miércoles, 27 de junio de 2012

El reloj de Samaral

Me he sacado el reloj y lo he puesto sobre mi mesa de trabajo, encima de una gran agenda roja, junto a la computadora. 
Es un reloj no muy grande, de acero, sólido, entre deportivo y de vestir, con el segundero rojo y sólo las manillas fosforescentes; con una correa de goma que no es la original que formaba parte del cuerpo del reloj, o mejor dicho de la esfera, y cuando se rompió pensé que no podría reemplazarla y me quedaría sin poder usar el reloj.
Pero encontré una relojera muy hábil en la calle de la Libertad, aquí, en Buenos Aires, que hizo un arreglo estupendo y puedo seguir luciendo mi reloj, marca Marea –todavía no lo había dicho-, con números arábigos, que es como me gustan a mí los relojes.
Tengo más, unos pocos más, en realidad; sólo uno o dos de ellos son caros, porque no soy coleccionista, sino un acopiador compulsivo de relojes, plumas estilográficas, cuadernos de todas las formas y tamaños, gemelos para los puños de las camisas –que ya no se llevan- y alguna que otra cosa pequeña y rara.
Mi reloj Marea es uno de mis preferidos, porque lo compré en Madrid, por un unos pocos euros.
Además, lo adquirí en Samaral, en el número siete de la Gran Vía, donde Mario Lozano y yo comprábamos las corbatas, poco menos desde que empezamos a llevarlas. Tampoco se usan más. Yo tengo una azul oscuro con rayas y diminutos escudos de Madrid bordados. Comprada en Samaral, naturalmente.

De todo como en botica

Samaral es, o era –¡con qué tristeza decimos era…!- una gran tienda lujosa y variopinta en la que había de todo como en botica, además de relojes y corbatas: indumentaria para señoras y caballeros –indumentaria exquisita-, joyas, bloques de notas con tapas de cuero de Rusia, pisapeles de ónice, billeteras de piel de avestruz, objetos para regalo de tema náutico, como sextantes, tablas de madera con nudos marineros incrustados y mil y una quisicosas más, todas de muy buen gusto y algunas no excesivamente caras.
Samaral era un hito en la Gran Vía, cerca de la calle de Alcalá.
Yo compraba siempre algo en Samaral cuado iba a Madrid, viniera de donde viniera y aunque no necesitara nada. Era un rito, una manía, casi una superstición.
A los quince años, mi hijo Juan Ignacio, en su primer viaje a Madrid, se empeñaba en adquirir un bastón estoque mientras que su hermana, María Soledad, un año menor, se interesaba por una cajita de música de esmalte azul y oro.
En la planta baja estaban los mostradores vitrina. Los vendedores vestían como maniquíes y tenían modales de diplomático. Arriba estaban los trajes, las camisas, los zapatos, los sombreros…, tweed y seda china pintada a mano, ébano, cuero, cerámica…

Lo funcional

La mayoría de los objetos exóticos, valiosos, diseñados por artistas, originales que vendía Samaral perdieron el interés para muchos, para quienes lo bueno comenzaba a ser –ya lo es- lo práctico, lo funcional, como las ojotas, las parkas, las camisetas, los pantalones vaqueros y los innumerables gadgets de la moderna tecnología de las comunicaciones, tan lejos, por ejemplo, de (…) las lamparitas amarillas, los “bibelots”de las repisas y las mesitas laqueadas de azul de la novela “Cuarto”, de Carmen Martín Gaite, o las esotéricas extravagancias que Ramón Gómez de la Serna atesoraba en su torre de marfil de la calle Velázquez de Madrid y en la de Hipólito Yrigoyen de Buenos Aires.
En la entrada principal de Samaral –fundada en 1934 por la familia Pérez de Santa María- hay ahora unas cajas de cartón apiladas en desorden, una escalera de mano manchada de ocre, unos palos cruzados y un cubo de aluminio con una bayeta dentro del agua sucia.
En la puerta de atrás, la que da a Caballero de Gracia, hay un cierre metálico echado, todo malamente percudido con aerosol. Dentro está el esqueleto de la que fue la tienda más elegante de la Gran Vía y de Madrid.
Los ritos se mezclan con los hitos, los mitos, los hábitos, el pasado y los recuerdos. Somos lo que recordamos, o lo que nos recuerda.
Mi reloj Marea de Samaral sigue en mi mesa, al lado de la computadora. Me da la impresión de que marca las horas con cierta sordina melancólica.

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 24 de junio de 2012

La memoria dolorida


Ethel Rojo, desaparecida por un negro escotillón, que esta vez no está en el escenario de un teatro y, de haberse escondido en él volvería para recoger el aplauso del público, ya no pisará las tablas, que ella convertía en haces de luz, tal era su magia.
Pocas artistas tan completas como era ella fueron tan humildes, tan cálidas,tan accesibles.
Vivió con intensidad y alegría. Lo más importante: no hizo mal a nadie.
Fue una gran artista que unió a la belleza de su rostro y a su cuerpo escultural un “know how” acerca de “las cosas del teatro”, como ella decía, que pocos de sus homólogos tuvieron.
La noticia de su desnacimiento, de la pérdida absoluta de la costumbre de vivir, que no otra cosa es la muerte, me acuchilla en un domingo del recién estrenado invierno, cuya luz no podrá bailar ya en sus ojos, poniéndoselos del color de las castañas maduras. 
Ha muerto Ethel, amiga querida, parece mentira. A la memoria dolorida empiezan a acudir los recuerdos. Ella deja, entre otros muchos, el de su redundante bondad.
Nuestra estima fue insobornable y nuestra amistad de esas que no necesitan un trato frecuente para acrisolarse. Pásabamos largas temporadas sin vernos, pero en cuanto nos encontrábamos nos poníamos al día en cuestión de minutos.

El desfile

Estando ya muy mal me dijo un día, refiriéndose a la muerte de un amigo común, que seguía a otras desapariciones: ¡Qué desfile, por Dios! 
Efectivamente, pronto nos dejarían Caloi, Estela Raval; en los últimos días, en Madrid, el actor español –y gran persona- Juan Luis Galiardo; y el agente de prensa Juanito Belmonte, otra figura entrañable de la colonia artística porteña.
De muy poco tiempo a esta parte la muerte ha producido tantas bajas en el mundo artístico argentino que aunque el corazón acusa tristemente su peso total, su general pesar, la memoria nos falla e incluso las fechas se funden y confunden.
Entrevisté una vez a Ethel en la Plaza de Oriente de mi lejano y añorado Madrid. Recuerdo que se extasiaba ante las luminosas vistas en la lontananza del atardecer velazqueño, de inverosímiles azules, cerca del verde esmeralda de los jardines del Campo del Moro.
Se van, una tras otra, las mejores personas, los mejores artistas. Queda la canalla, la gente mal parida, la gente de mala entraña, rica, poderosa, implacable, blindados, inmunes a todo y a todos que gozan de una agerasia que les permite esparcir el mal por doquier.
Adiós, querida Ethel. Ya has dejado de sufrir.
Cabría poner sobre la tumba de Ethel Rojo el epitafio de aquella bailarina de la antigüedad: Tierra, sé leve sobre ella. ¡Pesó tan poco sobre ti…!

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 23 de junio de 2012

La noche de San Juan


Los antiguos celtas llamaban Alban Heruin al festival de la noche de San Juan. Su significado primordial era celebrar el instante en que el Sol se hallaba en su máximo esplendor.
Cuando duraba más tiempo en el cielo y mostraba su máximo poder a los hombres, ese era el día que alcanzaba su mayor plenitud y, al mismo tiempo, cuando empezaba a decrecer, desplazándose lentamente hacia su muerte en el solsticio de Invierno.
Se encendían entonces hogueras para celebrar ese poder del Sol y compartir su fuerza con él; para alabarlo y, simultáneamente, para atraer su bendición sobre hombres, animales y campos.
Resulta muy peculiar la asociación de este festival a las corrientes de amor y pequeños rituales destinados a obtener pareja o a conservarla.

El ensalzamiento del fuego

Muchas son las ceremonias propias de la Noche de San Juan, la víspera del 24 de Junio, pero todos giran en torno al ensalzamiento del fuego. De hecho, éste es el festival por antonomasia, hasta el extremo de que el culto pagano a la lumbrada se conservó más que otras fiestas; y la costumbre popular mantuvo su práctica en el cristianismo, aunque éste nunca pudiera dar una explicación religiosa convincente de dicho hábito.
La noche del solsticio es realmente la del 21 de Junio, aunque la Iglesia lo adaptó a la festividad de San Juan.
Otra de las costumbres que dio a esta fiesta el apelativo de verbena fue la practicada en algunos lugares por las mozas casaderas, consistente en recoger flor de verbena a las doce de la noche la víspera de San Juan, en la creencia de que así conseguirían el amor del deseado por su corazón. Igualmente existían numerosos ritos y filtros de amor en torno a dicha planta.
De la pareja que saltaba unida por la manos una hoguera se decía que se procuraba así felicidad y buena fortuna.

Guirnaldas y talismanes

Según otra costumbre, las mozas arrojaban por encima de las llamas a sus parejas guirnaldas trenzadas por ellas mismas. Sus amados tenían que atraparlas en el aire antes de que cayeran al fuego. Esas tiaras se guardaban como talismanes de buena fortuna, y ocasionalmente se quemaba alguna cinta en el hogar, a fin de lograr protección a sus habitantes y animales de labor.
En las ciudades con puerto de mar algunos grupos se introducen en las olas, tras sus ceremonias, comulgando por un corto tiempo con el agua y recibiendo de ella otro tipo de fuerza que sólo puede reconocerse como netamente femenina y vinculada con la simbología  de la diosa Fortuna.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 21 de junio de 2012

Invierno


Acaba de llegar el invierno al hemisferio sur. Hace calor.
No es lo suyo, sabido es; pero anda todo tan manga por hombro que no nos extrañaría nada que este invierno que desensilla sea, como otros que le precedieron, un invierno de chicha y nabo; y no traiga carámbanos, estalactitas, caireles de hielo y otras cosas que, si se mencionaran y enlazaran literariamente, crearían frases bonitas; si nevara, además –en el sur, claro está- podríamos esquiar.
De todos modos habrá que sacar a relucir los gabanes, las parkas y otras prendas de abrigo, por si algún día hace frío.
Y si así es y salimos con el montgomery azul que nos regaló la santa esposa, quizás al meter la mano en un bolsillo nos encontremos con una bola de naftalina que quedó allí por olvido, al retirar las otras cuando sacamos los abrigos de los armarios; nos alegraremos, porque nos recordará a alguna canica con las que jugábamos de chicos; y, además, nos gusta el olor de la naftalina.
Estamos aventurando cosas que a lo mejor al invierno ni se le han pasado por la imaginación, y viene dispuesto a cumplir con su deber.
Uno se lo agradecería porque, la verdad, le gusta el frío. Y piensa que hay más defensa contra él que contra el calor. Se abriga uno bien, incluyendo camiseta de felpa y bufanda en su atuendo; se toma un café muy caliente y una buena copa de coñac, perdón, de brandy; y ¡hala, a la calle, a trabajar, o a la tertulia –según el caso-, lamentando que en Buenos Aires no nieve –salvo alguna vez, en primavera-!
El invierno no tiene la culpa de nada. El, como el verano o el otoño, quiere hacer lo que tiene que hacer, no es cosa de indisciplinarse.
Es la época; son los tiempos, que ponen del revés más cosas de las necesarias y establecen que en invierno haga calor y en verano frío.
Es la cultura del pelotazo. Se nos va la perola. La peña flipa. Te descuidas, viene Gil y apaga el candil.
Entonces, ¡leña, leña al mono, que es de goma!

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 18 de junio de 2012

En torno a la injusticia

Permitir una injusticia significa abrir el camino a todas las que seguirán. (Willy Brandt)

Nada peor, más aberrante, que haga más daño que la injusticia, tan antigua como Caín, que mató a su hermano por envidia, según la Biblia.
La injusticia determina crímenes y guerra. El resentimiento, la soberbia, la codicia, y, sobre todo la envidia, son sus principales catalizadores.
Tú eres mejor que yo en esto, lo otro o lo de más allá, tú tienes esto que me gusta. Pues ya me las voy a arreglar yo para herirte sin motivo ni fundamento, o para sacarte lo que quiero. Si no puedo por las buenas, por las malas.
Nada hay que le saque a uno tanto de quicio como la injusticia, lo injusto. Ni nada que le lleve a extremos que pueden llegar a ser muy lamentables.
Las personas como uno, llenas de defectos pero con un acendrado sentido de la justicia, con el que nacimos y que además nos remacharon parientes, maestros y amigos podemos equipararnos al Garcín de aquel cuento precioso de Rubén Darío, que tenía en el cerebro un pájaro azul.
Cuando se tiene en el cerebro un pájaro azul, o en el corazón la llama de la justicia, sufrimos la tristeza e incluso la desesperación cuando la hidra verdosa que sale del agua estancada de una cabeza que apenas tiene dentro más que eso se nos enrosca en el cuello y nos aprieta.
Ya sabemos, apenas somos víctimas de la primera injusticia que sufrimos, que nos esperan muchas más. Por eso quienes nos quieren nos aconsejan que nos acoracemos, cosa que no siempre es fácil.
Pero, ¡cuidado! A veces el justo –y hay muchos ejemplos en la historia- consigue sacar fuerzas de flaqueza y revuelca por tierra al injusto. Harto de poner la otra mejilla, decide medir con la vara que le miden. Y el injusto se va a otros pagos derrengado.
      
© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 16 de junio de 2012

Nostalgia del "pesetero"


Ya casi no se ven organillos en Madrid.
Un anciano de bigote gris, con gorra de visera a cuadros blancos y negros, como está mandao, le da al manubrio de uno de ellos de vez en cuando en la calle de Fuencarral, cerca de la glorieta de Quevedo. Y suena el chotis, o la habanera, pero la gente no se da cuenta. Yo creo que ni ve al organillero.
Menos aún se ve un pesetero, una manuela, un cochecito de caballos desgualdrajado del que tire un penco matalón de trote lento. Si tal absurdo aconteciera uno se quedaría con el Blackberry en la mano y la boca abierta.
A finales de los sesenta aún rodaban los coches de Melitón y el Madriles, los dos últimos cocheros de la Villa y Corte. Ninguno de los dos era muy diligente, ninguno era abstemio.
Me topaba a veces con Melitón, al filo de la madrugada, frente al cabaré Casablanca, en la Plaza del Rey, donde está la estatua del teniente Ruiz.
El Madriles (foto*) me encarriló una vez desde la calle Alcalá al café Gijón. Iba yo tan ricamente, lamentando no llevar capa y espada.
Un vez en el café le invité a tomar un trago. Se mandó un vermú con ginebra y una lata de jamón en dulce. Al caballo le dio un par de torrijas empapadas en vino generoso.
Al cabo, se despidió:
- Me voy, señorito, que tengo un compromiso...
- ¿Un compromiso?
- Sí, con una señora australiana de cerca de ochenta años, que ha venido a España porque quiere ir a los San Fermines. He quedado en recogerla esta noche para darle una vuelta por Madrid -antes de que se vaya a Pamplona- y que se despida de la Cibeles.
- ¡Os váis a poner como sopas, que esta noche va a llover, Madriles!
- A los ochenta años ya no llueve.
El Madriles vivía en una vieja casa de vecindad de la calle Mesón de Paredes, no lejos de la taberna de Antonio Sánchez. Había un patio, con corredor volante y una fuente en la escalera.
El Madriles se tocaba con una gorrilla de visera de pequeños cuadros negros y blancos -como la del organillero al que me referí antes-, y llevaba siempre un pañuelo blanco de seda al cuello. Cargaba una bota de vino en el coche y entre carrera y carrera se echaba al cuerpo un chorrete de Valdepeñas.

Corrían otros tiempos

Corrían otros tiempos, que evocamos con nostalgia en la dudosa luz del crepúsculo, en una tarde ventosa y ríspida.
Los bailongos de La Bombilla o el Agudo, los domingos. Las notas de La vuelta del vivero o Rosa de Madrid. Alguna falda de percal planchá, mantoncillos de colores, toda la inocencia gremial de las muchachas y la predisposición de las que no eran tan inocentes a enhebrar amores malditos.
Esa costa castiza del Manzanares se fue para no volver, como los coches de caballos desde cuyos pescantes Melitón y el Madriles veían la ciudad como vigías, más que como aurigas. La Estación de Atocha, el Prado, Neptuno, la Cibeles, el paseo de Recoletos, la plaza de Colón...
En Morocco ya no baila Naíma Cherky la danza del vientre, acompañada por su bongosero Alí. Ni puede uno encontrarse para ir a la verbena con Jaime de Mora y Aragón, o con John Osborne -agente del MI 6 británico- en el bar del club Miguel Ángel.
Ya no está Alberto Closas, así que no podemos quedar con él para tomar un café, después de comer, en el teatro Español, en la plaza de Santa Ana. Sólo Dios sabe dónde habrá ido a parar Mario Lozano, que se hacía traer las paellas de Gayango.
Menos mal que la piqueta del progreso no ha echado abajo todavía La Suiza, en la calle de la Cruz, y La Mallorquina, en la Puerta del Sol.
En el café Comercial el fantasma de Enrique Jardiel Poncela aletea por entre los veladores de mármol.
Ella tenía los ojos morunos de canción de Conchita Piquer y el pelo largo, un punto más oscuro. La mocita más juncal y más hermosa…
En la casa grande del recuerdo, la noche intemporal canta flamenco por las cañerías, que diría César González-Ruano.

(*) Foto de José Pastor

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

jueves, 14 de junio de 2012

Modas peligrosas


Los dos litros de agua, los ocho vasos diarios: otro de los grandes mitos que ha hecho callo, como los huesos rotos y, por supuesto, estuvo furiosamente de moda hasta hace poco. Ahora parece empezar a considerarse menos en boga, pero la gente sigue viviendo aferrada a su botella de plástico. Enterémonos, al respecto, de lo que dicen los que verdaderamente saben del tema.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

Del autor:

miércoles, 13 de junio de 2012

Lisboa antigua y señorial...


Los teléfonos celulares han dado al traste con las viejas cabinas de paredes de cristal de cada esquina de la Lisboa antigua y señorial del fado, en las que siempre había un hombre bien vestido y un tanto enigmático que indudablemente estaba citándose con una mujer.
Siguen surcando la ciudad los simpáticos tranvías amarillos de Lisboa, desde cuyas ventanillas es un placer ver todo lo de fuera como pasado por un sutil tamiz de celofán.
Por la Avenida de la Libertad, una orgía de colores de anuncios luminosos. Agencias de viaje, bancos, camiserías, hoteles de lujo y, de trecho en trecho, esos inefables cafés-pastelerías-tiendas de ultramarinos-quioscos de periódicos,  todo en una pieza, donde se puede tomar el té de las cinco a las seis, o a las cuatro, comprar cien gramos de pimentón y leer una revista mientras un limpiabotas -los de Lisboa son los mejores del mundo- le lustra a uno afanosamente los zapatos hasta dejárselos como espejos.
Los verdes oscuros del Parque de Eduardo VII. El imponente edificio de El Diario de Noticias, uno de los matutinos de mayor tirada de Portugal. Coches,  cines, tiendas de objetos de regalo, mercaditos express…
Plaza del Marqués de Pombal. Un turista sueco o danés, o tal vez alemán del norte, de enmarañada barba rubia, con gafas de carey y un traje Príncipe de Gales color castaño, pasea en dirección a la calle Antonio de Aguiar con un mono parduzco y cansino al que lleva sujeto del lomo por una correa de cuero trenzado.
Hay que pasear un rato por los bulevares, aprovechando los últimos destellos del agonizante sol de la tarde, y en cuanto oscurezca, irse a un café.

El Café A Brasileira

El Café A Brasileira (foto) está abarrotado de escritores, pintores, periodistas, actores y algún que otro politiquillo de chicha y nabo. A Brasileira no deja de parecerse al café Gijón de Madrid, o a cualquier otro de tertulianos de cualquier ciudad del mundo. Hay viejas pinturas, oscurecidas por el humo de los habanos y los cigarrillos –cuando se fumaba- por las paredes. Casi a la altura del techo, las telas amarillentas que son otro de los signos identificatorios de A Brasileira. En la terraza han puesto una estatua de Fernando Pessoa sentado, husmeando unos papeles, como no podía ser de otra manera, tratándose de un escritor.
He aquí un café ideal para recalar en él una tarde como ésta en que llueva, con una lluvia fina y dulce, casi garúa limeña, a la vera de una novia de bellos ojos castaños, de buen físico, que viva sola en las afueras, para explicarle en voz baja cómo se le sube a uno el corazón a la garganta en las tardes de lluvia. Salimos de Brasileira -todo el mundo lo llama así, sin la A inicial-. Farolas y tubos de neón. El asfalto húmedo refleja las luces rojas, azules y blancas de los anuncios luminosos.
El Museo Nacional del Coche está enclavado en el antiguo picadero del Palacio de Belén. Fue proyectado por el arquitecto italiano Giacomo Azzolini. Se exhiben en él vehículos de los siglos XVII, XVIII y XIX, de entre los cuales destacan los carruajes de gala del XVII.
Tanto por la cantidad de ejemplares expuestos como por su belleza, esta colección puede contarse entre las mejores del mundo. Supera incluso la de Versalles, según los entendidos.
Algunas de estas carrozas, por la delicadeza y el lujo de sus pinturas, sus tallas y sus bronces parecen más bien auténticas obras de arte sin más objeto que ser expuestas y admiradas. Se construyeron, sin embargo, para figurar en las ceremonias de la corte portuguesa. Hay también preciosos ejemplares de literas, sillas de mano, berlinas; y calesas, arreos, libreas, uniformes y trajes de corte y de armas.
Salimos de un museo y nos metemos en otro.
En el Museo Nacional de Arte Antiguo hay una impresionante colección de obras de pintores portugueses de los siglos XV y XVI, siglos dorados para la cultura y el arte de Portugal. Lo mejor de los denominados primitivos portugueses: los paineles de San Vicente de Fora.
Tapices. Esmaltes. Grabados. Cerámica y platería. La vajilla Germain, de plata pura, de más de una tonelada de peso en su totalidad, cuyas piezas grandes impresionan por su tamaño y las pequeñas por la extraordinaria delicadeza de su ornamentación.
Y cuadros de Poussin, Rafael, Van Dyck, Reynolds, Brueghel, Cranach, Teniers, Murillo, Velázquez…
Comemos en una especie de tasca de tronío. Cocido portugués: carne de vaca, oreja de cerdo, chorizo, morcilla, repollo, grelos, alubias pintas y
arroz blanco; queso de Roquefort y un vino tinto muy aceptable; con el café, un coñac Aliança decepcionante.

Alfama

Escogemos para llegar a Alfama, el barrio más típico, el más antiguo de Lisboa, el primero de los caminos en que se dividió su recorrido para mayor comodidad de los visitantes. Partimos de la Plaza de la Fuente de Dentro y nos internamos en Alfama por la calle de San Pedro, desde la que se ve la cálebre casa de las columnas, una de las más curiosas del barrio. Llegamos por la rúa de Pocinho a la calle de San Miguel: las torres de las iglesias de San Esteban, a la derecha, y de San Miguel a la Izquierda. Seguimos por la calle Cardosa -al final de la cual está el patio de las Parreirinhas- y subimos por las escalerillas que conducen al Castillo Pisao. Iglesia de San Esteban. Calle Regueira. Callejón del Carneiro…
Volviendo atrás seguimos por la calle de San Miguel hasta la plaza donde está la iglesia del mismo nombre. Damos la vuelta por el lado Izquierdo y subimos a la Plaza de la Cantina Escolar: Calle de las Alcacerías, donde están los manantiales de agua caliente de los cuales Alfama recibió su nombre.
El Callejón de los Perfumes, en el que hay una vieja piedra con las armas de Lisboa. Del lado opuesto, por la calleja de las Bárrelas, llegamos a la plaza de San Rafaelo. Continuamos por la calle de la Judería hasta arribar a una pequeña plaza y desde allí, por el Arco del Rosario, antigua puerta del mar, desembocamos finalmente en Terreira do Trigo.

Reliquia, tipismo, laberinto…

Todo el pasado de Lisboa está anclado en Alfama, dormido, como incrustado en la piedra berroqueña de sus calles melancólicas, en el impresionante silencio de sus minúsculas placitas recoletas; aletea desde cada mirador como el vuelo cansino de los vencejos a la caída de la tarde; brilla con reflejos apagados, de esmalte antiguo, en cada registro de azulejo.
Alfama es reliquia, tipismo, laberinto, alegría, desorden y agitación. Como diría Umberto de Araujo es poesía caída en un clavel del tiesto, lirismo tenso de una pareja al atardecer, cuando las madres preparan la cena; bailes de San Antonio y de todo el año, reminiscencias solariegas, perpetuidad del devenir humano...
Griterío de chiquillos. El pregón de los vendedores de mil y una naderías. Ruinas de viejos caserones. Fuentes. Faroles de hierro forjado. Miradores. Azulejos. Rúas estrechas que se cruzan y entrecruzan para terminar la mayoría de las veces en callejones sin salida.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 9 de junio de 2012

Baldaquino criminal y recurrente

He estado últimamente en una posada.
Una posada no es un albergue, ni un hostal, ni una pensión.
Algunas esconden entre sus cuatro paredes negros secretos y camas con baldaquino de las que hay que guardarse.
La Posada de Jamaica era siniestra, pero no por ella en sí, sino por sus moradores: contrabandistas y ladrones que expoliaban navíos en la costa inglesa de Cornwall. Ese era el argumento de una apasionante novela de Daphne du Maurier: La Posada de Jamaica.
Alfred Hitchcock hizo una película en 1939, basada en la novela y con el mismo título. Charles Laughton y Maureen O’Hara la protagonizaron.
Otra posada inquietante era la del Almirante Benbow, de otra novela: La isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson, que hizo las delicias de nuestra niñez. Albergaba ruda gente de mar y algún pirata, como el viejo Billy Bones.

¿Quién copió a quién?

Pero quizás la peor de todas fuera la del cuento La Posada de las dos brujas (publicado en 1913), de Joseph Conrad (1857–1924), que tiene una marcada coincidencia en su argumento con el relato de Wilkie Collins (1824-1889), Una cama terriblemente extraña (publicado en 1852): el arma mortal es el baldaquino que hay sobre ella.
¿Quién copió a quién?  Según la opinión más generalizada, teniendo en cuenta las fechas, Conrad copió a Collins.
No todas las posadas tienen una oscura historia. La Posada del Peine, que quizás haya sido de las más inocuas, abrió sus puertas allá por 1610, a unos metros de la Plaza Mayor de Madrid y hoy es un hotel de lujo, con Wi Fi y todo.
Hay una Posada de la Lechuza en la provincia argentina de Entre Ríos, que a pesar de que su nombre despierte algún recelo a espíritus apocados, no ha registrado hasta ahora acontecimiento extraño alguno. Antes bien, todos los que han estado en ella hablan y no acaban de sus muchas cosas buenas.
Recuerdo una posada en Dublin, en la que gané una noche una respetable cantidad de dinero en una partida de póquer que se prolongó hasta cerca del amanecer.
Una obra de misericordia es dar posada al peregrino.

Ilustración:
Cuadro del pintor español
Leonardo Alenza

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 7 de junio de 2012

Nati Mistral o la intemporalidad


De nuevo Nati Mistral aquí, con su voz toda llena de sangre dulce y su tronío.
Cantante, actriz, diseuse, recitadora, casi bailarina –según su propia expresión-: Artista con A mayúscula y argentina tanto como española, Nati Mistral pisa con garbo otra vez las calles rotas de Buenos Aires.
Se presenta en el Maipo Kabaret de la capital, en la tanguera calle Esmeralda, de jueves a sábado a las 20 y los domingos a las 18 con sus Secretos y confesiones: cantares, poemas y bailes de España.
En su voz y su escorzo flamencos Federico García Lorca, Rafael de León, Amado Nervo, Manuel Machado, Rafael Alberti, Piazzolla y Ferrer; sus recuerdos y sus chistes.
Una hora y media en el escenario, 83 años –confesados públicamente por ella- incólumes y espléndidos.
Le acompañan en guitarra Agustín Hellin y en piano Santiago Torricelli. La producción es de Arte Joven y Ricardo Berbari.

Homenaje y premio

La Asociación de la Prensa Española en Argentina (APEA) homenajeó a Nati Mistral y le otorgó una distinción en el salón Alhambra del Club Español, en un acto organizado y dirigido por su presidenta, Pilar González, que contó, entre otras personalidades argentinas y españolas, con el cónsul adjunto del Consulado General de España, Marcos Rodríguez Cantero; el presidente de la Federación de Sociedades Españolas, Pedro Bello; la presidenta de la Asociación Argentina de Mujeres Hispanistas, Concepción Massa Losada; la legisladora de la ciudad de Buenos Aires, María José Lubertino y María González Rouco, periodista cultural de Colectividades Argentinas.
El periodista y conductor de radio Juan Alberto Baliari presentó a Nati Mistral en una breve y brillante disertación en la que recorrió los aspectos más descollantes de la vida y la carrera de la artista. También hizo uso de la palabra Javier Vence, secretario de APEA, quien calificó a Nati Mistral de “bicho de teatro”. Diego Rúa ofició de locutor, pero fuera de libreto pidió a Nati Mistral que recitara el famoso ovillejo de Cervantes que empieza diciendo: ¿Quién menoscaba mis bienes…?, siendo complacido en el acto.
Nati Mistral habló sobre su trayectoria desde sus comienzos, sus primeros éxitos,  su prolongada estancia en Alemania y otros viajes, las corridas de toros y el asombro que le produce, cada vez que viene, esta Argentina cambiante de un día para el otro y siempre tan politizada.

Fin de fiesta

La cantante Rocío del Cielo animó lo que podría llamarse fin de fiesta interpretando Honrar a la vida, de Eladia Blázquez. También cantaron Marita Tuero, Cintia Reina y Ariel Zamora, quienes interpretaron A mi manera, María de la O y El emigrante, respectivamente.
Conocí a Nati una noche lejana, en el Madrid que nos vio nacer a los dos. Cantaba un viejo cuplé que su voz tornaba nuevo y de siempre: Rosa de Madrid. Habían inundado su camerino de flores. Alberto Closas tremolaba una botella de vino fino Tío Pepe. Manolo Sellés tenía que ir a ver a Rocío Durcal, pero pasó a saludar. Monna Bell, la crooner chilena de Roberto Inglez, había ganado el primer premio del Festival Internacional de la Canción de Benidorm con Un telegrama, de los hermanos García Segura:

Antes de que tus labios me confirmaran
que me querías,
¡ya lo sabía!
¡Ya lo sabía!
Porque con la mirada tú me pusiste
un telegrama,
que lo decía,
que lo decía…     

Finalizaba la década del 60 y en Madrid también todo era luz, alegría, música y una simpática nonchalance de jóvenes que se lanzaban a la vida a tumba abierta.
Aquella noche el reportero gráfico Olegario Pérez de Castro tiró no sé cuántas placas. Yo escribiría más tarde la entrevista, que ya no recuerdo donde salió publicada. Desde entonces he entrevistado varias veces a Nati Mistral, la última en televisión.
Nati Mistral está de nuevo en Argentina. ¿Dónde no habrá estado?
Pasó el tiempo. Pasó gente. Pasaron cosas…
Nati Mistral acaba de alcanzar la intemporalidad en el Buenos Aires que la pertenece desde hace muchos años..., ¿o cinco minutos?
  
© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 6 de junio de 2012

Tal vez se haya ido a su asteroide

Fue un pionero, o mejor, un visionario, un taumaturgo. Sabía todo lo que iba a pasar. Y lo fue diciendo.
Pero se quedó corto; no quiso decírnoslo todo para que no nos muriéramos de espanto.
Lo mismo le pasó a Emilio Salgari con sus Maravillas del año 2000.
Escribió como dicen que tienen que torear los toreros: en corto y por derecho.
Se llamaba Ray Bradbury, era americano de California, tenía 91 años.
No fue uno de los mejores escritores de ciencia ficción, sino de fantasía, de realismo épico. Uno lo leía, se estremecía y se daba cuenta de que estaba iluminado por un resplandor especial que venía de un raro lugar azul y frío.
No ha muerto, como dicen. Se ha ido a otra galaxia, harto de vivir en este mundo vacuo, deshumanizado e idiota. O quizá esté en su asteroide (1).
Desde allí nos observará como un entomólogo a sus insectos. Ya está a salvo.
Mientras tanto, Montag (2) se ha dado una tregua.

(1) Alusión al asteroide llamado Bradbury en su honor
(2) Personaje principal de la que quizá fuera su obra más famosa: Fahrenheit 451.

© José Luis Alvarez Fermosel

De Rip van Winkle y otras leyendas


¿Cómo iba a saber Rip van Winkle que las colonias se habían sublevado contra Gran Bretaña, que hubo una guerra y el rey Jorge III ya no tenía nada que ver con las colonias en cuestión, si mientras se producía este acontecimiento él dormía en un bosque, a la sombra de un árbol, y continuó haciéndolo durante 20 años?
Rip van Winkle es un personaje -y el título- de un cuento del escritor estadounidense Washington Irving (1783-1859).  
La acción transcurre durante los días previos a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1).
Rip van Winkle es un aldeano de ascendencia holandesa que se pasa la vida en el bosque, haciéndose por ello acreedor a las regañinas de su mujer.
En uno de sus merodeos, después de correr varias aventuras, se recuesta al pie de un árbol y se queda dormido.
No llega ni siquiera a aproximarse a la marca de la Bella Durmiente, pero duerme durante 20 años. Van Winkle se basa en Los siete durmientes de Efeso -una de las más antiguas leyendas del cristianismo-. Viejos cuentos alemanes inspiraron a Irving otras obras, no menos divertidas.

Un personaje famoso

Cuando despierta, Rip van Winkle retorna a sus pagos dando vivas, o poco menos, al rey Jorge III, sin saber que el monarca no regía ya los destinos de los norteamericanos.
Sus andanzas fueron llevadas al cine, al teatro y la caricatura. La primera película se filmó en 1896. Fue protagonizada por el actor Joseph Jefferson y se guarda en el Registro Nacional de Películas de los Estados Unidos. El hijo de Jefferson, Thomas, continuó el trabajo de su padre en varios films, proyectados  a comienzos del siglo XX.
El pintor John Quidor inmortalizó al personaje en su cuadro El regreso de Rip van Winkle.
Quidor, a quien naturalmente se deben otras obras, fue un pintor romántico que aglutinó en su estilo elementos macabros con otros de carácter histórico y literario. Tiene cuadros en el Museo de Arte de Brooklyn (Nueva York) y en el Smithsonian (Washington).
Fue muy poco estimado en su tiempo –a mediados del siglo XIX-. Se vio obligado a pintar paneles de diligencias y coches de bomberos para subsistir. Murió en 1881 en la más espantosa miseria. Fue amigo de Washington Irving, que le dio tema con sus narraciones para muchos de sus cuadros.

Gotham y el Jinete sin Cabeza

Eximio representante de la literatura costumbrista, Washington Irving fue el primer autor estadounidense que utilizó el humor en sus narraciones y caricaturizó la realidad.   
Apasionado de Nueva York, ciudad a la que rebautizó como Gotham, escribió una parodia que constituyó la primera muestra de la prosa humorística de las letras americanas: Historia de Nueva York desde el Origen del Mundo hasta el  fin de la Dinastía Holandesa, con Dietrich Nickerbocker como protagonista. El personaje se hizo tan popular que descendientes neoyorquinos de antiguos emigrantes holandeses fueron llamados con ese nombre. Gotham. figuró como sinónimo de Nueva York en las historietas de Batman.
Su Jinete sin Cabeza también mereció ser popularizado por el cine en varias películas. La última fue dirigida dirigida por Tim Burton en 1999, con Johnny Depp como actor principal.
Irving, como tantos de sus homólogos, fue periodista –en el Chronicle’s de Nueva York y en la revista Analectic de Filadelfia-.
Estudio abogacía y la ejerció durante algún tiempo. Se desempeñó como diplomático. Vivió 17 años en Europa, con residencia en Dresde, Londres y París y fue embajador durante cuatro años en España (1842–1846).
Allí escribió sus famosos Cuentos de la Alhambra, obra en la que se manifiesta como un gran escritor romántico, recreándose en el detalle y disfrutando con las descripciones, siempre con la mayor sencillez, sin el menor rebuscamiento.

(1) La Revolución Norteamericana, o Guerra de la Independencia, dio lugar a la creación de los Estados Unidos de América. Antes, inmigrantes ingleses habían fundado trece colonias en la costa atlántica del continente americano. Una de las primeras expresiones de identidad nacional fue la creación de milicias coloniales, que surgieron de enfrentamientos con los franceses, dueños de Québec y la Luisiana. Posteriormente se produjeron algunas sublevaciones. La más importante fue el Motín del Té en Boston, en 1773, que causó algunas escaramuzas entre los británicos y las colonias americanas, ya que los representantes de éstas últimas, reunidos en Filadelfia en 1774, habían respaldado a los rebeldes de Boston. En 1775 comenzó la guerra. Los ingleses se perfilaron como ganadores desde el principio. Pero el curso de la contienda experimentó un vuelco favorable a los norteamericanos a partir de su primera gran victoria en la batalla de Saratoga. En 1783, por la Paz de Versalles, Inglaterra reconoció la independencia de las trece colonias –representadas en las trece barras de la bandera estadounidense- según la declaración formulada en 1776.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 5 de junio de 2012

Eufemismos


Firmeza de criterio: intolerancia.
Fracaso escolar: suspenso, aplazamiento, ida a marzo en el hemisferio sur y a setiembre en el norte.
Exceso de prudencia: cobardía.
Hábil negocio rápido de gran rendimiento: estafa.
Persona de dimensión vertical limitada: bajito.
Ingesta protocalórica: empinamiento de codo.
El lunes no me va a resultar cómodo sufragar ese gasto: el lunes no tendré un céntimo y no podré pagar nada.
Mujer… ¡muy simpática!: mujer fea.
Mujer de mucho carácter: endriago (1).
Hombre moderno, de vestimenta muy informal: desarrapado.
Cuida mucho el dinero, no es nada derrochón: es tacaño.
Tiene un humor punzante, es un iconoclasta: tiene una mala leche de aquí te espero, Baldomero.
La verdad es que no mira de frente, tiene un no sé qué de inquieto, como de ratón que quisiera salir corriendo: lo ve un guripa (2) y lo mete en la tocinera (3).
Es más “gourmand” que “gourmet”: es un tragaldabas.
Es tímido, además creo que no ve bien, por eso no saluda, ni da las gracias: es un mal educado integral.

(1) Monstruo.
(2) Policía, “poli”, “cana”.
(3) Furgón policial en el que se transporta a los detenidos y presos.

© Por la transcripción y los añadidos: J. L. A. F.

domingo, 3 de junio de 2012

Microondable

Yo tengo unos pocos años más que los veintiocho de mi colega  Carlos Otto, lo que no me hace disentir con él, sino todo lo contrario: coincido punto por punto y coma por coma.
Porque no es cuestión de años, sino de querer hacer las cosas bien.
Leed a Carlos y decid lo que penséis, por favor. A lo mejor también estáis de acuerdo con él.

© J. L. A. F.

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