miércoles, 8 de mayo de 2013

El Rastro de Madrid, la magia de mil y un milagros menores


 
Madrid. Estación de metro Tirso de Molina, abierta al público el 26 de diciembre de 1921 con el nombre de Progreso. El 10 de julio de 1939 se le cambió ese nombre por el de Tirso de Molina, en honor del fraile mercedario llamado en realidad Gabriel Téllez, autor de varias obras de teatro. Se le atribuyó la creación del mito de Don Juan Tenorio, pero fue más conocido por su Don Gil de las calzas verdes.
Se sale del metro, se camina un poco por la calle Duque de Alba y se llega a la plaza de Cascorro, presidida por la estatua de Eloy Gonzalo, un soldado español que incendió él solo un fortín enemigo en la guerra de Cuba, sabiendo que de esa acción no iba a salir vivo.
El rey Alfonso XIII mandó erigir la estatua que perpetúa la memoria del héroe, que también da su nombre a una calle que va de la glorieta de Quevedo a la de Iglesia.
Antes de empezar a recorrer la amplia zona triangular que ocupa el Rastro, delimitada por las calles de Toledo y Embajadores y la Ronda de Toledo, podemos hacer los honores a unos deliciosos pastelillos y un vaso de leche con canela en la cercana pastelería de la calle La Encomienda.
Así confortados, iniciaremos el recorrido del lugar que se llamaba Rastro porque allí se mataban reses para la venta de carne y, hasta hace poco también existían mataderos de cerdos. Los animales sacrificados dejaban un rastro de sangre. El humor negro español no encontró otro nombre más apropiado para este gran mercado al aire libre, que se fue configurando con el tiempo.
En las inmediaciones estaban las tenerías, o curtiembres en las que se trabajaban las pieles. Otra acepción de la palabra rastro es la del radio en que se extiende la jurisdicción de un lugar. La antigua plaza del Rastro constituía la comunicación del centro de Madrid y de la calle Toledo con el barrio de Embajadores.
Fue parada de ociosos, pícaros y lugar donde se pudo comprar y vender de todo. El tío Carcoma se hizo rico gracias al comerció de utensilios viejos. Poseía veinte casas en el barrio. Desayunaba una cebolla y un pedazo de pan, y en el almuerzo sólo comía un plato de verdura cocida. Vivió hasta los 98 años, en pleno uso de todas sus facultades mentales.
El Rastro de Madrid surgió aproximadamente en el año 1740, en las cercanías del Matadero de la Villa. Mercado de pulgas al aire libre, similar al Waterlooplein de Amsterdam, el Port Portesse de Roma o Portobello Road, en Londres, despliega su magia multicolor por la castiza Ribera de Curtidores.
Es quizás menos abigarrado, quiero decir, menos colorido que El Mercado de las Pulgas de París, o que los zocos marroquíes de Tánger, Casablanca y Fez, la ciudad blanca, -huele mucho mejor...-, pero no pierde tipismo en la comparación.

La cueva de Kim de la India

Mercado de los mil y un milagros menores, el Rastro madrileño es, en cierto modo, una suerte de cueva moderna del Kim de la India de Kipling, pero en barato. Todo es, todo significa, en teoría, una... "oportunidad".
Es el paraíso de la ganga, también teóricamente. Porque a veces la ganga resulta no serlo, razón por la cual es, o mejor dicho, era fundamental saber comprar.
El regateo, que no dejaba de tener su enjundia, y además había que saber practicarlo pertenece al pasado, como tantas otras cosas. Ya no se regatea, por lo menos en todos los tenderetes del Rastro.
La última vez que fui quise comprar un paraguas de esos enormes, que parecen hongos gigantescos cuando se despliegan. El vendedor, un hombre joven, cetrino y enjuto, con cara de pocos amigos, me dio un precio. Empecé a regatear con una media sonrisa, como respondiendo a un juego tácito, y el muchacho me arrancó de las manos el paraguas que estaba examinando; y me dijo, destempladamente: "¡No hay rebaja, el precio es fijo! ¡Paga lo que le pido y se lleva la mercancía o la deja!".
Me fui, antes de que enrollara el paraguas y me midiera las costillas con él. Han cambiado muchas cosas en Madrid, algunas no precisamente para mejor.
En el Rastro proliferaron antaño algunas galerías que conservan el estilo de ese zoco tan peculiar. Pero lo verdaderamente genuino son los puestos -que en número de 3.500, y visitados por unas 100.000 personas cada domingo-, se alinean uno al lado del otro y están regentados por personajes que parecen salidos de caricaturas de viejos periódicos.
Ahora también hay muchachas bonitas -ya sin una flor pelo-, con pantalones vaqueros y parkas de símil cuero, o jóvenes con tatuajes y una mosquita bajo el mentón. E inmigrantes de varios países latinoamericanos, incluso de Europa.
Todavía pueden encontrarse en el rastro gitanos, alguna matrona robusta y morena o un hombre con boina negra y el rostro atezado, que sonríe y se ve que le faltan algunos dientes, lo cual no le impide hablar con ese acento madrileño castizo que uno ha perdido ya.
El Rastro fue declarado Patrimonio Cultural del pueblo de Madrid en 2002. El mejor día, y la mejor hora para visitarlo es el domingo por la mañana, entre las 9 y las 15. A partir de las 11 o las 12 es cuando está en su salsa. Hay que recorrerlo despaciosamente, desde la llamada Cabecera del Rastro, o Cascorro, hasta el final, primero por una acera y una vez que se llega al final, por la otra, hasta volver al punto de partida.
Todo un mundo policromo y variado, típico pero sin "typical", capta al viandante con su indefinible encanto, fuerte como el aroma de un vino viejo. Todo lo imaginable, incluso lo no imaginable, está en el Rastro, así llamado también porque puede seguirse el rastro de cualquier cosa... ¡y encontrarla!
El Rastro tiene su público y sus compradores, como la Plaza Mayor tiene los suyos -la  mayoría de los cuales son filatélicos que aprovechan las ofertas de sellos los domingos por la mañana-.
Es un verdadero recreo para la vista contemplar la amalgama de las variadas y heterogéneas mercancías que se apilan en las veredas, a veces sobre mantas extendidas, otras en las añosas vidrieras de comercios heredados de padres a hijos, otras en puestos minúsculos donde se entremezclan relojes de todos los modelos y las épocas con antiguas cigarreras de plata, desvaídas acuarelas japonesas, lámparas de pie, pipas de espuma de mar, culatas damasquinadas de viejas espingardas, cajas de música, gorros cuarteleros, camafeos polvorientos, algún zapato sin pareja y hasta coloridos y locuelos vestidos de una tía de la época en que se bailaba el fox trot.
También hay clavos, que casi siempre van a parar a las manos de los incautos, o de los turistas. Pero son más las oportunidades que los chascos.
Algún descuidero, algún carterista se cuela de tanto en tanto entre la gente para terminar, casi siempre, en manos de la policía, porque agentes de la secreta se mezclan con el público.
En el Rastro huele a todo: a los calamares que se fríen en las tascas aledañas, al cuero de las talabarterías, el barniz de los cuadros, las castañas asadas, en invierno. No falta el aroma de un viejo perfume, Maderas de Oriente, procedente de una señora mayor y que le retrotrae a uno a épocas pasadas, porque su abuela usaba a veces esa esencia. En primavera huele a flor de naranjo.

© José Luis Alvarez Fermosel

Sigue…

No hay comentarios: