domingo, 24 de junio de 2012

La memoria dolorida


Ethel Rojo, desaparecida por un negro escotillón, que esta vez no está en el escenario de un teatro y, de haberse escondido en él volvería para recoger el aplauso del público, ya no pisará las tablas, que ella convertía en haces de luz, tal era su magia.
Pocas artistas tan completas como era ella fueron tan humildes, tan cálidas,tan accesibles.
Vivió con intensidad y alegría. Lo más importante: no hizo mal a nadie.
Fue una gran artista que unió a la belleza de su rostro y a su cuerpo escultural un “know how” acerca de “las cosas del teatro”, como ella decía, que pocos de sus homólogos tuvieron.
La noticia de su desnacimiento, de la pérdida absoluta de la costumbre de vivir, que no otra cosa es la muerte, me acuchilla en un domingo del recién estrenado invierno, cuya luz no podrá bailar ya en sus ojos, poniéndoselos del color de las castañas maduras. 
Ha muerto Ethel, amiga querida, parece mentira. A la memoria dolorida empiezan a acudir los recuerdos. Ella deja, entre otros muchos, el de su redundante bondad.
Nuestra estima fue insobornable y nuestra amistad de esas que no necesitan un trato frecuente para acrisolarse. Pásabamos largas temporadas sin vernos, pero en cuanto nos encontrábamos nos poníamos al día en cuestión de minutos.

El desfile

Estando ya muy mal me dijo un día, refiriéndose a la muerte de un amigo común, que seguía a otras desapariciones: ¡Qué desfile, por Dios! 
Efectivamente, pronto nos dejarían Caloi, Estela Raval; en los últimos días, en Madrid, el actor español –y gran persona- Juan Luis Galiardo; y el agente de prensa Juanito Belmonte, otra figura entrañable de la colonia artística porteña.
De muy poco tiempo a esta parte la muerte ha producido tantas bajas en el mundo artístico argentino que aunque el corazón acusa tristemente su peso total, su general pesar, la memoria nos falla e incluso las fechas se funden y confunden.
Entrevisté una vez a Ethel en la Plaza de Oriente de mi lejano y añorado Madrid. Recuerdo que se extasiaba ante las luminosas vistas en la lontananza del atardecer velazqueño, de inverosímiles azules, cerca del verde esmeralda de los jardines del Campo del Moro.
Se van, una tras otra, las mejores personas, los mejores artistas. Queda la canalla, la gente mal parida, la gente de mala entraña, rica, poderosa, implacable, blindados, inmunes a todo y a todos que gozan de una agerasia que les permite esparcir el mal por doquier.
Adiós, querida Ethel. Ya has dejado de sufrir.
Cabría poner sobre la tumba de Ethel Rojo el epitafio de aquella bailarina de la antigüedad: Tierra, sé leve sobre ella. ¡Pesó tan poco sobre ti…!

© José Luis Alvarez Fermosel

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