viernes, 31 de enero de 2014

Puñetazo y tradición



Ya hemos hablado largo y tendido de la caída en desuso de la bofetada. Algunas hicieron historia. Casi todas fueron propinadas por mujeres, que son muy buenas para administrarlas.
Recordamos que un puñetazo es otra cosa. Como que se da con el puño cerrado –de ahí su nombre-. Una trompada lastima, atonta, puede llegar a romper, más si se sabe dar y se da con fuerza.
El puñetazo es cosa de hombres. O lo era, porque hay desde hace tiempo mujeres boxeadoras que largan –en el cuadrilatero, claro- unos puñetazos tremendos.
El uso del puño cerrado es ajeno a la mayoría de las culturas, con excepción de las pertenecientes a algunas regiones de Extremo Oriente.
Incluso al sur del Sahara el puño cerrado no es un arma habitual.
A los negros de Africa y sus descendientes les enseñaron a apretar el puño y dar golpes con él. Los afroamericanos aprendieron la lección y se convirtieron en los mejores del mundo en esa práctica.
El puñetazo es una tradición del Mediterráneo Occidental y, fundamentalmente, de la cultura anglosajona.
Cuando se da un puñetazo a un hombre no se hace uno de esos gestos ampulosos de Hollywood, que llenan la pantalla. Salvo que uno quiera ser el primero en besar el suelo.
Se tiran golpes cortos y directos con un acabado hacia atrás que recarga el brazo como un arma automática.
Abofetear es un arte diferente. Una bofetada sí acepta el arco largo, para reunir fuerzas.
He aquí la descripción de un puñetazo incluida en la novela “Adiós, muñeca”, de Raymond Chandler:

Un puño como una berenjena

“El grandote frunció el entrecejo. No estaba acostumbrado a que le trataran así. Retiró la mano de la camisa de Malloy y la cerró formando un puño del tamaño y color de una berenjena grande. Tenía que pensar en su trabajo, en su reputación de tipo duro, en el aprecio de su gente. Pensó en todo aquello en un segundo y cometió una equivocación. Movió el puño con fuerza mediante un breve y repentino movimiento del codo y golpeó al gigante en la mandíbula. Un blando suspiro recorrió el salón.
Fue un buen puñetazo. El hombro descendió y el cuerpo entero giró con él. Había mucha fuerza en aquel golpe y el individuo que lo propinó tenía toda la experiencia del mundo en esos menesteres. El gigante no se movió más allá de un par de centímetros. Tampoco trató de parar el golpe. Lo encajó, agitó un poco la cabeza. Su garganta emitió un sonido apenas audible…”
No se asusten, es una novela, un puñetazo de novela que no surtió efecto. Los franceses dicen: “A bon chat, bon rat”. Pues eso, a buen golpeador, buen encajador.

© José Luis Alvarez Fermosel

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miércoles, 29 de enero de 2014

Pato ladronzuelo



¡Lo único que nos hacía falta, que los animales, que nos dan siempre el ejemplo, se volvieran como nosotros!
Ya lo sé: la foto, simpatiquísima, es una composición muy graciosa, obra de alguna de esas privilegiadas personas -¡benditas sean!- que gustan de hacernos el día a día un poco más alegre por la vía del humor y la alegría.

© J. L. A. F.

domingo, 26 de enero de 2014

Del lumpenaje esnob



Por tatuarse, la gente se tatúa ya hasta en la esclerótica, o blanco del ojo, hábito que comenzó en Oklahoma, (centro-sur de los Estados Unidos) y se extiende ya por todo el mundo, como una mancha de aceite en un papel de estraza. 
Un pequeño detalle: uno puede quedarse ciego.
El empeño turiferario que se aplica al tatuaje en los círculos políticos y sociales locales constituye actualmente casi un rito religioso al que acompañan, como una suerte de monaguillos, el boca a oreja y el marketing.
El rito se sigue con el frenesí propio de una pasión adolescente. El tatuaje se expande, casi podría decirse que se derrama a presión como el contenido de las botellas de agua mineral con gas –no cabe citar el champán hablando de estas cosas- cuando se abren mal.
O sea, una efervescencia ad hoc para una sociedad que busca sus ideales en el experimentalismo, el feismo, la autorrealización y el nacisismo hedonista.
Tatuarse es ahora algo así como gritar blandamente en colores,  revelando la vacuidad y la fatuidad del lumpenaje esnob, tan inseguro, después de todo.
La gente quiere experimentar algo más, ha dicho el legislador republicano estadounidense Cliff Brenan.
El tatuador Jason King, de la misma nacionalidad, sostiene que tatuarse es un modo de combatir el aburrimiento. La gente se aburre.
Para otros es un trazo de la personalidad marcado por la imperiosa necesidad de estar a la moda. El mal gusto consiste en confundir la moda que no vive más que de cambios con lo bello que perdura, dijo Stendhal.

Cuestión de identidad

Muchos buscan una identidad mediante el tatuaje.
Unas jóvenes tatuadoras me dijeron una vez en Amsterdam que el ser humano experimenta un impulso ancestral de identificarse con siglas, símbolos, apelativos, signos y marcas.
A uno le pidieron hace muchos años que se hiciera un tatuaje. Pero ya tenía identidad, a pesar de su juventud. De manera que se conformó desde entonces con observar tatuajes de otros: de otras, preferentemente, porque las mujeres se tatúan desde tiempo inmemorial.
Ahora se tatúan tanto como los hombres; en todas, o en casi todas las partes del cuerpo: pechos, espalda, brazos, piernas, manos, tobillos, el cuello y últimamente el pubis…
¡Ni que hablar de los glúteos, la identidad suprema!
Tuve ocasión de contemplar de cerca un pequeño jeroglífico rútilo tatuado en la negra piel del seno izquierdo de una señorita que conocí en Larache (puerto del norte de Africa, en la Costa Atlántica). No lo necesitaba para tener identidad.
El conde de Barcelona, Juan de Borbón (1913-1993), padre del rey de España, Juan Carlos I de Borbón, se hizo tatuar a su paso por la Armada, siguiendo la tradición de la romántica marinería de la época.
La tonadillera española Conchita Piquer interpretaba magistralmente una desgarradora canción de amor titulada Tatuaje: El vino en un barco, de nombre extranjero; lo encontré en el puerto, un amanecer… Tenía el pecho tatuado con un corazón.

Aventura y romance

El tatuaje tuvo en un pasado lejano una acepción aventurera y romancesca, que identificaba a legionarios, marineros, sujetos que vivían a la briba, habían estado en la cárcel, reñían en turbios puestos de aduana por mínimas alcábalas y luchaban a puño desnudo por dinero en tabernas de puerto.  
La gente del bronce se tatuaba antaño por machismo, por exhibicionismo, para impresionar al mujerío y por diferenciarse de los señoritos –como los llamaban-, que ahora son los que se tatúan, sin que de ninguna manera esté en su ánimo pelear a puño desnudo por dinero en cafetines de puerto. Nadie se pelea ahora por nadie ni por nada en ningún sitio, ni a puño desnudo ni a puño con guante.
El tatuaje denotó una especie de idioma críptico del submundo de la marginalidad.

Corazones atravesados por flechas

Los tatuajes salpicaban los cuerpos en colores, o en un azul petróleo un poco borroso, con nombres de mujeres a quienes se decía que se las amaba, corazones atravesados por flechas, serpientes, calaveras, espadas cruzadas, águilas, banderas, antorchas…; lemas tremendos que se relacionaban con el amor, la vida y la muerte.
Hasta hace poco se usaba para tatuar el mismo aparato que se utilizó siempre para la micropigmentación del pelo y las cejas. Pero ahora hay procedimientos más modernos. Las tintas son vegetales.
Los tatuajes pequeños se completan en una sola sesión. Los más difíciles requieren dos o tres sesiones, con un margen de tiempo entre una y otra para evitar la irritación de la piel.
Dicen que ya no duele tatuarse. Yo no me lo creo.

© José Luis Alvarez Fermosel

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miércoles, 22 de enero de 2014

Papelones



Hay cosas, en sociedad, que uno no quisiera hacer jamás y muy a su pesar las hace y le hacen mal, aunque más no sea que por la pesadumbre y el reconcomio subsiguientes a haber metido la pata en determinadas ocasiones, cuando más quería hacer buena letra, como se dice vulgarmente.
La mala suerte suele contribuir en estos casos, zancadilleándole a uno arteramente.
Uno tropieza en el momento más inoportuno, se cae, rompe una silla, o varias copas, se vuelca una casi llena de vino tinto e inunda la mesa. Todo el mundo le excusa, dice que estas cosas ocurren, que no se preocupe. Pero uno lo pasa muy mal.
Peor fue lo que le sucedió al torero español Luis Miguel Dominguín –casado con la actriz Lucía Bosé y padre de Miguel Bosé, como se sabe-.
El que se consideraba –no sin motivo pero con poca modestia- el número uno de la tauromaquia española allá por los años sesenta, ofreció cierto día una comida en su casa de Madrid a varios amigos y algunos conocidos. Entre estos últimos figuraba un embajador.
Antes de comer se tomaron unas copas de jerez y de otras bebidas espirituosas, que acompañaron unas exquisitas “delikatessen”, a modo de aperitivo.
Al cabo, el dueño de casa nos invitó a pasar al comedor, que estaba separado del salón donde habíamos permanecido por un gran arco flanqueado por dos grandes comillos de elefante.
Antes de entrar en el comedor, el diplomático se tambaleó, se aferró a uno de los colmillos y cayó sobre él. El colmillo se partió limpiamente en dos al chocar contra el suelo.
Todos nos precipitamos en su ayuda. El pobre hombre estaba desolado, como no podía ser de otra manera.
Dominguín restó importancia al incidente y no mostró durante el resto de la comida más que simpatía, amenidad, excelentes maneras, ingenio y una especial deferencia al amostazado embajador.
Cuando el mozo de comedor se disponía a cambiarle el plato, el torero le dijo algo en voz baja al oído.
Terminada la comida, que por cierto fue excelente, pasamos a otra habitación a tomar el café. El colmillo roto, y también el que aún permanecía incólume habían sido retirados por el personal de servicio.

¡Era la sopa…!

Las deficiencias de la vista y el oído constituyen siempre motivo de error, confusiones y pequeños, y aun grandes desastres.
José Ibáñez Martín, ministro español de Educación Nacional durante muchos años, era un poco sordo, recuerdan María José y Pedro Voltés en su libro “Deslices históricos”.
Pues bien, el ministro -cuando todavía lo era-, tuvo un día a su lado a un obispo en un banquete. El purpurado le preguntó por su esposa. El ministro entendió que le interrogaba acerca de la sopa que acababa de servirse y le respondió:
- Está muy buena y muy caliente. Pruébela usted, eminencia reverendísima.
El diplomático español José Antonio de Urbina, autor del libro “El arte de invitar”, asistió en cierta ocasión a una cena en la embajada de España en París. Tenía a su lado a un invitado que gesticulaba mucho.
Cuando se sirvió el helado el comensal en cuestión le dio sin querer un golpecito con la mano. Un trozo de helado voló por los aires y aterrizó dentro del pronunciado escote de una señora que estaba enfrente, cuyo lógico respingo se atribuyó a alguna actitud del caballero que estaba a su lado, con quien se rumoreaba que tenía una relación.   
Nunca es demasiada la precaución, el cuidado y el dominio de sí mismo que hay que tener en las recepciones.
Sobre todo en los cócteles y reuniones similares, donde el alcohol corre a mares.

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 19 de enero de 2014

Implacable




“Pero el dedo implacable sigue y sigue escribiendo. Seducirlo no podrás, con tu virtud o tu ingenio, para lo escrito tachar, o con tus lágrimas borrar ni una coma ni un acento”. (Rubaiyat)

viernes, 17 de enero de 2014

Shane



La película “Shane”, que se dio en español con el título de “Raíces profundas”, “Shane, el desconocido” o “El desconocido” fue dirigida por George Stevens en 1953 y protagonizada por Alan Ladd, Jean Arthur (su última película) y Van Heflin.
Fue cinco veces candidata al Oscar –mejor película y mejor director incluídos-, pero sólo obtuvo la preciada estatuilla por la fotografía, en 1954.
También recibió el premio NBR (1953) al mejor director y en 1993 fue incorporada a la colección de films que preserva el “National Films Registry” (Registro Nacional del Films) de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos por considerarse una película cultural, histórica o estéticamente significativa.
Para muchos es una de las mejores películas del Oeste jamás filmadas.
Algunos críticos, como Marcos Celesia y Fabián Cepeda dijeron que “Shane” quizás hubiera podido competir en algún momento con otros dos clásicos, ambos también con gran énfasis puesto en la psicología de los personajes: “A la hora señalada” (1951), de Fred Zinnemann y “Más corazón que odio” (1956), de John Ford.
Pero al reestrenarse cuatro años después de su lanzamiento ya estaba “envejeciendo” y “(…) cada visión sucesiva se hacía más lenta”, estimaron Celesia y Cepeda.
 
Argumento

Shane, un hastiado “gun man” (pistolero) en proceso de redención llega a un hermoso rincón de Alabama y un matrimonio de granjeros con un niño (Joe) le dan alojamiento en principio y al poco tiempo le integran a la familia, en la que no falta un hermoso perro.
El forastero piensa enterrar el hacha de guerra y llevar una pacífica vida de granjero hasta el fin de su existencia.
Pero pronto surgen los inconvenientes –el menor de los cuales es que se da una atracción platónica entre la mujer del hacendado y el apuesto ya ex pistolero-.
Un terrateniente ambicioso y carente de todo escrúpulo y un grupo de malandrines que lo secundan pretenden quedarse con las tierras de los pequeños granjeros, a fin de convertirlas en pastizales para su ganado.
Se plantean los problemas y los Colts del 45 vuelven a dejar oir su ominosa voz.
Shane pone su revólver y la pericia que posee en su manejo al servicio de los indefensos agricultores que le acogieron en su hogar.
La película culmina con Shane enfrentándose con un pistolero alquilón tan hábil como él y parte de los sicarios del terrateniente expansionista en un duelo espectacular del que sale victorioso, pero herido –no se sabe si de muerte-.
Monta en su caballo y se aleja. El niño le sigue y le ruega que vuelva.

Comentario

Considerado como uno de los “westerns” emblemáticos de la historia del cine, según el teórico argentino Angel Faretta es la primera película autoreferencial en la que los personajes ya se saben parte de una mitología particular.
Clint Eastwood se inspiró en “Shane” para hacer “El jinete pálido”.
“Shane” es una película de autor, bellamente resuelta por George Stevens que con todo fundamento se convirtió en un clásico del género, al que no le falta ni una de sus características.
En “Shane” están presentes, además, personajes que en manera alguna son de cartón piedra. Son, por lo contrario, quintaesenciadamente humanos.
J. L. Llamazares destaca acertadamente dos secuencias importantes: la de la muerte en el barro del pequeño sudista a manos del desalmado forajido y la posterior de su entierro en la colina.
Cabría añadir el abandono de Shane del pequeño mundo en el que había encontrado el calor de un hogar. Momentos antes de comenzar a galopar hacia un destino, que se adivina cuando menos incierto, se despide del niño, a quien dice:
Me tengo que ir, Joey. Un hombre tiene que ser fiel a su naturaleza. No se puede romper el molde. Yo lo intenté, pero no funcionó.
La película refleja –con cierto barroquismo formal- una época dura y violenta, pero en la cual no estaban ausentes sentimientos tan nobles como el amor, el valor físico, la defensa al débil y desposeído y el sentido de la renuncia y el sacrificio.

Ficha técnica:

Dirección: George Stevens
Producción: Ivan Moffat, George Stevens
Guion: A. B. Guthrie Jr., Jack She, basado en una novela de Jack Schaefer
Música: Victor Young
Fotografía: Loyal Griggs
Reparto: Alan Ladd, Jean Arthur, Van Heflin, Brandon De Wilde, Jack Palance
Distribución: Paramount

© José Luis Alvarez Fermosel  

martes, 14 de enero de 2014

Callar es bueno



Hay que vivir lo más intensamente que se pueda, ver mucho, oir mucho….¡y callar mucho!
Y, a mayor abundamiento, recordar aquello de que “donde las dan las toman, y callar es bueno”.
Acordémonos también del hombre que entra en una taberna del Madrid viejo y se topa con un cartel, adosado a una pared, que recomienda: “Pide, bebe, calla, paga, vete”.

© J. L. A. F.

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lunes, 13 de enero de 2014

La Petenera




Hablábamos el otro día de mujeres de rompe y rasga inmortalizadas por coplas, tonadillas y versos que interpretaron cantantes igualmente bravías.
Una de esas hembras de aquí te espero, muy conocida en su época en España, sobre todo en Andalucía, fue La Petenera, de carácter alegre y ardiente. Era de una belleza increíble. Tenía fama de come hombres.
Esta es una de las muchas leyendas a que dio lugar: 
Dos de sus más apasionados admiradores se destacaban en su deseo de lograr sus favores, como se decía en el delicuescente lenguaje de la época -esto pasó hace muchos años-.
Los hombres en cuestión eran Gabriel, “El de los lunares”, y don Juan José, un “payo” -nativo de Andalucía sin ascendencia gitana- de Sanlúcar de Barrameda (al noroeste de Cádiz, una de las ocho provincias andaluzas, al sur de España).
La Petenera coqueteaba por igual con los dos. Juan José dejó por ella su novia, su cortijo y su hacienda. Sólo pensaba en ella y la seguía a todas partes.
Hasta que un día, en las fiestas del pueblo –baile y vino de Jerez-, La Petenera se topó con sus dos pretendientes, que ciegos de celos empuñaron sus navajas de muelles y se enzarzaron en una fiera reyerta.  
En un momento dado, La Petenera se interpuso entre los dos. Juan José, accidentalmente, le asestó una cuchillada en el costado izquierdo que iba dirigida a su contrincante.
La Petenera murió desangrada, asistida por los dos rivales que dejaron de serlo ante la culminante mediación de la Muerte.
Desde entonces ronda una copla por toda Andalucía:

“Al llegar la medianoche, La Petenera se ha muerto.
¡Qué está viva y no está viva, porque por amor se ha muerto!”

Federico García Lorca y el gran letrista de coplas Rafael de León cantaron a La Petenera, que tiene una estatua (ilustración) en Paternera de la Rivera, Cádiz.

© José Luis Alvarez Fermosel

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jueves, 9 de enero de 2014

De rompe y rasga



En la taberna del Pez Espada cantaba La Ruiseñora, mientras que a La Lirio, de tanto sufrir (de amor, claro) se le ponían las sienes “moraítas” de martirio.
La otra se presentaba ante el sargento Ramírez (supuestamente de la Guardia Civil) y le pedía que le pusiera las esposas; que cumpliera con su deber antes de que ella se cargara a su amante infiel –naturalmente, de una puñalada al corazón-.
Aquél ya estaba en chirona y cantaba, mirando un lejano horizonte ambarino por entre las rejas del ventanuco de su celda:

“Mejor quisiera estar muerto,
 mejor quisiera estar muerto,
que preso pá toa la vía
en este penal del puerto,
puerto de Santa María

Un barquito de vela entraba en la bahía, deslizándose lentamente por el  plano mar azul.
La niña de la estación aguardaba a su novio, que se fue y no volvió jamás; pero ella le esperaba todos los días.
La vecinita de enfrente…Todos aseguraban que iba a quedarse soltera. Se casó por fin a los treinta años con un señor de cincuenta que decían que era magistrado.
“La otra” se quejaba:

“Yo soy la otra, la otra,
que a nada tiene derecho,
por no llevar un anillo
con una fecha por dentro”.

No se sabía de donde era La Parrala, si de Moguer o de La Palma; ni si le gustaba el vino, el aguardiente o el marrasquino. El caso es que si no bebía no podía cantar. Les ha pasado a varios.
La Mariana se iba a Sevilla con su cuchilla.
Almudena vendía violetas, una tarde de otoño, en la Plaza de Oriente; y se enamoraba de un duque que la vio pasar desde su berlina.
(Hay que haberlo visto para sentir esa emoción tan intensa, que no puede expresarse con palabras y que uno continúa sintiendo con abrumadora frecuencia desde… la otra orilla: una hermosa joven madrileña vendiendo violetas, con su pañuelo blanco a la cabeza y su cesta al brazo con las flores, a la caída de la tarde, en la Plaza de Oriente…)
La divisa de la ganadera salmantina era verde y oro.
La Zarzamora lloraba por todos los rincones.
¿Quién sería La Petenera?
Estaba también Rosa de Madrid: la mocita más juncal y más hermosa; la flor de Chamberí, la flor de Chamberí…
Y Flor de té, sin cuyo amor aquel hombre no podía vivir.

¡Tabaco y cerillas…!

Aquella tenía un novio cajista de imprenta… que a veces se propasaba, “¡el muy ladrón!”. La otra pregonaba con voz de azúcar, canela y clavo: “¡Tabaco y cerillas…!”
Eran todas mujeres de rompe y rasga, protagonistas de coplas: un legado de gran riqueza, a la altura de los mejores romanceros del mundo.
Para Emilio Carrere, “(…) la copla es la suprema elocuencia del alma popular. Se dice lo más hondo del sentimiento de un modo concreto y único, con una sencillez poética superior en gracia, en lírica y en emoción a todos los géneros literarios”.
Hubo grandes intérpretes de la copla y la tonadilla en España, desde los años cuarenta a los sesenta: Juana Reina, Imperio Argentina, Marifé de Triana, Paquita Rico, Nati Mistral…
Pero ninguna como Concha Piquer, que no cantaba las coplas; las interpretaba como si fueran obras de teatro. No hay más que oirla cantar “Tatuaje”.
Concha Piquer fue descubierta por el maestro Penella en 1922. Se impuso de los treinta a los cincuenta como la número uno de la copla.
De  “Ojos verdes”, de Rafael de León y Manuel López Quiroga hizo una creación antológica. Esta es para muchos la mejor copla de todos los tiempos; y la mejor intérprete del género, Conchita Piquer, que no era andaluza, sino valenciana.
Tengo un par de compactos de Conchita Piquer: veintiséis coplas. Me los traje de Madrid, en uno de mis viajes.
A veces lo pongo… siempre y cuando tenga whisky a mano.
Porque sin un elemento de apoyo es muy difícil escuchar en…la otra orilla, sin que se le mueva a uno un músculo de la cara, veintiséis canciones seguidas de Conchita Piquer.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 7 de enero de 2014

El Indiano



“Dicen que la distancia es el olvido…”. Así comienza la letra de una vieja canción.
El tiempo es el olvido, todo lo aleja, todo lo borra, dicen. El tiempo, barrendero de ilusiones…
El tiempo separa más que la distancia.
A mí me parece que no, porque siempre puede uno “hacerse tiempo” para ver a un pariente o un amigo.
Ahora bien, si tu primo vive en Pontevedra y tú estás afincado en la Isla de Man, la cosa se pone difícil.
Algunos emigrantes italianos muy jóvenes, recién llegados a Buenos Aires, mostraban a sus primeros amigos argentinos las fotos de sus novias, que se habían quedado en un pueblecito de Sicilia o de Calabria.
Los porteños se preguntaban: “¿Qué hacemos con la foto, si la novia está en Italia?”.
Mucha gente que se moría de hambre en Europa, en posguerras y épocas de carestía, abandonaba sus hogares y se iba a América del Sur, donde se labraban un porvenir y algunos hasta se hacían ricos.
El Indiano –pongámosle la i mayúscula, porque se lo merece- fue un personaje arquetípico.
Se venía para las Américas, dejando atrás su aldea de Orense (en Galicia), o de Guecho (cerca de Bilbao, en las Vascongadas), su familia y su novia. Esto en lo que se refiere a España.
Se radicaba en Buenos Aires, Río de Janeiro o Montevideo, donde trabajaba de sol a sol, por lo general en gastronomía.

El diamante, el baúl, el guacamayo…

Algunos regresaban ricos a sus pagos. Se hicieron la América.
Volvían con uno o dos dientes de oro, un sombrero Panamá, una sortija con un diamante como un garbanzo, un gran baúl, varias maletas y un guacamayo enorme y vistoso de plumas rojas, verdes y azules.
El loro no hablaba mucho. Pero de vez en cuando, en un rapto de inspiración, barbotaba:  “Lorito real, lorito real, para España y Portugal”. Su dueño se lo había comprado a un mercachifle lisboeta en una almoneda de un puerto.
Otros se casaron con una mulata y se la llevaron a sus viejos pagos, donde causó una gran sensación.
Muchos volvieron solteros. Sus novias, a las que nunca olvidaron, con las que se cartearon los primeros años, se casaron con otros.
La casa en la que vivieron de chicos se convirtió en una sucursal del Banco de Santander.
Los menos, como Manolo, el portero y factótum entrañable de mi colegio de los Maristas, se dieron la gran vida allende los mares y volvieron sin un duro.
Manolo, eso sí, se trajo puestos los dos dientes de oro, que fulgían al sol cuando sonreía, cosa que -¡bendito sea!-, hacía con frecuencia.
El Indiano, como se los llamaba, porque venían de Las Indias, se convirtió en personaje de zarzuela, sainetes, películas en blanco y negro y folletines.
Integró el folkore español, al que se incorporó con sus trajes de lino, su bastón de caña de Malaca y sus modismos latinoamericanos.
No faltaron quienes se casaron con viudas jacarandosas y vivieron felices en una casa de piedra –la mejor del pueblo-. Tuvieron hijos que estudiaron. Casi todos se hicieron ingenieros, abogados o médicos (1).
Eran otros tiempos. Siglos diecinueve y veinte: los primeros años del siglo veinte.
Eran, también, otras Américas.
Quedan algunos, casi centenarios -los de la última oleada-. Cuando les hablan de su lejano terruño a sus nietos, ya cuarentones, se les pianta un lagrimón.

(1) Ver “M’hijo el dotor”, un drama rural en tres actos del dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez. Se estrenó el 13 de agosto de 1903 en el teatro La Comedia de Buenos Aires. La obra, que encumbró a su autor, plantea “(…) el conflicto entre la ética vieja crepuscular y la ética nueva, apenas diseñada en la aurora de ideales altamente revolucionarios”, señaló el médico, ensayista crítico y escritor italo argentino José Ingenieros.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 6 de enero de 2014

Llegaron los Reyes Magos




Vinieron los tres Reyes Magos de Oriente y culminaron con la felicidad de muchos niños de todo el mundo las fiestas de Navidad y Año Nuevo, si bien el protocolo indica que hasta el 15 de enero están vigentes y pueden, por consiguiente, enviarse felicitaciones y recibirse sin pensar que nos las manda un trasnochado.
Es decir, que como muchos libros, la festividad navideña tiene un epílogo.
Recuerdo la emoción, la ansiedad y el nerviosismo que me embargaban la noche del cinco de enero.
Mis padres me enviaban pronto a la cama, quieras que no, porque si los reyes te encontraban despierto a su llegada, pasaban de largo por tu casa, no sin antes llenarte los zapatos de carbón.
La misma medida tomaban si te habías portado mal durante todo el año, o una buena parte de él.
Nunca se supo, empero, que a ningún niño, por travieso que hubiera sido, los Reyes Magos le dejaran carbón en vez de juguetes.
Algún año recibías una o varias cosas más de todas las que habías pedido. Una atención de Melchor, Gaspar y Baltasar.
Otras veces no te dejaban algo por lo que tenías especial interés.
Eso me pasó a mí un año con “Los tres mosqueteros”, que al parecer los reyes no habían logrado conseguir, a pesar de sus poderes.
Después me enteré de que no se encontraba en todo Madrid un solo ejemplar de las aventuras de D’Artagnan, Athos, Portos y Aramis, tan bien narradas por Alejandro Dumas.
Años más tarde encontré en una librería de lance de Barcelona una muy bien cuidada edición de Harla (Colección Grandes Obras de la Literatura).

Un brindis con anís

La noche del cinco de enero solía dejárseles a los Reyes Magos algunos víveres y beberes –que diría Víctor Ducrot- para ellos y sus camellos, que no eran de Dubai, como los que se ven ahora en la televisión, ni siquiera los que Adauto Puñales llevó a Cabo Polonio, en Uruguay.
Mi primo Antonio me confesó que se levantó una vez a media noche y se sirvió una cantidad regular de las “delicatessen” regias, incluida una copita de anís a modo de brindis por sus majestades y su presunta munificencia.
En mi piso de la Dehesa de la Villa se veían las huellas de los camellos impresas en la espesa capa de nieve que cubría el jardín.
Luego resultó que las huellas eran de los gatos que merodeaban por las cercanías en busca de un idilio de urgencia, o para ser prosaicos, de algo comestible, fueran sobras de comida o un simple ratoncillo.
El jardín parecía una postal, con la fuente de mármol cuya agua se había helado y tenía un tono acerado.
¡Qué tiempos aquellos…! Todavía teníamos fe e ilusiones. Era una época dura. Pero la enfrentábamos con coraje y esperanza.
Teníamos alegría de vivir, lo único que aunque nos quiten todo podemos conservar si nos empeñamos en hacerlo, como nos explicaba el gran escritor y comediógrafo español Alfonso Paso en una de sus comedias, titulada precisamente “La alegría de vivir”.

© Jóse Luis Alvarez Fermosel

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viernes, 3 de enero de 2014

Año nuevo, vida nueva



Pocas veces, por no decir ninguna, se cumple este propósito, siempre formulado con las mejores intenciones.
Vaya uno a saber si sería mejor empezar a llevar una vida nueva a partir del primero de enero, o seguir con la vida de siempre.
Lo que sí estaría bien sería que cambiáramos un poco; al menos nuestra manera de ser, en el sentido de potenciar nuestras virtudes, y, por qué no, adquirir alguna más; y sacarnos de encima algún defecto de los que más molestan al prójimo, como la soberbia, por poner un solo ejemplo.
Tampoco estaría mal entender de una vez por todas que, como dijo Aristóteles y luego repitió el general Perón hasta el cansancio, la única verdad es la realidad.
La realidad no es como nosotros queremos que sea. Mucha gente –más de lo que sería deseable- es incapaz de ver la realidad circundante. Otros no la quieren ver y se fabrican la suya.
Llevado al extremo ésto se convierte en una enfermedad que le afecta a uno y a los que le rodean. Pagan justos por pecadores.
Traigo a colación unas líneas de “Cosmopolitans”, de Somerset Maugham (ilustración), que me parecen adecuadas para estas fechas:

Sonó el teléfono. Simpson sonrió
- ¿Qué le pasa?
- Siempre espero una llamada. Una llamada que nos enfrente con la verdad y nos haga ser más buenos y más sinceros, a costa de lo que sea.

Ojalá que recibamos nosotros una llamada igual, que dé ese resultado, en alguna parte de este año que no empieza de la mejor manera.
Recuerdo una frase que solía decir mi abuela: “Los gitanos no quieren buenos principios”.
Es que lo que empieza mal a veces termina bien; o se convierte en bueno apenas el comienzo de lo que sea va diluyéndose, como en las novelas, hasta llegar al núcleo y de ahí a un final feliz.

Caricatura de David Low

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 2 de enero de 2014

Evocación



José Luis “Pachi” Agromayor habría sentido la misma tristeza que yo en en el vigésimo aniversario de la muerte de Oscar Hermes Villordo, que se cumplió hace unos días.
Los tres fuimos muy amigos, cada uno del otro y los tres de los tres.
El “Negro” Villordo era un hombre noble, bondadoso, recto; un excelente escritor y periodista que trabajó muchos años en el diario La Prensa de Buenos Aires.
“Pachi”, también desaparecido por el negro escotillón de la muerte, poseía asimismo virtudes muy estimables, entre ellas la caridad.
Se portó como un amigo de verdad y como un señor con Villordo, asistiéndole en su prolongada agonía hasta el último momento.
En este segundo día del año 2014 evoco a mis queridos amigos José Luis y Oscar Hermes con tristeza.
Llueve en Buenos Aires. Parece como si la ciudad llorara.

© José Luis Alvarez Fermosel