulso. Si se me pone una hoja de papel tamaño oficio en el dorso de la mano y se me hace extender el brazo en toda su longitud, el papel se mueve ligeramente. La cosa no pasa de ahí, no tiene ninguna importancia.
Ah, pero una doctora en medicina con cierta mala uva, o con deseos de hacerse notar, puede, es decir, quiere identificar ese leve temblor con un síntoma del mal de Parkinson. Y me lo espeta en pleno rostro, por lo menos a ver si me llevo un susto.
A un médico al que conozco y estimo en lo mucho que vale desde hace algunos años, le endiña otro endriago:
- ¿Ya te has operado de cataratas?
Mi respetado doctor no padece de cataratas, así que difícilmente ha podido operarse de ellas. ¡Pero como tiene el pelo gris, y usa gafas para leer…!
El caso es jorobar, jorobar al prójimo por el sólo hecho de jorobarlo, sobre todo si es más joven, más buen mozo, más elegante o, teniendo ya cierta edad, se nota por su aspecto saludable y su buen físico que es capaz de hacer gimnasia o practicar un deporte.
En estos casos hay que llevarle la corriente al inoportuno, o al provocador: la persona, sea del sexo que sea, que esgrime con impudicia una prepotencia y una pedantería notables, porque entiende que hay que pavonearse ante los giles, deslumbrarlos y, si a mano viene, alarmarlos.
Esos inverecundos, como suelen ser gente inferior, pretenden subirse encima de uno y hundirlo en las zahurdas de Plutón, cuando menos.
Por eso, si a uno le dicen que debe tener tal o cual dolencia, o que está muy pálido, o que luce mal, o ¡que hay qué ver cómo ha engordado!, lo mejor es decir a todo que sí; y añadir que, además, uno sufre de una flatulencia crónica que le ha hecho muy impopular en los ascensores y las cabinas de los cajeros automáticos, halitósis, alopecia seborréica y el síndrome de Asperger.
No más que de ver la cara de su interlocutor uno tendrá que hacer un gran esfuerzo para no estallar en carcajadas, a las que podrá dar rienda suelta después en familia, o con amigos.
Esa diversión compensa ampliamente del mal momento que le hacen pasar a uno personas amargadas, envidiosas, agresivas o petulantes que quieren hacerse notar y demostrar que están dotadas de más y mejores condiciones que el común de la gente, que no sabe donde está parada, estiman ellos.


© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 27 de septiembre de 2010

Kim Philby, audacia y traición

En el pasado mes de mayo se cumplieron veintiún años de la muerte del espía por antonomasia del siglo XX: Kim Philby, que en realidad fue un doble agente o un “topo”, como se dice en la jerga del espionaje.
Mientras se encaramaba en las más altas cotas de la inteligencia británica, trabajaba ya como agente en el NKVD soviético. Continuó luego en el sucesor de éste: el KGB.
Hombre de extraordinaria audacia, favorecido por una buena suerte poco común –según reconoció él mismo-, se llamaba Harold Adrian Russell Philby y nació en Ambala, en el actual estado de Punjab (India).
Su padre, Harry Saint John Philby, fue oficial del ejército británico, explorador, orientalista, escritor y asesor del rey Ibn Sau’d de Arabia Saudita.
Philby tomó el nombre de un personaje de Rudyard Kipling: Kim, un niño nacido en la India, de origen irlandés, que espiaba para los británicos durante el siglo XIX.
Kim Philby estudió historia y economía en el Trinity College de Cambridge.
Marxista recalcitrante, miembro del círculo de Cambridge, cuyos miembros más notorios fueron él, Donald McLean, Guy Borgess, Anthony Blunt y John Cairncross –todos espías y todos traidores-, Philby fue instructor de las artes de la “propaganda negra” del Special Operations Executive (SOE) en Beaulieu, condado inglés de Hampshire.
Sin dejar su trabajo de espía para la Unión Soviética, se las arregló para escalar posiciones importantes primero en el Secret Intelligence Service (SIS) y después en el MI6, espionaje en el extranjero.
Tuvo a su cargo después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y durante la llamada Guerra Fría, el espionaje en el norte de Africa, Italia, España, Portugal, Turquía, el Líbano y Estados Unidos, en este último país como oficial de enlace ante la CIA.
Como tantos otros espías, Philby utilizó el periodismo como cobertura. También se destacó en esta disciplina. Fue corresponsal del Times en España durante la Guerra Civil española (1936-1939) y escribió para los periódicos Evening Standard, The Observer, The Economist, la revista Review of Reviews y las agencias Central News, London International y News Service.
Era un narrador nato, como lo demuestra en su autobiografía: “My silent war” (Mi guerra silenciosa).
El escritor inglés Graham Greene, que fue jefe de Philby en el MI6, cuando estuvieron los dos destacados en Africa, le admiraba profundamente, no ya como escritor sino como agente y aun como persona, sin que le importara el hecho de que hubiera vivido casi toda su vida traicionando a Inglaterra.
Greene, cocinero antes que fraile, fue autor de varias novelas de espionaje. En algunas de ellas el personaje central es Philby, convenientemente maquillado.
Los ingleses sospecharon de Philby en varias oportunidades, y lo sometieron a exhaustivos interrogatorios. El 25 de octubre de 1955 fue “blanqueado” por el entonces secretario de Relaciones Exteriores -y posteriormente primer ministro-, Harold McMillan en una comparecencia ante la Cámara de los Comunes, la cámara baja del Parlamento británico.
Poco después fue enviado a Beirut, donde permaneció por espacio de tres años.
El 10 de enero de 1963, el agente británico Nicholas Elliott, amigo de Kim, que había trabajado con él en el Líbano, fue enviado a Beirut para interrogar a Philby.
El 23 de enero, el Dolmotova, un carguero soviético que hacía escala en Beirut en esa fecha, levó anclas tan rápidamente que parte de su carga quedó desparramada por el muelle.
Su cargamento más importante era Kim Philby, que apareció poco tiempo después en Moscú, donde residió hasta su muerte, a los 76 años, en 1988.
Allí sedujo Philby a la esposa norteamericana de Donald McLean, otro de los espías ingleses del círculo de Cambridge que había precedido a su amigo y mentor Kim en su fuga a Rusia.
En 1972 se casó con la rusa Rufina Ivanova Pujova, 20 años menor que él, que le acompañó hasta su muerte.
Kim Philby se las arregló para vivir muy bien bajo la tremenda presión que debió sufrir por su peligrosa condición de espía múltiple. Se casó cuatro veces, tuvo varias amantes. Llevó una vida social muy activa. Era tímido y tartamudeaba ocasionalmente, pese a lo cual fue un gran seductor. Fumaba en pipa. Sus facciones eran regulares. No sobresalía por nada en lo externo, aunque lucía distinguido. Vestía con una mezcla de elegancia y descuido que lo distanciaba tanto del dandy como del hombre despreocupado en exceso por su aspecto.
La suerte le favoreció en todo, dotándole incluso de una gran capacidad para aguantar el alcohol, del que hacía un consumo más que regular en los últimos tiempos.
La entonces Unión Soviética puso su rostro en un sello postal. En él pudieron contemplarse sus facciones de hombre maduro, con el pelo blanco, gafas y una apariencia de profesor jubilado que no tenía en sus tiempos de intriga y falacia.
La foto que ilustra estas líneas muestra una imagen distinta. A poco que uno se fije notará cierta rigidez en los músculos de la cara, una tensión contenida y la mirada impávida y penetrante del impostor, o del hombre que ha vivido siempre en el filo de la navaja.


© José Luis Alvarez Fermosel


Notas relacionadas:

El espionaje y su fascinación
Pequeño artilugio letal
Decodificando

domingo, 26 de septiembre de 2010

Hybris y monorquidia

Si usted es un megalómano como la copa de un pino –claro que usted no lo sabrá, o no querrá reconocerlo-, o le falta un testículo –de eso sí que se habrá dado cuenta-, tiene motivos más que suficientes para sentirse capaz de fundar un imperio y de ahí para abajo, si se dedica a la política, más que nutrida de enfermos: paranoicos, depresivos, psicoverborrágicos, surrealistas, bipolares, alcohólicos, cocainómanos…
No lo decimos nosotros, naturalmente. Lo dice el político inglés David Owen, militante laborista, ministro de Asuntos Exteriores entre 1977 y 1979 y autor de varios libros sobre crímenes y sus investigadores, entre ellos En el poder y en la enfermedad, sobre el que trata una nota relacionada del diario madrileño El País que firma Jesús Ruiz Mantilla.
Conviene leerla y, más que nada, comprar el libro, editado por Siruela.

J. L. A. F.

Nota relacionada:

Enfermos pero muy poderosos

Los mitos del "fitness"

“Vivimos ‘revolcaos’ en un merengue…”, decía Discepolo en aquel himno.
Ahora nos revolcamos en una gran torta de mitos.
Todo lo que no sea verdad, o tan confuso que pueda interpretarse de varias maneras, o se acomode a nuestros deseos –si me gusta es bueno; si no, malo- cobra fuerza de teoría, más aún de ideología, más aún, de religión, de dogma. El mito.
Su majestad imperial el mito ha sido entronizada por políticos, esnobs, psicoverborréicos, intérpretes caprichosos de la realidad, fabuladores, farsantes y otros ejemplares pertenecientes a faunas diversas especializados en delirios varios.
Todos comulgamos con ruedas de molino. El mito nos tiene tomado el número. Todos le rendimos pleitesía, porque más o menos tiene que ver con la moda y sabido es que estar en boga es ser “trendy” –¡en inglés!-.
Repasemos en la nota relacionada diez de los más conocidos mitos referentes al bienestar, que desde hace ya mucho tiempo se llama “fitness” -¡en inglés, naturalmente!-.

© J. L. A. F.

El espionaje y su fascinación

Gente de toda edad, sexo, condición y profesión ha sentido siempre una compulsiva atracción por el espionaje.
Periodistas como Kim Philby y Richard Sorge –los dos grandes espías del siglo 20, de los que nos ocuparemos en trabajos posteriores-; diplomáticos o empleados de embajadas y consulados, como Cicerón, el de la Operación Cinco Dedos; traductores como Valentin Berezhkov, el intérprete de Stalin; amas de casa como Eileen Nearne (ver nota relacionada); actrices y bailarinas como Mata Hari, Marlene Dietrich, Josephine Baker; truchimanes y aventureros de toda laya espiaron en ocasiones por patriotismo -como una manera de combatir fuera de los campos de batalla-, en otras por afición a la aventura y en otras lisa y llanamen­te por dinero.
El espía -llamado el ojo del rey en el libro de fábulas indio Hitopadeza-, ha llegado a la litera­tura y el cine y ha pasado a la historia, como –por citar un solo ejemplo-, Ethel y Julius Rosemberg, ejecutados en la silla eléctrica por su participación en un gran complot de es­pionaje atómico en los Estados Unidos.
No les fue a la zaga el considerado como uno de los más grandes agentes secretos de todos los tiempos, el doctor en ciencias políticas y periodista Richard Sorge, alemán de origen y agente rojo en Tokio, donde era consejero jefe del embajador nazi durante la Segunda Guerra Mun­dial (1939-1945), lo cual le ponía en situación de apo­derarse de los secretos militares de Japón y Alemania.
Así supo que Japón no atacaría a Rusia. Esta información contribuyó a cambiar el curso de la historia, por cuanto permitió a los rusos movilizar miles de tropas acantonadas en aquellos críticos días en la frontera siberiana -por la presencia de fuerzas japonesas-, hacia el frente de Stalingrado, e invertir así la marea de la ba­talla, lo cual significó el comienzo del fin de la Alemania de Hitler.
Para Napoleón Bonaparte, un espía bien entrenado y bien ubicado equivalía a 20.000 hombres en el campo de batalla.
Los científicos no han podido escapar al peligroso encanto del espionaje. Recordemos los casos del Alan Nunn May, Klau Fuchs, David Greenglas -que robó las copias de la especificación de la bomba atómica de Nagasaki-, Gerhart Eisler y otros.
El grumete que sestea sobre un rollo de cuerda en la proa de un barco, la hermosa mujer que enreda a un general, o a un embajador extranjero; la exótica bailarina que otorga sus favores a unos y otros, el secretario que fotocopia documentos del escritorio de un capitán o la señora de la limpieza que vacía las papeleras de la oficina no son invenciones de guionistas imaginativos de Hollywood.
La realidad supera siempre a la ficción.


© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

sábado, 25 de septiembre de 2010

Pensamientos, frases célebres, citas famosas

Una revolución violenta cae al princpio en las manos de fanáticos de mentalidad estrecha y de hipócritas despóticos. Después entran en escena los intelectuales fracasados y presuntuosos, que se convierten en jefes y caudillos autoritarios y soberbios. Los hombres escrupulosos y justos, de natural sencillo y carácter noble, humanitarios y abnegados, los altruistas y los inteligentes pueden iniciar unmovimiento, pero éste termina por escapársele de las manos. No son los caudillos de una revolución: son sus víctimas.- Joseph Conrad.

Joseph Conrad (1857-1924) fue un escritor británico nacido en Berdiczew (Ucrania), pero de familia polaca. Se radicó en Inglaterra muy joven. Fue oficial de la marina británica. Posteriormente se convirtió en un escritor de gran trascendencia, preocupado siempre por los problemas morales. Narrador excepcional, sus personajes son sumamente fuertes. Autor de La línea de sombra, La locura de Almayer, Lord Jim, Nostromo, El corazón de las tinieblas...

© J. L. A. F.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Más sobre esnobs y otras hierbas

No somos sólo nosotros quienes nos referimos ocasionalmente a los esnobs, una de cuyas características es la petulancia.
Estos personajes aparecen con frecuencia en libros, manuales de buenas maneras, ensayos y otros trabajos sobre sociedad y costumbres.
Un libro muy interesante de María José Buxó-Dulce y Pedro Voltes, titulado Deslices históricos, los trae a colación en más de un capítulo.
Voltes afirma en el capítulo Las palabras y sus peligros que él también ha escuchado a ricachos, a cuyas casas fue invitado, cosas como ésta: “Ahora va usted a probar un coñac (o lo que fuera) tan bueno que no lo ha tomado usted en su vida”.
El coautor de Deslices históricos dice textualmente que “la frase es de una arrogancia insufrible y deja transparentar la postura de superioridad en que se coloca aquella persona, aunque finja estar comportándose de un modo cordial y afectuoso”.
Es muy común, también, escuchar a gente que sostiene con imperio: “Yo siempre digo…”, “como yo suelo decir…”, “ya se lo dije yo, y no me hizo caso…!, “a mí me han pasado cosas que no le han pasado a nadie”.
Otros dan por sentado que lo que ellos saben, conocen o han experimentado constituye un patrimonio de su exclusividad, que nadie más puede tener. Son los que cuando van a contar, por ejemplo, las experiencias de su último viaje, empiezan diciendo: “¿Conoces Venecia?”, o la ciudad, o el país que sea.
Algunos dan por sentado que su interlocutor no conoce tal o cual ciudad, o no ha probado en su vida tal o cual “delikatessen”, que es muy cara, o no ha leído ninguna obra del escritor de moda que, además, es amigo suyo.
Voltes cita varios de los estilos de estos especímenes: el zafio –muy habitual-, el presuntamente sencillo, el archiafirmativo y el hiperdubitativo, que se ha llevado mucho, todavía sigue llevándose en algunos ambientes y produce frases como ésta: “A mí casi me parece un poco como sí, o sea, (osá) que a veces, de alguna manera…”.
¿Qué decir del estilo no ya directo, sino avasallador, del que asegura: “Yo lo tengo todo muy claro, yo sé bien lo que digo, a mí no se me puede engañar…”?
En la televisión se oye decir a muchos políticos “toos”, en vez de todos, y “vamo a”, en vez de vamos a. En la televisión se escucha cada barbaridad que enciende el pelo. Lo paradójico es que esos disparates idiomáticos –y otros conceptuales- se deben a personas supuestamente cultas, o por lo menos instruídas.
Comentando estas cosas, un amigo mío muy observador me hizo notar que esas personas tienen el oído tan acostumbrado a registrar los dichos –a veces mal dichos- de la gente joven que los adoptan subconscientemente, en su manía por estar en boga.
Como dice Pedro Voltes en el libro escrito conjuntamente con María José Buxó-Dulce: “Los ejemplos de ordinarieces en personas presuntamente distinguidas resultan incontables”.

© José Luis Alvarez Fermosel


Ensayo sobre los esnobs
Nuevos ricos y esnobs
Aunque la mona se vista de seda…



martes, 21 de septiembre de 2010

Los negocios de la gripe A

Con respecto a los negocios que se hicieron durante la farsa de la gripe A, Martín Lipszyc se refirió en una nota publicada en el muy serio diario La Nación de Buenos Aires a las desmesuradas ventas (y reventas) de barbijos para cubrirse la boca y evitar la entrada de gérmenes y envases de alcohol en gel para llevar en el bolsillo y desinfectarse las manos en cualquier lugar, en el ambiente de histeria que se se creó entre la población.
Barbijos, alcohol y otros utensilios y remedios se cubren ahora de polvo en los anaqueles de las farmacias, porque nadie los compra.
¿Qué buzón nos venderán la próxima vez? ¿Lo compraremos, como siempre?

© J. L. A. F.

Humor y literatura

El humor campea en una innumerable serie de obras literarias. No es sólo que haya muchas novelas y otras narraciones de humor. Incluso en muchos relatos dramáticos centellea una chispita de humor.
El sentido del humor es inapreciable e insustituible. No tenerlo, no apreciarlo es como estar reseco, muerto por dentro. La vida no se concibe sin bromas, sin chistes, sin risas.
Como se dice en la nota relacionada del diario madrileño El País, la seriedad y el humor no son incompatibles, ni el humor es un género menor en literatura.
Bilbao, capital de la provincia vasca de Vizcaya, en el norte de España, celebrará en fecha próxima un encuentro internacional en el que escritores, cineastas, cómicos y músicos debatirán sobre un asunto de tanto interés como el humor en la literatura.
El trabajo de El País es extenso, pero imperdible.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

Libros de risa

domingo, 19 de septiembre de 2010

La casa de Buñuel

El gobierno español acaba de comprar por 510.000 dólares la casa que el director de cine Luis Buñuel habitó en México, donde vivió varios años y dirigió algunas de sus mejores películas.
La ministra de cultura de España, Angeles González Sinde, informó que la que fue vivienda de Buñuel, un bronco aragonés que en los últimos años de su vida adquirió la nacionalidad mexicana, se convertirá en un centro multidisciplinario de arte y cultura.
Para más detalles, leer la nota adjunta de Ñ, la revista cultural del diario La Nación de Buenos Aires.
Luis Buñuel fue un gran artista y un gran ser humano. No siempre van juntas las dos cosas. Hay gente muy talentosa, pero más mala que un dolor. Y personas buenísimas de escasa inteligencia y casi ninguna instrucción.
Fernando Rey, el actor fetiche de Buñuel, era un excelente artista y una bellísima persona; y un señor, además.
Buñuel tuvo una vez un magnífico detalle con Fernando Rey.
Me lo contó Fernando una calurosa noche de verano en la terraza del Café Gijón de Madrid.
Trabajaba él en París en una película con Catherine Deneuve y otros artistas franceses de primera línea, quienes co­braban unos honorarios más al­tos que los suyos, con poca o ninguna justificación. Dirigía la película Luis Buñuel.
“Yo estaba, lógicamente, muy molesto; pero me aguanté hasta el final del rodaje sin protestar", me dijo Fernando.
“Muy pocos días después Buñuel me invitó a comer y cuando ya nos íbamos del restaurante, en el centro de París, me tendió un so­bre blanco cerrado y me preguntó apresuradamen­te y con timidez: ‘¿Puede un director amigo hacerle un pequeño regalo a un ac­tor amigo?’ Yo, un poco desconcertado, le dije que sí. El me dio el sobre y se fue. Cuando lo abrí, vi que había dentro mil dólares en billetes nuevos de cien”.
Tampoco le pareció bien a Buñuel que la producción de la película le pagara a Fernando Rey menos que a los demás actores, siendo igual de bueno que ellos, o mejor. Como compensación, le hizo a su actor favorito esa dádiva de su propio bolsillo.
Luis Buñuel (1900/1983) fue uno de los más eminentes directores de cine contemporáneos. Su obra permaneció fiel a la inspiración surrealista y a una meditación muy crítica sobre la religión católica. Su influencia fue decisiva en la historia del cine. En París, donde trabajó mucho, fue asistente de Jean Epstein. Anteriormente había estudiado literatura y filosofía en Madrid, donde se hizo muy amigo de Salvador Dalí. Vivió una parte de su vida en México, donde filmó muchas de sus mejores películas. Entre las rodadas en España, Francia y México, recordemos “Los olvidados”, “Un perro andaluz”, “Viridiana”, “Nazarín”, “La Vía Láctea”, “Tristana”.


Foto:
Luis Buñuel (izqda.) y Fernando Rey

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

sábado, 18 de septiembre de 2010

El cartero sigue llamando

El primer cartero de Buenos Aires empezó a repartir cartas el 14 de setiembre de 1771.
Hoy en día no se escriben cartas, cartas particulares. Para comunicarse a distancia están los correos electrónicos, los mensajes de texto y otras herramientas que provee la tecnología.
Cuando nuestros hijos nos toman el pelo cuando nos ven escribir con pluma estilográfica una carta en papel timbrado, les explicamos que en la época de nuestros bisabuelos existía el recado de escribir, que incluía pluma de ave, salvadera, papel de barba, arenilla para secar la tinta, lacre y sello para imprimirlo sobre el lacre derretido que cerraba el sobre. De ahí viene la sortija de sello con las iniciales.
La carta, o los pliegos, si eran reales, los llevaba un correo de gabinete a caballo.
Los diplomáticos todavía entregan sus cartas credenciales a los presidentes de los países ante los que se acreditan en una ceremonia con cierto boato que incluye su paso por la ciudad en carroza con caballos enjaezados.
Se escribían con mucha frecuencia cartas de amor. Los novios, que se veían poco, y las pocas veces que se veían lo hacían en la casa de los padres –cuando los novios ya “entraban en casa”-, eran sometidos a férrea vigilancia. Por eso se pasaban la vida escribiéndose cartas, que a veces llevaban flores dentro, o un rizo de los rubios, o negros cabellos de ella.
Esas cartas se conservaban guardadas en una caja que acaso había contenido un frasco de perfume, y se ataba el paquete con una cinta azul, o roja. Muchas aparecieron en una buhardilla y las encontraron los nietos.
Taquimecanógrafas de melena a lo “garçon”, faldas cortas y medias de seda tecleaban en épocas muy posteriores en máquinas de escribir Underwood. A la salida del trabajo se iban con sus novios a tomar el té al bar de un hotel elegante, donde bailaban el charleston.
“Altri tempi”... Cuando recibir una carta significaba una alegre sorpresa. No así un telegrama. El telegrama y su antecesor, el cablegrama, tenían algo de ominoso, de intranquilizador, porque casi siempre anunciaban malas noticias.
En cualquier caso, todavía en este siglo XXI se despacha correspondencia por correo y se recibe en el domicilio de uno. El cartero, por tanto, sigue vigente, aunque ya no es aquel hombre viejecito, con grandes mostachos blancos y gorra de plato, vencido por el peso de una enorme cartera llena de cartas que llevaba a la espalda y, de semejante guisa, se recorría la ciudad.
Ahora nos traen los folletos, las facturas, los resúmenes del banco y las también inquietantes cartas-documento, jóvenes de mosquita bajo el labio inferior y larga melena. Los que nos traen otro tipo de correspondencia, los mensajeros, suelen venir en moto y se los llama motoqueros.
Todo esto no es más que una reminiscencia nostálgica cuyo mensaje, si es que tiene que llevar algún mensaje, ya que hablamos de ellos y de quienes los traen, sería el totalmente obvio de que las cosas son ya de otra manera. Muchas de ellas implican rapidez y comodidad.
A la película El Cartero (1) no me voy a referir, como parecería obligado para elogiar a Neruda, porque nunca me gustó Neruda. Como persona, quiero decir.

(1) “Il postino”, El cartero (y Pablo Neruda), El cartero de Neruda o simplemente El cartero es una película en italiano dirigida en 1994 por Michael Redford que cuenta la historia real del poeta chileno Pablo Neruda y su relación con un cartero al que enseña a amar la poesía.


© José Luis Alvarez Fermosel


Nota relacionada:

Cómo es el trabajo de un cartero de hoy

Pensamientos, frases célebres, citas famosas

En este mundo, la felicidad, cuando llega, llega incidentalmente. Si la perseguimos nunca la alcanzaremos. En cambio, al pretender alcanzar otro objetivo, puede ocurrir que nos encontremos con ella cuando menos lo esperemos.- Nathaniel Hawthorne

Nathaniel Hawthorne (1804-1864) fue un novelista estadounidense nacido en Salem, Massachussetts. Trabajó en la aduana, antes de dedicarse a escribir. Se hizo famoso con su novela “The scarlet letter” (La carta escarlata), y especialmente con sus cuentos y relatos. Es uno de los iniciadores del cuento fantástico en los Estados Unidos.

© J. L. A. F.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Etica sanitaria en entredicho

En los Estados Unidos médicos recomiendan en artículos que publican en revistas especializadas productos de industrias farmacéuticas, laboratorios y otras empresas del rubro que les pagan gruesas sumas de dinero por ello.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) reveló que cinco de sus asesores tuvieron relación con industrias durante el chanchullo de la gripe A. “Tener relación” es un eufemismo equivalente a haber sido comprados por las industrias de referencia.
La propia OMS no salió muy bien librada durante la “mise-en-scène” del sainete de la gripe A.

Niño perdido

Un niño de tres años está perdido desde hace un mes en la populosa barriada bonaerense de Floresta. Dice que se llama Nico (foto). Permanece refugiado en un centro de atención transitoria. Nadie lo ha reclamado hasta ahora.
Cobra actualidad, al cabo de 78 años, el artículo adjunto del periodista español César González-Ruano titulado “Señora, ¿se le ha perdido a usted un niño?”.



Nota relacionada:

Señora: ¿se le ha perdido a usted un niño?



miércoles, 15 de septiembre de 2010

Escritores

Los escritores las hemos pasado siempre canutas. En todas partes y en todas las épocas.
“El tontiño de Bombeiro se ha quedado sin dineiro”, oí decir una vez en versificada chufla galaica en una taberna de Betanzos (cerca de la Coruña, una de las cuatro provincias gallegas, al noroeste de España). Bombeiro, que compraba y vendía ganado –las mansas vacas rubias de Galicia-, y le iba muy bien, se metió un día a periodista. Y se quedó enseguida sin un duro, siendo hombre de luces y de buen decir, como era.
Remontémonos a otras alturas para recordar que Rudyard Kipling (ilustración) quiso escribir en una ocasión para “The San Francisco Examiner”. El jefe de redacción le pidió unos artículos. Después de leerlos se los devolvió, diciéndole: “Señor Kipling, usted no sabe hacer uso del idioma inglés; así que como ésto no es un jardín de infantes para escritores aficionados, haga el favor de retirarse y no vuelva más por aquí”.
Kipling siguió escribiendo. Le fue muy bien, como se sabe.
Cuando ya era un autor consagrado le regaló el original de un libro a la nurse que había cuidado de su primer hijo. “Tome este escrito –le dijo-. Si un día tiene usted un apuro económico, quizás pueda venderlo y le den algo de dinero”.
Algunos años más tarde la enfermera vendió el manuscrito y con los derechos del libro, ya editado, pudo vivir decorosamente el resto de sus días. Se trataba de El libro de la selva. Si Kipling se lo hubiera llevado personalmente a su editor, seguro que éste lo habría rechazado o, en el mejor de los casos, le habría pagado mucho menos.
Ernest Hemingway dijo en una oportunidad que había que dejar el periodismo a tiempo. El lo dejó, se dedicó por entero a la literatura y llegó a ganar el premio Nobel (1954).
Como no le daba al dinero más importancia de la que tiene, y, además, tuvo bastante, donó el importe del premio –que ya está llegando casi al millón de dólares, entre paréntesis-, al santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, en Cuba. “Uno no posee verdaderamente nada hasta que no da algo a los demás”, dijo en aquella oportunidad el autor de El viejo y el mar, una excelente novela corta, en nuestra opinión.
Casos como los de Kipling y Hemingway, que ganaron fortuna y honores con las letras y ayudaron económicamente a personas y entidades, no abundan.
Thomas Watson, el dramaturgo más importante y popular durante el reinado de Isabel I de Inglaterra (1853–1603), fue toda su vida pobre de solemnidad. Hoy no existe copia de ninguno de sus trabajos.
Apenas los primeros ejemplares de Madame Bovary ganaron la calle, su autor, Gustave Flaubert fue tachado de pornógrafo y acusado de cometer delitos contra la moral y la religión. A pesar de la censura, el libro se vendió como pan caliente. Pero fueron tantos los disgustos que le acarreó a su autor, que éste lamentó no tener dinero suficiente como para comprar todos los ejemplares de su novela, arrojarlos al fuego y desentenderse de ella para el resto de sus días.
Según los archivos del Liceo de San Luis de París, Emile Zola fue calificado por sus profesores con un cero en Literatura Francesa, otro en alemán y un tercero en Retórica.
Si hubo alguna vez cuentos deliciosos para niños, éstos fueron los de Hans Christian Andersen. Lo mejor que la crítica dijo de ellos es que eran totalmente inadecuados para la mentalidad infantil; más aún, peligrosos.
Azaroso oficio, el de escritor.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

Escribir por encargo o el derecho de los escritores a ganar dinero

Del autor:

El mundo del libro

De escritores y libros

domingo, 12 de septiembre de 2010

¡Niños, a tomar el gazpacho!

Algo muy bueno de los cocineros actuales -tan mediáticos, tan queridos por el público-, o de algunos, es que enseñan a sus hijos a comer lo que guisan sus padres.
Las criaturas se acostumbran a comer cosas distintas a la de todos los días, o por lo menos platos más elaborados, desde que dejan el biberón. Lo importante es que adquieran el hábido de comer de todo.
Hay que variar. En todo y por todo. Dicen que en la variedad está el gusto.
Ravioles, pizza, asado, filete de merluza... Pero también una buena corvina a la vasca, unos espárragos a la vinagreta, unas alcachofas al wok, un gazpacho y de postre un “parfait” de chocolate, pongamos por caso.
No hay niños maniáticos. Si los hay es porque los padres no se preocupan por quitarles las manías.
No es ese el caso de tres de los mejores cocineros de España, que han convertido a sus hijos en pequeños “gourmands”. Hay que leer en el diario El País de Madrid la nota relacionada, que nos parece de gran interés para los padres.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

Mi padre es “chef”

Del autor:

Gazpacho

Hay que aprender a entender lo que se lee

Cuesta, cuesta entender, aunque no lo parezca. De modo que tenemos que aprender a comprender, por ejemplo, lo que leemos, y no me refiero a la jerga de la informática, o a otras. Leer cualquier cosa, lo que sea, no es fácil, es decir entender lo que se lee. El nivel de comprensión, en términos generales, es muy bajo.
La historia del niño que aprendía a leer en un mes, dando una lección por día con su abuela, y a partir de ese momento leía constantemente, y después aprendía otros idiomas, y los leía, y lo entendía todo: esa historia resulta hoy en día incomprensible.
Como incomprensible es ahora para muchos adultos –con enseñanza secundaria cursada-, leer de corrido o llegar al final de un texto, aunque no sea muy largo, habiéndolo entendido todo.
De ahí que surjan manuales y guías que enseñen a entender todo lo que se lee, y no una parte.
Es que, como ha dicho algún especialista, “la coherencia de un texto no está en el texto mismo, sino en la mente del lector”.
Me detengo aquí porque no quiero correr el riesgo de seguir escribiendo, llegar a completar una carilla y no entender, al leer el texto, los párrafos finales.
O sea, que vamos bien.
Lingüistas analizan los problemas que se les plantean a diversos grupos sociales para leer textos y comprenderlos en su totalidad..
Dolores Pruneda Paz nos explica cómo se informa ahora para que la gente entienda lo que lee. En la revista cultural Ñ del diario Clarín, en Buenos Aires.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 11 de septiembre de 2010

Pensamientos, frases célebres y citas famosas

Un tiempo henchido de experiencias variadas e interesantes parece corto mientras está pasando, pero largo cuando se lo recuerda; por el contrario, un período de tiempo vacío de experiencias parece largo cuado pasa y corto cuando se considera retrospectivamente.- William James.

William James (1842 – 1910). Filósofo, psicólogo y escritor estadounidense. Uno de los pensadores más influyentes de su país y el representante típico de la filosofía angloamericana. Enseñó una forma de empirismo pragmático en el que se garantizan las exigencias de la vida moral y religiosa. Reaccionó contra el intelectualismo y contra el escepticismo. Durante sus muchos viajes a Europa conoció a Herbert Spencer, Wilhelm, Herman von Helmholtz, James Ward, Carl Stumpf y Charles Renouvier. La influencia de Stumpf y Renouvier fue notable en la evolución de sus ideas. Era hermano del novelista Henry James. Enseñó Filosofía en la universidad de Harvard. Es autor de Los principios de la psicología, La voluntad de vivir y otros ensayos, Las variedades de la experiencia religiosa y otras obras.

© J. L. A. F.

viernes, 10 de septiembre de 2010

El revólver

El revólver es una excelente arma de defensa, por la sencillez de su manejo, la imposibilidad de que se trabe –siempre y cuando la munición esté en buen estado-, su poco peso y su fácil portación, sobre todo los de calibre mediano, como el 32 ó el 38.
Adquirir un revólver, u otra arma para protección en Argentina implica tener la tarjeta de legítimo usuario del RENAR (Registro Nacional de Armas), que se obtiene mediante una tramitación no demasiado complicada. Hay que pasar un examen psicotécnico, que tampoco es muy difícil, y esperar luego de 20 días a un mes. Lo que no se autoriza, salvo en casos muy especiales, es la portación de ningún arma de fuego, ni corta ni larga.
Las pistolas semiautomáticas (1), de mayor capacidad de fuego que los revólveres -14 ó 15 balas- son más adecuadas para las fuerzas de seguridad. Su manejo no es tan simple, pesan más, son más incómodas de llevar y siguen trabándose, digan lo que digan, aunque no con tanta frecuencia como antes.
Ya no es necesario cargar el revólver introduciendo una por una las balas en cada uno de los orificios del cilindro, que según el calibre y el modelo pueden ser cinco, seis u ocho. Hay una especie de cargador, con las balas unidas por una cinta metálica, que se mete de una vez en el tambor. El método es muy similar al de las pistolas. Ya no se pierde tanto tiempo como antes en la recarga de los revólveres.
El revólver desciende por línea directa de la pistola “pepperbox”, en la cual un haz de cañones individuales seguía una rotación sucesiva ante un mecanismo que provocaba el disparo.
De manera que Samuel Colt no fue el inventor del revólver, que se remonta a los tiempos del rey Carlos I de Inglaterra. Al coronel Colt se le debe, empero, la primera patente, registrada en Gran Bretaña, centro mundial de fabricación de armas, en 1835.
Su obra maestra fue el Colt 45, el más famoso revólver de la historia, el arma por excelencia del Oeste americano: el “peacemaker”, o pacificador, como se denominó al modelo “frontier” que se utilizó en los territorios fronterizos del Oeste.
El Colt 45 fue en principio de simple acción, o sea, que había que levantar el percutor con el dedo pulgar, a fin de montar el arma, y después apretar el gatillo. Para disparar los revólveres modernos, de doble acción, no se necesita más que apretar el gatillo, que va subiendo y bajando el percutor automáticamente.
Arma muy sólida, compacta, de grueso calibre, cuya bala pesa el doble que la de nuestro popular 9 largo, tiene un gran “stopping power”, o potencia de detención.
Por eso, y por la simplicidad de su mecanismo, sus piezas escasas y estar hecho para soportar las presiones de las pólvoras más fuertes –entonces no se conocía la cordita, o pólvora sin humo-, este legendario revólver fue la herramienta más eficaz en la conquista del “Far West”. De ahí que se le llamara “the gun that made the West” (el arma que conquistó el Oeste).
Probablemente no se haya fabricado nunca un arma como el Colt 45 en la que estuvieran previstos todos los detalles, hasta el mínimo. Una buena prueba de ello es que se produjo sin la menor alteración desde 1873 hasta 1947.
Al vencer las patentes Colt en los Estados Unidos, numerosas variedades de revólveres inundaron el mercado: Smith and Wesson –el mejor de todos ellos-, Witton and Daw, Adams, Webley, Tranter, Kerr, Westley, Richards, Remington, Savage…
Pero el Colt del 45 pasó a la historia. Y de Samuel Colt se dijo siempre: “Dios creó a los hombres…y Colt los hizo iguales”.

(1) La pistola semiautomática se llama comúnmente automática –sobre todo en las novelas y películas policiales-; pero no lo es, puesto que para que se produzcan los disparos hay que apretar el gatillo cada vez. En las armas automáticas, las ametralladoras, por ejemplo, basta con mantener presionado el gatillo para que los proyectiles salgan uno tras otro, en rápida sucesión.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 9 de septiembre de 2010

Los "yuppies" que se fueron

Desde finales del siglo pasado, o poco antes, hasta lo que va de éste, se produjeron muchas más novedades de las que acaso estaban previstas y desaparecieron personajes, costumbres y modas que, como es natural y lógico, fueron sustituídas por otras.
Los “yuppies”, por ejemplo. ¿Se acuerdan de los “yuppies”, que aquí se llamaron “argenyuppies”? Estos últimos fueron una copia al carbón de los estadounidenses, aquellos “white collars” que revolucionaron las finanzas durante una buena parte del siglo XX.
Los “yuppies” (“young urban proffesionals”: jóvenes profesionales urbanos norteamericanos), vestidos por “Brooks Brothers”, como los mandos de la CIA, impusieron un estilo juvenil, descuidado, deportivo y con cierto “flair”.
Excelentes “lobbystas”, no menos brillantes “contact men”, rápidos, aguantadores, discretos, negociaban para sus patrones, representados, socios o para ellos mismos con mano maestra.
El colapaso bursátil de 1987, y concretamente la caída de Drexel –la sociedad de valores que llevó a su auge, y más tarde a su destrucción a los “bonos basura”-, terminó con la leyenda de los “yuppies” que inmortalizó Michael Douglas en la película Wall Street y cuya ocupación favorita era hacer dinero.
Los programas de ajuste del gobierno argentino, del que fuera, el de turno, dispersaron a los “argenyuppies” como la brisa a las hojas caídas de los árboles en los parques, en otoño.
La imagen de estos jóvenes programados para mover dinero se borró. Los negocios financieros ya no dan suculentos beneficios en un tiempo récord. Esta es, más bien, la época de las crisis.
Sus reemplazantes, los “brokers”, los “operadores” y otras runflas hacen el ruido que pueden. Se matan por salir en revistas frívolas, por las que desfilan máscaras que, al revés que en la antigua “high”, idolatran la ostentación y dan de comer a los “comuniquéitors” en boga, rivalizando con políticos sin voto que viven de las apariencias.
Pagan fortunas -con tarjetas de crédito de platino- en comidas en los lujosos restaurantes de la elegante barriada de Puerto Madero, o en Palermo Hollywood o Palermo Soho.
Les acompañan arribistas, nuevos ricos y esnobs que dicen “Niu Yor”, beben whisky agarrando el vaso con todos los dedos, menos el meñique, que mantienen estirado y rígido. Se uniforman con trajes de raya diplomática que ya no usan los diplomáticos y compran libros “best sellers” que no leen.
En el verano del norte se irán a Barcelona, tan de moda actualmente, o a Gerona, que ahora es “Girona” y se pronuncia “Yirona”, ya cerca de Francia; porque ni la isla de Ibiza, antiguo bastión del hippismo internacional, ni la Costa del Sol, con su epicentro en Marbella y Torremolinos, están “inn”.
Pero pasadas las vacaciones volverán todos ellos, asesores, internistas, “lobbystas”, intermediarios, truchimanes y otros integrantes de una picaresca que sigue haciendo del circuito financiero porteño una corte de los milagros.
Los que no regresarán serán los “yuppies”. Se los echa de menos. Eran tan simpáticos, tan elegantes, tan modositos… Parecía que en su vida habían roto un plato.
Pero eran perros de presa. Los perros de la “city”.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 6 de septiembre de 2010

Un perro en la tarde

El Coronel Arthur F... y su esposa lamentan notificar el fallecimiento de su “bull terrier” Negus. Era un caballero. La noticia salió en el “Times” de Londres.
En una calle de Buenos Aires, un señor saluda a la vida en la hermosa estampa de un perro de raza “pointer”, que se ve que también es un caballero.
Una señora interpela al señor, y se establece el siguiente diálogo:
- ¿Usted se detiene siempre en la calle para acariciar a los perros de raza?
- Y a los otros, a los golfos también.
- ¿Y no le ha mordido nunca ninguno?
- ¡Jamás, señora! Los perros callejeros, los mendigos y los niños me adoran.
- Buen síntoma...
- Muchas gracias, señora. Es usted inteligente. Se da cuenta enseguida de cosas que mucha gente no entiende en toda su vida.
- Es usted un caballero..
- Y usted una gran dama, no hay más que verla.
Era esa hora en que las cosas adquieren tonos más profundos, pero permanecen inmóviles, por estar encerradas en sí mismas, a la espera del crepúsculo. Era posible mirar sin entrecerrar los ojos. Los rayos del sol, suspendido encima de los techos de los edificios, arrancaban destellos rojizos a las cristaleras.
En Puerto Madero, los reflejos del agua del río eran más amplios, más suntuosos, aunque con un toque de frialdad, como si faltara muy poco para que empezaran a apagarse.

© José Luis Alvarez Fermosel

Por un clavo...

Por un clavo se perdió una herradura; por una herradura, un caballo; por un caballo, un jinete; por un jinete, un reino.
Esta es una expresión proverbial con la que se da a entender que de pequeños descuidos o errores pueden sobrevenir males grandes. A menudo se utiliza en tono irónico.
La frase proviene, según parece, de un hecho histórico ocurrido en tiempos del rey Felipe IV de Francia (1268-1314), cuando este monarca incorporó a sus estados las provincias flamencas.
Nombrado gobernador de ellas Jacobo de Chátillon, conde de Pol, provocó con su mal gobierno, sus abusos y sus escándalos un levantamiento que ocasionaría matanzas sin cuento y, en último término, la rápida emancipación flamenca de la Corona francesa.
La causa inmediata del alzamiento se debió a la intercepción casual por el síndico de Bruselas de un mensaje del conde de Saint-Pol al gobernador de Flandes oriental.
El conde comunicaba a su colega en el recado su decisión de disolver las milicias comunales. Esto terminó de caldear los ánimos nacionalistas de los flamencos.
Lo curioso es que ese anuncio pudo trascender porque el jinete que lo llevaba cayó de su caballo al perder éste una herradura, de la que se había desprendido un clavo. De esa forma pudo decirse que por un clavo... se perdió un reino.

Por la transcripción: J. L. A. F.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Pensamientos, frases célebres y citas famosas

Cuando el sol se hunde susurrando en el mar, y se alza la noche con sus grandes y apasionados ojos, ¡oh!, entonces el verdadero placer estremece todo mi cuerpo, las brisas acarician mi corazón inquieto como trémulas doncellas, las estrellas me hacen guiños y yo me levanto y lloro por la tierra minúscula y por los pensamientos mezquinos de los hombres.- Heine.

Heinrich Heine (1797 – 1899) Abogado, escritor –fundamentalmente poeta-, periodista, crítico e historiador de filosofía. Nació en Düsseldorf (Alemania).
Estudió en varias casas de altos estudios alemanas. Como periodista, fue corresponsal en París del Ausburger Allgemeinen Zeitung.
Fue uno de los mejores poetas románticos. Le correspondió ser el último de sus portavoces.
Escribió, entre otras obras, Libro de canciones, Cuaderno de viaje, Situación en Francia y la Escuela romántica.

© J. L. A. F.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Novelas y cuentos

Guardo un hermoso recuerdo de la revista literaria Novelas y Cuentos, que aparecía semanalmente en Madrid, años ha, editada por Diana Artes Gráficas. La editorial estaba en la Calle Larra número 6 y luego se mudó al 12, a la vuelta del Café Comercial de la Glorieta de Bilbao.
La revista publicaba en ediciones íntegras, y fidelísimamente traducidas las de autores extranjeros, desde clásicos del Siglo de Oro, como El caballero de Olmedo y la Niña de Plata, de Lope de Vega, hasta obras de excelentes escritores de todo el mundo. No estaban excluídos humoristas españoles como Enrique Jardiel Poncela, Pedro Muñoz Seca, Wenceslao Fernández Flórez, ni otros de otras nacionalidades: Ivan Goncharov, Molière, Alphonse Daudet, Mark Twain…
El formato, en cuadernillo, era grande al principio: de 30 centímetros por 20. Luego se redujo al tamaño de un libro: 20 por 15 centímetros. Mi memoria no es prodigiosa. Es que conservo dos ejemplares. Uno de ellos es una novela histórica de Elias Berthet: El fantasma de Chatillón; el otro, el más pequeño, de reciente adquisición, contiene un folletín de Gilberto A. Thierry: Rosina Savelli.
Me lo consiguió Maite –atenta siempre a mis caprichos-, encargándoselo a la Librería Anticuaria Hijazo de Logroño (Navarra, norte de España), que trabaja como Amazon, y otras distribuidoras de libros agotados, antiguos, raros o difíciles de encontrar, enviándolos por correo contra pedido vía Internet, a pagar con tarjeta de crédito.
La entrañable colección Novelas y Cuentos me abrió otra puerta a la lectura, y digo otra porque ya había abierto yo algunas con anterioridad. Pero acaso ninguna me franqueó el acceso a tanta cantidad de libros tan buenos como Novelas y Cuentos, florilegio que recuerdo con nostalgia y cariño.
En la doble página central se ofrecía una serie de amenidades –equivalentes al noticiero y los cortos entre película y película-. Los datos del autor, notas literarias, el anuncio de la próxima novela, una sección de humor, casi toda a base de chistes, pensamientos y frases célebres y una reseña bibliográfica de publicaciones recientes.
La revista tenía una letra muy fácil de leer. No aparecía una sola errata de imprenta, ni mucho menos una mala traducción. Estaba muy bien diseñada y muy cuidada, dentro su sencillez. Lo malo era el papel, que era de diario y con el tiempo se ajaba y se rompía fácilmente.
Los precios estaban al alcance de cualquier bolsillo. Oscilaban entre una y cinco pesetas, según el número de páginas de cada ejemplar.
En casa no teníamos que hacer ni siquiera esa mínima erogación, porque le regalaban las revistas a mi padre, quizás en compensación por algún favor de los muchos que solía hacer.
Le llamaban cada tanto por teléfono de la editorial y en cuanto llegaba le daban un montón de números, incluído el último, recién salido de la imprenta, todavía oliendo a tinta.
Cuando aparecía por casa cargado con ese tesoro, yo le veía como un ser maravilloso y providente –lo era, en realidad-. El me regaló el primer libro que leí en mi vida: La estrella de la Araucanía, de Emilio Salgari. Desde entonces no paré de leer.
Llegamos a tener una cantidad considerable de títulos de Novelas y Cuentos. Por desgracia, las revistas fueron desapareciendo. Se las llevaban los vecinos, las empleadas del hogar -alguna de las cuales tenía un novio al que le gustaba leer-, y cierta cocinera romántica, amante de los folletines. Otras se las prestamos a amigos que no nos las devolvieron, como es de rigor. Y muchas se habrán extraviado en mudanzas.
La siguiente reflexión sobre la amistad pertenece al “insert” de variedades del número 700 de Novelas y Cuentos, correspondiente a la novela El fantasma de Chatillón.

Querer bien a un amigo es hacerle en la oca­sión favores y buenos servicios, sin esperar a que su necesidad los pida, ni a que los pague el ruego, escribiendo la deuda con el rubor del rostro. Es anticiparse a ciertas necesidades, que suele ocultar la vergüenza, o por miedo, o por manifestarse el afligido importuno. Es procurar los intereses del amigo con preferencia a los suyos; y no jactarse de las finezas, aun puesto en la necesidad peligrosa de manifestarlas. El verdadero amigo corrige al suyo en secreto y le alaba en publico, haciéndole conocer sus defectos y embarazando que otros los publiquen contra su estimación y decoro. Ser amigo es ser un acusador de solo a solo y un fiscal de las ac­ciones que, sin el sonrojo del corregido procura el remedio. El verdadero amigo debe defender al suyo como abogado, acariciarle tanto en sus desgracias como en sus prósperas fortunas; de­fender su inocencia, opuesto a cualquier desdi­cha; y en los sucesos infelices no negarle nin­gún socorro que pueda consolarle.
Estos son los verdaderos delineamientos del rostro hermoso de la amistad, y en el sujeto que no veamos iguales estas señas, no debemos creer en su amistad, sino en su odio, tanto peor cuanto más disimulado.


© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 3 de septiembre de 2010

Shanghai Lily

Volvimos a ver -en un cine club-, “El expreso de Shanghai” (1932), con Marlene Dietrich, dirigida, naturalmente, por Josef Sternberg.
En las siete películas que hicieron juntos quedó expresa la extraña química fetichista que existía entre ellos. Al separarse, se perdió la magia.
Oscar Lee Garmus ganó el Oscar por la mejor fotografía. Ya en las primera escenas del film se luce, cuando retrata a una enorme locomotora que sale de la estación de Pekín, serpenteando lentamente por una vía que cruza calles del extrarradio con culis con sombreros que parecen pantallas de lámpara, tenderetes, niños acuclillados en el suelo y perros vagabundos que buscan restos de comida, junto a rescoldos de fuegos que asaron pescados y calentaron el té gris que entibia los fríos estómagos vacíos.
Los juegos de luces y sombras -que tan bien aprovechaba el cine en blanco y negro-, resaltan el rostro bellísimo de Marlene, que en esta película es la “notoria aventurera de la costa china”, Shanghai Lily. A sus ojos entornados, pero siempre avizores, asoma la tristeza del amor perdido, que… acaso pueda recobrar en la vertiginosa sucesión de aventuras e intrigas que sobrevienen en un ambiente exótico y turbulento.
El último ex amante de Shanghai Lily es un flemático capitán del ejército inglés que también viaja en el expreso de Shanghai. Los dos se cruzan a menudo en el pasillo del convoy. A veces miran por las ventanillas un paisaje de arrozales, búfalos, soldados con largos fusiles terciados y alguna pagoda lejana.
El apuesto oficial, aunque igualmente con el corazón roto, asegura que aquel amor ardiente pertenece a un pasado que no ha de volver.
Hay escenas con el ingenuo voltaje erótico de la época, como ésta:
Shanghai Lily sale de su compartimiento y se encuentra con el capitán –Clive Brook, no lo habíamos dicho hasta ahora-. Tiene entre los labios uno de los lujosos cigarrillos emboquillados de entonces. Le pide fuego a él y él se lo da encendiendo un fósforo de madera. Roza fugazmente con sus dedos los de ella: largos dedos de marquesa o de pianista. Ella expele voluptuosamente una gran bocanada de humo perfumado por boca y nariz.
- ¿Tiemblas? –pregunta él, como si no se hubiera dado cuenta.
- ¿Acaso no acabas de acariciarme? –, responde ella con una sonrisa que es más un rictus que una sonrisa.
Lo que al final los salva, a ellos y a otros viajeros, es el valor y el honor. Sobrevuela el amor, y no está mal.
Recordemos más cine con romances -tristes o alegres-, como “Chung King Express” (1994), de Wong-Kear-Nai, con Brigitte Lin y Takahesi Kamashiro en cabecera de cartel. La película relata dos historias de amor no convencionales que acontecen en el bullicioso epicentro urbano de Hong Kong.
No podemos olvidar, en esta breve evocación, a Richard Blaine (Humphrey Bogart) en “Casablanca” -“trench coat” cruzado, sombrero oscuro-, en el estribo de un vagón de un tren, bajo una lluvia cruel que emborrona las letras de una carta manuscrita, en la que la mujer amada (Ingrid Bergman) le dice que no se irá con él del París ocupado por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. El silbido del tren, ese pitido infinitamente melancólico del tren que se va. Se frustra un idilio. Allá va otro hombre con el corazón hecho pedazos.
Michael Curtiz dirigió la película en 1942. Ganó el Oscar a la mejor producción estadounidense.
Cary Grant tejía -también en un tren- un amorío de urgencia con la deslavazada Eve Marie Saint, con destino a una aventura que le salió bien de milagro. Una obra maestra de espionaje y suspenso de Alfred Hitchcock, filmada en 1959 con el título “North by Northwest” (“Intriga internacional” o “Con la muerte en los talones” para el público de habla hispana).
Muy anteriores son “Breve encuentro”, de David Lean, con Celia Johnson y Trevor Howard, filmada en 1945, de la que se hicieron dos “remakes” años más tarde, y “Estación Termini”, de 1953, que dirigió Vittorio de Sica e interpretaron Jennifer Jones y Montgomery Clift. Ambas películas narran historias de amantes que se conocen en terminales de ferrocarril.
Viejos trenes en estaciones no menos añosas, sombrías, húmedas, olientes a keroseno y a gas-oil, a tabaco ordinario y, de tanto en tanto, al perfume caro de una “grand dame” que desciende de un tren con un perrito de lujo y una sombrerera de cuero de Rusia.
Trenes con locomotora Santa Fe y furgón de cola que traquetean por oxidados raíles de la memoria nublada. Los expresos de la aventura y el amor.


© José Luis Alvarez Fermosel