martes, 28 de mayo de 2013

Nieve



Madrid es coherente en lo que al tiempo se refiere. En invierno hace frío, no unos pocos días: todo el invierno. Y nieva, casi siempre tres veces.
Al principio es una gloria ver cómo cae la nieve, tan suavemente como una pluma de cisne en  un campo crepuscular, tapizando tejados, marquesinas, las ramas de los árboles, los cables del tendido eléctrico, los techos de los coches estacionados…
Si en los días venideros no sigue nevando, pero hace mucho frío, la nieve se hace hielo y es entonces cuando las aceras se convierten poco menos que en pistas de patinaje, y se multiplican los resbalones, las caídas y las fracturas de huesos.
Al producirse el deshielo la nieve se licua, se mezcla con el polvo y la suciedad que dejan las pisadas en las veredas y pasa a ser una suerte de lodo claro.
La Naturaleza suele ofrecernos bellezas efímeras: la nieve, los atardeceres, esa neblina que parece hecha de encaje y súbitamente se transforma en aguacero, provocando inundaciones y trastornos.
Por no hablar de otros fenómenos atmosféricos que destruyen edificios, hogares y cobran vidas.
Cuando ya sólo queda nieve en los picachos de la sierra de Guadarrama, florecen los almendros. Esa triunfal eclosión es como un toque de clarín que anuncia la llegada de la primavera a la ciudad atrafagada, ruidosa y con gente que siempre tiene prisa.
Para saber cuando va a nevar hay que mirar al cielo, que adquiere un color gris panza de burro, antes de que empiecen a caer los primeros copos. En esos momentos no hace frío.
Cuando comienza a nevar, es una delicia abrir la boca y dejar que algún copo se pose en la lengua y nos deje ese gusto un poco terroso que no es desagradable, sino todo lo contrario.
La nieve es muy beneficiosa para el campo, en el que suele decirse: “Año de nieves, año de bienes” .
Los niños hacen muñecos de nieve en los jardines y plazas y le ponen en la cara unas viejas gafas del abuelo y una zanahoria como nariz.
A la salida del colegio se entablan divertidas batallas con bolas de nieve.
En plena nevada hay que meterse en un bar y pedir un capuchino, o mejor un café irlandés. Tampoco estará mal gratificarse con una copa de un brandy añejo, o de aguardiente de Chinchón –el extra seco es muy parecido al alcohol quirúrgico de 90 grados-.
En Madrid se aproxima el verano. El invierno ya quedó en el recuerdo y con él la nieve, promotora de los deportes invernales, con su sentido navideño y su papel de heraldo de Papá Noel, lo cual la torna simpática y al mismo tiempo le imprime carácter.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 27 de mayo de 2013

Va de refranes



Debe procurarse hablar sin ofender a nadie. Entre otras cosas porque frecuentemente la ofensa vuelve como un búmeran y se estrella contra nosotros. Resulta entonces que fuimos por lana y salimos trasquilados, y he aquí el primer refrán de la serie.
El siguiente no es menos expresivo: Lengua sabia a nadie agravia, es decir, lo mejor es hablar –pensando antes en lo que se va a decir- de manera tal que a nadie ofendan nuestras palabras.
Se encontraba un día en Madridu en una comida el pensador español José Ortega y Gasset, sentado frente por frente a un hombre de negocios, muy próspero desde fecha reciente.
Apenas trasegados unos pocos vasos del sabroso vino de Rioja, al nuevo rico se le soltó la lengua y empezó a despotricar contra los filósofos y los pensadores, mofándose de ellos y estableciendo, con esa asombrosa firmeza del ignaro, que los filósofos no sirven ni para hacer la “o” con un canuto.
- Creo –sentenció- que el término filósofo es sinónimo de tonto; porque, vamos a ver, ¿qué distancia separa a un filósofo de un bobo?
- Justamente –respndió Ortega- el ancho de una mesa.
Al detractor de los pensadores le hubiera venido como anillo al dedo otro proverbio: A quien pregunta lo que no debe, se le responde lo que no quiere.
Porque al hablar de lo que se ignora –que es tan común- más de una vez se injuria o se agravia al prójimo, que no se merece el mal trato que le dispensamos todos, en general.
Otras veces, lo único que se logra hablando sin saber de la misa a la media es hacer el ridículo.
Como aquel afamado político que acudió a la Universidad de Salamanca para decir unas palabras en la inauguración del curso lectivo.
Al final de su discurso, como remate que mostrara bien a las claras su erudición, quiso utilizar una expresión en latín y recordó. “Como dijo aquél: Mens sana in corpore insepulto”.
El último dicho, por hoy:  Donde las dan las toman y callar es bueno.

José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 24 de mayo de 2013

La última oportunidad



Cinco proyectiles y una última y casi perdida oportunidad.

La frase, de extraordinario impacto y con un alto grado de suspenso, campeaba en una página de un viejo periódico –nada hay tan viejo como un diario de ayer…-, en donde también se veía, bajo el título, la fotografía en blanco y negro de cinco balas desordenadas sobre una mesa. Encontré la hoja -del diario ABC de Madrid, sin fecha-, revolviendo en mi modesta hemeroteca, una tarde de lluvia y frío.
Las balas, de plomo, del 38 largo, pertenecían con toda probabilidad a un revólver Smith & Wesson de cinco tiros, o quizás a un Colt Cobra, pero de los modernos, no de aquellos niquelados de cañón basculante y cachas de nácar que portaban los policías ferroviarios en Argentina a finales del siglo XIX.
Las nueve palabras del texto, así como los cinco proyectiles formaban parte del anuncio de la película suiza La última oportunidad, del director austríaco Leopold Lindtberg, estrenada en 1945 y titulada en alemán Die letzte chance -The last chance en inglés-. Se estrenó en España dos años después.
Yo no la vi, ni en televisión ni en ningún cine club. En una y otros suelo ver películas de hace muchos años.
A pesar del tiempo transcurrido no he olvidado la frase, tan inquietante; y a veces me parece estar viendo las balas, que eran de verdad y habían sido fotografiadas, no dibujadas, en un sombrío ambiente ad hoc.

El poder de la síntesis

El anuncio, en su esquematismo tan simplista y tan estudiado creaba clima y, más aún, intriga. Era sencillo pero expresivo a más no poder. La foto y el texto se complementaban a la perfección. El poder de la síntesis, lo más difícil.
Uno, que trabajó en publicidad, hubiera querido ser el copy writer autor del aviso.
Volviendo a la película, pude averiguar que se trata de un drama bélico ambientado en la Segunda Guerra Mundial, que narra las aventuras de un soldado estadounidense y otro inglés que se escapan en Italia de uno de los trenes de la muerte nazis y tratan a toda costa de alcanzar la frontera suiza.
Galardonada en 1946 con el Gran Premio y el Premio Internacional de la Paz del Festival Internacional de Cine de Cannes, fue producida por la Metro con argumento y guión de Richard Schweizer. Se filmó en blanco y negro. La fotografía se debió a Emil Berna y Franz Vlasak y la música a Robert Blum. Encabezaron el reparto Ewart G. Morrison, John Hoy y Luisa Rossi  
En 2004, con el mismo título, se estrenó una comedia anglo-noruega de Stewar Svaasand, protagonizada por Douglas y Jamie Sives. Dos años después, también con el título en español de La última oportunidad (The last time en inglés), Element Films/Train A.Comin produjo una película dirigida por Michael Caleo, con Michael Keaton y Brenda Fraser encabezando el reparto, sobre el despiadado mundo de los negocios. La acción transcurre en Nueva York.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 21 de mayo de 2013

Tabernas de Madrid



Si es o no invención moderna,
vive Dios que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna.
(Baltasar de Alcázar)

Desvíate de todo camino que no te conduzca a la taberna.
(Omar Khayyam)

Edamus, bibamus, gaudemus: post morten, nulla voluptas.
(Epitafio atribuído al antiguo rey asirio Asurbanipal o Sardanápalo, que traducido literalmente del latín al español, quiere decir: “Comamos, bebamos  y  seamos  felices; porque tras la muerte no hay placer”. La formulación de la frase guarda relación con la bíblica “Comamos, bebamos, que mañana moriremos” (Is. 22’13; 1 Car 15’32).

Mi amigo uruguayo Andrés Heguaburu se fue de una posada y se instaló en una taberna, y le va bien.
El Diccionario del Español Actual de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos dice: La taberna es un establecimiento de carácter popular en que se sirve vino y otras bebidas, y a veces también comida, lo cual es rigurosamente cierto, pero dicho así resulta un poco insipido.
Cosa que no es precisamente la taberna, tasca, mesón o sitio parecido, todos ideales para estar en ellos sin otra cosa que hacer que plantarse frente a un chato de vino o una caña –vaso de cerveza tirada a presión- y algunas tapas, o municiones de boca.
En las tabernas puede uno permanecer todo el tiempo que quiera, pensando en la inmortalidad del cangrejo o cualquier otro tema por el estilo, en paz consigo mismo y con el prójimo.
La taberna es una institución más seria que otras con más prensa, y da lo mismo que haya en ella mucha gente o poca, que sea grande o chica, que estén a la vista o no los grandes odres de vino y los carteles de toros, o de “bailaoras” o cantantes de flamenco pegados en las paredes, ocasionalmente descascaradas.
En las tabernas uno se refresca o se entibia, según la estación del año y lo que coma y lo que beba; se hace un alto en el camino, se reune con amigos o se dedica a la observación de lo que le rodea, que suele ser animado, colorido y simpático.

El diario no se lee en la taberna

El diario no se lee en la taberna. El diario se lee en el café, que es su lugar. En el café hay mesas y terturlias. La taberna es más de mostrador. Casi nunca hay taburetes, que son propios del bar que antes llamábamos americano.
En la taberna no se está más del tiempo necesario para trasegar el vino, porque enseguida hay que ir a otra, y luego a otra, donde uno seguirá bebiendo y comiendo hasta que su cuerpo y su espíritu estén confortados y alegres.
En España ha habido y hay tabernas famosas, como la de El Alabardero, muy cerca del Palacio Real, en Madrid; la de Antonio Sánchez, en la calle Mesón de Paredes; la de Los Conspiradores, en el Madrid de los Austrias; Quitapenas, cerca de la Puerta del Sol y otras que han devenido comederos, como La Fuencisla, Casa Paco o La Ancha.
La taberna ha sido inmortalizada por libros, poemas, canciones y zarzuelas. Concha Piquer, soberana indiscutible de la romanza dramática, se refiere a la Taberna del Pez Espada en una de sus desgarradas tonadillas. La tabernera del puerto fue una de las mejores zarzuelas del maestro Pablo Sorozábal.
Otra taberna de tronío es La Tia Cebolla, donde es fama que el tío Carcoma se proveía de cebollas para su desayuno, que se componía de una cebolla y un pedazo de pan. En el almuerzo sólo comía un plato de verdura cocida. Vivió hasta los 98 años, totalmente lúcido.

La tasca del muerto

Casi todas las tabernas tienen historia, o por lo menos su anecdotario. Algunas tienen también su leyenda, como La Tasca del Muerto, que estaba en el corazón del viejo Madrid y lamentablemente cerró sus puertas hace ya mucho tiempo.
Estaba emplazada en los bajos de una casa de varios pisos. En el primero de ellos se velaba un día a un difunto y cuentan que éste, irritado por las tonterías que decían sus parientes y amigos en la habitación de al lado, se levantó, abrió la ventana y salió por ella deslizándose por la sábana mortuoria, que convirtió en un remedo de las cuerdas con nudos de los presos.
El muerto entró en la taberna, en la que curiosamente no había nadie, quizá porque era muy temprano, y se acodó en el mostrador.
El dueño, que estaba dentro preparándose para la faena del día, salió ajustándose el mandil y cuando vio al muerto le dio un ataque al corazón y se quedó frito.
Desde entonces al establecimiento se le llamó La Tasca del Muerto, en honor o recuerdo no se sabe de cual de los dos.
En una taberna del popular barrio de Tetuán de Madrid leí yo un día el siguiente manifiesto, que transcribo al pie de la letra:

“¿Qué tiene un vaso de vino? Vale 0,45 euros y da derecho a:
usar palillos, gastar servilletas, ver la televisión, sentarse en una silla, ocupar una mesa, hacer aguas mayores y menores, gastar papel y agua, lavarse las manos con jabón, utilizar el secador, tirar colillas al suelo, jugar a los dados, cartas o dominó, conocer gente y reír o quejarse en voz alta. Y, encima, decir que el dueño gana mucho dinero.”

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 19 de mayo de 2013

Cántico y calcetines



Jorge Guillén fue un gran poeta español, nacido en Valladolid, por más señas. Tiene una obra magnífica, Cántico.
Francisco (Paco para los amigos) Umbral, uno de los mejores escritores y articulistas españoles de los últimos tiempos, sentía verdadera devoción por Jorge Guillén. (Umbral también era de Valladolid).
Un día conoció a su ídolo en persona, en Valladolid, precisamente.
Cuenta Paco Umbral en su libro Las palabras de la tribu que Guillén tenía los calcetines cortos, de color marrón y caídos.
No eran los calcetines del creador de tanta luz, dice Umbral, que llega inmediatamente a la conclusión de que casi siempre se dan fuertes contrastes entre la obra y la vida de los intelectuales y los artistas.
Sus seguidores a ultranza se desilusionan. Porque, claro, uno lee embelesado a un excelso poeta, escucha en un CD la voz prodigiosa de una soprano de fama universal y cuando los conoce personalmente resulta que el vate es bajo y estrábico, se come las uñas, lleva siempre una vieja chaqueta de pana color ratón y como Guillén (Jorge) usa unos calcetines marrones, cortos y caídos. Y, además, bebe como un cosaco. Otros se drogan, además de beber.
La cantante, de pronto, no es como Grace More o Jeanette Mac Donald, o como algunas más cercanas en el tiempo: la misma Rita Hayworth, Iva Zanicchi, Milva, Diana Ross, Celine Dion,  las argentinas Adriana Varela y Ramona Galarza, de buenas figuras y guapas. La cantante -las de ópera, por poner un ejemplo- es desmesuradamente gorda, tiene los dientes torcidos, un lobanillo detrás de la oreja izquierda, mal aliento y lo que es peor, muy mal carácter.
Hay seres de muy buena presencia, elegantes, bellísimas personas pero incapaces de escribir versos, ni siquiera dos palabras seguidas, ni mucho menos de cantar ni una consigna política en una manifestación.
Otros, impresentables, malísimos, son genios.
Todos los poetas tendrían que parecerse a George –hablando de Jorges- Clooney; y las cantantes de ópera habrían de tener el palmito de Penélope Cruz.
Y todos ser más buenos que el pan, cosa que no es corriente en la realidad.
Si examinamos las vidas de lumbreras de la literatura universal como Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Lord Byron, Djuna Bares, Juan Genet, Truman Capote y otros muchos se nos encenderá el pelo al enterarnos que desde consumir a destajo alcohol y drogas hasta cometer incesto, pasando por disparar tiros de revólver a sus amantes (Verlaine-Rimbaud) y haber estado en la cárcel, estos cultores de la lírica más sublime no dejaron desastre por hacer en sus vidas.
Esos desastres perjudicaron las vidas de otros seres humanos.

© José Luis Alvarez Fermosel

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miércoles, 15 de mayo de 2013

Días envueltos en papel para regalo



Más que antecesor del invierno, el otoño parece haberse convertido estos días en su heraldo, anticipándonos un frío que no es normal en estas fechas.
Antes nos regaló unos días templados, luminosos, cumplida ya una buena parte de su mandato.
Tendió sobre la ciudad atrafagada y ruidosa una lámina finísima de celofán color de ámbar viejo, miel nueva o resina fresca. Y transfiguró a personas y paisajes, envolviendo a unas y otros en una capa sutil, como de seda china, e imprimiéndoles una serenidad y un sosiego tendentes a que la gente deponga su frenesí habitual, sustituyéndolo por un deseo de captar cosas bellas, llevarse bien con el prójimo, tratar bien a los animales y disfrutar de cuanto bueno tenemos alrededor.
Los árboles, ahora estremecidos, no parecían sufrir la pérdida de sus hojas, que crujían y crujen bajo las suelas de nuestros zapatos. Pero no era el de las hojas caídas un quejido en dìas como los pasados, cuando pareció que se había firmado un armisticio en la lucha con la vida y uno podía verlo todo sin anteojeras.

Amables estaciones de transición

Días de otoño, de primavera, amables estaciones de transición –con su carga poética-, en los que está bien, o mejor, es pertinente, por no decir indispensable pasear por un bulevar, o sentarse en alguna de las pocas terrazas que van quedando; porque por la tarde la brisa trae ya un presentimiento de invierno: una estación poco o nada amable pero que cuando quiere da una tregua, a diferencia del verano, que es implacable.
La bebida ideal, sea la hora que sea, es un Bloody Mary acompañado por unas aceitunas negras, porque las verdes son más bien saladas y el Bloody Mary tiene su propìa  sal.
Pasará a nuestro lado una señora madura de buen ver, con un Fox Terrier blanco y gris de ojos vivaces; una pareja de jóvenes que se ve que no son pareja, ella y él con sus mochilas al hombro, como los soldados en los cuadros antiguos; y un muchacho con gafas y unos libros bajo el brazo que está empezando a quedarse calvo, pero no le importa,  y hace bien.
La música para días como estos, que vienen envueltos en papel para regalo, ha de ser la rapsodia España, de Chabrier, que no era español, sino francés.
Si a la caída de la tarde se escucha desde lejos el toque de oración, no tendremos más remedio que agradecer, con voluntad al menos de jaculatoria al otoño o la primavera, según la estación, por estos “(…) días azules y este sol de la infancia de Antonio Machado (1).

(1) Los últimos versos del poeta. Se le encontraron escritos en un papel cualquiera en un bolsillo de la chaqueta, inmediatamente después de morir.

© José Luis Alvarez Fermosel         

lunes, 13 de mayo de 2013

Ventana

Entrar por una ventana suele ser mejor que salir por ella. Depende, como todo, de las circunstancias.
Por esta ventana –que como puede apreciarse en la fotografía no es una ventana, sino una puerta que parece una ventana- se accede a uno de esos lugares con los que sueñan los aficionados al comercio y el bebercio, lugares que no tienen, por lo general, sofisticación alguna.
Como este recinto lujoso en su esquematismo de nobles materiales comestibles y bebestibles, enmarcado por unas no menos nobles y venerables piedra y madera.
Verduras, varias latas que han de contener condumios más sabrosos, vinos, licores…
¡Qué mejor tributo puede rendirse a la naturaleza, y a tan espléndida muestra como es ésta piedra dura y gris, que se asemeja al turrón de almendra en el interior, que abriendo unas latas y unas botellas y mandándose un homenaje!
Degustación, se lee en pequeñas letras amarillas en un cartel a la izquierda. ¡Espléndida palabra! Degustar es un verbo sensual que le alegra a uno las pajarillas del alma.
Este lugar es ideal para degustar. Aunque parece un cuadro pintado en la roca. Es una ventana abierta generosamente al manducante, quizás un peregrino, quizás un catador. Se llama, ¡miren ustedes lo que son las cosas del comercio y el bebercio!, “La Manduca”.
El manducante es una persona que se incorpora a uno de estos sitios donde se manduca y tropieza con un trozo de humanidad afanosamente manducante, dijo el sabio.
“La  Manduca” está en Las Palmas, capital de la provincia de Gran Canaria, la más oriental de las Islas Canarias.
Las llaman las Islas Afortunadas. Con razón. 

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 11 de mayo de 2013

Again



Las notas del melancólico fox lento Again (de Cochran y Newman) salían del parador y se incrustaban en la noche nublada, que convertía el lago en un manchón gris.
Dos hombres la amaban y uno perdía la cabeza por su amor. (En otra canción, muchos años después, alguien confesaba: “¡Voy a perder la cabeza por tu amor…!”).
Esto pasaba en un motel de carretera cuyo dueño, Lefty, a pesar de la oposición del gerente del establecimiento y amigo suyo, Pete, contrata no precisamente a una torch singer, sino todo lo contrario: una vocalista de tan poca voz que casi recita, en vez de cantar, lo cual no es óbice para que despliegue un encanto soterrado que la torna muy seductora, piernas –al menos una en primer plano- por delante.
La cantante, Lily Stevens, desencadena la tragedia sin dejar de entonar. Uno de los temas, Again (otra vez), dio la vuelta al mundo.
Lefty y Pete, ambos a dos, se enamoran de Lily, que a pesar de que Lefty le ofrece matrimonio decide quedarse con Pete.
De la película, pues que de una película se trata, se dijo que es “una explosiva mezcla de elementos y personas arquetípicas del cine noir”.
Bien dicho estuvo. El parador del camino (Road House) constituyó un florón más en la corona del rumano Jean Negulesco, que convirtió el típico triángulo amoroso propio del melodrama en una refulgente joya del cine negro.
La película fue la primera que Negulesco dirigió para la 20th -después de hacer una brillante carrera en la Warner- y la tercera de Richard Widmark (Lefty)-. Ida Lupino (Stevens) y Corner Wilde (Pete) completaban el trío protagónico, formando un cuarteto con Celeste Holm (Susie).
La película arranca con cierta lentitud para convertirse enseguida en una obra maestra en la que se ponen de relieve con precisión de relojero las pasiones que agitan a sus personajes, en las afueras de una ciudad cualquiera del oeste de Chicago, a 15 kilómetros de Canadá.
Aprisionados en una espiral de violencia que desata Lefty, los amores de Lily y Pete llegarán a buen puerto, no sin pasar por su purgatorio. Negulesco agita hábilmente su coctelera, de modo que se mezclen armónicamente el amor, los celos, el odio y la renuncia (de Susie) y elabora con pulso firme una excelente  película de un género muy popular en la literatura y el cine de los años 40.
He aquí la ficha técnica de la película:
Título original: Road House
Año: 1948
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Director: Jean Negulesco
Guión: Edward Chodorov (Historia: Margaret Gruen & Oscar Saul)
Música: Cyril Mockridge
Fotografía: Joseph LaShelle (B&W)
Reparto: Ida Lupino, Cornel Wilde, Celeste Holm, Richard Widmark, O.Z. Whitehead, Robert Karnes, George Beranger, Ian MacDonald, Grandon Rhodes.
Productora: 20th Century Fox
Género: Drama. Cine negro

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 9 de mayo de 2013

El Rastro, la magia de mil y un milagros menores (y II)

El Rastro, otra reminiscencia más del Madrid de los Austrias, como el viejo barrio que bulle a la vera de la Plaza Mayor, no lejos del centro geográfico de la Villa del Oso y el Madroño, es algo tan típico, tan madrileño como Las Vistillas, el parque del Retiro, el río Manzanares, la Cibeles, el Puente de Toledo o el Paseo del Prado. Inmutable al paso de los años y los regímenes políticos, más que por su pragmatismo comercial es popular, incluso famoso por su aire tan especial, tan característico, distinto al de los otros mercados y ferias; por su tipismo tan peculiar y ese constante vocerío que curiosamente no le ensordece a uno.
En la Ribera de Curtidores están los mejores anticuarios del Rastro. Cuando se baja desde la Plaza de Cascorro por la Ribera, en el lado izquierdo, están las Galerías Piquer, que llevan el nombre de su promotora, la popular tonadillera valenciana Conchita Piquer.
Las Galerías Piquer se inauguraron en 1950. Ocupan un edificio dominado por una torre, por cuya entrada se accede a un patio central. Los tejados son de pizarra. En su interior hay 70 tiendas de antigüedades.
Suelen verse en el Rastro personajes madrileños típicos, como el vendedor de barquillos, o un payaso vestido de colores, con su roja narizota, para la diversión de los niños. También pueden hallarse músicos desconocidos tocando sus instrumentos, rodeados de aficionados a la música en vivo.
A mitad de camino se abre la plaza General Vara de Rey, plagada de ropas y muebles. De ahí sale la calle de Rodas, con puestos con objetos antiguos: instrumentos musicales, artículos de cuero, herramientas, libros de segunda mano y revistas viejas. Hablando de libros, donde los hay a mogollón es en las cercanas calles del Carnero y Carlos Arniches.

La leyenda de las perlas

El Rastro es pródigo en leyendas, como la de la señora que compró a un vendedor, que dijo ser un marinero de Córcega, un par de muñecas de porcelana vestidas con ropas deslucidas y manchadas. La señora se fue a su casa con sus muñecas y empezó a lavarlas. Una de ellas se le escurrió de las manos y se cayó al suelo, haciéndose pedazos. Y, ¡oh, milagro!, entre éstos había un puñado de perlas legítimas y bellísimas.
La señora en cuestión fue al Rastro el domingo siguiente para entregarle las perlas al vendedor, pero éste había desaparecido misteriosamente y nadie supo darle su paradero.
El Rastro ocupa un lugar en la literatura, y hasta en un diccionario: el de Madoz, de 1847. Ramón de Mesonero Romanos lo cita en varias de sus obras, en las postrimerías del siglo XIX. Otro autor de esa época que describe el Rastro y su incipiente mercado es Fernández de los Ríos, en su primera edición de Guía de Madrid de 1876, denominándolo “mercado de objetos viejos”. Ramón Gómez de la Serna le dedicó en 1914 una obra monográfica.
El Rastro ha sido citado en canciones, entre ellas una de Joaquín Sabina en la que también menciona al barrio San Telmo de Buenos Aires. Se titula “Con la frente marchita”.
También fue llevado al cine. Se filmaron cinco películas. Las mejores fueron Domingo de Carnaval (1945), de Edgar Neville; Día tras día (1951), dirigida por José María Forqué y Laberinto de pasiones, de Pedro Almodóvar (1984).
Después de un largo recorrido por la Ribera de Curtidores es lógico que tengamos hambre y sed. En cualquiera de los restaurantes, tabernas, tascas, bares y cafés que circundan el Rastro podemos tomar unas cañas -vasos de cerveza tirada a presión-, con su correspondiente aperitivo, o café cortao, o solo. Y carajillos: café con coñac, o con anís.
Se echa en el vaso –porque el carajillo se toma en vaso- el café muy caliente, se añaden dos terrones de azúcar y se vierte sobre ellos un chorrito de coñac, o de anís. E inmediatamente se prende la mezcla.
Da gusto ver salir del vaso unas pequeñas lenguas de fuego azul, que se apagan enseguida. Pero ahora también ha cambiado la manera de hacer el carajillo, que se limita a echarle al café el chorrete de coñac o de anís y una cucharadita de azúcar, porque tampoco hay ya terrones de azúcar ni se practica el ritual del flambeado. Los vendedores del Rastro suelen beber cazalla –un aguardiente anisado muy fuerte- y vino tinto.
En verano la estrella es el tinto de verano: vino tinto, un poco de gaseosa dulce o zumo de lima-limón, unos cuantos cubitos de hielo y una rodaja de naranja. Es muy refrescante, muy rico, que es lo más importante, y quita la sed.
¿Y para comer? Nada como el cocido de Malacatín, que está ahí al lado, en la calle de la Ruda. En Malacatín y en La Bola se comen unos cocidos formidables, que llevan todo lo que se le echa a este condumio tan nuestro, tan madrileño.
Hay otros restaurantes y tabernas muy cerca, en las que pueden degustarse platos típicos madrileños como los callos, la tortilla de patata, el bacalao a la vizcaína, la paella, las gambas al ajillo, las judías con chorizo, y, naturalmente el jamón pata negra, cortado con hacha, si es posible; el lomo embuchado y el queso manchego, sin despreciar las sardinas en aceite y los boquerones en vinagre.
Los madrileños llevamos el Rastro en nuestro corazoncito. Y quién más, quién menos, tiene alguna anécdota que contar, o un recuerdo que guardar in mente, aunque sea tan mínimo como las notas de un chotis interpretado al organillo por una viejecita con un pañuelo negro a la cabeza; o quizás la música sea un viejo pasacalle zarzuelero: el de La Calesera, por ejemplo, que se nos queda en la cabeza durante algunos días, mientras soñamos con viejos y queridos tiempos.
Hasta que alguna mala noticia nos devuelve brúscamente a la realidad: nos dejamos olvidado el celular en una farmacia, nos han pagado un artículo con un cheque sin fondos, o se nos tilda la computadora, que se queda como muerta y nuestro técnico se ha ido a hacer un curso a Copenhague.
Y dejamos de ser el Garcín que tenía en el cerebro un pájaro azul del cuento de Rubén Darío.

© José Luis Alvarez Fermosel

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El Rastro de Madrid, la magia de mil y un milagros menores

miércoles, 8 de mayo de 2013

El Rastro de Madrid, la magia de mil y un milagros menores


 
Madrid. Estación de metro Tirso de Molina, abierta al público el 26 de diciembre de 1921 con el nombre de Progreso. El 10 de julio de 1939 se le cambió ese nombre por el de Tirso de Molina, en honor del fraile mercedario llamado en realidad Gabriel Téllez, autor de varias obras de teatro. Se le atribuyó la creación del mito de Don Juan Tenorio, pero fue más conocido por su Don Gil de las calzas verdes.
Se sale del metro, se camina un poco por la calle Duque de Alba y se llega a la plaza de Cascorro, presidida por la estatua de Eloy Gonzalo, un soldado español que incendió él solo un fortín enemigo en la guerra de Cuba, sabiendo que de esa acción no iba a salir vivo.
El rey Alfonso XIII mandó erigir la estatua que perpetúa la memoria del héroe, que también da su nombre a una calle que va de la glorieta de Quevedo a la de Iglesia.
Antes de empezar a recorrer la amplia zona triangular que ocupa el Rastro, delimitada por las calles de Toledo y Embajadores y la Ronda de Toledo, podemos hacer los honores a unos deliciosos pastelillos y un vaso de leche con canela en la cercana pastelería de la calle La Encomienda.
Así confortados, iniciaremos el recorrido del lugar que se llamaba Rastro porque allí se mataban reses para la venta de carne y, hasta hace poco también existían mataderos de cerdos. Los animales sacrificados dejaban un rastro de sangre. El humor negro español no encontró otro nombre más apropiado para este gran mercado al aire libre, que se fue configurando con el tiempo.
En las inmediaciones estaban las tenerías, o curtiembres en las que se trabajaban las pieles. Otra acepción de la palabra rastro es la del radio en que se extiende la jurisdicción de un lugar. La antigua plaza del Rastro constituía la comunicación del centro de Madrid y de la calle Toledo con el barrio de Embajadores.
Fue parada de ociosos, pícaros y lugar donde se pudo comprar y vender de todo. El tío Carcoma se hizo rico gracias al comerció de utensilios viejos. Poseía veinte casas en el barrio. Desayunaba una cebolla y un pedazo de pan, y en el almuerzo sólo comía un plato de verdura cocida. Vivió hasta los 98 años, en pleno uso de todas sus facultades mentales.
El Rastro de Madrid surgió aproximadamente en el año 1740, en las cercanías del Matadero de la Villa. Mercado de pulgas al aire libre, similar al Waterlooplein de Amsterdam, el Port Portesse de Roma o Portobello Road, en Londres, despliega su magia multicolor por la castiza Ribera de Curtidores.
Es quizás menos abigarrado, quiero decir, menos colorido que El Mercado de las Pulgas de París, o que los zocos marroquíes de Tánger, Casablanca y Fez, la ciudad blanca, -huele mucho mejor...-, pero no pierde tipismo en la comparación.

La cueva de Kim de la India

Mercado de los mil y un milagros menores, el Rastro madrileño es, en cierto modo, una suerte de cueva moderna del Kim de la India de Kipling, pero en barato. Todo es, todo significa, en teoría, una... "oportunidad".
Es el paraíso de la ganga, también teóricamente. Porque a veces la ganga resulta no serlo, razón por la cual es, o mejor dicho, era fundamental saber comprar.
El regateo, que no dejaba de tener su enjundia, y además había que saber practicarlo pertenece al pasado, como tantas otras cosas. Ya no se regatea, por lo menos en todos los tenderetes del Rastro.
La última vez que fui quise comprar un paraguas de esos enormes, que parecen hongos gigantescos cuando se despliegan. El vendedor, un hombre joven, cetrino y enjuto, con cara de pocos amigos, me dio un precio. Empecé a regatear con una media sonrisa, como respondiendo a un juego tácito, y el muchacho me arrancó de las manos el paraguas que estaba examinando; y me dijo, destempladamente: "¡No hay rebaja, el precio es fijo! ¡Paga lo que le pido y se lleva la mercancía o la deja!".
Me fui, antes de que enrollara el paraguas y me midiera las costillas con él. Han cambiado muchas cosas en Madrid, algunas no precisamente para mejor.
En el Rastro proliferaron antaño algunas galerías que conservan el estilo de ese zoco tan peculiar. Pero lo verdaderamente genuino son los puestos -que en número de 3.500, y visitados por unas 100.000 personas cada domingo-, se alinean uno al lado del otro y están regentados por personajes que parecen salidos de caricaturas de viejos periódicos.
Ahora también hay muchachas bonitas -ya sin una flor pelo-, con pantalones vaqueros y parkas de símil cuero, o jóvenes con tatuajes y una mosquita bajo el mentón. E inmigrantes de varios países latinoamericanos, incluso de Europa.
Todavía pueden encontrarse en el rastro gitanos, alguna matrona robusta y morena o un hombre con boina negra y el rostro atezado, que sonríe y se ve que le faltan algunos dientes, lo cual no le impide hablar con ese acento madrileño castizo que uno ha perdido ya.
El Rastro fue declarado Patrimonio Cultural del pueblo de Madrid en 2002. El mejor día, y la mejor hora para visitarlo es el domingo por la mañana, entre las 9 y las 15. A partir de las 11 o las 12 es cuando está en su salsa. Hay que recorrerlo despaciosamente, desde la llamada Cabecera del Rastro, o Cascorro, hasta el final, primero por una acera y una vez que se llega al final, por la otra, hasta volver al punto de partida.
Todo un mundo policromo y variado, típico pero sin "typical", capta al viandante con su indefinible encanto, fuerte como el aroma de un vino viejo. Todo lo imaginable, incluso lo no imaginable, está en el Rastro, así llamado también porque puede seguirse el rastro de cualquier cosa... ¡y encontrarla!
El Rastro tiene su público y sus compradores, como la Plaza Mayor tiene los suyos -la  mayoría de los cuales son filatélicos que aprovechan las ofertas de sellos los domingos por la mañana-.
Es un verdadero recreo para la vista contemplar la amalgama de las variadas y heterogéneas mercancías que se apilan en las veredas, a veces sobre mantas extendidas, otras en las añosas vidrieras de comercios heredados de padres a hijos, otras en puestos minúsculos donde se entremezclan relojes de todos los modelos y las épocas con antiguas cigarreras de plata, desvaídas acuarelas japonesas, lámparas de pie, pipas de espuma de mar, culatas damasquinadas de viejas espingardas, cajas de música, gorros cuarteleros, camafeos polvorientos, algún zapato sin pareja y hasta coloridos y locuelos vestidos de una tía de la época en que se bailaba el fox trot.
También hay clavos, que casi siempre van a parar a las manos de los incautos, o de los turistas. Pero son más las oportunidades que los chascos.
Algún descuidero, algún carterista se cuela de tanto en tanto entre la gente para terminar, casi siempre, en manos de la policía, porque agentes de la secreta se mezclan con el público.
En el Rastro huele a todo: a los calamares que se fríen en las tascas aledañas, al cuero de las talabarterías, el barniz de los cuadros, las castañas asadas, en invierno. No falta el aroma de un viejo perfume, Maderas de Oriente, procedente de una señora mayor y que le retrotrae a uno a épocas pasadas, porque su abuela usaba a veces esa esencia. En primavera huele a flor de naranjo.

© José Luis Alvarez Fermosel

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