miércoles, 27 de febrero de 2013

Dormir o no dormir, esa es la cuestión



Uno duerme a los trancos, pasó largas temporadas víctima de un irritante y nocivo insomnio –pese a tener la conciencia tranquila-; en otras oportunidades tuvo que tomar pastillas para dormir, o inductores del sueño.
Es persona de mal sueño, y de malos sueños. Se despierta por cualquier cosa, quizá por dormir siempre con un ojo cerrado y otro abierto, tic adquirido en épocas lejanas y lugares y circunstancias peligrosas, a lo largo de su azaroso oficio de periodista, muchas veces como enviado especial permanente y otras tantas como metomentodo, o perejil de todas las salsas.
Practicante de todos los modos y maneras que se recomiendan –casi siempre sin saber- para conciliar el sueño, nunca tuvo mucha suerte al respecto, lo que por otro lado le vino bien, porque aprovechó para leer. Los libros y la luz tamizada de mesita de luz, o mesilla de noche –como se dice en España- le son familiares y simpáticos.
Hoy leo en el diario La Nación de Buenos Aires un documentado e interesante trabajo para todos los insomnes, que firma Mariana Israel y en el que se echan por tierra varios mitos y se dicen unas cuantas verdades.
Bueno será poner en práctica los acertados consejos que se nos dan en ese artículo, aunque aquellos que roncan o sufren de apneas no tengan posibilidad de mejorar su sueño tomando un vaso de leche tibia antes de irse a la cama -¡cuánto se ha visto esto en la películas …!-, o ajustándose a otras técnicas caseras y tengan que acudir a la medicina a fin de hallar remedio para su insomnio.
Ya está uno grande para que le cuenten cuentos a la cabecera de la cama. Se los cuentan a toda hora, además.

© J. L. A. F.

Nota relacionada:

jueves, 21 de febrero de 2013

Pitman entre costuras



Había oído hablar de la Academia Pitman antes de venir a Buenos Aires.
Una vez aquí, por unas cosas o por otras, no tuve oportunidad de conocer ninguna de las que subsistían de las 42 que llegó a haber -en Argentina y Uruguay- en la década del 40.
Fundada en 1919, cerró sus puertas en 1993. La sede central estaba en Diagonal Norte 570, en una zona muy céntrica de la ciudad.
En 1999 quedaban –en régimen de franquicia- una en la Capital Federal, otra en San Isidro, otra en Mar del Plata y otra en Montevideo. Todas usaban el nombre que a mí me sonaba tanto como debió sonarle a otras personas de otros países.
La vieja Academia Pitman, la primera de todas, hizo época. Preparaba a secretarias, enseñando mecanografía al tacto, taquigrafía y otras materias; y también formaba contables, o contadores, que entonces se llamaban tenedores de libros. Disponía de una Oficina de Empleos que proporcionaba trabajo a sus egresados.
El curso duraba once meses, al cabo de los cuales se entregaba un diploma que abría las puertas de muchas oficinas. Haber estudiado en las academias Pitman era una garantía de que se sabía lo que tenía que saberse para trabajar en las administraciones pública y privada,  recuerdan ex alumnos y memoriosos.
Sus creadores fueron Ricardo Allúa, Finn Schmiegelon y Juan María Jan, que tradujo al español el sistema de taquigrafía del inglés Isaac Pitman.
Ex empleados de Pitman retomaron el manejo de las academias  -siempre  por  el sistema de franquicia-. Funcionan como una institución educativa recuperada y desarrollan nuevos programas de estudios, propios de la época actual, como computación e inglés

Larga y escarpada es la senda de la vida…

Me topé de nuevo con el nombre de Pitman al leer la estupenda novela El tiempo entre costuras de mi compatriota María Dueñas, que le dedica bastante espacio en la página 57 y otras de la primera parte y la menciona casi a lo largo de toda la obra.
María debe conocer Argentina, tener familiares o amigos aquí o sencillamente gustarle los argentinos y lo argentino, porque alude varias veces en su formidable novela a este país y  utiliza algunas expresiones porteñas.
Digno de recordarse es el texto publicado por Pitman en su almanaque de 1935, que recogen María Dueñas y Alberto González Toro, este último en un artículo de excelente factura publicado en la edición dominical del diario Clarín de Buenos Aires –el de mayor tirada del país- el 30 de mayo de 1999.
El texto en cuestión dice así: Larga y escarpada es la senda de la vida. No todos llegan hasta el ansiado final, allí donde esperan el éxito y la fortuna. Muchos quedan en el camino: los inconstantes, los débiles de carácter, los negligentes, los ignorantes, los que confían sólo en la suerte, olvidando que los triunfos más resonantes y ejemplares fueron forjados a fuerza de estudio, perseverancia y voluntad. Y cada hombre puede decidir su destino. ¡Decídalo antes de que sea tarde!
Pitman concilió después el sentido de la realidad con el optimismo: El mundo atraviesa un período crítico.Son muchos los hombres sin trabajo. Y sin embargo, las estadísticas demuestran que para cada hombre especializado, pero bien preparado, hay cinco vacantes. Se les paga bien. Y es que justamente en las épocas difíciles los hombres que poseen conocimientos especiales valen más.

Cada vez se estudia menos

Nada de lo que decía la Pitman en los años treinta ha perdido actualidad. Lo malo es que cada vez se estudia menos. De otro lado, las crisis económicas y sociales provocan que la gente se lance desesperada a trabajar en lo que sea, porque no tiene tiempo de prepararse. La enseñanza, además, se precipita barranca abajo cada vez con más velocidad.
Precisamente una de esas crisis tan habituales en Argentina, la hiperinflación de finales de los ochenta y principio de los noventa cerró las puertas de la Academia Pitman, un hito en la historia de la docencia especializada en Argentina, ya una leyenda.
En Madrid había una Academia Caballero que enseñaba lo mismo que la Pitman y gozó también de mucho prestigio. En ella estudiaba una novia que tuve yo, que quería ser secretaria.
Iba a buscarla a la academia muchas veces. Una de ellas conocí al director, que creo que se llamaba Francisco Caballero. Era un hombre enorme, de pelo blanco, serio pero afable.
La Academia Caballero, fundada en 1933, se cerró en 2008.
Todo cambia y se moderniza. Pero escribir a máquina, es decir, en el teclado de la computadora a ciegas, saber taquigrafía y hacer cuentas siguen siendo conocimientos, si no imprescindibles, muy útiles.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 18 de febrero de 2013

Tanagras



Son de barro, como somos todos, como fuimos todos, o de donde procedemos, según nos dice la Biblia.
Las terracotas llamadas tanagrinas estuvieron de moda en el mundo griego durante todo el siglo IV a. de C. Los primeros ejemplares se descubrieron en Tanagra, en la periferia de la Grecia central.
Son unas estatuillas de barro cocido que vieron la luz en los talleres de los escultores –alabastro y agua de río, ¿por qué no del río del Devenir de Heráclito?-.
Tanagra: un nombre que se pronuncia con las papilas gustativas y cataliza la invención poética, no exenta de un cierto exotismo barroco.
Una denominación completamente femenina y apta, a su conjuro, para comenzar un idilio de más o menos urgencia.
¿Quién no ha dicho alguna vez –fuera de la ciudad de Tanagra, donde no tendría gracia decirlo- a una mujer que es sutil y al mismo tiempo rotunda como una tanagra?
- Eres clara y oscura como una tanagra; ¡y tan hermosa…!
- Eres un escultor de sueños.
¿Quién no ha tenido una tanagra sobre una biblioteca en una casa junto al mar?
Juan de Ávalos movía en Cuelgamuros grupos escultóricos de más de veinte kilos con la gracia y el arte de ágiles tanagras, se asombraba Villarta en Rutas.
La vitrina de las tanagras me da altos consuelo, decía César González-Ruano -lo cito siempre, ya lo sé- a la salida de la casa de Eugenio Montes después de entrevistarle para el diario Arriba y camino del bar del Palace, tosiendo por las esquinas.
Uno tuvo varias tanagras en su vida, que perdió en mudanzas, alguna regaló, otras se rompieron y otras se las hurtaron.
Las echamos de menos. Alguna nos trajo buena suerte, otras nos alegraban la vista, en especial las que representaban mujeres desnudas.
Ahora tenemos una computadora: una máquina cuyo nombre suena a cómputos y otras operaciones aritméticas; nada poético, aunque la geometría, que es otra cosa, se explique en un soneto.
En la computadora –que en España se llama ordenador- escribimos hoy desordenadamente sobre tanagras frente a la pantalla azul y nos chirría el alma.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 14 de febrero de 2013

Películas para el recuerdo


Este blog incorpora una nueva sección: Películas para el recuerdo, principalmente dedicada a la evocación y el comentario –no la crítica- de películas filmadas entre los años 30 y 60,  cuando se hicieron los mejores films de todos los tiempos, o muchos de ellos, por lo menos.
No daremos primacía en estas páginas a las grandes producciones que hemos visto tantas veces y figuran, año tras año, en lugares destacados entre las 100, 50 ó 10 películas más vistas y más aplaudidas en todo el mundo.  
Traeremos a colación films de autor, pertenecientes a un cine que bien podría calificarse de cámara; un cine inolvidable cuyos valores perduraron a lo largo de los años, un cine que no se cayó ni se quedó en el tiempo.
Películas extraordinarias que algunos vimos de chicos en cines de barrio de la mano de nuestros padres, y otros en salas de arte y ensayo, cineclubes y la televisión.
A los que no las vieron, quizá les entren ganas de verlas ahora y se las procuren en las tiendas de venta y alquiler de videos, o las bajen por Internet y puedan disfrutarlas un sábado por la tarde en la intimidad del hogar, en familia o solos; con un whisky a mano y ganas de extasiarse con un cine que, salvo honrosas excepciones, ya no se hace.

© J. L. A. F.

Sorry, wrong number


Con el título Voces de muerte se dio para el público de habla española. El original en inglés era: Sorry, wrong number (Lo siento, número equivocado).
Se estrenó en 1948. La dirección corrió a cargo del ucraniano Anatole Litvak, que también dirigió La noche de los generales, Anastasia y otras películas en diversas lenguas. Litvak culminó su carrera en los Estados Unidos.
La producción fue de la Paramount y Producciones Hal Wallis. Antes de montar su productora, Hal Wallis fue el productor ejecutivo de Casablanca.
Lucille Fletcher escribió el guión, según un libro suyo del mismo título que adaptó para la radio y dio lugar en 1943 a una radionovela muy popular protagonizada por Agnes Moorehead –la inolvidable Endora de Embrujada-.
Barbara Stanwyck y Burt Lancaster encabezaron un reparto que incluyó a actores como Wendell Corey, que también trabajó con Lancaster en I walk alone (Al volver a la vida), una película de gangsters con Kirk Douglas y Lizabeth Scott en los principales papeles. Su realizador fue Byron Haskin y el film se estrenó en 1948.
Stanwyck fue seleccionada para el Oscar por su trabajo en Sorry, wrong number, o Voces de muerte. Se lo arrebató Jane Wyman con Belinda.
Para Burt Lancaster fue su segunda película en un papel coprotagónico.
La primera fue The Killers (Forajidos) –basada en un cuento de Hemingway-, dirigida en 1946 por Robert Siodmark y protagonizada por Ava Gardner y Edmond O’Brien.  

Una pieza de cámara

La película fue una pieza de cámara, con una actuación insuperable de Barbara Stanwyck. Un thriller impresionante con un toque de claustrofobia, agobiante.
De un cruce de líneas telefónicas surge la trama, que avanza sin parar con contínuas secuencias del pasado para reconstruir los acontecimientos con los que se enfrentan los personajes, cuyo destino no es que sea incierto: es verdaderamente muy cierto, inminente y fatal.
La partitura musical de Franz Waxman, excepcional, redondea un film no de terror clásico, o un clásico del cine de terror, sino de un terror real sin efectos especiales ni recursos de ciencia ficción, ni descuartizamientos –no se derrama una sola gota de sangre, ni suena un tiro-, ni psicópatas, ni pedófilos, ni paranoicos asesinos seriales.
Hitchcock reconoció que utilizó esta cinta como fuente de inspiración para su Dial M for Murder (Crimen perfecto) filmada en 1954 con Grace Kelly y Ray Milland.
En 1961 se hizo una versión para televisión de Tony Wharmby, con Leni Anderson, Carl Weintraub y Patrick Macnee, el inolvidable actor inglés John Steed de la serie The Avengers (Los vengadores).
Las últimas palabras de la película son Sorry, wrong number. De ahí el título que en español, Voces de muerte, lleva inevitablemente al recuerdo del romance a la muerte de Antoñito el Camborio de Federico García Lorca:

Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.

© José Luis Alvarez Fermosel

Vídeo (trailer):

Nota relacionada:

miércoles, 13 de febrero de 2013

Malas maneras



Hay mucha gente grosera que manifiesta su grosería, sus malos modos, incluso una agresividad gratuita y malévola en todas partes y de mil maneras diferentes.
Una de esas expresiones de tan mal tono consiste en enojarse cuando telefonea a alguien y no lo encuentra porque se equivocó al marcar.
El receptor de la llamada dice lo normal en esos casos: “Lo siento, número equivocado”. Entonces el ser que metió la pata, pertenezca al sexo masculino, femenino o cualquiera de los otros, se torna irritable y, si a mano viene, nos insulta, o poco menos, como si nosotros tuviéramos la culpa de no ser la persona con la que él quería hablar.
Otra manifestación, ésta de agresividad, se da a menudo en la calle, donde mucha gente empuja frecuentemente al prójimo porque no se fija, porque no lo ve, porque no le importa el prójimo, porque cree que la calle es suya.
Influye la mochila, excrecencia en la espalda, como una joroba, que como está de moda lleva todo al mundo. Ah, casi todos los que empujan suelen volver la cabeza después y sonríen. Es decir, que no empujan porque no se dan cuenta, por accidente, si no a propósito.

Ya pasó una vez

Alguno se va a ligar un trompis, un día de éstos; y cuando lo vean con un ojo negro y le pregunten, dirá como se dice siempre en estos casos que tropezó con una puerta.
Yo vi una vez cómo un bruto mordió el polvo. Fue en la calle 25 de Mayo. Un hombrón enorme de mediana edad, con la cabeza afeitada  y mochila, a la última moda, le dio al pasar junto él un empujón tan grande a un señor de mucha menos corpulencia que, para no caer, tuvo que apoyarse en uno de esos contenedores que han puesto ahora en las calles.
Siguiendo el ritual, el agresor, porque no podía llamársele de otra manera, volvió la cabeza y dibujó una sonrisa estúpida en su cara, de expresión estólida.
Una chica pelirroja baja y musculosa, de nariz achatada -probablemente boxeadora o karateca- salió tras el tipo a paso ligero. Yo la seguí. El señor que recibió el empujón ya había llegado a la altura del cernícalo y le hizo un “barrido”, como se llama en las artes marciales a un desplazamiento rápido de los pies del  rival, que practica con un solo pie el oponente.
El gigantón se desplomó, tras un fenomenal patinazo. La mochila le protegió la espalda e impidió que su cabeza pelada chocara contra el pavimento, roto como está siempre en Buenos Aires desde su fundación, y se la rompiera él también.
El jayán, que hubiera dicho mi abuelo paterno, se levantó con cierta dificultad, apoyando las manos en el suelo; compuso sus ropas, se acomodó la mochila y se fue, mirando a todas partes con  temor, sus pies enormes y salidos hacia fuera, como los de los patos, moviéndose velozmente.
La víctima convertida en victimario se había perdido en la distancia; esto suena a bolero, ya lo sé. La muchacha pelirroja entró en una cafetería.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

lunes, 11 de febrero de 2013

Lluvia en la ciudad



La lluvia, un fenómeno devastador más de la Naturaleza, inunda, apaga, destruye y mata cuando surge como una letal masa de agua lanzada por doquier sin control.
Pero cuando languidece y llora, sus lágrimas caen dulcemente al ralenti en vertical, difuminan la tarde, rayan el paisaje y empapan la tierra y el cesped, que exhalan un aroma delicioso.
La lluvia, de esa guisa, es encantadora y muy beneficiosa para el campo.
Y da lugar a imágenes urbanas y suburbanas de gran belleza, como la que ilustra estas líneas.
Una mujer esbelta y elegante camina bajo la lluvia con su paraguas y su perro. Emerge de una masa de grisura apenas diluída la por la tenue luz de una ventana iluminada.
De los dos personajes, se nota que el perro no va muy contento; si acaso, resignado, porque  va mojándose.
En cambio, la dama, a pesar de su encogimiento de hombros –quizá porque haga frío-, no parece resignada, ni siquiera indiferente, sino embargada por una suerte de disimulado rogocijo: como si no hubiera llovido en mucho tiempo y agradeciera la caída de una lluvia refrescante y amable.
Además, no se moja; camina bajo un paraguas abierto.
El artista a quien se debe la imagen convirtió un momento de una tarde de lluvia en la ciudad en un flash, tanto más expresivo y más grato de mirar cuanto que tiene el primor de la sencillez y el verismo y es apenas algo más que un detalle.

© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 10 de febrero de 2013

Más sobre calles



¡Albricias! Están arreglando las calles de Buenos Aires, rotas desde los tiempos de don Bernardino Rivadavia, poco más o menos.
Los martillos neumáticos, los palas mecánicas, las zanjas, el cemento, las alambradas que protegen las obras forman parte del paisaje urbano.
Los trabajadores se afanan durante prolongadas jornadas laborales, incansables, sin que el feroz sol de un estío durísimo e inclemente parezca afectarles lo más mínimo.
Cabe suponer, entonces, que en poco tiempo más las calles de Buenos Aires lucirán como las de cualquier otra ciudad de otro país –en los que nunca se rompieron-
Nos referimos a las calles más céntricas, al llamado microcentro, porque en los barrios por los que anduvimos últimamente no vimos trabajar a nadie en las calles. Será que los arreglos empezarán por el centro y seguirán por los barrios, o que éstos no están tan mal.
Estamos muy contentos. Van a disminuir, seguramente, las caídas y las consiguientes fracturas de caderas, piernas y otras partes del cuerpo.
Va a dar gusto pasear por Florida y Corrientes, como aquel muchacho del tango que se daba una vida mejor que la de un bancán.
Los turistas dejarán de maldecir sotto voce en su idioma a cada tropezón, porque ya no tropezarán más. Y cuando regresen a sus países les dirán a sus compatriotas que da gusto pasear por las calles de Buenos Aires, entre otras cosas porque están muy bien pavimentadas.
Sumido en estos agradables pensamientos me voy al bar y le hago partícipe de mi alegría al primer amigo con el que me topo en la barra. Y recibo el primer baldazo de agua fría:
- ¿Te has preguntado cuánto durarán las calles sin que las vuelvan a romper?, me dice mi amigo.
- Pero, hombre, ¿quiénes las van a romper? ¿Y por qué, para qué?
- Pues los mismos que las rompieron siempre, o sus descendientes; los mismos que rayan con llaves u otros objetos metálicos las puertas de los ascensores recien pintadas, o pintarrajean las fachadas con consignas políticas, o de otro matiz. ¿Para qué? Pues para joder, como siempre.
- ¿Y si se les hiciera desde la prensa, o desde los foros, las redes sociales, desde donde sea, el ruego encarecido de que no rompan nada, de que al contrario, conserven lo que está bien, lo que se arregla, en beneficio del prójimo y de ellos mismos? ¿Y si se hiciera una campaña de prensa?
- No creo que sirviera para nada, como no ha servido otras veces.
- Yo, sin embargo, sigo confiando en que…
- No dejes de confiar, a lo mejor esta vez…
Me fui del bar un poco alicaído. Los del Municipio, o quienes fueran, seguían trabajando en las calles.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

martes, 5 de febrero de 2013

Voces antiguas



This is the poison of deep grief
(Hamlet, acto lV, escena V)

Se oyen voces de un pasado que parece estar ahí, a la vuelta de la esquina, y sin embargo está muy lejos.
Las voces están dentro de un policromo caleidoscopio que maneja caprichosamente el tiempo, sin que nada le importe: con la “nonchalance” del jugador de mente rápida que cuenta las cartas en una mesa de bacará, sabiendo que va a ganar. Sino que estamos en un casino de fantasmas.
Hemos perdido, una vez más. El tiempo pone cara de “yo no fui”, artero y perverso; ya sabe que ganó la partida y que nada será como uno quiso que fuera ni tendrá lo que quiso tener.
No volvamos la vista atrás, no nos vaya a pasar lo que a la mujer de Lot.
Pero con frecuencia el azar, o eso que los ingleses llaman “fate” te lleva al pasado de la mano del tiempo: ese oscuro enemigo que sorbe la sangre, que decía Baudelaire.
Es entonces cuando la sangre comienza a circular aceleradamente por tus venas, como si quisieras tirar la toalla y darle facilidades al vampiro.
Uno busca en la obra muerta del bergantín los restos de sus sueños, pero se han ido por el  escobén del ancla.
Ya no podemos tomar el mundo como quien toma un tren en marcha. Ni esperarla en el andén de un vagón del convoy. Siempre llega otra persona que nos trae una carta que dice que ella no puede venir.
Un músico de “bal musette” interpreta una lejana canción de letra ininteligible que no tiene código de cifra.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

domingo, 3 de febrero de 2013

El feriante



El feriante estaciona su enorme “motor home” en la plaza del pueblo con la pericia y la rapidez que sólo se adquieren mediante una prolongada práctica.
Es un hombre enteco que viste ropas baratas, ligeras y de color ratón y tiene el pelo castaño y fosco. Se llama Armando, nombre que se asocia con el de Margarita (Gautier).
Pero el feriante no se llama Duval(1) de apellido, sino López; es hombre juicioso, circunspecto, que tiene mujer e hijos que mantener y carece de tiempo para galanteos románticos, a los que no es proclive, por otra parte.
En un dos por tres el feriante convierte su  monumental vehículo en una tienda, pega un par de bocinazos y allá van las mujeres a comprarle cacerolas, otros útiles de cocina, sábanas, blusas, cortinas, delantales, zapatillas, camisas y calcetines para sus hombres, a quienes les da reparo salir a comprar, entre otras razones porque no tienen la buena mano de sus medias naranjas y mercan mal, o caro, o prendas que no son de su talla; además, eso es cosa de mujeres.
El feriante no es uno de esos charlatanes de feria que hablan por los codos, ni la va de vendedor agresivo, a la americana. Es hombre callado y discreto, una de cuyas principales habilidades consiste en llevar al dedillo las cuentas de sus clientes en un cuaderno de pasta blanda muy usado, de hojas rayadas.

Montejo de la Sierra

El feriante recorre varios de los pequeños pueblos de la sierra de Madrid. El miércoles le toca a Montejo.
Montejo de la Sierra (foto) es un municipio de la Provincia y Comunidad de Madrid, situado en la sierra del Rincón. Merecido renombre tiene su hayedo, o bosque de hayas, el más famoso del septentrión de Europa.
Dista 90 kilómetros de Madrid. El río Jarama, que discurre en su límite noroeste, es la frontera natural con las provincia de Guadalajara y Segovia. Montejo tiene una superficie de 31,37 kilómetros cuadrados y 357 habitantes.
El pueblo se localiza a los pies de la Majada de la Peña y sobre el río La Mata. La Cañada Real, que procedía de Tamajón, cruzaba por Montejo entre la Ermita de Nazareth y la Dehesa de Prádena.
En Montejo hay un asilo de ancianos y el hostal El Hayedo, de la familia Frutos. El Ayuntamiento, la plaza, la iglesia con su espadaña y su nido de cigüeñas.
Y su feriante, que todos los miércoles aparece con su gran caja de sorpresas móvil, que a diferencia de la de Pandora no contiene ningún mal. Por el contrario, está llena de mercancías que hacen al confort y el bienestar de los hogares.
Y quizás lo más importante, despiertan esa ilusión que va siempre aparejada con la compra.

© José Luis Alvarez Fermosel

(1) Alusión a los personajes Margarita Gautier y Armando Duval de la novela romántica “La dama de las camelias”, de Alejandro Dumas, hijo.