martes, 30 de octubre de 2007

Petra, la ciudad de Indiana Jones


La fotografía que ilustra estas líneas muestra el famoso pórtico -cuya imagen ha da­do la vuelta al mundo- del eso­térico templo de la película "In­diana Jones y la última cruza­da", de Steven Spielberg, protagonizada por Harrison Ford.
La Puerta del Tesoro da paso a una suerte de imponente cate­dral esculpida en la pared de una montaña. La erosión pu­lió sus columnas y capiteles. En las cercanías hay agua y crecen árboles que custodian el horizonte.
Por el lado derecho de la Puer­ta del Tesoro, una vereda irre­gular conduce a la misteriosa Petra: una de las ciudades más antiguas del mundo, a un tiro de piedra de la pequeña pobla­ción de Wadi Masa, pertene­ciente a Jordania, que abarca casi toda la depresión del Mar Muerto. Tribus nómadas recorren constantemente los desiertos que ocu­pan la mayor parte de su terri­torio.
Petra fue fundada hace miles de años por los nabateos, quie­nes dominaron todo el territo­rio jordano durante ocho siglos. Esta ciudad llegó a ser la sofisticada capital de un floreciente imperio que se extendió por el interior de Siria, hasta que los romanos pretendieron contro­larlo en el año 63 antes de Cris­to.
El rey nabateo Arelas III conservó Petra, por la que pagó una pequeña fortuna. A partir de la invasión del Is­lam en el siglo VII, la ciudad cayó en el olvido. Habría de transcurrir medio milenio hasta que los Cruzados construyeran un gran bastión, a su devastador paso por la zona. Un joven explorador convertido al islamismo, Johann Louis Burckhardt, encontró por casualidad Petra en 1812, mientras viajaba de Damasco a El Cairo.
Dos hoteles reciben en Wadi Musa a los miles de visitantes que realizan todos los años una de las más apasionantes excursiones que pueden hacerse actualmente. La Guerra del Golfo redujo el número de turistas.


© José Luis Alvarez Fermosel
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lunes, 29 de octubre de 2007

Los naipes tienen alma

Todavía se discu­te sobre el origen de los naipes, lo cual no tiene nada de particular si se considera que… ¡todavía se discute sobre el sexo de los ángeles! Se discute sobre casi todo lo divino y lo humano, sin que hasta ahora se haya llegado a conclusiones verdaderamente interesantes, al menos a juicio de este humilde cronista. Es que casi nunca de la discusión sale la luz, digan lo que digan los discutidores.
Se ha dicho que el origen de los naipes es egipcio, indio, italiano, francés... La primera mención a unos naibis está en un manuscrito de Siena (Ita­lia) de 1229.
El rey francés Carlos VI, frente a soberanos anteriores que prohibían ju­gar a las cartas, ordenó pagar 56 sueldos de oro al pintor Grigonneur pa­ra que ilustrara tres bara­jas.
En la Revolución France­sa también se destronó a los reyes de las car­tas: los convirtieron en sabios y a las reinas en libertades.
Los naipes tienen alma: es la hoja entre el anver­so y el reverso.
La baraja más antigua que se conserva es un ma­zo italiano de 1390, ex­puesto en el museo de Vitoria (norte de Espa­ña). En total, el museo alberga unos 10.000 ejem­plares.
Las cartas deben barajar­se siete veces, según dos matemáticos y estadísti­cos norteamericanos.
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©José Luis Alvarez Fermosel
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domingo, 28 de octubre de 2007

Pan con tomate y jamón

"Jamón, jamón." Así se titula una película del director de cine español Bigas Luna. No tiene nada de particular que la película se haya titulado de ese modo, habida cuenta de lo popular, por lo bueno, que es el jamón en Es­paña, que se come a todas horas y de todos los modos y maneras. En sand­wich, en bocadillo (o bocata), por ejemplo. Los catalanes adornan el sandwich con algunos elemen­tos culinarios muy sencillos, como por ejemplo el tomate.

Pan con tomate y jamón
(Una porción)

Ingredientes:
1 pan
1 tomate maduro
1 ó 2 fetas (que en España se llaman lonjas o lonchas) de jamón serrano bien curado, si es posible de Jabugo (Huelva, sur de España) o Ibérico, es decir, criado con bellotas (el fruto de la encina), en el campo.
Ajo
Aceite de oliva

Preparación:
Se abre el pan (pan francés bien crujiente) por la mitad y se frota con el ajo. Se parte el tomate de la misma manera y se estruja contra el pan hasta que las dos mitades estén bien impregnadas con el jugo del tomate, e incluso retengan algo de su pulpa. Se distribuye por en­cima un poco de aceite de oliva y a continuación se pone el jamón. Se cie­rra y se aprieta bien el sandwich.

Así de sencillo. Una cerveza fría, o una copa de jerez, o de vino. ¿Quieren otra cosa más simple y más deliciosa, a la vez? Ah, el uso del ajo es opcional.
Las cualidades alimenticias del jamón son tantas y tan interesantes que el discurso de ingreso en la Academia de Medicina del famoso médico y po­lígrafo español Gregorio Marañón (1887 /1960) versó sobre ellas.
En Madrid hay un museo del jamón con varias sucursales. Desde hace tiempo, aquí también.
El jamón es rico en sales minerales, tiene un buen equilibrio entre proteínas y grasas, carece de hidratos de carbono, aporta hierro, sodio, po­tasio, manganeso, calcio, fosfatos y cloruro sódico.
El jamón de cerdo ibérico debe tener:
· Entre 6 y 7 kilos de peso.
· Canilla fina por las correrías del cerdo por la campiña.
· Pezuña negra o grisácea oscura, pero desgastada.
· Corte de carne rojo más o menos oscuro, según la zona de la que pro­ceda el cerdo, veteado de grasa.
· Grasa de recubrimiento blanda, de color amarillo-grisáceo.
El jamón debe colgarse por la pezuña en lugar sombrío y fresco y cubrirse por una tela o gasa respirable, a fin de evitar que se posen las mos­cas en él. Hay que consumirlo a la temperatura ambiente y recién cortado, siempre en lonchas no demasiado finas. También se puede comer cortado con hacha, o sea, en tacos, o en virutas. Debe colocarse en la jamonera con la pezuña hacia arriba y empezar a cortarse por la parte menos carnosa. El corte se realiza a mano, en horizontal y hacia la pezuña, con un cuchillo lar­go, estrecho y afilado.
Las virutas de jamón se sirven en una fuente, sin que se tapen unas a otras. Las acompañan muy bien el vino -tanto el blanco como el tinto-,dentro de los vinos el jerez, el champán y el oporto, y la cerveza.
Jamón, jamón.


© José Luis Alvarez Fermosel

La buena mesa

En la mesa y en el juego se conoce al caballero, digámoslo una vez más.
El protocolo de la mesa, el arte de saber presentar las viandas y elegir los vinos, la distribución de los invitados y otras cosas por el estilo tuvieron gran importancia en épocas pretéritas, y no deja de tenerla hoy en día.
Es cierto que el hecho de sentarse a la mesa tenía antes sus bemoles, porque el ritual era complejo y barroco.
La reacción en contra de las complicaciones y el alambicamiento en la mesa fue tan radical que se pasó de un extremo a otro y ahora la desprolijidad, el desorden y la falta de respeto a los comensales son moneda corriente.
A todo ser humano bien educado le será punto menos que imposible renunciar a las buenas maneras a la hora de comer en amor y compañía con la familia, en casa o en el restaurante, o con amigos en el club o en el asado de los domingos.
Invitar a comer es una de las más nobles gimnasias sociales que podemos practicar, así que nada mejor que saberse al dedillo todos los usos, maneras y gentilezas inherentes al ejercicio de la hospitalidad.
La mesa simboliza la vida, la comunicación, el entendimiento, el intercambio de ideas y la conjunción de actitudes.
Por eso creemos que no está de más recordar algunas normas que los más jóvenes se saltan a veces a la torera por desconocimiento, o por desafío a lo que ellos consideran demasiado convencional o pasado de moda.
En la mesa no se debe hablar de política, religión, sexo, fútbol, enfermedades y, en general, de todo aquello que pueda suscitar discusiones desagradables. A la hora de comer, tendido el mantel en la mesa, hay que tener en cuenta que de la discusión nunca sale la luz.
No deben comerse las aves con las manos –a no ser que uno esté en el campo o en casa, en un ambiente de mucha confianza-. No hay que usar la cuchara, sino el tenedor, para comer tortillas, panqueques y ensaladas.
El pescado se come con el tenedor y la paleta para cortarlo. Los crustáceos se parten, se desmenuzan y casi se viviseccionan con instrumentos especiales que parecen quirúgicos. Pero no hay que preocuparse porque hoy todo es más fácil y en todas partes le sirven a uno la langosta tan desnuda como La Maja de Goya (la desnuda, claro), yaciendo sobre la parte inferior de su caparazón.
Los alcauciles se toman con dos dedos, es decir, la hoja se va desprendiendo hacia el corazón, se moja en la salsa, se va sacando con los dientes la parte comestible y la no consumida se deja en el plato. La salsa para las alcachofas suele ser la clásica vinagreta a base de aceite, vinagre o limón y sal.
Hay unos pinchos especiales para comer el choclo. Se inserta cada uno en un extremo y se va comiendo, haciéndolo girar con ambas manos.
Las copas se colocan un poco ladeadas hacia el centro de la mesa. De­berán ser siempre de cristal fino y transparente, a fin de no ofrecer obstácu­los a los sentidos, ni siquiera al de la vista. Las copas, naturalmente, tendrán que estar bien limpias y sin restos de jabón o cloro, que desvirtuarían el sa­bor del vino.
La forma recomendable para la copa es la curva, ancha en la base pa­ra que pueda moverse con facilidad, y un poco cerrada en su parte supe­rior para retener el bouquet. El mejor cristal es el más fino.
La copa se toma por el pie, o fuste, para no calentarla con la mano cuando contiene vino blan­co, o champán, que se beben fríos. Si en la mesa hay dos copas para el vi­no de distinto tamaño, la más grande será para el vino tinto y la de menor tamaño para el blanco -que, al tomarse a baja temperatura, se servirá en pequeñas cantidades, de modo que el calor ambiental no la haga subir rápidamente-.
Si las dos copas son del mismo tamaño, la de la derecha será pa­ra el blanco y la de la izquierda para el tinto. El orden de las copas es el si­guiente: agua, vino blanco, vino tinto y oporto -o vino de postre, que suele ser dulce-. Si se va a tomar champán en la mesa se añade esta copa, o se anula la de oporto.

El mantel blanco, o de colores tenues, es el de las grandes oca­siones. Los adornos deberán ser pocos y de muy buen gusto. El centro de flores -de flores sin perfume, para que éste no tape los aromas de los ali­mentos- tendrá que ser bajo y alargado, si no se quiere que los comensa­les se muevan de un lado a otro, tratando de verse entre sí por entre las fron­das de un florero lujuriante.
Si la comida es de mucha gente y no toda se conoce, convendrá indi­car los lugares con una tarjeta con el nombre y apellidos de cada invitado.
Nada de sifones, ni palilleros en la mesa. Saleros pequeños, distribui­dos cada dos comensales. Si se fuma en la mesa -no entre plato y plato, por favor-, habrá que distribuir ceniceros entre los que fumen. Si son mu­chos, se colocará uno para dos.
El pan se pone en platos pequeños de metal o cristal, a la izquierda del plato principal. Se retirarán antes de servir el postre.
Los quesos se dividen en porciones con un cuchillo especial, llama­do cuchillo quesero, que se caracteriza por tener la punta bífida y curvada. Des­pués se comen con los cubiertos clásicos, salvo en las variantes blandas, que se untan con un pequeño cuchillo sobre panecillos integrales o de otro ti­po. No se emplea tenedor, a no ser que el queso deba pelarse, en cuyo ca­so se corta un trocito con un cuchillo, se coloca sobre el pan y se acerca a la boca.
Y ahora, a la mesa. Enseguida. Porque ya se sabe: a la mesa y a la misa, una sóla vez se avisa.


© José Luis Alvarez Fermosel
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viernes, 26 de octubre de 2007

Cielo de Génesis

Un cielo de Génesis, de primer día de la Creación.
Volaba yo una vez de Ginebra a Madrid entre nubes grises, más amables que las de la foto que ilustra estas líneas. Pensaba cuán cerca y cuán lejos, al mismo tiempo, estaba de ese cielo que parecía deshilacharse como devanado al desgaire por un dedo de Dios.
Un relámpago trazó un zigzag violeta en el cielo. El avión se movió. Hay momentos en los que estamos muy cerca de la eternidad. No nos damos cuenta.
Otras veces pensamos, en nuestra ilimitada soberbia, que nosotros, el hombre, somos la eternidad, como si no supieramos que no somos eternos.
Un cielo hermoso, o violento, o abigarrado, o con nubes levemente grises, lampasadas de gules, como las de aquel cielo lejano de Ginebra o como las de esta foto, teológicas, eternas… que apenas estarán en un cielo cambiante poco más que lo que dura un relámpago.

Foto:
De la serie Cielos
© Maite – 2007


© José Luis Alvarez Fermosel

El macho posmo en su burbuja


¿Supimos poner límites?

Los chicos de hoy, los adolescentes, es decir, los seres de edades comprendidas entre los 8 y los 39 ó 42 años, ¿qué hacen, qué piensan, en qué se interesan, cuáles son sus compromisos, por qué se juegan, qué les preocupa, cómo se relacionan con sus mayores -padres incluídos-, con quién andan, cómo se preparan para el futuro?
Pues hacen, o tienden a hacer lo que les gusta; están a lo que venga, a lo que salga, a lo que pinte. Si son tan afortunados que pueden hacer lo que les gusta, no hacen otra cosa; lo demás, el resto de la gente, de las cosas, el país, sus familias, la marcha del mundo no les interesa mayormente.
No quiere esto decir que no se les planteen problemas, que no tengan contratiempos, que no les pasen cosas, como a cada hijo de vecino; pero les pasa en lo suyo, en su mundo: en lo que les gusta.
El resto, lo demás, repetimos, no existe o tiene poca, o ninguna importancia fuera de la carpa, o más bien de la burbuja en la que viven con sus pares, o sus amigos, con los que no sólo se relacionan sino que establecen vínculos estrechísimos. Son…¡sus amigos! Ahí es nada.
Los jóvenes del posmodernismo tienen profundamente arraigado el sentido de la amistad. Pichi, Cami, Leo, Lolo, Lena, Rami, Gonza, Juani, Fede…; y el Rana, el Lagarto, el Cuis, la Iguana, el Osito, el Rata, porque gustan de llamar a algunos de sus amigos con nombres de animales, son los destinatarios de su confianza y su afecto, comparten todo con ellos, los aman apasionadamente, ¡que no se los toquen!
Nuestros (queridos) chicos se vuelven locos, o poco menos, si no pueden hacer lo que les gusta, como por ejemplo, cocina étnica, centramiento (centramiento: centrarse…, ¿en qué?), tocar la flauta dulce, diseño –de lo que sea- y animación corporal.
Nuestros niños (grandes) superaron ya el “grunge”, el “dirty look”, los vaqueros rotos, la cultura del desastre importada de Seattle; las sensaciones…”fuertes”, como comer pizza en el desayuno o apagar los porros en el helado, las óperas de Peter Sellars, sentir en el rostro con una barba de cuatro días la luz ínope de las lámparas de Iguzzini y hacer la dieta del kiwi.
El macho posmoderno, o macho posmo pasea, ahora; va a un… “espacio” o al cine –a ver películas animadas- en pequeñas salas, donde come ruidosamente grandes cantidades de pochoclo; compra pañuelos descartables de papel a muchachos que se los ofrecen a los automovilistas; duerme con almohada cervical, alguno hace tai-chi en los bosques de Palermo.
Tienen una organización tribal, son más bien noctívagos, su totem sagrado es la Internet: pasan horas y horas chateando en los cibercafes –desde el punto y hora en que sus padres, que son unos autócratas insoportables-, les prohibieran el acceso a la computadora, que estropearon varias veces-. Se pasan la vida hablando, mejor dicho, levantando mensajes del teléfono celular y dejándolos, no se sabe a quien.
Sin ser homosexuales, ni metrosexuales, rechazan el “look” varonil. (Dicen así, “look”, para seguir la moda de salpicar nuestro idioma con palabras en inglés.) Insisten machaconamente en que todo hombre tiene su costado femenino, y ellos lo muestran cada dos por tres.
¿No tendremos nosotros, los padres, la culpa de que nuestros hijos sean como son? ¿No habremos sido demasiado permisivos, demasiado blandos con ellos? ¿Supimos poner límites? ¿Nos equivocamos queriendo ser amigos de nuestros hijos como quieren serlo, o lo son, de hecho, sus maestros y preceptores en el colegio, a quienes tutean y tratan con la máxima confianza y a quienes les cuentan su vida, como si fueran compañeros, y así pasan luego las cosas que pasan?
Muchos de nuestros chicos, casi todos, diría yo, son muy buenos. No fuman, ni beben, ni se drogan, ni se pelean en las discotecas. La verdad es que son buenísimos. Y los queremos mucho, que no quede duda.
Sólo les faltaría para ser perfectos, o casi, ser un poquito más viriles, más responsables, más consistentes, más decididos; les haría falta comprometerse, tomar al toro por las astas, echarle coraje a la vida, vivirla a conciencia, que no hay más que una, y se va en seguida. Sólo les faltaría, a nuestros bienamados hijos posmodernos, sólo les faltaría… ¡Nos falta espacio para decirlo!


© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 25 de octubre de 2007

Leamos para hablar bien


En la televisión y en la radio se dice, cada día con más frecuencia, arma, en general, sin especificar nunca si el arma es la pistola reglamentaria del policía, el revólver –si es un revólver lo que esgrime- del atracador, la escopeta que también usa la policía o la navaja automática del asesino serial de la televisión.
También se dice (mal)
primer vez, tercer nota, durante el transcurso, lapso de tiempo, una de sus piernas, o su pierna, si sería, hace dos años atrás, me dijo que le pegue, décimo primero y décimosegundo, implementar...
¿Por qué no se utilizan las formas correctas, que son primera vez, tercera nota, en el transcurso, lapso, en una pierna –no se tienen más de dos- y si se puede precisar, en la pierna derecha o en la izquierda; si fuera, hace dos años o dos años atrás, me dijo que le pegara, undécimo y duodécimo e instrumentar? Pues por la misma razón por la que se dice cónyugue y no cónyuge, entrar a, en vez de entrar en, de acuerdo a, por de acuerdo con y obvio en lugar de obviamente: porque no hemos aprendido a hablar y escribir bien en el colegio, por culpa nuestra o de nuestros maestros, no hemos leído después, o hemos leído poco y también porque los medios audiovisuales nos machacan a diario con esas expresiones o palabras mal dichas y nos acostumbramos a utilizarlas.
Tampoco es correcto decir la década de los 70, o la ciudad adolece de escasez de agua, expander, vertir, licuo, evacuo y adecuo, cargando la acentuación (prosódica) en la u, o con base a, de entrada, dinamizar y disgresión. Se dice la década del 70 o los años 70, la ciudad padece de escasez de agua, expandir, verter, licuo, evacuo y adecuo -con acentuación en la i, a y e-, según, para empezar, activar y digresión.
¡Por caridad: conductores, locutores, columnistas, movileros de emisoras de radio y canales de televisión, hagan el favor de fijarse un poco, escuchar a los que hablan bien e imitarlos! Esto mismo va para nosotros, los plumíferos. Vamos de mal en peor..., también en materia de idioma.



© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 24 de octubre de 2007

Bebidas inteligentes... ¡y agua!

Antes había bebidas fuertes -y ahora también, lo que pasa es que no se toman-, como el vodka con pimienta. Después se pusieron de moda las bebidas "light", entre las cuales se encuentran la cerveza sin alcohol y varias gasesosas muy conocidas, e incluso tuvo su cuarto de hora el café descafeinado. Luego vinieron las bebidas energizantes, con mucha cafeína.
Lo último de lo último son las bebidas inteligentes que constituyen, a juicio de los muchachos “trendy”, un sustituto del alcohol y los refrescos azucarados. Se trata de cócteles de vitaminas y sustancias naturales que, siempre según los que dicen que saben, aumentan la lucidez de la mente, fortalecen el tono vital y enriquecen nuestra dieta. Se las llama "smart drinks" (bebidas inteligentes, o listas, y puede que lo sean).
Hechas con aminoácidos, vitaminas, sales minerales, plantas exóticas y productos naturales como la jalea real, no tienen nada que ver con otros brebajes sanísimos pero de feo sabor.
Esta bebidas que incluyen ginseng y zarzaparrilla saben igual que cualquier refresco corriente y moliente. En los Estados Unidos están teniendo mucho auge y forman parte de la denominada vitaminomanía. En Japón hace ya tiempo que son un buen reemplazante del café y en España se sirven en bares, cafeterías e incluso en las eternas y entrañables tabernas de vinazo y moscas, con cabezas de toros disecadas en las paredes, en las que antaño se hubiera calificado de mariquitas a sus consumidores.


Nada de sal y mucha agua

Hablando de sal, en Madrid, de donde regresé hace poco, se ha orquestado una campaña contra la sal. Se anuncian caldos en cubos sin sal. Se recomienda comer sin sal. ¡Ojalá que España no pierda el salero!
Lo que no se explica, ya que nadie debe tener sed, es la gran cantidad de agua que se bebe en Madrid, mucho más que los cócteles de vitaminas o tragos inteligentes.
Chicos y grandes van por la calle con su botella de plástico llena de agua mineral en la mochila o en la mano. Los taxistas la llevan al lado del volante. La gente entra con la botella de agua en los cafés, como si temiera que allí no se la fueran a servir. Yo he visto en la Gran Vía a un señor maduro elegantemente vestido con una botella de agua en el bolsillo de la chaqueta.
¡Se habla ya de abrir bares de agua! ¡El municipio se queja de que falta agua! ¡Los hoteles claman: “Madrid needs water!” (¡Madrid necesita agua!). ¡Claro, si es que se la están bebiendo!



© José Luis Alvarez Fermosel

Horas felices

Casi las 7. ¿De la mañana o de la tarde? Jamás lo sabremos. Pero imaginemos que se acercan las 19. Así estaremos en el período que los británicos denominan "after six", o sea, después de las 6, o de las 18, cuando ya puede uno tomarse la primera copa. A partir de las 19 se entra en las llamadas “happy hours”, u horas felices, durante las cuales se torna casi imperativo perseguir, al menos, una felicidad relativa y temporal en uno de esos bares soterrados y elegantes de la “City”, con teléfonos rojos y grabados de la caza del zorro en las paredes empapeladas color durazno. Relojes con la misma hora cuajada en sus esferas. Menos uno. Es igual. Un tiempo-tempo posmoderno. La danza de las horas. Eran las 7 en punto de la tarde en todos los relojes… “Happy hours”. Horas felices.

© José Luis Alvarez Fermosel






martes, 23 de octubre de 2007

Antiguas, chispeantes, cariñosas

Las tarjetas postales nacieron hace un siglo, en el Imperio Austrohúngaro. Nadie ni nada pudo acabar con ellas. Ni el te­léfono, ni el fax ni el e-mail. Las hay de todas clases, tamaños y colores, y para todo tipo de cele­braciones.
Llevan, por lo general en alegres colores, mensajes de salu­tación, despedida, felicitaciones, excusa... Sirven para todo: cum­pleaños, aniversarios, bodas, bautizos, primeras comuniones. Las más modernas son las virtuales, animadas y con sonido.
"En países como Estados Uni­dos e Inglaterra se mandan tarjetas hasta para informar que a uno le duelen las muelas", exagera el co­leccionista español Án­gel de la Torre, quien re­conoce que sus compa­triotas son poco afectos al género, por así llamarlo.
La época dorada de la tarjeta está compren­dida entre los años 1900 y 1920 y coincide con el modernismo. Veremos qué pasa con el posmo­dernismo.
Las postales, que al­canzaron su cota más al­ta en Centroeuropa, constituyen también una industria, cuyo mercado es constante­mente investigado por especialistas.
Hallmark es la empresa que produce más tarjetas de felicitación en el mun­do. Publica millones de ellas en cien países y en once idiomas, y cuenta con más de treinta mil puntos de venta. Más de medio millar de personas trabaja febrilmente en su departamento de publicidad.
Slabuffos es más modesta. Carlos Sanz de Aladino y sus tres hermanos, todos licenciados en Administración de Empresas, dirigen la firma, que ha conseguido colo­car en el mercado más de cincuenta mo­delos de tarjetas diferentes. Car­los Sanz tiene debilidad por los dibujos de elefantes y pingüinos.
El padre de las tarjetas de be­bés es el argentino Miguel Diner, quien sostiene que la quintaesencia de la creatividad consiste en ir todo el día de acá para allá con un bolígrafo en una mano y un cuaderno en la otra y anotar en el papel todas las tonterías que se le ocurran a uno, o las que oiga a los demás. En su opinión, este sistema no suele fallar: siempre sale alguna buena idea.
Quizás el éxito de la tarjeta postal se deba a que lo da todo hecho: para cada circunstancia un mensaje, un tono, un dibujo, un juego de palabras, un chis­te.
Hablando de chistes, uno... "postalero": "¿Qué le dijo un pin­güino a una pingüina? Como tú no hay ningüina". Ah, no hay alusión política, que quede claro.



© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 22 de octubre de 2007

Héroes entre luces y sombras

Ayer estuve en el Village. A Paul Morand no le gustaba el Village, lo encontraba falso. Lo dijo en su libro “Nueva York”.
A Morand quizás le parecía falso el Village por creer que era una imitación de Montparnasse. César González-Ruano dijo: “Encuentro brutalmente sincero el Village hasta en su burguesía corrompida, que se refugia en las formas de la bohemia para enfatizar su angustia convertida en costumbre, su desesperación tranquila”.
Tal vez el Village fuera así en los verdes años de César. Ahora, al menos para mí, es un barrio tranquilo, sin desesperación enmascarada, que concentra a pintores, escritores, escultores, libreros, mujeres hermosas, lo que en España se llama paseantes en cortes y maduros homosexuales que pasean perros acicalados.
Falso o no, Greenwich Village es muy bonito, sobre todo en otoño, cuando las calles enmarcadas por árboles frondosos se llenan de hojas doradas y purpúreas que son como una rúbrica a su belleza.
Nueva York, narcisista a fuerza de mirarse en sus innumerables espejos, sea la capital del mundo -como dijeron Hemingway y Truman Capote- o no, sólo se contempla con claridad cuando se encaja la última pieza del “puzzle” en el tablero de Manhattan. Una de esas piezas es el Village.
De noche, en el hotel, veo en la televisión una película policíaca. Me acuerdo de las películas de policías y ladrones que tanto nos gustaban de chicos, y a algunos nos siguen gustando de grandes. Héroes entre luces y sombras. Viejos amigos que nos entusiasmaron y emocionaron en su rápido paso por la vida con un revólver y un corazón, la botella de whisky en un cajón del escritorio, sus amores contrariados, su sentido de la justicia y su coraje.
Hombres de una sola pieza. Casi todos pobres, menos Phillip Trent, interpretado por Michael Wilding en “El último caso de Trent” (British Lyon, 1952), Lord Peter Wimsey, Philo Vance, Richard Rollison, Paul Temple…
Los Estados Unidos produjeron brillantes escritores de novelas policiales en las décadas del 30 y el 40. En Inglaterra, la Arcadia eduardiana se había derrumbado, dando paso a otros tiempos, marcados por la desocupación y la pobreza, que condujeron a la huelga general de 1926.
Autores de novelas de detectives como Edgar Wallace, Agatha Christie y Dorothy L. Sayers proporcionaron un mosaico de enigmas, hábilmente planteados en ambientes elegantes y nostálgicos que luego fueron popularizados por el cine.
El Auguste Dupin de Edgar Allan Poe –de “Los crímenes de la calle Morgue” se hicieron cuatro películas: la primera de Sol A. Rosemberg Production y las tres siguientes de la Universal y la Warner-, Sexton Blake, el Lecoq de Emile Gaboriau, Nick Carter –protagonista de ocho filmes-, Sherlock Holmes, magistralmente interpretado por Basil Rathbone, el padre Brown de Chesterton, personificado por Alec Guinness, Bulldog Drummond, el comandante Gideon, encarnado por Jack Hawkins, el Hercule Poirot de Agatha Christie, Charlie Chan, el Reeder de Edgar Wallace, Ellery Queen, Dick Tracy, el comisario Maigret de Georges Simenon y su magnífica réplica en la pantalla a cargo de Jean Gabin.
Después vino el cine negro, calcado de la novela negra, con Philip Marlowe y Sam Spade –los actores que mejor los encarnaron fueron Robert Mitchum (Marlowe) y Humphrey Bogart (Spade).
Los duros. Recios y feos. No perdían tiempo en manierismos caballerescos. Eran sólo los buenos –un poco atorrantes- en un medio infestado de rufianes y logreros. Lew Archer, Piet Van Der Valk, Archie Goodwin, ayudante de Nero Wolfe, el Nick Noble de Anthony Boucher, el inspector Pastor de Daniel Pennac, el Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán. Todos hicieron escuela.
Manfred B. Lee y Frederic Dannay (Ellery Queen) dieron en el clavo cuando señalaron que quizás el espíritu de esa escuela se encuentre en las palabras de un detective creado por Raoul Whitfield, que dijo en una ocasión: “
No valía la pena, pero un trato es un trato”.
Ellery Queen remata: “
No valía la pena, el código del cinismo y de los valores falsos; pero un trato es un trato, el código que considera la palabra de un hombre como una deuda de honor y la estafa como el más imperdonable de los pecados; un código tan despiadado como un ajuste de cuentas y tan sentimental como el honor entre ladrones”.
Los libros. El cine. Personajes inolvidables. Amores fugaces. Tiros y besos.
El ulular de la sirena de un patrullero policial despierta dormidos ecos en la noche intemporal de Manhattan.


© José Luis Alvarez Fermosel
(Escrito en Nueva York)

domingo, 21 de octubre de 2007

Bar Bárbaro

Las palomas entran desde la calle, donde hay una terracita muy simpática, a la usanza de las terrazas de los cafés de París, Madrid, Venecia y otras ciudades del mundo. Nadie echa a las palomas con cajas destempladas. En todo caso, Miguel Alvarez, El Toro, las pastorea gentílmente hasta la salida, antes de que alcancen el recipiente de los cacahuetes, que ahora es de metal.
Es que en el Bárbaro todo el mundo es bienvenido, incluso las palomas, que en otros sitios tienen mala prensa. Del bar Bárbaro puede decirse lo mismo que se decía del Café Americain de Richard Blaine (Rick) de la película Casablanca: “Everybody goes to Rick” (“Todo el mundo va al café de Rick”).
El Bárbaro, Bar O Bar o Bar Bar O abrió sus puertas a fines de 1969 en la calle Reconquista 874, por iniciativa del pintor Luis Felipe Noé, creador en 1961, junto con Ernesto Deira, Rómulo Maccio y Jorge de la Vega, de una nueva corriente pictórica que la crítica bautizó como Nueva Figuración. Con ella nació el Bárbaro, los vidrios de cuya fachada, tan personal, con tanta entidad, fueron pintados por Jorge de la Vega.
Del Bárbaro se dijo que fue el primer “pub” de Buenos Aires. Yo creo que el Bárbaro fue siempre, más que “pub”, bar bohemio de bohemios, café de tertulianos, bistró, cafetín de puerto, taberna elegante, galería de arte y, desde luego, ciudadela de pintores, escritores, poetisas, periodistas, diletantes y algún “dandy” trasnochado.
Recordemos a algunos de sus parroquianos más connotados –muchos ya no están entre nosotros-: los artistas plásticos Cacho Borda, Pérez Celis, el oso Smoje y los escritores y periodistas Miguel Briante, Alejandro Sáez Germain, Lolo Bourse Herrera –pintor, escultor y caricaturista- Jorge Di Paola (Dipi), Rodolfo Zibel, Manuel Gil Navarro y otros muchos que hablaban y bebían en buena armonía hasta que se producía un cortocircuito y se armaba una pelea de las buenas, que solía abortar Claudio, el encargado de timonear la nao, cosa que hacía a las mil maravillas.
Claudio Fernández Llanos, un asturiano inteligente y sensible, gran amigo, dejó un recuerdo imborrable entre nosotros y merece párrafo aparte.
Las viejas glorias siguen yendo al Bárbaro, los más veteranos con los rostros curtidos, las barbas blancas y la mirada un poco melancólica, pero siempre animosos. Los pintores se reunen todos los sábados al mediodía.
El Bárbaro se trasladó, mediada la década del 80, a la cortada de Tres Sargentos, a la altura del número 415. Ganó en espacio, pero parece más reducido. Me refiero al bar propiamente dicho, porque hay un piso arriba y se habilitó el subsuelo, donde, a partir de las 21, los viernes hay jazz y bossanova con Rubén Ferrari y su cuarteto, y los sábados flamenco, con la participación del guitarrista Héctor Romero. En el subsuelo se cena a la carta, en plan elegante, y se exponen cuadros de pintores contemporáneos. Ahora hay una muestra de Manuel Oliveira.
En el bar, junto al anaquel de botellas, adosado a la pared, en la que campean etiquetas de marcas de cerveza, hay una especie de redondo camafeo “art nouveau”, encendido de neón verde. Un rostro de mujer, cándidamente esotérico, mira sin ver con ojos insomnes. Abajo, botellas de whisky y de champán. A la izquierda, una estatuilla de una mujer desnuda, con la cabeza muy grande, y una pareja menos despareja que baila en terracota.
La góndola del jamón, infaltable. Más al fondo, una campana, un yesquero de campo y, pasando la caja que atiende Erika Salerno, una pequeña cabeza de elefante con la trompa colgando, hecha de una extraña materia que no se identifica desde el mostrador.
Francisco Salerno es el actual propietario del Bárbaro. En el puente de mando, Daniel Mon y en las bandas El Toro y Miguel Rocha, ambos de los viejos tiempos. Unos muchachos jóvenes colaboran con ellos. Todo sale como tiene que salir, incluída la tortilla, las lentejas, el mondongo y otras especialidades de la casa.
Declarado de interés cultural, el Barbaro sigue anclado en Retiro para solaz de clientes de ahora y de siempre. Está abierto desde la hora del desayuno a la de la copa del estribo.Tiene capacidad para 180 personas (100 sentadas). Las “happy hours” son de 18 a 21 (dos whiskies Johnny Walker por 8 pesos). Los precios son razonables. No tiene tarjetas de crédito.

Tres Sargentos 415
Teléfono: 54 (11) 4311-6856
www.barbarobar.com


©José Luis Alvarez Fermosel
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sábado, 20 de octubre de 2007

El macho posmo y sus antecesores


¡Hombres eran los de antes!

Antes -hasta hace muy poco-, el hombre era verdaderamente hombre, casi con H mayúscula. Es más, era macho. Un macho duro, rudo, bronco, brusco. Entraba en un bar, pedía una copa de ginebra o de coñac y se la bebía de un trago. Si se terciaba -siempre se terciaba-, pedía otra. Luego sacaba un cigarrillo del paquete que llevaba en un bolsillo de la chaqueta –porque el hombre de antes siempre usaba chaqueta- y se lo fumaba. Si había cerca una señora de buen ver, le soltaba un piropo, a veces subido de tono.
Si él estaba en el bar o en la calle con la señora en cuestión, y pasaba un atrevido y le decía una grosería, o le tocaba el traste, el hombre de antes le daba un saque y lo tiraba patas arriba.
Por estas y otras cuestiones parecidas se armaban en los bares multitudinarias peleas, semejantes a las de los "saloons” del lejano Oeste de las películas de vaqueros. Yo he participado en varias en el viejo Bar-o-Bar (o Bárbaro) -y en otros lugares-, junto a los inolvidables Miguel Briante, Jorge di Paola (“Dipi”), el Oso Smoje, Rodolfo Zibel y otros no menos conspicuos cultores de una noche porteña que no se parece nada a la de ahora, porque la de ahora es de otra gente y tiene otros códigos.
El hombre de antes comía y bebía de lo lindo. Le gustaba mucho el asado y la pasta. Y tomaba el vermú, o el batido de Gancia, o el fernet con aceitunas y trocitos de queso duro y salame. Otras veces le daba a la cerveza suelta con papas fritas o maníes salados.
Ese especimen ya extinguido tenía la obsesión de ser fuerte, de tener los hombros anchos, la espalda poderosa y los brazos musculosos, con los bíceps marcados. Era hombre de pelo en pecho, literalmente hablando. Tenía la barba muy cerrada, que le azuleaba el mentón. Iba a la cancha todos los domingos y vociferaba hasta quedarse ronco. También frecuentaba el club. Casi todos jugaban al fútbol o a la pelota a paleta en los pocos ratos que tenían libres. Porque, otra cosa, el hombre antiguo trabajaba como un negro. Muchos, sobre todo los más jóvenes, hacían fierros, es decir, levantaban pesas, o boxeaban. Ninguno se perdía ni una sola velada del Luna Park de Tito Lectoure, que fue el templo porteño del pugilismo por antonomasia.
Aquel hombre de antes era parlanchín y vital, de un vitalismo desaforado. También era inquieto y móvil, por así decirlo. Viajaba con frecuencia, para asistir a bodas y bautizos de hijos de parientes y amigos, a Tandil, Lobos, Ascochinga o Mar del Plata. Tenía coche. Siempre se las arreglaba para tenerlo. Cero kilómetros o de enésima mano, grande o chico, bien cuidado o hecho un cascajo, pero auto al fin.
El hombre antañón se vestía bien, dentro de los cánones clásicos. No faltaba un traje oscuro en su guardarropa. Generalmente iba de "blazer" azul o de chaqueta deportiva, pantalón de franela y mocasines -de Guido, o de Los Angelitos-. En verano usaba algún traje mil rayas y chaqueta blanca. Estamos hablando del hombre de clase media, que se podía permitir el lujo de comprarse ropa de vez en cuando, casi siempre a crédito.
Una de las características del hombre de otrora era su pasión por las mujeres. Vivía por y para las mujeres. Hasta en las tertulias de café —porque el hombre primitivo cultivaba las tertulias de café— se hablaba de mujeres. Cuando llegaba al matrimonio, ese hombrachón estaba bien corrido, era un experto en materia de sexo.
El hombre de aquellos tiempos era el único sostén de la familia. Trabajaba en relación de dependencia y le daba todo su sueldo, o casi todo, a su mujer, y ésta se encargaba de la administración y, como era natural entonces, de las tareas del hogar y del cuidado de los chicos, a veces sola y otras ayudada por su madre o por una empleada por horas, si ella trabajaba fuera de casa.
Los hijos respetaban al padre, que presidía las comidas…¡y cortaba y distribuía el pan! Cuando en la casa se escuchaba la frase "¡Se lo voy a decir a papá!", los niños temblaban y se quitaban de enmedio rápidamente. Pero el caso es que el padre no era un ogro. Sabía ser comprensivo, y tierno, y si bien sus hijos no le consideraban un amigo, ni él la fue nunca de tal, solía jugar con ellos y les contaba o leía cuentos de noche, a las cabeceras de sus camas, antes de que se durmieran.
El padre firmaba los boletines del colegio y repartía premios y castigos, según hubieran sido las calificaciones. Sabía poner límites y sus hijos le obedecían, le respetaban y le amaban.
En otro orden, el de aquellos tiempos, las etapas de la vida estaban perfectamente delimitadas. Se era niño hasta los 10 u 11 años y a partir de ahí empezaba la adolescencia, que se prolongaba hasta los 18 años. A esa edad se recibía la llave de la casa, uno podía fumar —pero no delante de los padres—, y conducir automóviles. Ya se había terminado el secundario y uno ingresaba en la Universidad o en una academia para cursar otros estudios, o aprendía un oficio, o uno se ponía a trabajar, porque se estudiaba o se trabajaba. En muchas oportunidades se hacían ambas cosas.
El hombre de ahora, de estos tiempos tan “cool” de principios de siglo y de milenio, no tiene nada que ver con el varón que acabamos de describir. No bebe más que gaseosas de cola, “leche manchada”, tisanas y agua mineral. No fuma, ni soporta que fumen delante de él. No piropea a ninguna mujer. Son ellas las que lo hacen y muchas se refieren deshinibidamente a su trasero. Entonces, el macho posmoderno se ruboriza y desaparece.
Si va por la calle con una chica a su lado -cosa muy rara- y alguien le falta al respeto, es ella quien hace frente al intruso y, si las cosas llegan a mayores, le pone fuera de combate de una patada de tae-kwon-do. El macho posmo no se ha peleado jamás, y nunca lo hará. ¡Pues, hombre, hasta ahí podían llegar las bromas!
Es muy sobrio, come poco y a deshora, y nunca sentado a una mesa, así que no sabe manejar los cubiertos ni las servilletas. No es de tomar aperitivos ni cerveza antes de comer, ni café después porque el café "tiene droga" (cafeína) y, además, pica.
El macho posmo no es fuerte, ni mucho menos. Tiene los hombros más bien estrechos y los brazos, delgados e informes, penden a sus costados como dos largos mostacholes. Tiene la tez pálida y es casi lampiño. Los que tienen barba se la dejan durante tres o cuatro días, después se afeitan en parte y conservan una barbita candado. A los pocos días se la quitan y se dejan las patillas -nunca el bigote solo, como hacía el hombre del pasado-. La última moda es dejarse una mosquita bajo el labio inferior.
No hace ningún deporte ni es vital, ni parlanchín. Por lo contrario, habla muy poco, tan así es que ha suprimido de su vocabulario expresiones como "buenos días”, "buenas noches”, "adiós" o "hasta luego", "por favor", "gracias", "perdón" y otras que considera inútiles y fuera de contexto. Nunca tuvo coche, ni lo tendrá. Se desplaza en bicicleta y, a veces, en "rollers". LLeva siempre remera negra y jeans. En verano, camiseta y bermudas, que dejan ver parte de sus piernas blancas, flacas y lampiñas. El macho posmo no tiene pelo en ninguna parte del cuerpo.
Con su mochila a la espalda, en la que lleva todos los elementos portátiles de comunicación de avanzada tecnología (celular, motorola, tarjetas magnéticas para hablar por teléfono y otros adminículos), el macho posmo anda por la vida a paso lento. De cuando en cuando se detiene frente a la vidriera de una juguetería, porque le encantan los juguetes, hasta el extremo de que colecciona muñecos de peluche que le regalan sus amigas. Novias no tiene, pero sí amigas.
Es que al macho posmo no le interesa el sexo. Considera que es algo lento, laborioso, pesado… Hay que afanarse, además, hay que saber, se transpira mucho…
El macho posmo no suele casarse, pero si lo hace su mujer es la que sale a trabajar. El se queda en casa, haciendo las tareas del hogar y cambiándoles los pañales a los bebés. No sabe cocinar, pero lava y plancha primorosamente.
Este muchacho de hoy en día es muy sensible, muy niño y tiene su costado femenino totalmente salido afuera, de lo que presume mucho. Es siempre joven, porque ahora la infancia se extiende sólo hasta los 7 años. A partir de ahí comienza la adolescencia, que temina a los 40, cuando empieza la juventud. Hoy uno es joven hasta los 60 años. De esa edad en adelante se es maduro. Los tiempos cambian.
El macho posmo… Pero hagamos una pausa, que hay mucha tela que cortar.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 18 de octubre de 2007

El Manantial

Nadie defendió el derecho del hombre a la individualidad mejor que Ayn Rand. Ningún libro expresó ese derecho como su novela El Manantial, publicada en 1943 –después de ser rechazada por doce editoriales- y nunca tan vigente como en la actualidad.
El Manantial es la historia de la batalla librada por el arquitecto Howard Roark, “un hombre como puede ser un hombre”, para defender la libertad creadora y el individualismo.
“El Manantial ilustra con claridad y crudeza la lucha entre la creatividad del hombre libre y magnánimo (del latin, 'de alma grande') y el resentimiento del hombre servil y pusilánime ('de alma pequeña'). Las palabras de Ayn Rand son una defensa apasionada de la excelencia del individuo y una estocada mortal a los mediocres celosos que pretenden coartarla.” Esto dijo Frank Kofman, presidente de Axialent, en 2004.
Ayn Rand (Alissa Rosenbaum) nació en San Petersburgo el 2 de febrero de 1905. Ajena al misticismo y colectivismo característicos de la cultura rusa, tuvo siempre como modelos a los escritores occidentales. Estudió Filosofía e Historia en la Universidad de San Petersburgo, donde pronto reaccionó contra la prédica disolvente de los comisarios políticos.
A finales de 1925, y a partir de un permiso que se le concedió para visitar a unos familiares en Estados Unidos, consiguió llegar a Chicago, donde pasó seis meses. Logró quedarse y nacionalizarse norteamericana. Alissa, que pronto cambiaría su nombre y apellido por los de Ayn Rand, trabajó como guionista de cine y lectora de guiones en Los Angeles.
Se casó con Frank O’Connor, a quien dedicó El Manantial. Su vida fue tan novelesca como muchos de los protagonistas de sus obras. El Manantial la catapultó a la fama. De la novela se hizo una película (1949) protagonizada por Patricia Neal y Gary Cooper, que ganó un Oscar por su interpretación de Howard Roark.
La rebelión de Atlas (1) y sus obras posteriores cimentaron la fama de Ayn Rand, que murió en Nueva York el 6 de marzo de 1982 a los 77 años.
La edición de El Manantial que presentamos, de tapa dura y papel de excelente calidad, tiene 684 páginas y es un magnífico trabajo de Grito Sagrado, editorial dedicada a libros de ficción y no ficción basados en el libertarianismo como filosofía de vida.
“Grito Sagrado Editorial (*) se propone brindar el alimento intelectual y espiritual necesario para forjar aquellos valores que despierten las mentes adormecidas por discursos misticistas, irracionales y colectivistas”, sostiene su directora, Rosa Pelz Galperín.


(1) Con veinte millones de libros vendidos, La Rebelión de Atlas cumple 50 años. La historia de un hombre que promete detener el mundo y lo hace constituyó un alentador mensaje sobre la muerte y resurrección del espíritu humano.

(*) Grito Sagrado Editorial
www.gritosagrado.com.ar
Tel/Fax: 54 (11) 4115-0100


© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 17 de octubre de 2007

El "whoring": pague ahora y goce después

A las santas esposas nor­teamericanas les duele la cabeza a la hora de tener sexo con sus maridos, que les dan como analgésico un puñado de dólares -como a las prostitutas, vaya-.
A esto le llaman "whoring", término que traducido libremente del inglés significa algo así como puterío o ir de putas. Si a la mujer se le va la jaqueca en el trance, y además lo pasa bomba, no devuelve la paga, ni hace una rebaja.
Ya lo dijo Frank Sinatra: "The lady is a tramp!". Surgen las preguntas inevitables: ¿por qué no quieren hacer el amor con sus ma­ridos, a no ser que éstos les paguen? ¿Es que ellos se apresuran, o no resisten, o son egoístas, o pacatos, o les falta inspiración? El gran médico y polí­grafo español Gregorio Marañón dijo:
"No hay mujer fría, sino hombre inexperto".
-- Sarah, los niños ya se han dormido...
-- ¡Son 200!
La santa esposa es la santa esposa es la santa esposa. Y una prostituta es una prostituta es una prostituta, digamos con Gertrude Stein que, en realidad, dijo: "Una rosa es una rosa es una rosa".
Las profesionales no se merecen la competencia desleal. El "whoring".

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 15 de octubre de 2007

El estilo no es un lujo


Se ha dicho y se ha repetido hasta la saciedad; no sé si uno de los últimos que lo dijo fue el escritor colombiano Alvaro Mutis: vivir con estilo no es un lujo, va con una forma de ser, con una manera de ver las cosas, con el carácter y la personalidad, que tienen su modo de expresión para que sean inconfundibles; cuando además de carácter se disfruta de una buena crianza, guardar las formas es una cuestión de principios.
La buena crianza imprime carácter, se nota incluso a ciegas, es algo que va más allá de las formas, es una cuestión de fondo: es lo que algunos llaman clase, que da aplomo, desenvoltura y prestancia.
Con clase se nace, aunque uno nazca en el seno de una familia humilde y de pocos, o ningún recurso económico.
Si no se tiene clase, como mucha gente procedente de familias adineradas, bien puede uno ser bien educado. La buena educación ha de irse adquiriendo morosa y amorosamente a lo largo de toda la vida. Y no se puede parar de aprender porque con el paso del tiempo surgen no sólo nuevas modas -a las que se presta tanta atención-, sino nuevos modos -a los que no se suele prestar ninguna atención-, que tienen que ver con otras formas de relacionarse o con determinados espacios o lugares.
Hay que estar al tanto, a tono –al buen tono-, para lo cual hay que saber tanto lo que hay que hacer como lo que no hay que hacer.
En lo que se refiere a las relaciones íntimas entre el hombre y la mujer, no es de buen gusto preguntar después del primer encuentro amoroso, por muy bien que uno crea haber quedado: “¿Ha ido bien?”, “¿te ha gustado?” y cosas por el estilo. Uno no ha estado viendo una película, así que sobran los comentarios, la única acotación válida es el futuro de la historia.
La señora, señorita o adolescente no debe preguntar nunca después de los primeros encuentros¨: “¿Me llamarás mañana?”, o “¿cuándo nos volveremos a ver?”. El hombre debe estar convencido de que la llamada telefónica será iniciativa suya.
Después de una relación amorosa no institucional en algún lugar imprevisto, o improvisado, deberemos acompañar siempre a la señora a su casa, aunque el encuentro no haya sido bueno y estemos seguros de que no se repetirá.
Los calcetines es lo tercero que el hombre tiene que quitarse antes de “entrar en acción”, después de la chaqueta y la corbata. Los calcetines puestos, el desnudo estatuario y la mirada fija producen un efecto cómico en lugar de erótico.
Hablando de calcetines, éstos nunca deben ser cortos, arrugados y deshilachados. Y el aspecto sucio y desaliñado del que se cree joven intelectual incomprendido…¡que no vaya acompañado por el olor!
Hay que procurar no cruzar los brazos detrás de la nuca cuando uno está sentado; la axila, aunque esté tapada, es un lugar íntimo.
No hay que ceder el paso a una señora al entrar en un restaurante. Tal vez la etiqueta sea una cosa muy complicada, pero tiene su lógica: el hombre tiene que entrar primero para echarle un vistazo al local, ponerse en manos del "maître", ver cuál es el mejor lugar, etc. También, el caballero precederá a la dama al entrar o salir por una puerta giratoria. La lógica siempre: él es quien tiene que empujar.
Cuando una pareja está bajo la lluvia, el hombre será siempre el que sostenga el paraguas, a no ser que sea íncreíblemente bajo.
Si la dama fuma y se ha quedado sin cigarrillos, el caballero deberá comprarle dos atados, con lo que matará dos pájaros de un tiro al conseguir un buen efecto y no caer en la ridiculez de comprarle un solitario paquetito.
Las normas de cortesía, lo mismo que los detalles, tienen un gran valor social y hacen más fluidas y más agradables las relaciones con el prójimo.


© José Luis Alvarez Fermosel
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domingo, 14 de octubre de 2007

Español incrustado de inglés

El idioma español, uno de los más ricos del mundo, si no el que más, se ha empobrecido en los últimos tiempos, en parte porque muchas palabras han sido sustituídas por términos ingleses –del inglés americano-.
Estos cambios los introdujeron …”intelectuales” pretenciosos, eruditos a la violeta y esnobs que mediante el contínuo y sistemático empleo de palabras y frases en inglés, haga falta o no, sea oportuno o no, pretenden sentar cátedra de poliglotas. La mayoría habla sólo inglés, y mal. Cuando deslizan una o varias palabras en inglés en el curso de una conversación y uno comienza a hablarles en esa lengua, vuelven inmediatamente al español. Muchos de ellos han viajado, e incluso han permanecido algún tiempo en Nueva York, por ejemplo –ellos dicen “Niú Yor”-. Ello les da patente de corso para pontificar de lo divino y lo humano y, desde luego, para tachonar el español de anglicismos.
Esos y otros inefables dislates se cometen en aras del modernismo, de la modernidad. Hay que ser moderno por encima de todo. Hay que estar a la moda. Ser fashion –en inglés, claro- o no ser fashion: ésta es la cuestión, ahora. Hay que seguir la moda a ultranza. Incluso a costa del buen gusto, es más, aunque se caiga en el mal gusto que, como dijo Stendhal, consiste en confundir la moda que no vive más que de cambios con lo bello que perdura.
La informática también ha contribuído a la introducción de palabras en inglés en el idioma español y en otros, lo cual parece más justificable. Voces tan actuales como web, blog, chat, hacker, intranet, GPS, Wi Fi y otras figuran entre las novedades de la tercera edición del tradicional Diccionario del Uso del Español de María Moliner, que se acaba de presentar en Madrid. Esta edición, publicada simultáneamente por Gredos y Círculo de Lectores, contiene unos 12.000 términos nuevos de un total de 94.000 entradas.


© José Luis Alvarez Fermosel
Nota relacionada:

13/5/1993: “Modernos y elegantes” (Julio Llamazares)
http://www.elpais.com/articulo/opinion/Modernos/elegantes/elpepiopi/19930513elpepiopi_14/Tes/


sábado, 13 de octubre de 2007

Haciendo huevo

La gente que tiene poco, o nada qué hacer, aquí y en Pekín, no sabe qué hacer, cuando piensa que tendría que hacer algo y termina haciendo huevo, sabia expresión que debemos a la juventud posmoderna.
Se acaba de celebrar a bombo y platillos en 153 países, entre los cuales Argentina, la Semana Mundial del Huevo, que culminó el 12 de octubre -fecha en que se conmemora el descubrimiento de América por Cristóbal Colón- con el Día Mundial del Huevo. ¿Tendrá ésto algo que ver con el huevo de Colón?
Noticias y reseñas que ocuparon un espacio considerable en la prensa gráfica y en Internet dieron cuenta de que los participantes de este…”evento”, como se dice ahora, se divirtieron de lo lindo con diversos festejos. Se da por sentado que comieron muchos huevos.
El huevo ha sido reivindicado, de paso. Ya no engorda. Por el contrario, ahora adelgaza.
Hasta hace poco, médicos y dietistas coincidieron en que el huevo, o por lo menos su yema, era perjudicial para la salud porque su ingesta aumentaba la concentración de lípidos (colesterol malo, triglicéridos) en la sangre. Pues bien, ahora resulta que no es así. Donde dije digo, digo Diego, o huevo.
Ahora bien, ¿había que hacer una Semana Mundial del Huevo para llegar a la conclusión de que el huevo es bueno? ¿No habrá sido esta reunión el parto de los montes? Lo más probable es que se haya tratado de una maniobra de mercadeo. Así y todo, suena un poco bobo, a algo frivolón muy de estos tiempos posmodernos.
Recordamos la historia de la Ronda del pan y el huevo, que surgió en España, concretamente en su capital, Madrid, a comienzos del siglo XVII y de la que nos habla “in extenso” el escritor español José María Carandell en un artículo publicado en el diario El País de Madrid que transcribimos a continuación:

Pan y huevo

La Ronda del pan y el huevo estaba constituída por un sacerdote, dos seglares y varios criados portadores, unos de parihuelas, otros de cestos de comida. Salía todas las noches a las calles de Madrid para socorrer a los mendigos. Si encontraba algún enfermo, se lo llevaba al hospital; si se topaba con un muerto en reyerta nocturna, lo enterraba. Pero su función principal era buscar por toda a ciudad a los necesitados para darles un pan y dos huevos cocidos.
La cofradía que prestaba este servicio asistencial, en tiempos en que el Estado se despreocupaba de la beneficencia, era conocida como Santa, Real y Pontificia Hermandad del Refugio y Piedad de esta Villa y Corte de Madrid. Fue fundada por el jesuita Bernardino de Antequera en 1615, y lo extraordinario es que sigue existiendo y ejerciendo su benéfica actividad.
Recientemente, don José del Corral, que ya había estudiado la historia del Refugio, ha dedicado un ensayo a los fundadores: el padre Antequera, don Pedro Lasso de la Vega y don Juan Jerónimo Serra. La sede de la Hermandad está en la iglesia de San Antonio de los Alemanes, en la Corredera Baja de San Pablo, en Madrid.
El templo, construido en el siglo XVII, se llamó originalmente San Antonio de los Portugueses, pero cuando Portugal se separó de la corona española (1095), la reina Mariana de Austria quiso que se acogiera allí a los alemanes que llegaban a Madrid sin recursos para darles asistencia material y acaso también espiritual, si venían "inficionados por la herejía protestante".
A las seis de la tarde, la acera de la Corredera, ante la puerta de la Hermandad, se llena de gente. El Refugio reparte noventa cenas diarias que, según me dijeron, no consisten ya en la proverbial "sopa boba".
En el edificio del Refugio se conservan los instrumentos de la famosa Ronda, entre ellos, la tabla que tiene un agujero y que servía para medir los huevos cocidos que se repartían como caridad. Si el huevo era demasiado pequeño y pasaba por el agujero, era desechado. De ahí que se dijera: "Si pasa, no pasa; y si no pasa, pasa".

De la caritativa y benefactora Ronda del pan y huevo española de los albores del siglo XVII pasamos a la delicuescente Semana Mundial del Huevo de 2007.
Vamos para atrás como el cangrejo.


© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 12 de octubre de 2007

De conde a conde

Sisita Pastega Milans del Bosch le dijo un día en mis barbas a Paco Umbral en Madrid: “Mira, Paco, hay que comer soufflé porque el soufflé es francés y no te cuenta su vida. En España comemos mucha fabada, y la fabada tiene demasiado mensaje”.
En Argentina comemos mucha carne: carne asada, claro. ¿Tendrá mensaje el asado? Se me ocurrió preguntarle al conde de Lafourchette.

--La Argentina es una inmensa llanura donde se dan unos productos estándar que originan una cocina estándar. ¿Mensaje?. No lo sé. No creo…

Hablamos de cocina y de otras cosas largo y tendido el conde de Lafourchette ante un whisky y un jugo de naranja en el bar del Hotel Libertador de Buenos Aires, por cuyos grandes ventanales se colaba un sol de adelantada primavera.
El conde de Lafourchette es en realidad el escritor y “gourmet” chileno Enrique Lafourcade, que no es conde, sino que utiliza el “nom de plume” de conde de Lafourchette para firmar las deliciosas crónicas sobre gastronomía, y otros temas, que escribe los domingos en el diario El Mercurio de Santiago de Chile. Tampoco yo soy conde, si vamos a eso. Mi compatriota, el “restaurateur” Pepe “Fechoría” empezó a llamarme conde apenas nos conocimos, recién llegado yo a Buenos Aires, porque me encontraba cierto parecido con Jaime de Mora y Aragón, que tampoco era conde.
Lafourcade me contó cosas que poca gente sabe. Como, por ejemplo, que el chileno José Eizaguirre, “Tío Pepe”, casado con Juanita del Carril, contribuyó a educar el paladar de los argentinos. Editó la revista Saber Vivir. Residió durante muchos años en París. De allí se trajo a los primeros cocineros franceses que se establecieron en Buenos Aires.

--Los argentinos, es decir, los porteños son devoradores. Lo pasan todo por la parrilla, quiero decir, por el tamiz del “goût”. A una mujer bella la llaman budín, churro. Le dicen: “¡Te como toda!”. Asocian el placer de contemplar una hermosa señora con el de comerse un bife de chorizo todo rojo por dentro, bien jugoso.
-- Es que la carne argentina es magnífica.
-- Y las mujeres también.
-- Desde luego.

Las mujeres, eso sí, no cocinan ahora tan bien como antes. Lafourcade coincidió conmigo en ésto. Y añadió que hoy en día la mayoría de las amas de casa no sabe hacer salsas.

-- Antes las mujeres aportaban al menos tres cosas al matrimonio: virginidad, arte culinario y dote.

(Creo que ahí nos echamos encima los dos condes de guardarropía a las feministas, que habrán ardido en deseos de darnos candela).

-- De cualquier manera, las mujeres están siempre bien. En la cocina y fuera de la cocina.

Lafourcade asintió. Recuerdo el brillo de sus ojos oscuros bajo las cejas tupidas. De vez en cuando bebía un sorbo de su zumo de naranja y yo le daba un tiento a mi whisky.
Hablamos de comida y erotismo –no está lejos la una del otro- en aquella entrevista, que propició el entonces agregado de prensa a la embajada de Chile en Buenos Aires, Enrique Gandásegui. Lafourcade preparaba un libro que se titularía “La cocina erótica del conde de Lafourchette”. No sé si lo habrá terminado. Iba a contener recetas eróticas, casi todas de pescado y mariscos que, según la leyenda, son afrodisíacos.

-- ¿Me da una de esas recetas, querido conde?
-- Con mucho gusto, querido conde.
-- Tome usted nota.
-- Venga.
-- Ostras Tongoy, Ayden y de Chiloé, picorocos (1) y lenguas de erizo. Todo pasado por la batidora y convertido en crema.
-- ¿Y eso es afrodisíaco?
-- Yo creo que no. ¡Pero es tan rico...!
-- Entonces, usted no cree que haya comidas afrodisíacas.
-- Francamente, no. Y, además, no creo que las comidas afrodisíacas sean necesarias. Todo hombre que cuenta con los estímulos naturales se pone erótico, incluso comiendo arroz con leche.

Lafourcade se casó tres veces y se separó otras tantas. Tiene tres hijos, dos de los cuales vivían fuera de Chile en la época en que se hizo esta entrevista, que ve ahora la luz, después de tantos años. Recuerdo que el escritor se calificó de devoto absoluto de la literatura.
“Pero no desdeño la vida, soy muy vital: soy una mezcla de biblioteca y acción”.
“El libro de Karen” (Premio Nacional Martínez), “Pena de muerte”, “Antología de nuevos cuentos chilenos”, “Asedio”, “Para subir al cielo”, “Cuentos de la generación del 50” (Premio Municipal), “El príncipe y la oveja” (Premio Gabriela Mistral), “Fábulas de Lafourcade”, “Novela de Navidad”, “Pronombres personales”, “Frecuencia modulada”, “Palomita blanca” (que vendió un millón de ejemplares y de la que se hizo una película dirigida por Raúl Ruiz), “El gran taimado”... Sus últimas novelas, “Mano bendita” y “Cristianas viejas y limpias” fueron finalistas del Premio Internacional Planeta en 1992 y 1997.
Enrique Lafourcade, autotitulado anarquista sentimental y católico en estado salvaje, es uno de los escritores más fecundos, polémicos e influyentes de Chile. Ha sido profesor de diversas universidades chilenas, cronista, director de talleres literarios y comentarista de televisión.
Figura representativa de la llamada generación del 50 en Chile, Lafourcade goza, a los 80 años, de una merecida agerasia, lo cual le permite seguir escribiendo. Es, junto con Jorge Edwards, uno de mis escritores chilenos favoritos

-- ¿Qué le gusta?
-- Viajar, la pintura…
-- ¿Deportes?
-- No, deportes, no. No me interesa el deporte “per se”. Pero juego al tenis y he practicado el ciclismo.
-- ¿Música?
-- Los barrocos alemanes.
-- Hombre, a George Smiley, el espía de John Le Carré, o sea a John Le Carré le gustan los poetas barrocos alemanes. A usted los músicos barrocos alemanes. Qué coincidencia.
-- Pues, sí.
-- Adiós, querido conde.
-- Adiós, querido conde.


(1) Marisco chileno, alargado, que viene incrustado en una suerte de roca o formación calcárea.


© José Luis Alvarez Fermosel
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miércoles, 10 de octubre de 2007

Los derechos de los lectores


Los lectores también tenemos nuestros derechos. De ellos se ha ocupado el escritor francés Daniel Pennachioni, o Daniel Pennac –tal es su “nom de plume”-.
Nacido en Casablanca, de padre militar y funcionario colonial, Daniel Pennac es profesor de un liceo de enseñanza media de París. Antes fue leñador en la Costa de Marfil y taxista y dibujante de la Quinzaine Litteraire en París.
A los 29 años publicó un panfleto contra el servicio militar. Desde entonces no dejó de escribir.
Tal vez su obra más conocida sea el cuarteto de Bellville (“La felicidad de los ogros”, “El hada carabina”, “La pequeña vendedora de prosa” y “El señor Malaussène”).
Tiene en su haber, entre otros, el premio de la ciudad de Grenoble y el Mystére.
En su ensayo “Como una novela” figuran los derechos del lector, que son los siguientes: El derecho de no leer, el de saltarse páginas, el de no terminar un libro, el de releer, el de leer cualquier cosa, el del bovarismo (de “Madame Bovary”, de Gustave Flaubert), el de leer en cualquier parte, el de picotear y el de leer en voz alta.
Editorial Norma ha recogido “Los derechos imprescriptibles del lector” en un delicioso tomito de 53 páginas que no tiene desperdicio y se lee de un tirón. Se regala, junto con la revista Quid, en la librería El Ateneo.
© José Luis Alvarez Fermosel

El macho posmo en el gimnasio


“Gorrioncillo, pecho amarillo…”
La sala de musculación del gimnasio está frente a la fachada de una casa antigua y noble. A la altura del tercer piso hay una gran flor de lis tallada en la piedra. Balcones con geráneos rojos. Una señora mayor se asoma a veces a la calle en bata, una bata de color púrpura que ha conocido mejores tiempos.
El gorrión entró en el gimnasio como un pelotazo. Se coló por una de las tres grandes ventanas que se mantienen abiertas de par en par en verano. Revoloteó unos segundos cerca del techo. Bajó luego en picado y casi se estrella contra la máquina (“chest press”) que se utiliza para hacer ejercicios que desarrollen y fortalezcan el tórax. Al cabo, encontró la ventana y salió por ella como una exhalación, tal como había entrado.
La presencia del gorrión, a pesar de que duró muy poco, revolvió el avispero ya que en la sala había varios machos posmo.
(Según el gurú estadounidense de las tendencias, Fred Montalvo, este arquetipo humano va al gimnasio aunque no haga ejercicio en él sino, mayormente, monerías, zapatetas, cucamonas, pasee y se mire al espejo. También cotorrean entre ellos, dicen: “chapita”, “flashear”, “catarsear”, “flipar”, “chas chas”, “grosso”, “lo más”, “lo menos”, “me da cosa”, “bocho”, “bochín”, “mantreando”, “lookearme” y “tomar la lechona”.)
Un macho posmo que va todo de negro y luce barba de una semana gritó al ver el gorrión y se llevó una mano al pecho. “¡A éste le da un infarto!” –pensé yo-. Pero por fortuna se recuperó en algunos minutos. Otro, con remera carmesí, que estaba a su lado, cerró el puño y se lo mordió.
Alfonso XIII se quedó petrificado en el centro de la sala. Yo le llamo así “in mente” porque se parece mucho al rey Alfonso XIII, que rigió los destinos de España entre 1902 y 1931. Este es más bien alto, tiene los mismos ojos caídos, la misma nariz y el mismo bigote que tenía el monarca español, así como el característico prognatismo de los Borbones. Debe tener poco más de cuarenta años. Camina lentamente, con una larga toalla sobre el hombro izquierdo que le cuelga como un manto llevado al desgaire. Es de los que más se miran al espejo y de los que más mira a su alrededor a ver si lo miran y cuántos.
Protestó “sotto voce” por la intrusión del pájaro otro personaje que andaba con zapatillas verdes y lucía una mosquita rubiasca bajo el labio inferior, atravesado por una suerte de tornillo de escaso calibre. (¿Cómo se las arreglarán para besar a la novia en el caso de que la tengan y quieran besarla alguna vez? ¡Claro, por eso las chicas se dan piquitos entre ellas!)
Por la irrupción del pajarito en el gimnasio el macho posmo estuvo a punto de perder los papeles, por así decirlo, lo cual no hubiera tenido nada de particular puesto que pierde todo, incluso las hebillas para el pelo –si es que no lleva la cabeza afeitada-, las pulseritas de cuero que se pone alguna vez en torno al tobillo y las galletas bañadas de chocolate que guarda en la mochila, y saca a veces para ir mordisqueándolas distraídamente cuando va por la calle a cortos trancos, parece mentira, con esos pies enormes que tiene.
El macho posmo también le hace los honores al tofu, al té de duzarno y en la heladería pide una capelina o un cono de turrochele, kiwi, papaya, cacahuete, “lemon grass”, mango y encima una gruesa capa de dulce de leche.
El macho posmo representa la nueva masculinidad. Su biblia es el libro “Iron John”, que salió a la venta en 1990 y se convirtió enseguida en un texto de autoayuda para hombres con ganas de llorar, andar desnudos por los bosques y coleccionar cajitas de pañuelos de papel, envoltorios plateados de alfajores, figuritas, bolígrafos que ya no escriben y todo lo que les recuerda su mundo infantil, porque lo que más les preocupa es crecer y perder así la inocencia y la sensibilidad de los niños.
Me fui del gimnasio tarareando aquella ranchera de Tomás Méndez que cantaba Miguel Aceves Mejía: “Ay, pajarillo, gorrioncillo pecho amarillo, no más de verte ya estoy llorando...”.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 9 de octubre de 2007

Viejo periodista

El dibujo de R. Cobos reproducido arriba no puede ser más expresivo. Una imagen vale por mil palabras, ya se sabe.
Cobos resume, mejor aún, quintaesencia con cuatro trazos al periodista del pasado –de un pasado no remoto- que no tenía computadora, cámara fotográfica digital, motorola, teléfono celular, GPS para el coche y otras herramientas del presente.
En el dibujo hiperrealista, que tiene fuerza de instantánea, se ven los elementos definitorios, característicos del reportero de antaño: la pluma estilográfica en el bolsillo de la camisa, la máquina de escribir, los libros de consulta –uno de ellos parece un diccionario, por lo grueso-, los apuntes, el lápiz para corregir, la ínfaltable taza de café, el cenicero con colillas de cigarrillo.
Lo que tiene más garra es la fisonomía del viejo periodista bajo la visera verde para protegerse de la luz –que nosotros no llegamos a usar-. Un rostro anguloso con surcos, sombras, el ceño fruncido, incipientes bolsas bajo los ojos… Un gesto de cierta preocupación, la mano convertida en puño contra la boca, la otra apoyada negligentemente sobre un brazo de la silla, el aire un poco fastidioso de quien no acaba de encontrar una idea o una expresión, o trata de redondear un párrafo o conseguir un buen remate y se queda unos minutos en suspenso.
El periodista del apunte de Cobos podría ser muy bien el redactor Lynge de la Gazetten de Oslo, inmortalizado por Knut Hamsun.
En fin, una estampa de otros tiempos, no muy lejanos pero ya olvidados. Viejos tiempos. Como los de un diario de ayer.
© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 7 de octubre de 2007

A buen hambre no hay pan duro

“… Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos...”.
Esta era la dieta de don Quijote. ¡Cuánto más y mejor comemos hoy! Y cuánto peor escribimos. No creo que Cervantes comiera más ni mejor que su personaje. Habría que pensar entonces que el hambre aguza el ingenio.
En España pasamos hasta hace relativamente poco tiempo más hambre que el perro de un ciego; creo que este dicho no está en el Quijote.
Para satisfacer ese hambre los españoles comimos cosas tan bizarras, como se dice ahora, como el musgo que crece en los tejados con la humedad después de la lluvia. Se comía aliñado con vinagre y, si había, con un poco de sal. ¡Ni qué hablar de aceite, ni de oliva ni de nada! También era muy popular el arroz con gorgojos, que iban a parar al estómago no precisamente por descuido. Se veía al gorgojo con claridad. Es más, cada comensal se proponía trincar el más gordo. Se hacía uno la ilusión de comer arroz con carne.
El hambre ha sido siempre una constante, una característica de España y de los españoles desde que el país existe más o menos unificado y con signos distintivos de tal. El hambre nos formó a los españoles, nos endureció; nos dio una concepción, un sentido de la vida, una resistencia física y moral que pocos pueblos tienen por haber nadado siempre en la abundancia, dicho sea esto sin querer ofender a nadie.
Los españoles nos forjamos en la necesidad, en el hambre, insisto. Nos echamos al campo -¡carretera y manta!- a la lucha para conseguir el condumio elemental, la pitanza mínima. En España se come y se bebe ahora de lo lindo. Muchos de nosotros comemos y bebemos como si no estuviéramos seguros de volver a hacerlo decentemente la próxima vez. ¿No dicen que los nietos de los judíos sueñan con los horrores que padecieron sus abuelos en los campos de concentración, horrores que ellos no sufrieron porque no habían nacido entonces?
A algunos españoles nos pasa lo mismo con la comida. Un botón de muestra: la revista Hola trajo a sus páginas recientemente a la popular y bellísima modelo Silvia Jato, presentadora de Televisión Española. Hola la entrevista en su casa de Benalmádena, muy cerca de Málaga: una hermosísima casa balinesa, es decir, estilo Bali, una isla de Indonesia. Pues con toda esta sofisticación, Silvia Jato si bien dice que es feliz porque tiene salud, familia y hogar, asegura con un énfasis especial que lo es todavía más porque tiene “comida para llevarse a la boca”. Preocupación del subconsciente se llama esta figura. O atávica gratitud consciente por llevarse algo a la boca, lo más importante.
Comida para llevarse a la boca es lo que no le sobraba al bueno de don Alonso Quijano, tan magro de carnes y con la cabeza a pájaros. Aunque más no fuera que comida aderezada con la salsa del hambre. Ya lo dice Teresa, la mujer de Sancho Panza, el fiel y socarrón escudero de don Quijote: “La mejor salsa del mundo es el hambre, y como ésta no falta a los pobres, siempre comen con gusto”.
Lástima que la escasez de dientes y muelas le impidiera al pobre caballero darle unos buenos mordiscos al queso manchego y al pan que Sancho llevaba siempre en sus alforjas, “tan duros que podrían descalabrar a un gigante” –decía don Quijote-. Lástima porque, como decía el Caballero de la Triste Figura, “los duelos con pan son menos” . También, lógicamente en su caso, sentenciaba: “come y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”.
Lo que nos sacó a los españoles la tripa de mal año desde tiempo inmemorial fue ese ingenio que aguza el hambre. El Quijote da sobrados ejemplos de esto y es también un compendio de recetas –hay más de 2.000 referencias a la gastronomía del Siglo de Oro español, incluída esa pasta negra llamada caviar, hecha de huevas de pescado, tan salada que despierta una sed que tiene que saciarse con varios tragos de la bota de vino-. Sancho tiene oportunidad de comer caviar en un encuentro con Ricoto el Morisco, un peregrino árabe converso con quien se topa al volver en busca de su señor, después de haber abandonado su cargo de gobernador de la Insula Barataria.
El ingenio nos llevó a los españoles a combinar diversos productos alimenticios para conjurar la monotonía. La gente se habrá cansado de comer huevos fritos con patatas fritas. Alguien pensó un día que si las patatas se cortaban de otra manera, se mezclaban con huevos batidos y se les añadía un poco de cebolla, chorizo o lo que hubiera a mano saldría algo por lo menos diferente. Así surgió la tortilla de patatas conocida hoy en todo el mundo. Algo parecido debió pasar con la paella.
También hemos tirado de gatillo, porque donde menos se piensa salta la liebre. Liebres, conejos y perdices no faltan en el recetario cervantino, correspondiente a una región de Castilla, La Mancha, donde no faltan la caza de pelo y de pluma.
El ingenio y un poco de dinero nos llevó los españoles a desplegar recursos tales como la adquisición –por toda una familia, cotizando todos- de un pequeño cerdo al que se alojaba en una no menos pequeña cochiquera, en un patio o en los fondos de la casa y se engordaba a lo largo del año. Luego, cuando el pobre animal parecía más un novillo que un cochino propiamente dicho, se lo mataba y se lo carneaba. El cerdo se convertía en jamón, tocino, morcilla y “ainda mais”. Y daba, mal que bien, para alimentar a la familia durante todo el año, o una buena parte de él. Al marrano se lo alimentaba con lo poco que sobraba de la comida diaria. Como los cerdos son omnívoros devoraban todo lo que se les echaba, incluídos espinazos y cabezas de pescado. De ahí que muchos de esos jamones supieran a sardinas. Ahora los cerdos se crían con bellotas, como Dios manda y los jamones –que ya tienen su Denominación de Origen (DO)- son exquisitos. Y bastante caros, por cierto.
(El jamón serrano, uno de los referentes gastronómicos más característicos de España, acaba de ser distinguido por la Unión Europea con el sello Especialidad Tradicional Garantizada (ETG), convirtiéndose así en el primer producto alimenticio español que obtiene esta importante etiqueta de calidad. Este sello, que distinguirá al jamón serrano de otros, podrá ser usado en aquellas piezas que cumplan los requisitos de calidad y autenticidad exigidos y formará parte de la contramarca de la Fundación del Jamón Serrano. Esta institución, adscripta al Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, se encargará de velar por la escrupulosa utilización de este marchamo de calidad, con el objetivo de fomentar la producción y el consumo de jamón serrano. Se distinguirán dos calidades diferentes: plata, para aquellos jamones serranos cuya curación dure de ocho a once meses, y oro para los que se curen durante más de once meses.)
El caso es que, ayudado por su ingenio y por el de Sancho, ambos, caballero y escudero disfrutaron ocasionalmente de platos tan sabrosos como el pisto, las gachas, los gazpachos de pastor (galianos), las patatas con conejo, el ajopringue de la sierra de Alcaraz y perdices escabechadas, arropes y natillas que con el pan, el vino y el queso, básicamente el manchego, son los productos alimenticios más nombrados en esta primera novela moderna de la literatura universal. Todos ellos, y muchos más que no nombramos por falta de espacio ocupan hoy en día puestos de honor en las mesas de los caballeros, manchegos en particular y los españoles en general.
Con don Quijote y Sancho recorremos un mundo de aventuras mil, constelado por situaciones muy simpáticas provocadas por 669 personajes con características propias y, naturalmente, Dulcinea del Toboso. (“Para sola Dulcinea soy de masa y alfeñique y para todas las demás soy de pedernal”.)
Nada nos dice Cervantes de la familia y origen de don Quijote. Se limita a presentarlo en el ambiente de reposo y pobreza de un hidalgo campesino. La genealogía de don Quijote empieza con él. Es capaz de tener sueños disparatados y magníficas virtudes. Y de dar la nobleza a su estirpe. Ya lo dijo Unamuno: “Su linaje empieza con él; es de los que son y no fueron”.
Cuando ya nos habíamos encariñado con él, don Quijote muere no sin habernos dejado infinidad de esas muestras de sabiduría popular que son los refranes. He aquí algunos: “Un abismo llama a otro y un pecado a otro pecado”, “Cada uno es artífice de su ventura”, “Buen servicio, mal galardón”, “A dineros pagados, brazos quebrados…”.
Tres días antes de morir don Quijote dice: “Vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. De nada sirve la melancólica exhortación de Sancho: “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir”.
“Dichosa edad y tiempos aquellos a los que los antiguos dieron el nombre de dorados…”.
Hoy corren otros tiempos y soplan otros vientos. Y se comen otras cosas: salpicón de flores de acacia, pistilos de azafrán, maracuyá y corteza de abedul; gratinado de percebes con sabayón al vino Malbec; trillas con sofrito de grosellas; cordero patagónico con mojo verde y yuca en almíbar de melocotón.
“O tempora, o mores”.

Ilustración: El Quijote de Picasso

© José Luis Alvarez Fermosel