Debe procurarse
hablar sin ofender a nadie. Entre otras cosas porque frecuentemente la ofensa
vuelve como un búmeran y se estrella contra nosotros. Resulta entonces que
fuimos por lana y salimos trasquilados, y he aquí el primer refrán de la serie.
El siguiente no es
menos expresivo: Lengua sabia a nadie
agravia, es decir, lo mejor es hablar –pensando antes en lo que se va a
decir- de manera tal que a nadie ofendan nuestras palabras.
Se encontraba un día
en Madridu en una comida el pensador español José Ortega y Gasset, sentado
frente por frente a un hombre de negocios, muy próspero desde fecha reciente.
Apenas trasegados unos
pocos vasos del sabroso vino de Rioja, al nuevo rico se le soltó la lengua y
empezó a despotricar contra los filósofos y los pensadores, mofándose de ellos
y estableciendo, con esa asombrosa firmeza del ignaro, que los filósofos no
sirven ni para hacer la “o” con un canuto.
- Creo –sentenció-
que el término filósofo es sinónimo de tonto; porque, vamos a ver, ¿qué
distancia separa a un filósofo de un bobo?
- Justamente –respndió
Ortega- el ancho de una mesa.
Al detractor de los
pensadores le hubiera venido como anillo al dedo otro proverbio: A quien pregunta lo que no debe, se le
responde lo que no quiere.
Porque al hablar de
lo que se ignora –que es tan común- más de una vez se injuria o se agravia al
prójimo, que no se merece el mal trato que le dispensamos todos, en general.
Otras veces, lo
único que se logra hablando sin saber de la misa a la media es hacer el
ridículo.
Como aquel afamado
político que acudió a la Universidad de Salamanca para decir unas palabras en
la inauguración del curso lectivo.
Al final de su
discurso, como remate que mostrara bien a las claras su erudición, quiso
utilizar una expresión en latín y recordó. “Como
dijo aquél: Mens sana in corpore insepulto”.
El último dicho, por
hoy: Donde
las dan las toman y callar es bueno.
José Luis Alvarez Fermosel
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