domingo, 26 de enero de 2014

Del lumpenaje esnob



Por tatuarse, la gente se tatúa ya hasta en la esclerótica, o blanco del ojo, hábito que comenzó en Oklahoma, (centro-sur de los Estados Unidos) y se extiende ya por todo el mundo, como una mancha de aceite en un papel de estraza. 
Un pequeño detalle: uno puede quedarse ciego.
El empeño turiferario que se aplica al tatuaje en los círculos políticos y sociales locales constituye actualmente casi un rito religioso al que acompañan, como una suerte de monaguillos, el boca a oreja y el marketing.
El rito se sigue con el frenesí propio de una pasión adolescente. El tatuaje se expande, casi podría decirse que se derrama a presión como el contenido de las botellas de agua mineral con gas –no cabe citar el champán hablando de estas cosas- cuando se abren mal.
O sea, una efervescencia ad hoc para una sociedad que busca sus ideales en el experimentalismo, el feismo, la autorrealización y el nacisismo hedonista.
Tatuarse es ahora algo así como gritar blandamente en colores,  revelando la vacuidad y la fatuidad del lumpenaje esnob, tan inseguro, después de todo.
La gente quiere experimentar algo más, ha dicho el legislador republicano estadounidense Cliff Brenan.
El tatuador Jason King, de la misma nacionalidad, sostiene que tatuarse es un modo de combatir el aburrimiento. La gente se aburre.
Para otros es un trazo de la personalidad marcado por la imperiosa necesidad de estar a la moda. El mal gusto consiste en confundir la moda que no vive más que de cambios con lo bello que perdura, dijo Stendhal.

Cuestión de identidad

Muchos buscan una identidad mediante el tatuaje.
Unas jóvenes tatuadoras me dijeron una vez en Amsterdam que el ser humano experimenta un impulso ancestral de identificarse con siglas, símbolos, apelativos, signos y marcas.
A uno le pidieron hace muchos años que se hiciera un tatuaje. Pero ya tenía identidad, a pesar de su juventud. De manera que se conformó desde entonces con observar tatuajes de otros: de otras, preferentemente, porque las mujeres se tatúan desde tiempo inmemorial.
Ahora se tatúan tanto como los hombres; en todas, o en casi todas las partes del cuerpo: pechos, espalda, brazos, piernas, manos, tobillos, el cuello y últimamente el pubis…
¡Ni que hablar de los glúteos, la identidad suprema!
Tuve ocasión de contemplar de cerca un pequeño jeroglífico rútilo tatuado en la negra piel del seno izquierdo de una señorita que conocí en Larache (puerto del norte de Africa, en la Costa Atlántica). No lo necesitaba para tener identidad.
El conde de Barcelona, Juan de Borbón (1913-1993), padre del rey de España, Juan Carlos I de Borbón, se hizo tatuar a su paso por la Armada, siguiendo la tradición de la romántica marinería de la época.
La tonadillera española Conchita Piquer interpretaba magistralmente una desgarradora canción de amor titulada Tatuaje: El vino en un barco, de nombre extranjero; lo encontré en el puerto, un amanecer… Tenía el pecho tatuado con un corazón.

Aventura y romance

El tatuaje tuvo en un pasado lejano una acepción aventurera y romancesca, que identificaba a legionarios, marineros, sujetos que vivían a la briba, habían estado en la cárcel, reñían en turbios puestos de aduana por mínimas alcábalas y luchaban a puño desnudo por dinero en tabernas de puerto.  
La gente del bronce se tatuaba antaño por machismo, por exhibicionismo, para impresionar al mujerío y por diferenciarse de los señoritos –como los llamaban-, que ahora son los que se tatúan, sin que de ninguna manera esté en su ánimo pelear a puño desnudo por dinero en cafetines de puerto. Nadie se pelea ahora por nadie ni por nada en ningún sitio, ni a puño desnudo ni a puño con guante.
El tatuaje denotó una especie de idioma críptico del submundo de la marginalidad.

Corazones atravesados por flechas

Los tatuajes salpicaban los cuerpos en colores, o en un azul petróleo un poco borroso, con nombres de mujeres a quienes se decía que se las amaba, corazones atravesados por flechas, serpientes, calaveras, espadas cruzadas, águilas, banderas, antorchas…; lemas tremendos que se relacionaban con el amor, la vida y la muerte.
Hasta hace poco se usaba para tatuar el mismo aparato que se utilizó siempre para la micropigmentación del pelo y las cejas. Pero ahora hay procedimientos más modernos. Las tintas son vegetales.
Los tatuajes pequeños se completan en una sola sesión. Los más difíciles requieren dos o tres sesiones, con un margen de tiempo entre una y otra para evitar la irritación de la piel.
Dicen que ya no duele tatuarse. Yo no me lo creo.

© José Luis Alvarez Fermosel

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