jueves, 9 de mayo de 2013

El Rastro, la magia de mil y un milagros menores (y II)

El Rastro, otra reminiscencia más del Madrid de los Austrias, como el viejo barrio que bulle a la vera de la Plaza Mayor, no lejos del centro geográfico de la Villa del Oso y el Madroño, es algo tan típico, tan madrileño como Las Vistillas, el parque del Retiro, el río Manzanares, la Cibeles, el Puente de Toledo o el Paseo del Prado. Inmutable al paso de los años y los regímenes políticos, más que por su pragmatismo comercial es popular, incluso famoso por su aire tan especial, tan característico, distinto al de los otros mercados y ferias; por su tipismo tan peculiar y ese constante vocerío que curiosamente no le ensordece a uno.
En la Ribera de Curtidores están los mejores anticuarios del Rastro. Cuando se baja desde la Plaza de Cascorro por la Ribera, en el lado izquierdo, están las Galerías Piquer, que llevan el nombre de su promotora, la popular tonadillera valenciana Conchita Piquer.
Las Galerías Piquer se inauguraron en 1950. Ocupan un edificio dominado por una torre, por cuya entrada se accede a un patio central. Los tejados son de pizarra. En su interior hay 70 tiendas de antigüedades.
Suelen verse en el Rastro personajes madrileños típicos, como el vendedor de barquillos, o un payaso vestido de colores, con su roja narizota, para la diversión de los niños. También pueden hallarse músicos desconocidos tocando sus instrumentos, rodeados de aficionados a la música en vivo.
A mitad de camino se abre la plaza General Vara de Rey, plagada de ropas y muebles. De ahí sale la calle de Rodas, con puestos con objetos antiguos: instrumentos musicales, artículos de cuero, herramientas, libros de segunda mano y revistas viejas. Hablando de libros, donde los hay a mogollón es en las cercanas calles del Carnero y Carlos Arniches.

La leyenda de las perlas

El Rastro es pródigo en leyendas, como la de la señora que compró a un vendedor, que dijo ser un marinero de Córcega, un par de muñecas de porcelana vestidas con ropas deslucidas y manchadas. La señora se fue a su casa con sus muñecas y empezó a lavarlas. Una de ellas se le escurrió de las manos y se cayó al suelo, haciéndose pedazos. Y, ¡oh, milagro!, entre éstos había un puñado de perlas legítimas y bellísimas.
La señora en cuestión fue al Rastro el domingo siguiente para entregarle las perlas al vendedor, pero éste había desaparecido misteriosamente y nadie supo darle su paradero.
El Rastro ocupa un lugar en la literatura, y hasta en un diccionario: el de Madoz, de 1847. Ramón de Mesonero Romanos lo cita en varias de sus obras, en las postrimerías del siglo XIX. Otro autor de esa época que describe el Rastro y su incipiente mercado es Fernández de los Ríos, en su primera edición de Guía de Madrid de 1876, denominándolo “mercado de objetos viejos”. Ramón Gómez de la Serna le dedicó en 1914 una obra monográfica.
El Rastro ha sido citado en canciones, entre ellas una de Joaquín Sabina en la que también menciona al barrio San Telmo de Buenos Aires. Se titula “Con la frente marchita”.
También fue llevado al cine. Se filmaron cinco películas. Las mejores fueron Domingo de Carnaval (1945), de Edgar Neville; Día tras día (1951), dirigida por José María Forqué y Laberinto de pasiones, de Pedro Almodóvar (1984).
Después de un largo recorrido por la Ribera de Curtidores es lógico que tengamos hambre y sed. En cualquiera de los restaurantes, tabernas, tascas, bares y cafés que circundan el Rastro podemos tomar unas cañas -vasos de cerveza tirada a presión-, con su correspondiente aperitivo, o café cortao, o solo. Y carajillos: café con coñac, o con anís.
Se echa en el vaso –porque el carajillo se toma en vaso- el café muy caliente, se añaden dos terrones de azúcar y se vierte sobre ellos un chorrito de coñac, o de anís. E inmediatamente se prende la mezcla.
Da gusto ver salir del vaso unas pequeñas lenguas de fuego azul, que se apagan enseguida. Pero ahora también ha cambiado la manera de hacer el carajillo, que se limita a echarle al café el chorrete de coñac o de anís y una cucharadita de azúcar, porque tampoco hay ya terrones de azúcar ni se practica el ritual del flambeado. Los vendedores del Rastro suelen beber cazalla –un aguardiente anisado muy fuerte- y vino tinto.
En verano la estrella es el tinto de verano: vino tinto, un poco de gaseosa dulce o zumo de lima-limón, unos cuantos cubitos de hielo y una rodaja de naranja. Es muy refrescante, muy rico, que es lo más importante, y quita la sed.
¿Y para comer? Nada como el cocido de Malacatín, que está ahí al lado, en la calle de la Ruda. En Malacatín y en La Bola se comen unos cocidos formidables, que llevan todo lo que se le echa a este condumio tan nuestro, tan madrileño.
Hay otros restaurantes y tabernas muy cerca, en las que pueden degustarse platos típicos madrileños como los callos, la tortilla de patata, el bacalao a la vizcaína, la paella, las gambas al ajillo, las judías con chorizo, y, naturalmente el jamón pata negra, cortado con hacha, si es posible; el lomo embuchado y el queso manchego, sin despreciar las sardinas en aceite y los boquerones en vinagre.
Los madrileños llevamos el Rastro en nuestro corazoncito. Y quién más, quién menos, tiene alguna anécdota que contar, o un recuerdo que guardar in mente, aunque sea tan mínimo como las notas de un chotis interpretado al organillo por una viejecita con un pañuelo negro a la cabeza; o quizás la música sea un viejo pasacalle zarzuelero: el de La Calesera, por ejemplo, que se nos queda en la cabeza durante algunos días, mientras soñamos con viejos y queridos tiempos.
Hasta que alguna mala noticia nos devuelve brúscamente a la realidad: nos dejamos olvidado el celular en una farmacia, nos han pagado un artículo con un cheque sin fondos, o se nos tilda la computadora, que se queda como muerta y nuestro técnico se ha ido a hacer un curso a Copenhague.
Y dejamos de ser el Garcín que tenía en el cerebro un pájaro azul del cuento de Rubén Darío.

© José Luis Alvarez Fermosel

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